miércoles, 26 de enero de 2011

Cosas que he leído sobre el negocio de la salud.-

Un servidor -nunca lo ha ocultado- pertenece a esa gran mayoría de ciudadanos a los que los desaguisados que cometen con nosotros le rebosan por todas las costuras intelectuales y no sabe bien dónde echar el remiendo para que el traje le siga sirviendo, aunque sólo sea para taparle sumariamente las vergüenzas de la ignorancia.
Lo digo porque uno, que es jubilata y, en razón de los desperfectos físicos propios de la edad, modesto consumidor de medicamente, se ha echado a la cara un interesante artículo sobre el negocio de la industria farmacéutica en el campo de la salud pública. Bien es verdad que las articulistas hablan del gran negocio del medicamento en Francia, pero las líneas generales son aplicables a cuarquier país europeo y nosotros somos píldoras del mismo frasco.
Principio básico de las farmacéuticas: toda persona sana es un enfermo que se ignora. Razón más que suficiente para invetar enfermedades.
El danés Mikel Borch-Jacobsen, historiador de la psiquiatría, escribió Enfermedades a la venta, obra en la que dice, entre otras cosas que, en tiempos, se creía que los medicamentos estaban para curar enfermedades, actualmente se crean enfermedades para vender medicamentos, y las enfermedades que no requieren de un medicamento bajo patente, no existen.
Pone algún ejemplo: en 2007, Pfizer lanzó Lyrica, para mujeres maduras con síntomas débiles de fatiga general, dolores musculares difusos, sin ningula lesión orgánica observable. Pero como un buen tratamiento no hace daño a nadie, Lyrica se vende en todo el mundo y ha recaudado 1.800 millones de dólares en un solo año. Eso a pesar de su probada inutilidad y los efectos secundarios que produce: insomnio y obesidad.
Los variados estados anímicos por los que pasa cualquier humano se cubren bajo el paraguas de la "depresión", de forma que hay antidepresivos para todos los gustos: para el mal de amores, la tristeza, la fatiga o la angustia vital. Así la timidez y el retraimiento social o el temor a hablar en público se agrupan bajo el "síndrome de ansiedad social"; las explosiones de cabreo al volante son "perturbaciones explosivas intermitentes"; ese mal humor, previo a la regla, que se les pone a las mujeres en edad fértil, es una "perturbación dysphorica premenstual"... Y así. Por supuesto, no hay síntoma sin medicamento. Dígame qué tripa le duele y yo le invento la correspondiente enfermedad con su tratamiento. Luego, la sanidad pública se hará cargo de los gastos.
Y no solo es eso; es que se inventan medicamentos que son copia de otros que, con el paso del tiempo, han pasado a ser genéricos y con precios fijados por los poderes públicos: por lo tanto, más baratos. El proceso es fácil. se les hace un lifting y se les pone cara nueva. Basta con añadirle una vitamina -por ejemplo- al principio activo del viejo medicamento y ¡Hop! ya tenemos un nuevo medicamento blindado por una patente de laboratorio. Como quien dice, se le añade un placebo y se vende como un nuevo hallazgo de la industria farmacéutica. Por ejemplo, el Prozac, que en Fracia es genérico (aquí, no lo sé), ha sido reemplazado por el Zolft o el Deroxat, mucho más caros por ser nuevos.
¿Los ensayos clínicos? Los laboratorios no están obligados, salvo para patologías graves, a comparar su nuevo producto con otro preexistente y demostrar que son más eficaces. Incluso han llegado a ocultar sus ensayos clínicos cuando son negativos, como Merch con su antidepresor Vioxx, retirado del mercado en 2004 y presunto responsable de la muerte de unas 30 mil personas en EE.UU. Hay más ejemplos, pero con un botón de muestra ya vale.
Y, en cuanto a las enfermedades olvidadas, como el mal de chagas, el dengue o la enfermedad del sueño, y tantas otras endémicas en sociedades pobres -véanse los boletines de emiten Médicos Sin Fronteras- no exite investigación para ponerles remedio porque no existe mercado que asuma sus costes. Los laboratorios farmacéuticos son parte del engranaje del mercado financiero y es cosa sabida que las grandes corporaciones están para repartir beneficios, no para salvar a la humanidad de sus males. Faltaría más.
Según lo veo yo, ahora que los financieros ya no se conforman con manipular a los gobiernos desde la sombra, sino que están tomando posesión de ellos y dirigen su política social y económica, sería el momento para que los dirigentes de la industria farmacéutica se hiciesen cargo directamente de la salud pública, sin políticos intermediarios. Algo nos ahorraríamos.
El personal de asfalto seguiría siendo rata de laboratorio para cualquier experimento que redunde en beneficio de quienes controlan las finanzas, las políticas de salud pública y cualquier otra actividad social digna de ser exprimida.
Por si acaso me he quedado más en la anécdota que en la noticia, propongo al improbable lector de esta bitácora que lea el artículo y el informe. Los puede encontrar en Le Nouvel Observateur, nº 2410, del 13 al 19 de enero de 2011.
Un servidor se ha dado por enterado.

