sábado, 27 de julio de 2019

Estival, 2.-Como escuchar el vuelo de una mariposa.-


Sobre esta cima solitaria os miro,
campos que nunca volveréis por mis ojos,
piedra del sol inmensa entero mundo
y el ruiseñor tan débil que
en su borde lo hechiza.
Vicente Alexandre. (En el monumento al hombre del campo, en Alameda del Valle)


¿Alguna vez el improbable lector ha oído cómo suena el vuelo de una mariposa…? ¡Ah, no…? Eso es porque no ha prestado la debida atención. Sin embargo, todo el mundo ha oído hablar del “efecto mariposa”, pues dicen que su aleteo aquí al lado puede provocar un tornado en el otro extremo del mundo. ¿Un aleteo de un lepidóptero puede provocar desastres en tierras lueñes, pero no emitir sonidos armónicos junto al caminante que lo observa? Lo dicho, es que no se le ha prestado la atención debida.

Este jubilata, sin ánimo de ponerse exquisito, yendo la otra mañana por el camino del Palero, y de regreso hacia El Paular,  se paró a observar un grupo de ellas que andaban alborotando en un rosal silvestre, y oyó la música de sus aleteos. Es cierto que hace falta cierto entrenamiento: hay que saber caminar por los senderos del monte y saborear la sonoridad de sus silencios. Para ello es fundamental apagar cualquier aparato emisor de ruidos y desenchufarse de los pinganillos. Si no eres capaz de prescindir del móvil, por ejemplo, ni te molestes. Tampoco es conveniente llevar un cigarrillo encendido; de hecho, es deplorable: aparte de que el herbazal está seco y puedes organizar una chamusquina de órdago, el sabor acre del tabaco atora las papilas gustativas que perciben los sonidos más tenues del entorno. No conviene, ni mucho menos, llevar en la mano  una lata de cerveza o de refresco cocacolero: la gente acostumbra a tirarlas en mitad del monte y eso perjudica gravemente el equilibrio que la naturaleza va tejiendo con tanta paciencia. Eso sin contar que en mitad del bosque, las músicas enlatadas, colillas chuperreteadas, envases de cualquier tipo, son una auténtica guarrería; son como una tos de bronquítico rompiendo la armonía del paisaje sonoro. Si, de verdad, quieres oír el vuelo de una mariposa, olvida esas costumbres de urbanita. Si no, en Rascafría (donde pasamos el verano) hay muchas terrazas donde puedes hablar fuerte, chupar caladas de nicotina y beberte buenas birras. Si, además, eres de esos que van en coche a comprar el pan a cien metros de casa, olvida estas recomendaciones para  oír el aleteo de las mariposas y pasa de largo.

El vuelo de una mariposa, a veces tan errático e imprevisible, es, aunque cueste creerlo, la anotación un tanto alocada en un pentagrama dibujado al azar en un girón de aire, en un instante dado. Con sus idas y venidas, sus bruscos cambios de dirección, su reposo momentáneo sobre una flor u otra (puede ir de una milenrama a un gordolobo, pasando antes - vaya usted a saber el porqué del capricho - por una mata de malvas para saltar a una mejorana). Pero siempre emite una sucesión de sonidos que el caminante debe interpretar. Es como los tacet que John Carge introdujo en su 4’33’’. El ala silenciosa de la mariposa atrapa, con su batir, los sonidos del entorno dibujando un paisaje cuya sonoridad nunca hubiese percibido el oído humano si no fuese porque el aleteo, tan tenue, reuniera el murmullo grave de las hojas escotadas del roble con ese zumbido imperceptible del aire atravesando las hojas de los pinos.

Puede el improbable lector creerlo, tal como se lo estoy contando. Fue el otro día, bajando del Mirador del Robledo, al cruzar el bosque mixto de pinos y roble melojo, de camino a la Casa de la Madera y el Paular. Pero no es la única experiencia. También en el arroyo Aguilón, mientras descansaba sobre una piedra en la orilla, y miraba a un zapatero trepar con pequeños impulsos corriente arriba sobre la lámina de agua… El zapatero es un insecto hemíptero heteróptero, conocido por quienes saben de estas cosas como Gerris lacustris, que se desliza sobre unas almohadillas apicales en el extremo de sus patas, lo que le impide hundirse en el agua. Excurso que se hace aquí para que se vea lo complejas que pueden ser las criaturas minúsculas que el caminante se encuentra en su camino, a poco que se pare a observar el entorno.

Pues eso, estaba observando al zapatero dando enérgicos impulsos corriente arriba para mantenerse en el mismo lugar, cuando una mariposa limonera vino a revolotear por donde estábamos el hemíptero heteróptero de marras y  un servidor. Él empeñado en que no le arrastrara la corriente, y yo en observar sus golpes de remo para mantener el rumbo. Con el revoloteo de la cleopatra limonera, el arroyo empezó a cantar una melodía acuática formada por las notas que producían los pequeños saltos de agua como si se accionase un órgano hidráulico. El zapatero y yo pudimos distinguir – al menos, nos lo imaginamos – la melodía que cantaba un oboe entre los sauces de la orilla deslizándose sobre la superficie quebradiza del agua, la cual, en aquellos instantes, dejaba sonar una trompetería de gotas en cascada cayendo sobre una pequeña poza donde se desperezaba una trucha. Al poco, la limonera, tan volátil e imprevisible, voló aguas arriba, y el zapatero volvió a su empeño de no dejarse arrastrar aguas abajo. Roto el encanto, este jubilata se afianzó sobre sus botas camineras, requirió el bastón de asenderear caminos y siguió con sus ensoñaciones arroyo abajo.

