domingo, 10 de marzo de 2019

Lugares donde nunca vamos.-


Seguro que el improbable lector ha hecho alguna vez una excursión a un lugar donde no va nadie. A un lugar que no sale en las guías turísticas, alejado de las grandes rutas viajeras. Pues no es el único. También nosotros. El otro fin de semana fuimos a visitar Totanés, pueblo a 30 k de Toledo. 

¿Que no le suena el nombre? Este jubilata sí tenía noticias de este pueblo manchego porque, en su lejana infancia, allá por los años cincuenta del siglo pasado, le llevaron una vez a visitar a su tío Eloy, maestro de escuela rural que allí desasnaba chavales. Y, como resulta que hay en ese lugar una rama familiar Azaña con la que me une un lejano parentesco, y tengo en el barrio una amiga y prima que es de aquel pueblo, consanguínea de tercera o cuarta hornada, pues decidimos que estaría bien visitarlo.

Quienes fuimos a visitar el pueblo estábamos seguros de que don Quijote tampoco tuvo noticias de él. Ni pasó por allí camino del Toboso para ver a la sin par Dulcinea, quien, por cierto, resultó ser una moza un tanto hombruna. Aldonza Lorenzo se llamaba, hija de Lorenzo Corchuelo, y era fama que tenía muy buena mano para salar puercos. Pero nosotros, por aquellos andurriales, no buscábamos las huellas de Rocinante ni damas que servir. Buscábamos un crómlech.

¿Un crómlech en mitad de la Mancha? Pues ya ve el sorprendido lector qué capricho el de nuestros antepasados neolíticos. A dos kilómetros escasos del pueblo, próximo al cauce de un arroyo seco, sobre una superficie de roca granítica.

Se trata de un círculo de piedras sin labrar (ortostatos, para los que saben de esas cosas), puestas en pie por mano humana. Su edad aún no se conoce, ya que todavía no se ha hecho su datación arqueológica. Según parece, corresponde a la época megalítica, aproximadamente entre 2.500 a 1.000 antes de nuestra Era. Se supone, y está por ver, que tiene una orientación astronómica, señalando el equinoccio de primavera, relacionado con las tareas agrícolas. Las preguntas que suscita respecto a su construcción, antigüedad, funcionalidad, quedan a la espera de los trabajos arqueológicos posteriores. Suponiendo que haya dotación económica, claro está. Porque, ¿a quién le preocupan unas cuantas piedras en círculo, aparecidas en un lugarón manchego? Solo a algunos entusiastas sin afanes de lucro, como a los miembros de Cota 667, que son quienes han hecho los primeros estudios y lo han puesto en valor.

Ya se sabe cómo es esta España nuestra, le das una patada a un canto en medio de un erial y te aparece un trilobites que andaba por el lecho marino durante el Ordovícico. O aparecen vestigios de una antigua explotación agrícola romana. Y resulta que el nombre del pueblo de Totanés deriva del gentilicio Totta, posible dueño de aquel dominium. Y puede que el lugar – también está por averiguar – fuese un punto en la vía romana que iba desde Toledo hasta Mérida. Y visitas la plaza del pueblo junto a la iglesia, y allí hay un verraco celtibérico que ve pasar los siglos con la impasibilidad que le da estar tallado en granito.

Y sigues con tu deambular por el lugar y descubres que este pueblo fue, en el S. XVI, señorío de don Hernando Dávalos, comunero toledano a quien Carlos V le confiscó sus tierras porque era “movedor de novedades”. Don Hernando era partidario de las Comunidades de Castilla que se sublevaron contra el emperador porque les llenó la corte de extranjeros que no respetaban las leyes y usos de la Castilla. Y sobre estas tierras confiscadas por el emperador al comunero, en 1528, el matrimonio Carrillo-Osorio constituyó un mayorazgo. Comprar el lugar les costó un cuento (un millón) y cuatrocientos mil maravedíes, un pastón para la época.

Si el improbable lector imagina que con esto se acaban las prendas de Totanés, pues se equivoca. Tiene, además, un paisano ilustre, Fray Sebastián de Totanés, que allá por 1717 fue destinado por la Orden Franciscana a Filipinas. Allí el buen fraile aprendió el tagalo y sistematizó la lengua en una gramática que llamó Arte de la lengua Tagala y manual del Tagalog, que fue editada en 1745 y reeditada por tres veces en 120 años. Gracias a esta gramática, la lengua tagala se extendió por el archipiélago, predominando sobre el resto de las lenguas. 

Seguro que el actual presidente filipino, Duterte, no tiene pajolera idea de que se debe a un fraile español la extensión de la lengua oficial. Cambiará - como pretende - el nombre del país para que no recuerde su pasado colonial (como si la historia pudiese borrarse con un decreto presidencial), pero el apellido Totanés allí queda entre la población, ya que el fray Sebastián lo puso a todo bicho viviente que fue cristianando durante los años que vivió allí.

En conmemoración, en una plaza a la entrada del pueblo, han levantado una estatua, obra de Jorge Lancero, que representa al franciscano. La verdad es que la estatua anonada un poco al visitante con su talla descomunal y queda un tanto alejada de la humildad franciscana que se le supone al frailuco.

¿Más que ver? Pues si es viajero por lugares donde nunca suele ir la gente, eche un vistazo a su iglesia parroquial y admire su artesonado mudéjar. Verá en la nave central un entablamiento horizontal que recibe el nombre del alfaje, cruzado por vigas de pared a pared que llaman jácenas, y sobre ellas un segundo orden de vigas perpendiculares que llaman jaldetas. Amén de lacerías mudéjares y decoración geométrica barroca en el ábside. Todo lo cual se dice aquí para que se sepa que este jubilata y viajero curioso se llevó la lección bien aprendida.

Y, hablando de trilobites, como se habló de ellos hace un rato, es porque hay un pequeño museo, en la casa de la cultura, con una colección paleontológica y arqueológica que fue reuniendo un vecino del pueblo: don Ildefonso Recio Valverde. Pero no, no fuimos a visitarlo. Ya no nos quedaba tiempo. Solo se dice que la colección existe, por si el improbable lector se deja caer por Totanés.

Nosotros fuimos a Cuerva y localizamos el antiguo alfar de un viejo artesano, vimos el horno árabe que se usaba para cocer las piezas, una pileta donde se amasaba el barro, una especie de alberca que se llenaba con el barro limpio de impurezas, y docenas de piezas que allí están, a la espera de que alguien pase por allí y se lleve algunas de recuerdo. 


Un servidor, en recuerdo de una olla maja que compró allí hace más de 20 años, esta vez se llevó un cántaro adornado con motivos florales y con su tapa bellamente decorada. La olla maja, por cierto, la coceó un sobrino de la mi santa, chaval de dormir inquieto, que hizo noche en casa, y desde entonces andaba yo con las ganas…