El caso es, improbable y caro lector, que las conspiranoias actualmente en circulación
ya fueron objeto de un cuento, no sé si futurista o distópico, que escribí hace
bastantes años. Lo he rescatado de la papelera donde conservo mis genialidades
literarias y te lo ofrezco, por si encuentras un rato para leerlo. El texto es
más largo de lo habitual en las publicaciones de esta bitácora, pero el asunto
lo exigía. Se titula Ponte el Chip y dice así:
– Oiga usted, me haga el favor ¿Dónde es para lo del chip?
El Gobierno de turno, ni rojo ni azul, sino suavemente sonrosado, entendido
en términos políticos, no cromáticos, estaba contento. La campaña en los medios
de comunicación había desequilibrado ligeramente el presupuesto nacional del
año en curso, pero los resultados estaban a la vista. No había cadena
de televisión, periódico de tirada nacional o provincial, programa de radio o
conexión en la Red
donde no apareciesen los sketches anunciadores.
– ¿Se refiere usted al implante voluntario de
chips? – pregunto, a su vez la recepcionista. Ésta había pasado todos los
controles de calidad con excelente puntuación. Pelo azabache, ojos claros, un
metro sesenta y ocho –ni muy alta, ni muy baja, para que agradase a todo el
mundo– sonreía con su sonrisa más profesional y acogedora a aquel ciudadano
despistado y algo timorato.
El Gobierno de turno, ya se ha dicho que políticamente sonrosado - de
polifacéticas tendencias neoprogresistas, neoconservadoras, neoliberales y
neosocialistas -, en efecto, tenía todas las razones para estar satisfecho. Su
campaña para el sometimiento voluntario de los ciudadanos, estaba dando el
mejor de los resultados. No había más que ver cómo, lo que en términos
demagógicos se había llamado el pueblo soberano, corría a las oficinas
de información, con ánimo de someterse al implante.
– Pero, oiga usted ¿Eso duele? – quiso saber, con un dejo de duda, aquel
ciudadano que quería, pero no lo tenía muy claro.
La recepcionista, cuerpo de modelo post campaña anti anorexia, enfundado en
su uniforme azul azafata, hizo un mohín cómplice al individuo dubitativo. Con
gesto amistoso, le oprimió delicadamente el dorso de la mano izquierda y le
envolvió con su mirada luminosa. Usando el registro de voz más persuasivo que
tenía, le animó: – Para nada, caballero. Los poderes públicos velan por el
bienestar de cada uno de nosotros y el tratamiento es seguro en un cien por
cien.
– Indoloro, incoloro, inodoro e insípido, como el agua de manantial – Le aseguró, a
la vez que le colgaba de la solapa una tarjeta codificada para acceder al
Complejo.
Lo que popularmente se empezaba ya a conocer como El Complejo –técnicamente
I.C.V.C (Instituto para el Control Voluntario del Ciudadano) – era un organismo
estatal de gestión privada, dotado de presupuestos ilimitados, dirigido por
gestores formados en Yale y Harvard, adeptos a la Escuela de Chicago y masterizados
cum laude en la
Universidad Neo-Post-Comunista de Pekín. El Complejo era el
responsable de la campaña de sensibilización ciudadana frente a los terrores
del mundo actual y, en último caso, el responsable de la política del Gobierno
en este delicado campo.
El ciudadano despistado y timorato cruzó las
puestas de El Complejo y entró en un gran vestíbulo acristalado. Allí, nada más
pasar el umbral, un miembro de Seguridad, un metro ochenta y cinco, torso de
culturista, traje oscuro, gafas negras, pelo engominado (oscuro) - que también
había pasado el control de calidad con excelente puntuación - le hizo un gesto
perentorio.
– Stop. Vaya allí, tome su número del expendedor y espere. No pase de la
raya azul.
– No, si yo sólo vengo por lo del chip ¿Sabía usted? – Se excusó el
individuo. Dio algunos pasos torpes, sin saber bien dónde ir.
