miércoles, 19 de diciembre de 2018

Cuento de navidad sin edulcorante.-


Era uno de esos días previos a la navidad. José y María, según la tradición cristiana, habían llegado a lomos de una patera hasta las fronteras del espacio Schengen. Allí, como era previsible, se les negó el visado de entrada y, como cada Noche Buena, María parió a su hijo Jesús junto a la valla de Melilla. Pero del otro lado. De éste, nadie se enteró; tan ocupados estaban en adornar con espumillón el abeto de plástico.

En estos mismos días con las navidades en puertas, de las concertinas para acá, en un lugar de la C.E. que aun se llamaba España, el griterío de los electos para el ejercicio de la cosa pública era el habitual: Un iluminado, que enseñoreaba desde Portbou hasta San Carles de la Ràpita, predicaba la vía eslovena de la independencia cataláunica; cosa de cuatro tiros a bulto y media docenita de muertos para lustrar los laureles de la bien merecida libertad. Mientras, el joven prócer de la política conservadora de toda la vida como dios manda, se desgañitaba en el Congreso: ¡155!, señor Sánchez: ¡¡155!!

Un nuevo adalid, Pelayo redivivo, surgido de la profunda Carpetovetónica, iniciaba la reconquista del solar patrio desde Tarifa a Covadonga. A lomos de su caballo bayo, acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano, no perdones la espuela, no des paz a la mano…, mientras que sus huestes le jaleaban: Santiago ¡¡¡Cierra España!!!, que se nos llena de emigrantes. A su raudo cabalgar, colectivos de feministas, veganos, podemitas, LGBT y otras anomalías sociales corrían despavoridos.

Mientras, en el centro geográfico de la cosa, un gobierno bonito  hacía equilibrios malabares – un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás –, dengues y jeribeques para estirar la gobernanza del patio hispano hasta las elecciones generales, las cuales deseaba fuesen para largo me lo fiáis.

En fin, y para no cansar al improbable lector, era un día cualquiera, previo a la navidad.

En ese cualquier día prenavideño, el jubilata caminaba por Arturo Soria, camino del policlínico Nuestra Señora de América. Llevaba la intención de pedir cita con el urólogo. Es cosa sabida – se decía para sus adentros el jubilata; es cosa sabida, los que andamos transitando por estas edades provectas tan nuestras, somos los grandes contribuyentes del negocio de la salud. Con nuestras pensiones, con nuestras tarjetas sanitarias siempre en activo, con nuestros achaques, y con nuestra puñetera obsesión por negar los deterioros de la edad, somos la cantera de la que se alimentan la industria farmacéutica, la sanidad privada y la semiprivada que tira de recursos públicos.

Lo cual, aunque no viene a cuento en estas entrañables fechas navideñas, se dice aquí no por lamento – el jubilata no se quejaba, a lo sumo constataba la puñetera realidad –, sino porque fue la ocasión que le llevó a aquel encuentro fugaz: un hambriento que le pidió, o acaso le exigió (así se lo pareció a él) que le pagara una comida.

Como se ha dicho, iba el jubilata sumido en estas cavilaciones y bien olvidado de la proximidad de las ya dichas entrañables fechas, cuando se le acercó aquel hombre joven. El encuentro fue pasado el puente sobre la A-2, la autovía que va a Zaragoza, poco antes de llegar a donde los misioneros Combonianos. El individuo, en torno a los treinta años, no especialmente mal vestido, muy delgado, buena talla. Los dientes un tanto irregulares, con mellas, como castigados por una mala higiene bucodental o el consumo de drogas.

Se le acercó y le pidió con exigencia. Su tono, más que de súplica impostada, como en los profesionales de la supervivencia mendicante, era aplomado. Tenía necesidad de comer. Decidió que el hombre viejo, al que acababa de abordar, era la persona idónea para atender su necesidad. La verdad, tampoco tenía mucho donde elegir. A aquellas horas de la tarde, con la niebla y el frío, y la escasez de viandantes, el setentón solitario bien podía ejercer de ONG unipersonal y ocasional. El caso es que le remediara la necesidad.

Que le pagara una comida, o le comprara comida… Al jubilata le llevó unos segundos salir de su ensimismamiento y entender la exigencia del joven que pregonaba sus hambres atrasadas. Ya se ha dicho, no pedía con humildad, con esa humildad abyecta y sonriente de los profesionales que hacen de la caridad ajena su pequeño negocio de subsistencia. Él lo tenía claro: necesitaba comer. A mano no había nadie más, así que debía remediarle. Tampoco había amenaza ni en su actitud ni en sus palabras. Solo el hecho incuestionable de su hambre. Y la convicción de que el hambre se quita comiendo; y si uno no tiene con qué, alguien con posibles deberá remediarlo. Y dio la casualidad de ese encuentro.

Allí hay restaurantes, dijo el hambriento señalando hacia el centro comercial Arturo Soria.

¿Con mi jubilación, y pretendes que te la pague ahí? Contestó el jubilata con cierta sorna, mientras se rascaba el bolsillo. – Ahí solo comen los ricos.

Pues detrás de esos edificios negros – y señalaba del otro lado de la autovía – hay un DIA, insistió con aplomo el hambriento.

Ya…, y entonces no llego a tiempo a lo del médico, se excusó el jubilata.

Pues ahí cerca hay más tiendas; cómpreme algo para comer. El hambriento no estaba dispuesto a soltar su presa.

El jubilata se empezó a impacientar, pero no quería despertar la agresividad del joven hambriento. Se echó mano al bolsillo, abrió el monedero y sacó una pieza de dos euros. El otro extendió la palma de la mano.

¿Con eso te arreglas?, dijo el jubilata.

El joven hambriento miró la pieza de dos euros, tan redonda y lustrosa, con ese aplomo que da saberse moneda fuerte, símbolo y orgullo del paraíso europeo.

Con este dinero como. Dijo el hambriento. Dio un escueto “Gracias” y se fue.  