jueves, 20 de enero de 2011

De Patones al Pontón de la Oliva.-


Por fin, la primera marcha de senderismo de este año, para ir abriendo boca. El día, este pasado sábado 15 de enero, ha salido espléndido, soleado y de buena temperatura; tan buena que pudimos caminar en mangas de camisa.

Salimos de Patones de Arriba y seguimos, entre tierras de pizarras, el curso del arroyo del mismo nombre. Éste bajaba crecido y, como el camino va en paralelo y, a veces, sobre el propio arroyo, nuestro ascenso hacia el collado de las Palomas fue un continuo chapotear entre agua, lajas de pizarra y turberas.


Para quienes vivimos en Madrid, Patones de Arriba es un pueblo muy conocido y frecuentado, por lo característico de su arquitectrura en piedra y pizarra, por sus calles enlosadas y por la abundancia de restaurantes y otros atractivos turísticos. Tiene incluso su leyenda sobre el "Rey de los Patones", ya que fue este lugar un minúsculo reino dentro del reino de las Españas, hasta los tiempos de Carlos III. Pero, curiosidades y gastronomía aparte, estas tierras, enmarcadas entre el Jarama y el Lozoya, que es tributario suyo, merecen una buena paseata y nunca está de más darse una vuelta por ellas.

Subiendo curso arriba del arroyo (seguimos la llamada senda de Genaro) hacia el collado de las Palomas, podrían parecer estos lugares una estepa desguarnecida de vegetación por la ausencia de árboles de buen porte, pero todo el suelo está cubierto de un manto vegetal que abunda en especies aromáticas, tales como romero, jara pringosa, cantuseo, mejorana, tomillo; también abunda el lentisco, el brezo, el rosal silvestre, y arbustos como majuelos y enebros; y en el cauce del arroyo, chopos y salicáceas. Todo un parque botánico..
Desde el collado de las Palomas, damos vista sobre el embalse del Atazar y caminamos entre pinos de repoblación hasta el lugar del antiguo poblado, donde vivieron los trabajadores durante la construcción de la presa. Desde aquí damos cara al
vallejo del Lozoya, que se tiende en un gran meandro que va bordeando los cerros pizarrosos, cuya orografía le obligan a trazar esa gran curva de 180 gramos para buscar salida hacia la antigua presa del Pontón de la Oliva. Pasada la presa, el Lozoya rinde su cauce en el Jarama.

Siguiendo el curso del Lozoya, pasamos junto a la almenara de Navarejos, donde hay una presa, construida en 1860. Allí nace un canal que va empotrado en la pared rocosa, que abastecía de agua a Madrid. Actualmente, junto al camino, pueden verse algunas bocaminas que dan acceso al canal.