– Espere, atienda al display y no moleste –. El de Seguridad cogió por el
cogote al individuo, le llevó en volandas hasta la raya azul y le puso de cara
al panel luminoso. Luego, solícito, fue en ayuda de una viejecita temblona que
tenía cara de despiste:
– Usted, abuela, quieta aquí hasta que salga su número.
“Un edificio inteligente para un ciudadano inteligente”. Las pantallas de
plasma, situadas estratégicamente, lanzaban este mensaje cada 5 minutos,
envuelto en las alegres notas de La Primavera, de Vivaldi, y mostrando
idílicos paisajes boscosos. Paisajes creados con ingeniería digital, ya que los
auténticos hacía tiempo que habían sido talados para dar paso a campos de golf
de jugosa hierba.
Los dirigentes del Complejo tenían a gala la perfecta organización del
mismo. Una vez que el ciudadano traspasaba la raya azul, era pan comido. Se le
colgaba del cuello un GPS que, mediante suaves descargas eléctricas, le
indicaba el camino, desde que se inscribía voluntariamente, hasta el quirófano
de implantes. No tenía que pensar, sólo dejarse llevar mansamente.
– Oiga, oiga, a mí que no me jodan, ¿eh? ¡A ver si me voy a electrocutar! El
timorato aquel no las tenía todas consigo. Le habían explicado el
funcionamiento del GPS que le colgaron al cuello. Mediante leves descargas
eléctricas, el aparato indicaba el camino a seguir. El timorato quería
quitárselo y salir corriendo; además, tenía ganas de orinar. Pero en los
protocolos del I.C.V.C. no se contemplaban tales contingencias. Así que se lo
colocaron a la fuerza, le aumentaron la intensidad de las descargas, para que
fuese más dócil, y otro miembro de Seguridad –metro noventa y cinco, rasgos
orientales, traje oscuro y envergadura de luchador de Sumo (excelentes
prestaciones, según los controles de calidad) – le agarró por los sobacos y,
otra vez en volandas, le puso ante el circuito establecido.
– De flente. Siga instlucciones. No moleste–. Al ciudadano cohibido le
pareció que aquella mole trabucaba erres y eles, pero no dijo nada. Por si
acaso.
Cada vez que el inseguro ciudadano aquel se salía del circuito o dudaba adónde
ir, recibía una descarga que le orientaba hacia la derecha o la izquierda, o de
frente, según el programa establecido.
– Como puede observar en este catálogo, caballero, disponemos de chips con
las más variadas prestaciones –. Quien así habla es un empleado meritorio. Con
contrato temporal, pero notables expectativas de éxito. Fibroso, un metro
ochenta, ágiles reflejos de yudoca, pelo rubio engominado y traje oscuro. Su
control de calidad está en fase experimental, pero es prometedor.
Primero, observa detenidamente al ciudadano indeciso, luego, ojea el
informe confidencial elaborado por los servicios de investigación del I.C.V.C.:
– De acuerdo con sus pautas de comportamiento, usted es adicto a la
nicotina, abusa de los hidratos grasos, nunca vota en las elecciones generales
y veranea en Benidorm. No practica ninguna religión ¿No es así?
– Pero si yo sólo vengo por lo del chip...– insiste, monotemático, el
ciudadano, que se siente desbordado y con la vejiga llena. Se lo piensa, y
añade: –...Y, además, me casé por la Iglesia.
– Bien –. El meritorio en fase
experimental de control de calidad, da por terminada la conversación. – Vaya al
Departamento de Decisiones, donde le aconsejarán respecto al chip que más se
acomode a su caso.
Una vez en el pasillo, un ordenanza de cabeza afeitada, un metro setenta,
traje gris, control de calidad suficiente para su menester, le toma del brazo,
le orienta hacia la escalera mecánica y le empuja con firmeza: – Suba la
escalera, gire a la izquierda, llame en la segunda puerta y espere. Observe las
instrucciones del GPS.
– Pero es que yo quiero mear. ¿Me hace el favor, un servicio? – El
ciudadano, que sigue sin tenerlas todas consigo, tiene una súplica en los ojos
y le tiembla un poco la voz.