Desde el puente sobre la autovía, si se mira hacia la avenida de América, se veían las luminarias de la ciudad, con ese fulgor lechoso y desvaído que da el puré de niebla y contaminación. Mientras, los coches avanzaban con la lentitud y el tesón de las procesionarias. Los días de paz, amor y turrón estaban al caer.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Palabras regaladas.-


Imagen tomada de Internet
¿Alguna vez el improbable lector ha intentado hacerse un diccionario para su uso particular? No sería el primero que lo intenta, aunque pocos lo logran. Y no hablamos aquí de doña María Moliner y su diccionario de uso del español, asunto que se escapa a los modestos límites de esta bitácora. Tampoco hablamos del diccionario secreto de Cela, donde los de mi generación aprendimos palabras malsonantes con pedigrí para ampliar nuestro vocabulario escrotológico, cuando soltar palabros de calibre grueso era marchamo de virilidad.

Por aquel entonces, cualquiera con ganas de lucir su ingenio escribía un diccionario. Algunos, como Francisco Umbral, con todo merecimiento. Umbral era un cronista de la realidad cotidiana y sus columnas periodísticas sentaban cátedra de un español bien dicho. Algunos comprábamos a diario el diario por leer su Spleen de Madrid, o aquellas crónicas de Iba yo a comprar el pan… El hombre iba de contracultural (aunque cuidaba mucho su mercado. Recuérdese su cabreo en la tele: yo he venido a hablar de mi libro) y por eso confeccionó su Diccionario cheli: una sistematización de la jerga urbanita con la que sus hablantes se diferenciaban del común de los mortales adscritos al vulgo mesocrático. 

Recuerdo que, por sacudirnos esas trazas que teníamos de empleados de medio pelo, decíamos chorba, por chavala, fetén por estupendo y, cuando pedíamos fuego para el cigarrillo, decíamos incinérame el cilindrín, o en el bar pedíamos un vidrio, por un chato de vino, y muchas otras gilipolleces que eran el summum de la modernidad. Aunque había límites a no traspasar, como frecuentar Moncho Street, la calle de Don Ramón de la Cruz, que se puso de moda entre la gente guapa, no recuerdo bien por qué.

El cheli callejero, que imitábamos con más o menos fortuna los empleados de corbata y chaqueta made in Galerías Preciados, era barrera que nos diferenciaba de la guapa gente de derechas de la que habló el propio Umbral. Era una forma de mostrar nuestra progresía frente a aquel franquismo que se iba deshilachando en alianzas populares y readaptando las viejas estructuras del régimen al nuevo invento de la democracia, que nos hacía tan europeos. Aunque, la verdad sea dicha, por el camino nos llevó un tiempo perder el pelo de la dehesa, pues pasar de súbditos de la dictadura a ciudadanos demócratas fue un tránsito cuyo aprendizaje no constaba en el manual de uso del argot cheli.

A lo que íbamos. Diccionarios ocurrentes, en aquellos años, aparecieron algunos. Creo que Ramoncín escribió un Nuevo tocho cheli, muy alabado por Umbral, quien confesaba que nunca consultaba el de la Real Academia porque le estropeaba el estilo. También Coll, la mitad más bajita del dúo Tip y Coll, escribió un diccionario de palabras inventadas, a medio camino entre la ocurrencia y la lógica, como aquello de Abiertamiente: que miente con toda franqueza.

Este jubilata nunca aspiró a tanto. Eso sí, a falta de inventiva, empecé a coleccionar palabras raras (o de uso poco frecuente) que encontraba por pura casualidad o serendipia. Fue como prohijar perros callejeros. Iba por la calle, me tropezaba con una palabra en desuso y me daba tanta lástima verla abandonada a su triste suerte que me la llevaba a casa, le hacía una ficha en una octavilla y la guardaba en un sobre. Cada vez que encontraba una, miraba por si tuviese usuario frecuente, y al verla a punto de inanición por falta de uso, la anotaba en mi libretilla de anotar cosas por ahí. Luego, como he dicho, en casa le hacía una ficha en la que especificaba dónde la había encontrado, en qué circunstancias, y hasta la referencia bibliográfica (si venía al caso) con número de página, edición, título, autor, editorial y hasta el párrafo donde aparecía.

Verbi gratia, como aquella vez que descubrí la palabra Alcándara en la Saga-Fuga de J B, de Torrente Ballester. Era palabra herrumbrosa por falta de uso que don Gonzalo había sacado a oreo para disfrute de sus lectores, y de la que yo me apropié. De la alta alcándara caía el puñetero rosicler del día, decía el texto. Lector fascinado, veía sobre el papel impreso los rosicleres cayendo en cascada desde las altas alcándaras y sentí un impulso cleptómano que me llevó a apropiarme de ella para mi disfrute personal. En mi descargo diré que, por no abusar, no me apropié también del rosicler y me conformé con la alcándara, percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.

Otra palabra desusada, que encontré en un cuadro de Zurbarán, en le museo Thyssen, es la de bernegal. Se trata de una taza de boca ancha y con el borde ligeramente ondulado. Desapareció el objeto, otros recipientes cumplieron con mejor traza su función, y, por lo tanto, se olvidó su nombre. Anduve persiguiendo un tiempo palabra tan antañona y con tanta sonoridad y encontré este texto: Es privilegio de galera que nadie ose pedir allí para beber taça de plata, o vidrio de Venecia, ni bernegal de Cadahalso… Y aunque al improbable lector le canse el prurito ese de la erudición, no dejaré de decir que tal cosa escribió don Antonio de Gevara, obispo de Mondoñedo en su Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras.

Pero no todo son antiguallas, ínclito lector, porque hace meses, callejeando por Lavapiés, encontré una palabra estupenda: Carnaca, que viene a ser un término despectivo que usan los veganos para designar a los comedores de carne. La frase, modelo grafito parietal, decía: Fuera carnacas de nuestro barrio.

