lunes, 30 de diciembre de 2019

Año nuevo, viejos propósitos.-


Cuenta mi santa que, siendo ella mocita, en su pueblo leonés, un doctrino fue a confesarse como preparación a la primera comunión. Después de confesar al cura sus pecados reales o supuestos – era un chaval de 8 años – le dijo: “Padre, y, además, me acuso de mi mala vida pasada”.

El chaval, en su inocencia de precomulgante, tenía propósito de la enmienda y aspiraba a una vida arcangélica, por lo que se ve. Otra cosa fue cuando llegó a joven y empezó a frecuentar la taberna, y a jurar la rehostia cuando arreaba las mulas en la labranza; o, cuando, en la casa de Putifar, se refocilaba de sus partes viriles con las mozas del oficio venéreo, según era uso en tierras de pan llevar. El dicho popular de sábado, sabadete, camisa limpia y polvete, era expresión de una norma no escrita, pero de uso común. La jodienda no tiene enmienda, debía pensar el tal, ya olvidado de su infantil propósito de vida sin tacha.

Propósitos de la enmienda, este jubilata, no recuerda haberlos tenido en los últimos decenios vividos. Ni recuerda motivos suficientes para acusarse de su mala vida pasada. En todo caso, y de arrepentirse de algo, sería de una vida mediocre. Pero, ni a eso hay opción, ya que la mediocridad es el común denominador de las clases medias, y un servidor no ha pasado de ser un infusorio dentro de la charca del vulgar vivir diario. 

Aparte que, un arrepentirse de la mala vida pasada (mala por lo que ha tenido de anodina), viene a ser una enmienda a la totalidad de la vida vivida, lo cual equivale a la negación del valor de lo vivido. No sé si el improbable lector me entiende. Y si no, no se preocupe. Tampoco Babieca entendió a Rocinante: “Filosófico estás”, dijo el uno – “Es que no como…”, respondió el otro, según cuenta Cervantes en aquel soneto. “Lengua de asno”, llamó al sufrido Rocinante. 

Aun así, hubo tiempos en que, con la llegada del Año Nuevo, hacía algunos propósitos tan preñados de buenas intenciones como hueros de eficacia. Ineficacia que el mismo tiempo, en su transcurso, se encargó de demostrar fin de año tras fin de año. Lo malo es que de ello queda constancia escrita en de mis diarios personales, donde fui dejando testimonio. Ahora, releídos, choca tanta ingenuidad como es prometer y comprometerse a perseverar en lo prometido. Bastante más cómodo hubiese resultado el cínico prometer hasta meter… y olvidar lo prometido.

Claro que, no sólo se trata de promesas de año recién estrenado, es que las despedidas del año viejo también iban por caminos parecidos. He entresacado algunos fragmentos de textos correspondientes a aquellas fechas. El improbable lector juzgará si con esos mimbres se pueden hacer gratas despedidas del año que termina u óptimas promesas del que entra:

2000, diciembre, 31. Último día de nada y comienzo de lo mismo. El año pasado, por estas fechas, se montaron grandes espectáculos porque se decía el cambio de milenio; era mentira, pero el negocio funcionó. Hoy, a las 24:00 horas finaliza el año-siglo-milenio… Me gustaría dejar dicho aquí algo transcendente, o profundo, o poético, o simplemente ingenioso. No se me ocurre nada.

2001, enero, 1. Los primeros españolitos que han venido al mundo en estas tierras, que algunos seguimos llamando España, han sido un niño peruano en Valencia y una niña guineana en Madrid; eso sí, hija de una inmigrante clandestina… Signo de los tiempos.

2002, enero, 1. Aparte de que en el calendario tenga algún significado, en lo que respecta a la vida diaria no hay cesura. Siguen las pequeñeces que hacen incómoda la vida en estos días de fiesta y borrachera por costumbre.

2003, enero 1. Frente al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad…, me ha escrito un amigo, a modo de felicitación.
…..

2016, 31 diciembre. Y aquí se termina un año vivido con indiferencia. Quiero decir, que no ha tenido nada de especial y que nada especial he esperado de él. Ha transcurrido de oficio y no puedo quejarme de lo que me ha deparado.

2017, 1 enero. Con esto nos ponemos en el primer día del año. Hemos dado y recibido todos los parabienes que correspondían para propiciar el año que comienza. Ahora solo falta que él se tome la libertad de ir por donde mejor le parezca, que no ha de ser, forzosamente, lo mejor que nos pueda ocurrir.

2018, 1 enero. Son las 04:30 de la madrugada de la primera noche del primer día del año. Me despierta un olor acre y venenoso que entra por la ventana: algún conciudadano, en ejercicio de su real gana, ha quemado un contenedor de los que están frente a casa. No me gustaría que esto fuese premonitorio de la estupidez humana que predomine todo a lo largo del año recién estrenado.

2018, 31 diciembre. En una perfumería del barrio, compro una colonia elegante para la santa. Me atiende una muchacha, orgullosa de sus tetas generosas y bien colocadas, de voz insinuante; atributos muy a propósito para descolocar a los clientes y obnubilarles el entendimiento. Con sonrisa promisoria de encantos carnales, me pregunta, e insiste: ¿Está seguro de que no quiere nada más?, y yo le miro de reojo las tetas esplendorosas y respondo, muy serio: Completamente. Gracias. Claro que no es del todo cierto. Seguro, seguro que no me hubiera importado sobarle un ratito el tetamen que exhibía tan generosamente. Pero eso es machismo, creo.