Obedezca las instrucciones. No moleste –. El ordenanza se pasa la mano por
el occipucio brillante, da media vuelta y se aleja.
El Departamento de Decisiones es amplio, luminoso y bien ventilado. Hay 20
puestos de atención al público donde se van acomodando las personas que ya han
recorrido la primera fase del circuito. Los empleados, tantas mujeres como
hombres, a partes iguales, de acuerdo con el principio de no discriminación
sexual, se afanan en sus mesas de trabajo y en los puestos de atención. Ellos,
entre un metro setenta y un metro ochenta y cinco; ellas, desde un metro
sesenta hasta un metro setenta y cinco. Ellos, traje azul oscuro, corbata rosa
con topitos; ellas, traje de chaqueta verde pistacho sin estridencias, pañuelo
Loewe al cuello. Todos, excelente puntuación en los controles de calidad.
– Por aquí, caballero, haga el favor –. El ciudadano aturullado, que siente
la vejiga a reventar, no se atreve a preguntar por el retrete. Le atiende una
trigueña, un metro setenta y dos, pelo recogido en un moño bajo, y suave carmín
en los labios.
– Después del implante, usted será una persona feliz –. En los ojos de la
trigueña hay chispitas de alegría. – ¿Ya ha decidido qué tipo de chip quiere
que le implantemos? –. Con discreción, ojea en pantalla el informe confidencial
y le pregunta: –¿Quiere abandonar ese antiestético vicio del tabaco? El modelo
AN-027 es eficacísimo. ¿O, quizás, prefiere terminar con la ingesta abusiva de
hidratos grasos? El modelo TO-111 es definitivo.
El ciudadano timorato no lo tiene claro. Por debajo de la mesa, mueve
impaciente las piernas y se sujeta el bajo vientre con ambas manos Sólo le
gustaría salir de allí y encontrar un urinario; luego, en la calle, encender un
cigarrillo y tomarse un café. Se le ve asustado.
– Ah, ya veo – La empleada, ante los gestos de intranquilidad del tipo,
cree adivinar cuáles son sus temores. – Tiene usted razón, hoy en día, la
inseguridad es terrible. Uno no sabe si le van a poner una bomba los
terroristas o le van a secuestrar los delincuentes. Pero el Gobierno ha pensado
en todo: un implante del chip CTA00783H20 le garantiza su seguridad personal.
– La policía siempre sabrá dónde está usted. Además, no tendrá que hacer
declaración del IRPF en la Agencia Tributaria: el chip registra sus ingresos
automáticamente y vierte los datos en el ordenador central de Hacienda. Si
viaja en avión, se ahorrará los tediosos e interminables trámites de seguridad.
Si comete una infracción de tráfico, ésta quedará registrada en la DGT, pero tiene un 40 % de
descuento. En cuanto a los Bancos, siempre estarán dispuestos a ofrecerle un
préstamo a un interés razonable, por ser ciudadano libre de toda sospecha. Y, lo
que es muy importante, ya no tendrá que llevar encima tarjetas de crédito:
bastará con pasarle un detector, para que la compra quede automáticamente
registrada. Usted será un ciudadano feliz y despreocupado. El I.C.V.C. le
facilitará la vida y ya no tendrá que tomar decisiones, sólo dejarse llevar.
Junto con las prestaciones del CTA00783H20, recibirá gratuitamente las del
AN-027 y las del TO-111. Firme aquí.
Apenas pasada media hora desde la firma del contrato, un doctor de aspecto
nórdico, un metro noventa y uno de estatura, bata de blancura impoluta,
dentadura marfileña - inmejorables prestaciones según los controles de calidad -,
le acompaña fuera del quirófano, tras el implante del chip, y le estrecha con
energía la mano.
– Es usted un hombre nuevo. Nuevo y feliz –. La sonrisa del doctor tiene
brillos de constelaciones.
– Oiga, amigo –, suplica aquel ciudadano recién implantado –. Un retrete,
por lo que más quiera. Por Dios ¿es que aquí no hay un retrete?
Y el doctor, de repente serio, profesional: – Siga las indicaciones para la salida. Circule. No
moleste.