Tampoco quiero cansar al lector, paciente aunque improbable, así que para terminar, aquí le dejo ésta: Garrampa. Se trata de un calambre o espasmo muscular, habitualmente en la pantorrilla. Se la oí al viejo carpintero de Báguena, pueblo de Teruel, hablando de sus achaques. Me pareció una palabra rotunda y con garra. Además, fonéticamente me resultó similar al término crampe francés, que viene a significar lo mismo. A lo mejor en el lenguaje coloquial de aquellas tierras hay vestigios del francés - los filólogos sabrán -, pero a mí, el viejo carpintero me recordó a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.

martes, 13 de noviembre de 2018

El artista en su caverna.-



Ya lo decía Platón en La República, a propósito del conocimiento que los humanos tenemos de la realidad: somos como esclavos encadenados en el fondo de una caverna que confunden las sombras con las realidades de las que no son más que un reflejo. Pero, a lo mejor, a esa alegoría hay que darle la vuelta cuando se trata de entender una obra como la de Guillermo Serrano.

La realidad que creemos ver en el bullicio de la calle o en la soledad de nuestra intimidad no es más que un reflejo distorsionado y poco fiel de lo que realmente se oculta tras esos personajes desasosegantes, y a veces deprimentes, que pueblan los cuadros de Guillermo. Hay dos realidades, si el improbable lector se toma la molestia de observar, que caminan en paralelo y que dan sentido la una a la otra. La realidad lúcida, y por eso inquietante, del artista – a lo mejor, conviene más el término de “visionario” –, y lo que podríamos llamamos realidad experimental, la que percibimos a través de los sentidos. La primera desasosiega al espectador con su expresividad descarnada, la segunda da certezas, pero, en realidad, ésta es un reflejo engañoso de aquélla.  

Claro que, si el jubilata en oficio de escribidor no abandona su ensimismamiento y explica de qué va la cosa, el sufrido lector no sabrá a qué viene tanta palabrería y pasará muy mucho de seguir leyendo este texto. Por eso, como decía Pepe Isbert desde el balcón del ayuntamiento: os debo una explicación, y esa explicación que os debo os la voy a pagar
Y la explicación que os voy a dar, porque os la debo, para poneros en situación, es que la santa y un servidor hemos estado en la Casa de Vacas visitando el Salón de Otoño de la Asociación Española de Pintores y Escultores.  Y allí, en el acceso lateral a la sala, nos hemos encontrado con el cuadro que representa a una pareja de viejos, solitarios, desesperanzados, encerrados en esa cocina tan desangelada como sus moradores. La cena, la llama el autor porque, dice, es un título obvio; si no es más que una pareja de viejos cenando en su cocina, para qué vamos a maquillar la realidad de estos dos solitarios que se hacen compañía por simple proximidad física en una cocina destartalada...

Por aquello de que el pintor, del que aquí se habla, forma parte de nuestro patrimonio familiar, este jubilata ha seguido sus pasos desde hace años y observa con curiosidad, y con una cierta desazón, su obra. La desazón no es por lo azaroso de la adaptación del artista al biotopo cerrado y excluyente de las galerías, las exposiciones, los marchantes y al principio fluctuante de que es arte todo aquello que llamamos arte. Siempre estará a tiempo de quebrar los pinceles y hacer una oposición a registrador de la propiedad, por ejemplo: a otros les ha ido muy bien. Recurso vulgar, donde los haya, pero que da status y hasta puede abrirte las puertas de una carrera política exitosa.

La desazón, decía, llega por la contemplación de esos ambientes sombríos, por esos personajes de ojos hueros que pueblan calles bulliciosas o locales abarrotados, donde no hay alegría colectiva sino una suma de individuos cada cual aislado en su vacío. Son algo así como escenas de costumbrismo urbano pasadas por el tamiz de un expresivismo despojado de toda alegría. Son seres con aspecto de zombis indefensos que parecen buscar la felicidad en el gregarismo de los lugares de moda, mientras que cada cual lleva su vacío personal a la fiesta colectiva. 

Estos no van a pasearse por el callejón del Gato, como lo hacían los esperpentos de don Ramón, ni son risibles y tragicómicos, como don Friolera, sino que se arraciman en el bullicio de Malasaña, en los ambientes más cool, dejando al espectador una sensación de masa fluctuante y ansiosa de novedades a la manera de esa modernidad líquida de la que hablaba el señor Bauman, siempre más citado que leído.

En resumen, esas escenas multitudinarias o domésticas que vemos en los cuadros de Guillermo, nos hacen pensar en un mundo lleno de soledades e incomunicación. Los ojos sin pupilar de sus personajes miran pero no ven y, a lo mejor por eso, se agrupan en una adición de individuos que buscan la felicidad en la suma de soledades. En el fondo es una mirada irónica del artista sobre una sociedad urbana que se cree libre y feliz por la simple agregación de individuos que hacen lo mismo, que van a los mismos lugares, que piensan lo mismo.

Ya supongo que el improbable y paciente lector pensará a qué viene esta disertación a propósito de un cuadro de un pintor novel, pero debería tener en cuenta que hasta en las mejores familias hay individuos peculiares. Y en esta nuestra nos ha tocado uno, dispuesto a ver el mundo urbano a través de los pinceles, y por eso lo sacamos en letras virtuales, para que se sepa.  Ya se sabe lo que dicen los evangelios sinópticos: no se enciende una luz para ponerla debajo del celemín. Por eso lo ponemos en solfa. Por eso y porque, además, observa la realidad de su caverna con pincel prolífico.

Pero, si al lector, improbable, paciente, o simplemente curioso, no le convencen las opiniones que aquí se han vertido, sepa que puedo ofrecerle otras que se acomoden a su gusto. Aquí somos grouchomarxistas y nuestros principios no son amovibles sino fluctuantes y acomodaticios. Como las multitudes en los cuadros de Guillermo. 

lunes, 29 de octubre de 2018

Esas mujeres...