Tal y como te lo cuento, improbable aunque siempre amigo lector.

martes, 9 de julio de 2019

Estival, 1.- Caminata por el robledal.-


…Bajo el ala aleve del leve abanico. (Era un aire suave, de pausados giros. De repente, Rubén Darío)

El sol ya ha despuntado. La brisa de primera hora despereza los caminos del robledal. El silencio de la noche pasada hace rato que se ha ido llenando de esos sonidos que, de tan habituales, el oído del caminante no los percibe. Son como los últimos bostezos del bosque antes de decidirse a agitar sus ramas y dejar que los rayos de sol atraviesen su celaje. La grava del camino suena con pequeños chasquidos bajo las botas. Un ritmo regular de pisadas al que sirve de contrapunto el golpeteo rítmico de la contera del bastón.  A lo lejos, un perro ladra inquieto. Sabe que los pasos pausados del caminante, no visto pero sí percibido, son una nota discordante en medio del robledo, como de alguien extraño a las criaturas que habitan el bosque. Ese espécimen concreto de hombre – El Hombre, ese Bípedo borracho de tecnología – se ha internado en el robledo, pisa con aplomo, golpea el suelo con su bastón y camina por los senderos como amo que se sabe respetado por las criaturas que pueblan el bosque.
Pero este hombre en  concreto, el setentón, de barba entrecana y nariz afilada, cabeza rasurada, andares como los de sus antepasados campesinos, y mirada que mira para sus adentros, observa a su alrededor: esos gamones que florecen; las cañaejas con sus mínimas flores amarillas, en torno a una esfera de radios perfectos; un espino albar escondido entre un grupo de robles; el rosal silvestre que exhibe sus flores blancas y de un malva claro, con sus sépalos barbados o no (duo erant barbati, sine barba duo…, que aprendió con los primeros latines); el diente de león con sus vilanos a punto de desperdigarse al menor soplo de brisa…, Ese hombre, inactivo laboral y jubilata vocacional – ambas cosas por fuerza de la edad – querría pararse en un claro del monte y decirle a sus habitantes: a los robles que enseñorean el lugar, a los fresnos de los cercados, a los chopos que hacen hileras, a todas las saucedas junto a las corrientes de agua, a los mostajos dispersos, a los majuelos…; pero también a los  endrinos que se pegan a las tapias de piedra, a las zarzas que lanzan sus zarzos buscando apoyos para colonizar espacios, a las yedras que ahogan árboles con sus abrazos…; y también a los cantuesos que alfombran, a los tomillos que aromatizan a cada pisada que das, a las matas de orégano que creen en los ribazos del camino, al poleo que perfuma algunos prados, incluso a la modesta menta de burro que crece al borde de algunos navazos… También querría hablarle al arrendajo, de plumas coloridas y voz de fumador impenitente; a los rabilargos en bandada y tan desconfiados ellos…; y a los confiados petirrojos, bolitas de plumas anaranjadas que salen al camino a contonearse ante el caminante; y al pinzón, y al carbonero y al gorrión en el alero. A todos ellos y a tantos y tantos habitantes pequeños que ve en torno pero no sabría nombrar, y a las lagartijas y a las culebras de escalera y las bastardas, incluso a las víboras (como aquella que el otro día picó a un niño y se lo tuvieron que llevar en el helicóptero), y a los escarabajos que llaman ciervos voladores, con su torpe vuelo y sus maxilares como enormes cuernos, como de toros inofensivos, y a las puñeteras moscas que vienen a sorberte el sudor del esfuerzo monte arriba, y a las mariposas de vuelo errático, y… 
En fin…, a todos ellos querría decirles el caminante que es uno de los suyos, que le consideren uno de los suyos. Que no le miren como a un extraño; que, cuando le vean errando por los senderos que abrieron las vacas en su mínima trashumancia entre el rodal de hierba donde rumian y el arroyo donde beben, es uno de tantos, es uno de ellos. Eso sí, calza botas de senderismo y lleva un móvil en el bolsillo (por si una urgencia), y una cámara de fotos, y un cuaderno con un boli (para no olvidar, que la memoria enflaquece con los años). Pero, si no fuera porque la edad limita y los prejuicios sociales atan tanto, al jubilata no le importaría haber sido un loco Cardenio con el que se tropezó don Quijote (ese caballero de la Triste Figura que hizo penitencia en la Peña Pobre por la simpar Dulcinea, en camisa (no muy limpia) y con las vergüenzas y las canillas al aire, dando zapatetas como de loco enamorado), un Cardenio en lo más fragoso del monte, saltando de peñasco en peñasco, durmiendo en el hueco de los árboles, con el juicio trastornado por los celos y rabiando por culpa de los desdenes de la hermosa Luscinda. Aunque, bien pensado, eso no, el jubilata no andaría por el bosque alborotando con sus despropósitos a sus habitantes, que tampoco tiene por qué. Disfruta de una pensión digna que le permite internarse en el robledal después de bien aseado y bien desayunado. Liberado de los duros afanes de la supervivencia, solo quiere andar por las sendas a su aire, sintiéndose parte del paisaje. No es mucho pedir.
A lo mejor, si el robledal, si sus criaturas se lo permitieran, el jubilata, a la vez que se internaba en el bosque, se iría desprendiendo del teléfono móvil, de la cámara de fotos, del boli, de la cartera con su DNI y su Visa…, de su condición de bípedo social. A lo mejor, a fuerza de practicar y con todo el verano por delante…