La presa del Pontón de la Oliva es una obra de ingeniería hidráula que ha quedado como una estupenda muestra de arqueología industrial, ya que servir, lo que se dice servir como represa de las aguas del Lozoya, apenas pudo cumplir esa función, ya que el río transcurre sobre calizas y terrenos kársticos que originan grandes fugas de agua. Los ingerieron de dona Isabel II se lucieron, los pobres al elegir estos parajes, de una belleza imponente, por otra parte.

Recorrer estos lugares, cuya altitud está en torno a los 800 metros, es fácil y agradable. No solo por los parajes, sino porque uno puede observar las primitivas instalaciones del Canal de Isabel II para la traída de aguas a la capital. Quien no conozca la zona, quedará sorprendido de la belleza paisajística de estos lugares. No hay más que ver el discurso del río entre los enormes paredones calizos, verticales como cortados a cuchillo, donde los escaladores practican su trepa arriesgada.

Los que no somos tan atrevidos como para colgarnos de una pared, preferimos caminar sobre nuestros pies y dejar que el entorno nos llene los ojos de tanta belleza, que luego volvemos a Madrid, al asfalto cagado de perros y a la polución, y nos ponemos de mala uva.









jueves, 13 de enero de 2011

A toro pasado.-

Lo normal, cuando un año termina, es echar la vista atrás y pararse un rato a pensar y recordar qué nos ha deparado el año que dejamos atrás. Una recapitulación que se puede hacer desde las hemerotecas, desde los refritos que las cadenas televisivas preparan para la ocasión, o desde esa penosa sensación colectiva que nos ha dejado 2010 de ser el año más lamentable que hemos vivido en mucho tiempo. Pero es algo que dejaremos en manos de quienes mejor saben explicarlo: nos lo darán debidamente digerido y no tendremos que pensar. Luego, cada cual podrá tragarlo o vomitarlo.
Pero no es de eso de lo que quería hablar. Es que a uno se le hincha la vena pesimista y se sale de sus modestos límites de jubilata perplejo. Quería decir que, sorprendido una vez más de haber cambiado de año, casi ni me había dado cuenta de que habíamos casi llegado al meridiano de este mes de enero, el primero de 2011, sin haberme parado a reflexionar sobre el año recién finado ni a hacer propósitos para el actual.
Motivos para la reflexión sobre la vida personal podría sacarlos del diario de cada día (es redundante, pero me gusta) que anoto cada noche, como quien hace examen de conciencia. Es lo que don Miguel llamaba la intrahistoria, la pequeña historia que forjan los seres anónimos carentes de cronistas áulicos que canten sus hazañas. Pero un servidor ha decidido que no, que este año pasado no merece una reflexión personal; que ya ha sido suficiente con vivir el año día a día como para tener que revivirlo por junto cuando daba los últimos coletazos. Además, un servidor no quiere aburrir al improbable lector con monsergas sobre el ingrato 2010. Un servidor se ha limitado a marcalo con piedra negra, a declararlo nefasto y a hacerle una pedorreta.
Pasado y olvidado. Pero ¿Qué hacer con el recién estrenado? Es de obligado cumplimiento hacer propósitos para el nuevo, pero nos han quitado un excelente propósito muy útil por recurrente: dejar de fumar. ¡Daba tanto juego! Entrabas en un bar, pedías un café, encendías un cigarrillo y empezabas a toser, y te jurabas por todos los alcaloides de la solanácea nicotiana tabacum que , tomadas las uvas de fin de año, dejabas de fumar. Por supuesto, no lo cumplías, sobre todo pensando en que así tendrías ocasión de repetir la promesa el próximo fin de año. Ya se sabe: el infierno está empedrado de buenos propósitos.