Hace unos días ha muerto Carmen Alborg, ministra que fue de Cultura. Recuerdo que mi por entonces jefa bajó un día a la sede central del ministerio, la vio y, cuando subió al “Histórico” (así lo llamábamos usualmente), comentó que la nueva ministra parecía una pilingui. Lo de pilingui me sonó a españolada de las pelis de destape, de cuando Alfredo Landa; entendí bien el sentido despectivo de “ligera de cascos” y “perdida”, y la ministra me cayó francamente bien desde entonces. Se me ocurrió pensar que también a George Sand, quien vestía pantalones y fumaba cigarros, y encima era querindonga de Chopín, las paisanas de Valdemossa la pondrían de pilingui y de putana, pero en su dialecto.

Si a mi jefa,  - mujer conservadora y, según expresión de los que militábamos la progresía, más de derechas que don Pelayo -, la Alborg le caía mal, era indicio de que teníamos una ministra fuera de horma. Con su melena roja suelta y sus alamares tipo Moschino (Si no puedes ser elegante, sé extravagante), su desinhibición, su verba fluida y su fama de mujer culta, fue una ventana que se abría en la zahúrda ministerial para ventilar el olor a papel timbrado rancio. Luego, allá por el 96, también del siglo pasado, nos vino a ser ministra doña Espe Aguirre, condesa consorte de Bornos – ahí es nada – y liberal en estado puro, pero ya no era lo mismo. La ventana del oreo ministerial, como mucho, quedó entornada y con tufillo a privaticemos servicios públicos.  

También uno de estos días pasados, he ido a la Juan March (así dicen los habituales) a ver la exposición Lina Bo Bardi, Tupi or not tupi, una hibridación italo/brasileña. Doña Achilina Bo, emigrada de Italia en 1946, arquitecta de vocación y profesión, quiso además, integrar la cultura europea con la expresión de arte popular brasileño. Lo que me recordó una exposición vista hace años, dedicada a Tarsila do Amaral (de quien escribí una entrada allá por el 2009, que puede leerse pulsando en el enlace anterior) artista que hizo el viaje de ida y regreso, desde su Brasil hasta el París de las vanguardias, para volver a su tierra natal y tratar de integrar las dos culturas en los movimientos Pao Brasil y Antropofagia.

Ambas artistas, con unos decenios de diferencia, propusieron una antropofagia cultural, cuyo manifiesto hizo Oswaldo de Andrade, marido que fue de Tarsila: una digestión del modelo cultural europeo para apropiarse de él y asumirlo como expresión del arte brasileño. Una fusión de las vanguardias europeas y las costumbres populares de la población india, negra y mestiza. Una puesta en valor de la cultura popular brasileira una vez asumida la cultura colonial europea. Por eso llamaron antropofagia al proceso de masticar y digerir una cultura superior para asimilarla a la popular de su país.

Y perdóneme el improbable lector por hablarle de estas cuestiones de tan poco interés para la vida diaria. Son expresión de los hábitos culturetas del jubilata, el cual, según las usuales doctrinas del envejecimiento activo, ha de buscar metas que mantengan su sistema neuronal en ebullición para no ser una carga social. Porque, además de guisar, hacer la compra en el súper y darle al estropajo salvauñas, sépase que los jubilatas de hogaño le damos al intelecto con una habilidad polifacética que para sí hubieran querido anteriores generaciones. 

Por eso, hoy estamos por divagar sobre mujeres de las que tenemos alguna noticia por haber sido un referente cultural en los tiempos que les tocó vivir. Y por eso mismo, a menudo, para saber de estas mujeres, de sus obras y su proyección cultural, uno no tiene más remedio que acudir a museos, exposiciones puntuales o textos, lugares donde se guarda memoria de ellas. A veces, tenemos la impresión de que, por haberse atrevido a romper la horma, ha habido que cosificarlas y reducirlas a eso que llamamos obras de arte, y colgarlas en las salas de exposición, no sea que su ímpetu nos obligue a reflexionar sobre lo que una mujer puede hacer cuando se libra a su capacidad creadora. 

Son como la mujer de Lot, convertida en estatua de sal porque no respetó la norma y giró la cabeza para saber qué ocurría a sus espaldas.  Estas mujeres de las que venimos hablando, también volvieron la cabeza para ver de dónde venían y así saber hacia dónde querían ir, solo que la sociedad al uso no pudo convertirlas en estatuas para reprender su atrevimiento.

Lo que, mira por donde, viene al pelo para recordar esta frase de Dorothea Tanning (de sus obras y su época habla una exposición actual en el Reina): Puedes ser mujer y ser artista; pero lo primero no lo puedes remediar, y lo segundo es lo que eres en realidad. Según parece, ella rechazaba la definición de “mujer artista”. La verdad es que nadie nunca habla de “hombre artista”; se es artista, hombre o mujer. Lo primero es lo que importa, y lo segundo, accesorio.

No querría acabar estas divagaciones de pensionista ocioso sin hablar – hablar por hablar, por pasar el rato – de la pintora italiana Sofronisba Anggisola.  Esta pintora fue una rara avis en la corte de Felipe II. Fue dama de compañía de Isabel de Valois y la acompaño a la Corte española, donde pintó algunos retratos, como el del propio Felipe II o el de Ana de Austria. Puede uno verlos en el Museo del Prado. Pero lo que es menos conocido aún que su pintura, es que anduvo metida en una revuelta palaciega que organizaron las damas de la reina en el alcázar de Madrid, sede de la corte.

Uno se imagina la corte del rey Felipe II como lugar triste, aburrido, de mucho rezo y de pisar quedo, pero no debió ser así, a lo que parece. Tenían las damas la costumbre de ligar con los barbilindos cortesanos desde las ventanas de las estancias de la reina, hasta que el aposentador de la Casa de la Reina, el marqués de Ladrada, mandó poner celosías para evitar tanto descoco. Decía el marqués en un informe al rey: aunque yo conocí a algunas damas bien desasosegadas, ninguna comparación hay a lo de ahora, porque tienen la mayor maestría para insolencias que se pudiera hallar en el mundo”. Lo cierto es que las damas se lo tomaron a mal, y algunas, entre las que estaba Sofonisba, empezaron a romper cierres y celosías.

