martes, 25 de julio de 2023

Caminos, 2.- Aguas estancadas. -

 


Lo divertido de la política nacional es que cuando crees que unas elecciones generales traerán un poco de sosiego al país, ves que taponan una vía de agua embarrada, pero abren otra aún más tumultuosa que inunda la sentina de la res publica. Ganó el PP, pero de tal forma que ni con el Vox logra mayoría. Quedó segundo el PSOE que cuenta con Sumar, y para alcanzar capacidad de gobierno, necesita del apoyo de los partidos regionalista y nacionalistas. Y, ¡Oh, caprichos del Hado!, necesita de la abstención de los adeptos al prófugo Puigdemont si quiere lograr la investidura. Mire usted por dónde, un prófugo de la justicia española tiene la llave de la gobernabilidad del país contra el que delinquió. Cosas veredes, Mío Çid que farán fablar las piedras…

Y además, el PP tiene mayoría absoluta en el Senado, con lo que, si no le dejan gobernar, puede practicar el obstruccionismo siempre que convenga a sus intereses. En esas estamos… Mientras, los analistas políticos imparten doctrina y son el oráculo de las televisiones. 

Como quien dice, la política nacional son aguas estancadas donde una pedrada en medio de la charca (en forma de obedientes, o quizás, resignados votos ciudadanos) revuelve por un rato la superficie y alborota el légamo del fondo. Pero las ondas son sólo superficiales y en círculos concéntricos que se agotan a medida que se alejan del impacto.

Este jubilata y la santa, responsables ciudadanos – o quizás malinformados ciudadanos – bajamos desde el valle a Madrid para votar; de regreso, soportamos un enorme atasco de salida de la ciudad en el no-ser de la autovía y volvimos a nuestro refugio serrano con la satisfacción del deber cívico cumplido. Además de con la duda de si no seríamos unos ingenuos autoconvencidos de que un voto, unido a millares y millares de ellos, cambia la orientación del sistema…, o a lo mejor lo legitima para persistir en sus corruptelas y no somos más que tontos útiles. En esta duda, el escepticismo es una sana higiene mental, pero jode porque no te dice a qué tabla has de agarrarte para flotar en la charca.

Don Pío Baroja, que siempre fue muy suyo y rezongón, no tenía ninguna confianza en las democracias (ese agregado igualitario de gentes de todo pelaje) y no solía pararse en barras a la hora de calificarlas. Escribió un artículo en el que hablaba de la democracia (ideal) como una especie de benevolencia de unos con otros, que era el resultado del progreso, y “la otra democracia de la que tengo el honor de hablar mal es la política, la que tiende al dominio de la masa y que es absolutismo del número”.  

Total, por el Artiñuelo, el arroyo que pasa por delante de nuestra casa de verano, aún corre un hilo de agua y lleva su escaso tributo al Lozoya, a las afueras de Rascafría. Eso, al menos, no ha cambiado.  Y puesto que la naturaleza sigue su curso, este jubilata se calzó las botas de hacer leguas y se fue a ver una charca de buen tamaño que está a medio camino entre el Mirador de los Robles y la Casita de la Horca. Medio oculta desde el camino por la maraña de vegetación, allí seguía, un tanto menguada de agua, pero con su colonia de ranas croadoras que tienen la prudente costumbre de esconderse en el fondo cuando algún curioso se acerca a ver su pequeño paraíso de aguas quietas y vegetación enmarañada.

Desmintiendo la fábula de Esopo, no se tiene noticias de que esa colonia de batracios haya decidido poner orden en su sociedad pidiendo a Zeus que se les nombre un rey que las gobierne. Hacen bien, que a lo mejor los dioses, hartos de su impertinente croar, les pongan un madero flotando en medio del charco y les hagan creer que ese trozo de leño impartirá justicia. Luego, las más hábiles, se subirán encima y dirigirán el cotarro ranero porque, al fin y al cabo, el madero flota allí por designio de las divinidades.

Cosas así iba pensando este jubilata senderista mientras bajaba a la presa del Vadillo. Sentado sobre una roca, con el pequeño embalse a la vista, y el librito Elogio del caminar de David Le Breton entre las manos, leía algo sobre las Largas marchas inmóviles: La marcha es a veces infinita, sin otra dirección que el tiempo. Un recluso, en su celda, puede recorrerse el mundo entero a fuerza de caminar infinitamente los pocos metros lineales de su encierro y diciéndose: ahora atravieso Francia y entro en Alemania; ahora bajaré hacia el sur e iré camino de Roma… Libre en su imaginación, puede llegar a los confines del mundo.

Un servidor, sin moverse de la piedra sobre la que se sienta, levanta la vista del librito, la extiende sobre la lámina de agua del embalse, y convierte éste en un océano sobre el que navega con su imaginación hasta aquel lugar donde basta leer unas páginas para saberse fuera de su mediocridad. Y cuando cierra el libro y retoma el camino, ya ha olvidado su condición de espécimen del demos humano obligado al desove cuatrienal del voto.