Y también, lo del fumeteo, junto con las conversaciones sobre el tiempo, resultaba muy útil para rellenar silencios en esos diálogos que se marchitan por falta de asunto. Encendías un cigarrillo y ya tenías algún censor chafardero tirándote de las orejas y tú tratando de justificar el vicio nefando. Eso, de siempre ha animado mucho las conversaciones mortecinas y era un reforzador de la autoestima de los quidam inquisitoriales.
Es una lástima, pero con la ley anti fumadores (Corruptissima republica plurimae leges, que dijo Tácito) nos han quitado la posibilidad de ese buen propósito anual de repudiar a doña Nicotina y dejar de fumar a primeros. Ya no merece la pena. Empujados los fumadores al último rincón de la reserva piel-roja, somos especie a extinguir. Yo ya ni lo lamento. Desde hace años, mi ingestión de humo de tabaco se limita a una actividad testimonial: uno o dos cigarrillos (como mucho) diarios; eso siempre que el respetable no se me alborote y abandone, escandalizado, esta modesta bitácora de jubilata fumatario que sigue incinerando un cilindrín con el cafelito de media tarde.
Pero, ahora que me doy cuenta, tampoco quería hablar de eso. Se ve que con el cambio de año no me centro, y eso que los Reyes Magos han sido generosos. Entiéndaseme, cuando hablo de los Reyes Magos es por no contradecir el tópico, ya que un servidor hace muchos lustros que dejó de creer en ellos, y algunos menos, en desconfiar de los políticos. Pero allá se van los unos y los otros con sus falacias.
El día de Reyes, junto con el roscón, recibí un par de guantes (regalo pactado, yo regalé un par de zapatos), y tres libros: Todos somos Albert Camus, de Luis Agius, Historia, de Heródoto, e Historias III-IV, de Tácito. Respecto al primero, es más bien el libreto de una obra de teatro que representa a Camus en un momento de crisis vital, y el autor de la obra - de una forma optimista, aunque no lo parezca - parece mantener la tesis de que todos nosotros estamos sumidos en un angustia existencial que nos hace equiparables a Albert Camus. Pero uno, que es jubilata en una gran ciudad, mira a su alrededor y no sabe de nadie que se plantee las grandes cuestiones sobre el Ser, la Nada, el sentido de la Existencia, Dios... y otras grandes abstracciones con mayúscula. Por eso digo que el autor es un optimista, porque cree que todavía somos capaces de pensar en algo que transcienda las rebajas de enero, el voyeurismo impúdico de Gran Hermano y otras preocupaciones tan pedrestres.
Respecto a la Historia de Heródoto, ya iba siendo hora de leerla. Más desde que leí Viajes con Heródoto, de Kapuscinski, maestro de periodistas que merezcan tal nombre, quien salió a descubrir y describir el mundo llevando como bagaje un ejemplar de aquel libro. Si a él le abrió tantos mundos ¿por qué no a mí? La cosa promete largas horas de grata lectura.
Y por fin, las Historias de Publio Cornelio Tácito, en edición bilingüe, que prometen sumergirme en los revueltos tiempos de la Roma imperial bajo el dominio de la estirpe Julia-Claudia. Y, para que se vea lo actual que puede llegar a ser el autor, dejo esta frase suya: "Auferre, trucidare, rapere falsis nominibus imperium, atque ubi solitudinem faciunt, pacem appellant". Lo que viene a cedir: "A la rapiña, el asesinato, el robo, llaman por mal nombre gobernar, y allí donde asolan lo llaman pacificar". En traducción muy libre, claro.
Que el improbable (y paciente) lector me disculpe, esta vez es que no he conseguido centrarme.