El rey, que a lo mejor le llamaron el Prudente por eso, decidió inhibirse en esa revuelta de faldas y mandó que fuese la propia reina quien pusiese orden en asuntos que correspondían a su Casa. Porque una cosa es administrar un imperio que se extendía de sol a sol, y otra muy distinta, y asaz complicada, poner paz en el gineceo de Palacio.

domingo, 14 de octubre de 2018

Faunario humano.-


Leyendo (perdóneseme el gerundio inicial) un tocho divulgativo referido a las lagunas que presenta la teoría darwiniana de la evolución del Homo Sapiens y antecesores, me entero de que los humanos somos primates (eso ya lo sabía, pero no) del suborden de los simios. Solo que ahora, no sé si los zoólogos y también los paleontólogos, dicen, además, que somos haplorrinos. Esto es: con ventanas nasales secas y no un hocico húmedo, como los estrepsirrinos. 

Por lo que un servidor llega a entender, somos primates de nariz simple, carecemos de membranas alrededor de las narinas y de vibrisas en el hocico. Así que magínese el improbable lector a qué situación hemos llegado como especie: no somos más que bípedos sin morros húmedos y de nariz seca. Tanto homo sapiens como presumimos ser, para llegar a vernos clasificados según una cuestión de simples narices. Más de tres millones de años evolucionando – se supone – paso a pasito, desde el Austrolopithecus, pasando por el Afarensis, el Robustus y otros; siguiendo por el Erectus, el Neanderthalensis…, y cuando llegamos a la culminación de la especie en el Sapiens, resulta que ésta nos da ejemplares de tanto relumbrón como el Trump o el Villarejo, o jubilatas septuagenarios, según el nicho ecológico donde se desarrollen.

Pensando (otro gerundio que se cuela) estaba en estas cuestiones cuando me descubrí a punto de cumplir los 73 años. Un servidor ya sabía que le venían rondando desde hacía tiempo, pero no tan apresurados. También sabía lo del acertijo que le propuso la Esfinge a Edipo, lo del animal que por la mañana anda a cuatro patas, al medio día con dos y por la noche con tres. Y también sabía que, según se iban acumulando los años, terminaría siendo ese animal (racional, a pesar de todo) que acabaría andando a tres patas. Lo que no sabía es que, de la mañana a la noche, el pequeño australopiteco con el que me identifico, que nadaba en el líquido amniótico materno, terminara convertido en un sapiens de clases pasivas que no recuerda haber recorrido toda la cadena evolutiva – del afarense al neandertal – y, mucho menos, que se haya tomado tres millones de años para hacerlo.

Lo que me recuerda (recordar, cuestión de vivir la vida hacia atrás, ya que hacia adelante no hay mucho margen) que también don Miguel se quejaba en sus Recuerdos de niñez y mocedad, o como quien dice, cuando fue ese animal edípico que andaba a cuatro patas y luego a dos:

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera -y el nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro-, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aceptando (un gerundio más), y siguiendo (y otro) con el símil evolutivo: que habiendo sido un homúnculo sin conciencia y sin consciencia de que lo hubieran nacido, el animal sapiens de tres patas que soy actualmente se siente un tanto decepcionado de que lo pusieran en este pícaro mundo sin advertencia previa, como esas instrucciones que vienen con los medicamentos y cuya lectura es recomendable antes de la primera ingesta. Nacerle a uno sin haberle previamente pedido parecer, dotarle de conciencia y consciencia para complicarle la existencia, y echarle en mitad de la charca embarrada que suele ser la vida, es – que don Miguel me perdone – una putada.

Y más todavía cuando, según vas viviendo la vida, le vas cogiendo gusto. Es como engancharse a la heroína, vives en tu mundo nebuloso, pero terminas hecho un trapo. Cuando te das cuenta, no hay metadona que te salve, porque la vida mata. El único consuelo (que a la mass-media le sienta bien) es que, para olvidar la finitud como ser vivo, se han inventado los smartphones, el consumismo, las modas de temporada, el patriotismo irredento, los colorines de los anuncios y otros mil sucedáneos del nada por aquí, nada por allá y ¡Hop!, el conejo que sale de la chistera.

Concluyendo (y último gerundio). No se vaya a creer el improbable lector que este jubilata mira con resquemor hacia el pasado y con temor hacia el futuro (dure lo que dure), es que le gustaría poder haber pasado por la vida en pura inopia, como la austrolopiteca afarense Lucy, que anda ya por los tres millones y pico de años y sigue igual a sí misma, sin preocuparse de trascendencias, como lo hacía el caviloso de Unamuno. Ese don Miguel, tantas veces citado hoy, quien se preguntaba si el gato acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado. Acaso los humanos, allá en el interior de su caparazón, además de Homo Sapiens sean también inteligentes. Chi lo sa! 

Y es que la ecuación de la vida a ver quién la resuelve…

sábado, 29 de septiembre de 2018

Confesiones de un ex-Diputado.-



En estos días que las cloacas del poder desbordan
por las alcantarillas del periodismo que se alimenta del fondo de reptiles, esta historia, absolutamente ficticia aunque verosímil, sale a la luz para que el improbable lector tenga una idea de cómo funciona el tinglado. 
Si no acaba de entender sus entresijos, no se preocupe, la puñetera realidad política de cada día es aún más complicada. En eso está el truco, en que el respetable se haga un lío y cambie de canal.

"Hasta entonces lo tenía todo: Acta de Diputado, influencias en el negocio de la construcción, negocios en B y una amante de buen ver y mejor palpar. Pero los envidiosos arruinaron mi carrera política.