 

viernes, 7 de julio de 2023

Andares, 1. Viendo correr el agua.-

 


A propósito de unas notas tomadas el día de San Fermín, y sin que tengan nada que ver, salvo la coincidencia en la fecha:

Mientras en Pamplona miles y miles de personas de apretujaban con gran gritería y jolgorio para celebrar el chupinazo, yo andaba por el monte caminando en solitario, sin otros sonidos que los producidos en la naturaleza espontáneamente, y sin otra compañía que las vacas que pacían en las dehesas y la yeguada con la que me he topado de regreso por el camino histórico que baja desde la majada del Cojo a Alameda, y que ha venido espontáneamente hacia mí, me han rodeado y me han hecho temer que me iban a aplastar de puro afectuosas que eran las yeguas y sus crías.

Ha sido una de esas caminatas que tanto me gustan y que he comenzado en torno a las 8:30 para ir a Oteruelo y, desde allí, a la ermita de Santa Ana. Las dehesas del otro lado del río que se extienden hasta el paraje de la ermita, estaban pintadas con el frescor de la noche pasada. Las praderas, tachonadas de pequeñas flores que parecían alfombrar el suelo hasta el límite del bosque de robles, con esos destellos de cuadro impresionista en los que uno no sabe si admirar más a la naturaleza que los produce o la habilidad artística de quienes la reproducían con sus pinceles.


Sentado en un poyo de la ermita, he hecho lo que nunca se me había ocurrido hasta ahora: leer en un descanso de la caminata. Llevaba encima un pequeño libro de Le Breton, Elogio del Caminar, y he saboreado un par de capítulos, leyendo precisamente sobre aquello que estaba haciendo: caminar. Creo que es experiencia a repetir porque, además del placer de la lectura en medio de la naturaleza, ha sido ese pausar mi caminata con un descanso que me obligaba a levantar la cabeza de la lectura, contemplar el paisaje, y volver a reconocerlo en las experiencias de quien me hablaba – a través de sus textos – sobre el afán caminero.

Como no tenía otra cosa que hacer más que andar y dejar la imaginación a su libre albedrío, ésta me ha llevado por vericuetos que vuelan más alto que los montes que circundan el valle. Pensaba en ese sentimiento fóbico hacia las multitudes que se me va desarrollando con la edad: inexorablemente, cuanto más avanzo en la vejez, mayor es el rechazo hacia mis semejantes, no como individuos, por muchos de los cuales siento un afecto sincero – el amor de amistad, del que hablaba Ortega –, sino en cuanto masa o ganglio social indiferenciado en el que a la gente gusta embarrarse. Como decía Susanita, la amiguita repelente de Mafalda, amo a las personas, pero odio a la multitud.

Pero el amor sincero por la naturaleza, el silencio y la soledad sonora, de la que hablaba fray Luis de León, son todo lo contrario a un acto negativo y antisocial. La fobia de multitudes es como el detritus que produce porque todo comportamiento humano necesita de su contrario para afirmarse. Y a este jubilata, verse caminando por el robledal, con la fresca de la mañana, por caminos donde sólo se tropezará con alguna vacada que pace, o la grita de los rabilargos que le rehúyen cuando lo sienten pasar, le produce una dicha que contrasta con esa sensación de ahogo que le producen las calles siempre concurridas de la capital del reino, con sus ruidos de coches, su gentrificación en forma de turistas que arrastran maletas y caminan abducidos por el Google Maps que les llevará a su destino provisional, sus pantallas gigantes colgando de las fachadas, escupiendo anuncios que embrutecen la percepción y niegan el reposo mental.

Y uno se pregunta si, puesto que el paso de la vida es un cambio imperceptible, no estará cambiando con pequeños pasos hacia un sentido franciscano de la existencia en este último tramo vital que le queda por recorrer. Por no pecar de cursi, de sensiblero, el caminante que lo cuenta aquí, no va por los vericuetos del bosque diciendo: hola, hermana vaca; hola hermano arroyo; hola hermano lilium martagón, o lirio llorón, (especie endémica de estas tierras altas, según me enseñó un botánico aficionado, el otro día, por el camino del Ejido). Ni mucho menos, se me ocurriría saludar con amor franciscano al hermano lobo, que dicen se ha afincado por estas sierras. Son palabras mayores que dejamos para el Pobrecito de Asís, cuando fue a reconvenir al lobo de Gubbio, según nos cuenta el poema de Rubén Darío.

Uno no aspira ni a la gloria celestial ni a la fraternidad


universal, sólo a caminar con el espíritu atento, el oído pronto a los pequeños sonidos del entorno, la vista limpia ante el paisaje que pasa al paso de la bota caminera del caminante. Como mucho, aspira a espiar ese desmelenarse de las aguas en el arroyo, recordando lo que nos dijo Gomez de la Serna: El agua se suelta el pelo en las cascadas. Ya que no ninfas de las fuentes, porque vivimos tiempos de vulgaridad y provecho inmediato, nuestras aspiraciones estéticas nos llevan a escuchar el murmullo del agua, sentados bajo ese fresno junto al arroyo, cerca de la pasarela que cruza el Aguilón. Y como echamos de menos el bucolismo del mundo clásico, aún recordamos los viejos latines virgilianos: Tityre tu patulae recubans sub tegmine fagi silvestrem tenui Musam meditaris avena.

Dicho sea sin que el improbable lector se moleste por los derrapes esteticistas del jubilata, que la edad le da licencia y él se la toma.