jueves, 6 de enero de 2011

La primera en la frente.-


Año nuevo, vida nueva, dicen. Será en otra galaxia, porque lo que es en este mundo y en esta Ex-paña, la vida sigue igual, como cantaba Julito el Meloso. Y al decir que sigue igual quiero decir que sigue igual de jodiente, si se me permite expresarlo con ese palabro.
Uno ya no se hace demasiadas ilusiones respecto a eso de ser ciudadano europeo, cuando, desde la última crisis financiera, ha dejado de pertenecer a tal categoría para convertirse - a la fuerza ahorcan - en consumidor, en usuario de bienes chinescos, en herramienta manipulable por los llamados "poderes fácticos", o en simple estadística. Pero todavía me queda el recurso al pataleo y pienso aprovecharlo.
Y, a todo esto ¿a qué viene la perorata? - se preguntará el improbable lector.
Pues viene a que he recibido una factura de Movistar con los cargos a mi teléfono móvil y encuentro con que me cobran 2 euros por dos conexiones a Internet los días 13 y 14 de diciembre pasado.
En mi vida he hecho tal cosa, lo de conectarme a la Red a través del móvil; un gasto inútil teniendo, como tengo, tarifa plana para el ordenador de sobremesa, por la que pago una pasta indecente a Telefónica (o Movistar, que son el mismo sacamantecas con distinto nombre).
Sí señor, dos euros que me salen del bolsillo de jubilata y del hondón del alma, aunque al improbable lector le parezca una nimiedad. Pero es que uno no pelea por el huevo, sino por el fuero y se ofusca cuando tiene que lidiar con molinos y gigantes.
Ya que de nada sirve ser ciudadano, por lo menos, en cuanto consumidor, está dispuesto a ser responsable y procura no hacer gastos inútiles. Y conectarse a Internet a través del móvil, para un jubilata en mis circunstancias, es una gilipollez de tamaño natural. Y e estas edades, de gilipolleces, las justas.
Pues, eso, que voy y llamo al 1004 para reclamar. Primero, dos esperas de seis minutos, con musiquilla y sin nadie que me atienda, así que me mosqueo y cuelgo. Luego, al tercer intento, una voz de un asalariado mínimo-eurista (sospecho que lo de mileurista le resulta inalcanzable al pobrete) que me habla en una lengua asaz incomprensible, pero que se parece bastante al español. Me esfuerzo y sí, resulta que sí habla en español. Un español entreverado de portuguesismos y lleno de vocales cerradas que no alcanzo a descifrar. Pongo todo el empeño por mi parte y se inicia una conversación con lagunas de silencio y penosas incomprensiones. Sospecho que el mínimo-eurista me habla desde Brasil, como muy cerca. Debe ser cosa de la externalización esa, pienso, y procuro vocalizar bien y hablar despacio. El empleado de la subcontrata Telefónica, desde allende los océanos, dice que me entiende, pero yo a él ni flowers.
Del diálogo para besugos consiguiente (16´37´´ en plan "oigá, oigáa... ¿me s´escucha?, mandééé..., me diga..." y así) saco en claro que allí consta el gasto por dos conexiones (0,24 y 0,33 Kb) y eso va a misa. A ver, Movistar es juez y parte en el asunto y yo no tengo forma de demostrar que no me conecté al invento, así que de víctima del atropello me veo convertido en reclamador malintencionado. Un océano de incomprensiones (idiomáticas y de intereses) nos separa.
Descorazonado, cuelgo.
Todavía echo cagamentos cada vez que me acuerdo de los dos euros que han ido a engrosar la cuenta de resultados de la voraz Telefónica. Si pudiera, le digo a un amigo, aniquilaría a la maldita Telefónica/Movistar; y él, que es ingenuamente patriota, me dice no sé qué de que es una empresa española, un acorazado hispano en el proceloso mar de las corporaciones, en fin, un valor económico sólido de nuestro país. Yo le digo que las corporaciones capitalistas no tienen corazón ni patria. A lo sumo, tienen la cartera en lugar del corazón y, en lugar de patria, paraísos fiscales donde han ido a parar mis dos euritos de jubilata congelado.
Ya ve el improbable lector qué forma de comenzar el año ¡¡Cagüental...!!