El Acta, de mi propiedad propia y privada, me la gané a pulso. Los ciudadanos me la dieron gracias a mi habilidad y mi tesón. Porque ha de saber Vd. que entré en los círculos políticos por la base, de botones como quien dice, para llevar los cafés y la prensa al Jefecillo de la Agrupación de Barrio. Éste, a su vez, todas las tardes le llevaba las pantuflas y los chismorreos de los afiliados – que yo le contaba – al Semijefe, a su chalet de Las Rozas.

El Semi, llamado así por los rencorosos a los que yo espiaba, despachaba una vez por semana con el Quasijefe, y le contaba los chismes por cauce reglamentario. El Quasijefe tenía un despacho en Torre Pissarro con moqueta de lana inglesa y secretaria eficiente y bien entetada para lucimiento personal del gerifalte. El Semi, desnatado políticamente y bastante cremoso de ambiciones, lustraba los zapatos italianos del Quasijefe, mientras influía para colocar a sus amigos. A cambio, éstos conseguían votos y voluntades para que el Semi heredase el despacho del Quasijefe, incluida moqueta de lana inglesa y secretaria eficiente y bientetada.

El Quasijefe lo sabía, pero no le importaba, porque aspiraba a la Presidencia de la Consejería Técnica de la Caja de Ahorros Mantua Carpetana, oficialmente responsable de la promoción social de viviendas. Un primo suyo era presidente de la Junta de Portavoces de la Comunidad. Éste había ultimado un proyecto de ley que liberaba varios millones de metros cuadrados para la construcción. Y, casualmente, se trataba de unos eriales propiedad de la familia en el culo de la ciudad, donde se iba a realojar a  miles de marginales y emigrantes.

Mientras estudiaba la carambola político/urbanista/social, el Quasijefe rendía pleitesía los lunes y jueves al Segundo Jefe, de quien esperaba grandes apoyos. No en  vano, la mujer del Segundo Jefe había salido elegida Concejala de los Pobres en la renovación de los cargos municipales; y esto, gracias a los votos de las agrupaciones locales, que el Quasijefe controlaba a través del Semijefe, en connivencia con el Jefecillo de la Agrupación, al que yo llevaba el café, la prensa y las habladurías.

El Segundo Jefe, a su vez, tenía sus ambiciones  puestas en las prerrogativas del Supremo Jefe. Éste manejaba el hacha de los ceses fulminantes con gran habilidad y nadie perturbaba sus privilegios e influencias. Por eso, el Segundo Jefe planeaba una escisión del ala más progresista bajo el nombre de Renovadores con Base. Ironía geométrica basada en el teorema de: altura partida por la base y  me llevo el 3% de comisión.

El Supremo Jefe, con discreción política, jugaba al golf una vez al mes con el Presidente Patrio, en un club exclusivo de Marbella. Cultivaba su amistad a la espera de la alternancia en el poder y nada  perturbaba esa plácida espera.

Yo, en la base de la base – como ya le he dicho – hacía de botones, felpudo y consejero viperino, según las circunstancias. Hasta que mi inteligencia me llevó a ocupar el puesto de Jefecillo de la Agrupación, tras una votación tumultuosa y amañada en la que puse en evidencia la ineptitud de mi antecesor.

Ascendido a pantuflero y correveidile vespertino del Semijefe, le impliqué en negocios de juegos, bingos y máquinas tragaperras. Él recibía pingües comisiones de los empresarios del ramo en calidad de presidente honorario, y yo le presionaba para ser incluido en las listas de diputados a la Comunidad Autónoma. Pero, como él tenía otros compromisos con más influencias políticas, rechazó mi candidatura. Y yo, entonces, pasé información confidencial a una periodista trepa; estalló el escándalo de las tragaperras y el Semi se esfumó en  el limbo de los fracasados.

Por mi labor callada, canalla y eficaz, el Partido me asignó el papel de Semijefe y empecé a visitar asiduamente al Quasijefe en su despacho de Torre Pissarro. Éste, empeñado en alcanzar la Consejería de la Caja Mantua Carpetana, me prometió su cargo - moqueta inglesa y secretaria buenorra incluidas - si la Asamblea aprobaba la recalificación del nuevo paraíso terrenal. Entonces, contraté la empresa de detectives El Sabueso Sutil y, en pocas semanas, sabía de todas las debilidades de los diputados: negocietes promiscuos político/financieros, homosexualidades vergonzantes, ineptitudes manifiestas, utilización de bienes públicos como patrimonio familiar, etc, etc, etc.

Con tacto y habilidad moví voluntades, y la ley recalificadora salió adelante. El Quasijefe me incluyó en la lista de candidatos y me eché de amante a su secretaria por aquello del prestigio social. Todo perfecto y según el horario previsto. Lástima tanto envidioso como hay suelto.

Vistas mis habilidades negociadoras, mis compadres de Partido, con voluntad unánime, me recomendaron al Segundo Jefe. Ellos estaban interesados en alejarme de sus zonas de influencia - ¿sabe usted? - y querían ver en qué quedaba la aventura secesionista que él apadrinaba.  Así me convertí en jefe de filas de Renovadores con Base y el poder iba llegando a mis manos. El Gremio empresarial del Hormigón me nombró su asesor emérito, los Promotores Inmovilistas me pedían consejo antes de comprar terrenos, y el Empresariado Ex-agrícola me regalaba parcelitas en yermos recalificables.

La semana previa a las votaciones autonómicas, el Segundo Jefe le exigió al Quasijefe una participación en el negocio de la promoción social. A cambio le daría su voto, indispensable para lograr la Presidencia de la Caja Mantua Carpetana. Y dicen que no fue ajena a esa pretensión su mujer, la Concejala de los Pobres, que creía haber ganado la concejalía por méritos propios, y no por turbulencias de socapa y mano izquierda.

El Quasijefe, de acuerdo con mi amante, su antigua secretaria, me presionó para que liderara la secesión de Renovadores con Base. Así, el Supremo Jefe creería estar ante una traición del Segundo Jefe y le defenestraría ipso facto. Entonces, el voto para la Presidencia de la Mantua Carpetana sería emitido por una Comisión Gestora de la Caja - cuyos miembros debían favores al padre del Quasijefe –, yo llegaría a lo más alto de mi prestigio político y él se alzaría con el santo y la limosna.