Pues eso, feliz año nuevo. Felix, faustum fortunatumque sit vobis. 

lunes, 16 de diciembre de 2019

Simpapeles por navidad.-


El caso es que, para un jubilata aficionado a darle a la tecla para alimentar su bitácora, publicar un cuento de navidad en estas fechas es obligación inexcusable. Y eso por dos razones: una, porque un cuento entrañable de navidad junto al Pesebre es el complemento ideal para digerir el turrón, tan dulces el uno como el otro. Aparte que turroneros y belenistas son aliados naturales y nuestra sociedad no entendería la presencia de unos y la ausencia de otros; la otra razón es simple cuestión de amor propio de escribidor. Uno acostumbra a afilar la péñola en ocasiones memorables como las navidades que, aunque cíclicas, con sus espumillones y sus lucernarios municipales, siempre dan asunto para acarrear tinta del tintero al papiro. 
Dicho sea, improbable lector, claro está, en sentido metafórico. Ya no es cuestión del rasgueo de la pluma sobre el papel, ni siquiera de darle a la tecla de la Olivetti, como cuando acumulábamos trienios siendo industriosos funcionarios, sino de píxeles sobre la pantalla.  
Lo dicho, fraterno lector navideño: el que sigue es un cuento 100%  lleno de amor universal, paz y buenos deseos, aunque un poco resabiado. Y eso porque, a poco que nos fijemos, las cosas son de una forma aunque en la tele salgan de otra, y en casa, la verdad, a la tele le hacemos poco caso. 
Pues dice así: 

Sucedió que aquellas navidades el Portal de Belén estaba vacío. La sagrada familia no aparecía ni viva ni muerta por los alrededores de la ciudad. Ni en las posadas más modestas, ni en los corrales, pesebres o cuadras de los arrabales se les había visto. Los  pastores, a los que había convocado el ángel pregonero a trompetazo limpio, no sabían qué hacer con sus ofrendas de queso, leche y vellones. La verdad, fueron unos días de desconcierto.

Verlos, los habían visto por los caminos de Judea. María, con su preñez avanzada, a mujeriegas sobre un borrico, y José caminando a su lado, mientras sujetaba al burro por el ronzal. De Nazaret habían salido unos días antes, pero a Belén no habían llegado. Y el camino, desde luego, se lo sabían, porque era un ritual que repetían cada año por aquellas fechas. Así que raro sí era, pero tenía que haber una explicación.

Semanas antes, el emperador Augusto, desde Roma, había decretado que cada cual, en las tierras de Israel, fuese a su lugar de origen a empadronarse para que les diesen la carta de residencia. Hasta que no lo hiciesen, estaban indocumentados y no podían disfrutar de derechos sociales. Y ellos, José y María, se habían puesto en camino a cumplir con sus obligaciones ciudadanas y, de paso, conseguir un subsidio de desempleo para José, que estaba en paro desde que deslocalizaron la carpintería, y asistencia gratuita para el parto que se le avecinaba a María.

Las autoridades públicas de aquella esquina del imperio ya sabían, porque sucedía cada año por estas fechas navideñas, que Belén se convertiría en un cafarnaún de gente extraña. Lo de la fiesta de Natividad, repetido año tras año durante un par de milenios, había llegado a ser tan multitudinario que, para el solsticio de invierno, Belén se llenaba de devotos, curiosos, mercaderes, rapa-bolsas, emigrantes sin papeles, parados en busca de una chapuza extra, pedigüeños profesionales y un sinfín de expatriados en busca del milagro económico al amparo del Portal y las riquezas que traían los Reyes Magos.

 Pero este año, las autoridades habían decidido acabar con el efecto llamada y montaron una valla doble en torno a la ciudad. La cubrieron con kilómetros y kilómetros de alambres de púas y, en la parte más alta, pusieron rollos de concertinas con cuchillas que cortaban como las de afeitar. Por los puestos de control únicamente podían pasar los ciudadanos del imperio, los turistas con visa y los mercaderes de cualquier país, siempre respetuosos con los principios de la libre concurrencia.

Toda la barahúnda de indocumentados se quedó del otro lado, por más que intentaron varias veces saltar las alambradas. Los había a miles, en campamentos improvisados, donde las ONG se hinchaban a remendarles los costurones producidos por las concertinas.

José y María, con paciencia, fueron recorriendo el perímetro de la valla y, en cada control, pedían a los aduaneros que les dejaran pasar, que tenían un trabajo muy importante que hacer en el Portal del Belén aquella noche. Pero como les veían con esa pinta de pobretes y no tenían acreditación, les daban puerta. Y saltar la alambrada, con concertinas y todo, no era cosa de intentarlo. José, porque estaba en edad provecta y bastante artrítico; María, porque, con lo de la preñez, no era cuestión de desgraciar al niño a punto de nacer.

Llegó la noche del parto, el Portal seguía vacío y la sagrada familia en paradero desconocido. Bajo un alcornoque, frente a la alambrada, María parió a su hijo, lo arrimó a la teta y el bebé se durmió como un cordero; ni se enteró de que había salido del claustro materno para terminar en un campo de refugiados. Por lo demás, nadie se dio cuenta de que había nacido el que darían en llamar el Mesías. Había, por aquellos andurriales, demasiados desgraciados intentado sobrevivir y uno más ni se nota.