Pero los entresijos de la política se mueven por extraños vericuetos, como usted no ignora. Llegó el día de las elecciones, saqué mi Acta de Diputado, proclamé la secesión de Renovadores con Base y fui el hombre más solicitado por los medios de comunicación. Me llamaban de la tele oficial; me llamaban de las cadenas privadas; se me rifaban las emisoras de radio y la prensa. Asustados, me llamaban mis jefes con promesas o amenazas. La gente, por la calle, se paraba a mi paso y me llamaba de todo... y me gustó.

Visto el ascendente social que los medios me estaban dando, empezaron a temer que las bases del partido me aclamasen como renovador de la ética ideológica; por eso, el Supremo Jefe, el Segundo Jefe y el Quasijefe se conjuraron para perderme. Para ello, recurrieron al Jefecillo de Agrupación de Barrio, un trepa sin escrúpulos a quien yo había puesto. Él sacó a la luz mis chismorreos, el degüello político del Semijefe anterior, los trapicheos inmobiliario y el golpe de mano de los Renovadores con Base. Y hasta mi amante, ex-secretaria del Quasijefe, me denunció por acoso sexual interruptus, violencia de género muy de moda y que escandalizaba mucho en aquellos días.

Me reclamaron el Acta de diputado – ya sabe Vd. cuánto me presionaron -,  pero me negué. Así que, con mi acreditación bajo el brazo, emigré a esta república centroamericana en la que ejerzo mis habilidades políticas. Debido a mi experiencia en el mundo inmobiliario, me contrataron para lavar la fachada patriótica de un militar golpista. 

Con la prensa y la televisión en manos de la oligarquía, he lanzado la campaña de “patria, justicia y pan” que ha calado hondo en el populacho. He convertido al espadón sanguinario en líder carismático, y me he retirado a mi finca. Aquí me dedico al cultivo ecológico de especies botánicas exóticas. Y, aunque mis explotaciones de cannabis sin pesticidas son un negocio floreciente, no consigo olvidar que un día fui diputado autonómico. Miro el Acta enmarcada en plata, y una lágrima de nostalgia corre por mis mejillas."

Si el improbable lector no ha entendido gran cosa, insista, insista en la lectura, que esta historia es un reflejo del juego político actual. Y si, ni aún así se aclara, es porque hay un comisario de la brigada político-social que todo lo enmaraña con sus kilómetros de grabaciones y trampas saduceas. ¡¡¡No se desanime, coño!!!

sábado, 15 de septiembre de 2018

Palinodia o retractación (o no).-


Como el improbable y paciente lector ya sabe, una palinodia es una oda en la que el poeta se retracta de una afirmación ofensiva anterior. Eso dicen que le pasó al poeta Hestesícoro porque escribió un poema echando a Helena la culpa de la guerra de Troya. Lo cual no tiene nada de extraño, teniendo en cuenta la misoginia de la época. Pero, por la razón que fuese, los dioses se lo tomaron a mal y le castigaron con la ceguera, porque, según dijeron, la bella no abandonó a su marido Menelao voluntariamente, sino que fue raptada por Paris. El caso es que el pobre Hestesícoro pidió perdón a la ofendida y recobró la vista. En agradecimiento, escribió la palinodia (nueva oda) ensalzando la belleza y las virtudes de Helena: donde dije digo, digo Diego y pelillos a la mar.

Y en esas estamos. A un servidor, perpetrador habitual de este blog, siempre hay algún lector –  no por improbable menos descontento – que cada vez que uno (escribidor desnortado que es) se sale del camino trillado de las andanzas por los montes, de las elegías veraniegas y de las visitas a los museos y libros y otras cuestiones sin trascendencia, y se mete en opiniones de política patria y sus barrizales, le empiezan a chorrear críticas: Que si no se moja, que si no toma partido y nada en ambigüedades, que si es ciudadano de Ekidistán, que si dice “Estado” en vez de  “España” por miedo a molestar…

Como ya sabemos, la fama, aunque sea al nivel casero de un blog personal, es muy adictiva y, en cuanto pasas quince días sin escribir jota y sin que te lean; o lo que es peor, te pongan a caer del burro por lo escrito, te da un bajón de órdago. En esos casos, nada mejor que escribir una palinodia para contentar a los descontentos y recobrar la buena disposición del lector enfurruñado. 

Solo que, si bien se mira, no deja de ser como echarle un roto a un descosido, ya que el lector, así al por mayor y sin entrar en detalles, es multiforme, proteico y mil-leches. Basta que quieras contentar a uno para disgustar a ciento, de forma que, por hacer de bombero, haces de incendiario, y con el agua de apagar un incendio das pábulo (cuánto me gusta el palabro) a cien hogueras. Total, que lo de la palinodia es un coñazo.

Así que, mil veces estimado aunque improbable e indignado lector (si eres de esos), desde este blog no se va a cantar ninguna palinodia ni retractar por opiniones sobre la polvareda política que ¡Ay dolor de la patria mía! nos está atufando el convivir ciudadano. Que cada palo aguante su vela y coja el viento de través como pueda.

Eso no, al prójimo, por muy adverso que sea en sus opiniones o preferencias políticas, desde aquí no se le tratará sin respeto ni educación. Respeto y educación que dicen mejor de quien los ofrece que de quien los recibe. Aunque conviene deja claro que la ironía, el humor carpetovetónico, incluso el comentario de mala uva y a contrapié, son armas permitidas en los escritos. Y si no, léase al señor de la Torre de Juan Abad, o sea don Francisco de Quevedo cuando dice: Todos los que parecen estúpidos, lo son, y, además, también lo son la mitad de los que no lo parecen. O lo que dice el admirado don Pío: Solo los tontos tienen muchas amistades. El mayor número de amigos marca el grado máximo en el dinamómetro de la estupidez. Lo que me recuerda que este jubilata tiene 104 amigos en el Facebook ese, e incluso me ha salido recientemente uno que se dedica al vudú. Pero eso ya es regar fuera del tiesto.

Revenons à nos moutons, que dicen los franceses; o no nos andemos por las ramas, que decimos en Carpetovetonia (para los proclives a la indignación patriótica, obsérvese que no he dicho: España). El caso es que, hablando del estupidiario político, como parece que lo de la Diada y los lacitos amarillos, de momento, nos está dando un respiro, ahora tenemos un nuevo juguete: los títulos académicos de Sus Señorías. Esos masters de ciencia ficción que ponen en entredicho el valor científico de nuestra universidad pública, donde se regalan títulos mastericios a quienes acreditan el desempeño de un cargo en el PP o el PSOE , y la obsesión que le ha entrado a la derecha mediática por leer tesis doctorales tan aburridas como la del monclovita Pedro Sánchez, que, como sigan por ese camino, la van a convertir en un best seller.

Nunca en lo que llevamos de democracia coronada (contradictio in terminis, decían los escolásticos), a la casta política le habían importado un carajo las cuestiones académicas y sus titulaciones, hasta que se descubrió lo de doña Cifuentes y su masterización por enchufe. A partir de entonces, y hasta no sabemos cuándo, un currículo académico de cualquier Su Señoría con escaño es una charca donde se pueden pescar ranas y gazapos. Y si son tesis doctorales, miel sobre hojuelas. 

Con lo cual, un servidor  está en un vivo sin vivir en mí. Porque he ido a la caja de zapatos donde guardo los títulos académicos para comprobar que siguen incólumes, y, ¡Ay, horror!, no aparece el de la licenciatura en Geografía e Historia, expedido por la UNED. Miedo me da como se enteren el Sr. Casado y los del pesebre mediático . Porque yo, lo de pagar la matrícula de nuevo, no pienso hacerlo. Prefiero perder el escaño y conservar la pensión.

lunes, 3 de septiembre de 2018

Regreso a la rutina.-

 Rutina: Costumbre o hábito adquirido de hacer algo de un modo determinado, que no requiere tener que reflexionar o decidir. Eso, según el diccionario. Pues será así para los señores académicos porque, lo que es a este jubilata, aunque la rutina no requiera reflexión o decisión, volver a ella le está costando lo que no está en los escritos.

A lo mejor, en tiempos de don Francisco Silvela, eso de que, en agosto, Madrid era Baden-Baden, pues debió ser cierto. A condición de tener la familia en la playa y disponer de buenos duros para el desmelene agosteño, se entendía. Situación que no se suele dar entre las actuales clases pasivas, que llevamos la familia incorporada (en mi caso, la santa) y con la pensión a medio descongelar por especial gracia del señor Sánchez, actual inquilino de la Moncloa.

Pero no se trataba de eso.

Se trata de que no voy a sofocar al improbable lector contándole nuestras cuitas de readaptación a la rutina de la vida asfalteña. Por eso, ahí queda un cuentecito malintencionado que viene muy a la ocasión. Y dice así:


 La misantropía es una forma de amor, pero a la inversa. Se odia al género humano en general, así, a bulto, sin entrar en detalles, igual que otros se privan por la pasta italiana sin mayores raciocinios. Por eso, Tulio Prudente acostumbraba a pasear todos los días por las playas de Benidorm, para reforzar su amor inverso a sus congéneres.

Despacito, paseaba por la orilla del mar observando a las hembras humanas, orgullosas de sus mamas brillantes al aire, embadurnadas de aceites con sabores a coco, guayaba y otros ungüentos exóticos. Cuando veía a alguna especialmente llamativa, tetitiesa, tostadita y pringosa de aceites, se acercaba con disimulo y, con un golpe certero de su pie, la llenaba de arena. Ella, con chillidos inarticulados, se ponía rápidamente en pie y empezaba a dar saltitos histéricos y sacudirse con energía. El binomio mamario empezaba a balancearse arriba y abajo con vértigos descompasados, y los especímenes masculinos circundantes segregaban  testosterona que los ponía a bramar; eso ante la indiferencia de sus respectivas hembras legítimas, quienes embrutecían sus meninges ojeando la casquería sentimental del cuore en cuatricromía.

Otras veces, se paraba a observar a las larvas humanas, de uno u otro sexo, que correteaban, palita de plástico en la mano, como infusorios a la orilla de aquella charca salobre. Si alguno estaba haciendo castillos con esos cubos almenados de Todo a Cien, él se acercaba y, con la mejor de sus sonrisas, espachurraba los torreones asimétricos y las murallas deleznables de arena. A veces, la cría humana lloriqueaba desconsolada y él, después de mirar a izquierda y derecha, y si nadie le veía, presionaba con la punta del pie sobre sus nalgas para hacerla caer de bruces. El animalejo bípedo se daba de narices contra el agua, echaba un buchito de aquel caldo salino y salía corriendo, entre berridos de pánico, a ponerse bajo la protección de la morsa humana a la que identificaba como progenitora.

Estos pequeños gestos liberaban sus fobias y ponían de buen humor a Tulio Prudente, hasta el punto de sentir una especie de gratitud por sus congéneres. Cuando este sentimiento enfermizo de gratitud le embargaba hasta la felicidad, huía hacia su hotel, se encerraba en su habitación y encendía el televisor.  Normalmente, una sesión de un par de horas era suficiente para actuar de repulsivo; así, recobraba su desprecio por el género humano, y al día siguiente, volvía a pasear por la playa dispuesto a enarenar glándulas mamarias pringosas, encelar machos adiposos y patear con disimulo crías humanas.

Tras quince días de tan inocentes entretenimientos, volvía a la oficina, donde sus compañeros le tenían en gran estima por su carácter plácido y hombría de bien. Tulio, que era allí un modelo de convivencia, siempre pasó por hombre cabal y él se sentía feliz.