viernes, 10 de febrero de 2023

Las cosas de comer.-



Por culpa de la escasa adaptación mía a la posmodernidad, en eso de las cosas de comer ando bastante perdido, es la verdad. Este jubilata, por razón de su edad provecta y su consiguiente, aunque lenta, oxidación neuronal, ha renunciado a comprender, y no digamos a practicar, tantas tendencias en lo referente a la ecología y sus aledaños. 

Eso sí, aún soy capaz de estar al corriente de las noticias que se publican sobre esa compleja relación que la posmodernidad tiene con el mundo que nos sustenta y que el Antropoceno va fagocitando no por inconsciencia o egoísmo, sino por la mera supervivencia de la especie humana.

A nosotros los jubilatas, acostumbrados desde los tiempos de la cartilla de racionamiento de nuestra primera infancia a comer lo que nos ponen en el plato, se nos hace cuesta arriba comprender si lo que está en el puchero se ha criado con respeto al entorno o es consecuencia de una explotación abusiva de los recursos del planeta. De resultas, la cucharada que uno se lleva a la boca presupone previas y sesudas dilucidaciones respecto a la elaboración del alimento que uno va a ingerir, no sea que no se ajuste a las teorías canónicas más en boga y estemos contribuyendo a la auto destrucción del género humano.

También es verdad que uno está muy concienciado con eso de la huella de carbono. Sin ir más lejos, el otro día teníamos de postre uvas (¡Uvas en febrero!) y las comí con un enorme cargo de conciencia, ya que procedían del Perú. Imagínese el improbable lector la cantidad de fuel – toneladas – que quemó el barco que las trajo. Y no digo si hablamos de las piñas de Costa Rica o de los kiwis de Nueva Zelanda, o de las naranjas de Suráfrica.

A punto estuve de profesar la fe de los climarianos cuando fui consciente de las emisiones de gases de efecto invernadero del puñetero barco que había traído las uvas a mi mesa. También es verdad que a ello me movió la comodidad. Porque, reconozcámoslo, ser climariano es menos complicado que ser regenívoro, que ha de expertizar qué empresas trabajan en favor del medio ambiente cada vez que va al súper.

Aunque sí podría adscribirme, en principio, al gremio de los reducetarios. Y eso – seamos sinceros – no porque reducir la cantidad de carne, pescado, lácteos, huevos en la dieta se deba al objeto de proteger el medio ambiente y evitar sufrimiento a los animales. Más bien es cosa propia de la edad. Uno come menos porque quema menos energías y así tiene las digestiones más ligeras. Así que, seamos sinceros una vez más: no es por amor al planeta o a la variada pécora que nos sirve de sustento. Es por prudencia.

Porque, si el jubilata hace una auto reflexión, debe aceptar que, en cuestión de ingesta alimenticia, sigue estando donde le pusieron cuando lo educaron para apañárselas en la vida. Es decir, si uno observa el plato de cada día, debe aceptar que sigue siendo omnívoro, como lo fueron los homínidos que se alimentaban de caza, de carroñas, de bayas, de moluscos y cualquier cosa que se llevasen a la boca y fueran capaces de digerir. Solo que un servidor ha pasado por el tamiz de la civilización y ya no deglute cualquier cosa. Pero sigo siendo carnívoro, carpófago, piscívoro, leguminívoro o comedor de legumbres, aunque no “leguminivora”, que es un género de polilla, según leo.

Que un servidor recuerde, según la ingesta habitual de cada hijo de vecino, se ha venido clasificando a la especie humana, según sus apetitos de subsistencia, en omnívoros, carnívoros, vegetarianos y veganos. Pero, según parece – lo leí en La Vanguardia –, eso es tratar el asunto con puntada gorda, porque olvidamos las distintas corrientes y sensibilidades en eso de la deglución de alimentos, tales como climarianos, reducetarianos, regeníveros, sustentatarios, planetarios, flexitarianos. Y eso mientras no surjan nuevas tendencias aún más estrictas o perfiladas con más sutileza conservacionista.

Y mientras leía cosas de tan difícil discernimiento en La Vanguardia, ya digo, y carente de una sensibilidad posmoderna que me permitiera adaptarme al medio tan cambiante, me dio por pensar en una anécdota de mi juventud que no tiene nada que ver, o casi:

Vine a acordarme de cuando estudié Filosofía y Letras en la Complutense en los años del Rey que Rabió. En aquellos años, unas excavaciones arqueológicas habían sacado a la luz unos depósitos de restos orgánicos peculiares que los expertos dieron en llamar, provisionalmente, cultura osteo-odonto-queróntica, o puede que cultura odonto-osteo-queróntica, que ya no me acuerdo. Eran restos de homínidos junto a restos varios de animales, dientes y cuernos. Rápidamente se elaboró la teoría de ser un refugio de bípedos humanoides que almacenaban alimentos.

Los sufridos alumnos tuvimos que aprendernos la existencia de esa nueva cultura prehistórica, sus características, y las brillantes teorías que se montaron al respecto por los gurús de la arqueología, junto con las culturas líticas acreditadas: achelense, auriñaciense, solutrense, magdaleniense… y, encima, podía caer en el examen final. Años después, por puro casual, leí sobre la tal cultura osteo-odonto-queróntica, o bien odonto-osteo-queróntica, que ya digo no recuerdo bien. Quedó demostrado que aquellos abrigos eran, en realidad, depósito de carroñas que almacenaban allí las hienas, siendo los restos de homínidos parte de la despensa. Aquellos bípedos antecesores nuestros no hacían reserva de alimentos, sino que eran parte de la dieta de las hienas.

Otro día contaré el caso de un compañero de curso, quien aseguraba que aquella teoría era un “bluf” y se las tuvo tiesas con la profesora por obligarnos a estudiar teorías sin contrastación científica. El muchacho, que, por cierto, estaba muy cabreado con aquellos engorros arqueológicos, tenía toda la razón del mundo, como el tiempo demostró.

Pues eso, que no hay relación de la despensa prehistórica de las hienas con las mil sensibilidades que esta sociedad está desarrollando respecto a la forma como la humanidad se está alimentando, a fuerza de explotar los recursos del planeta.

Ahora bien: como las hienas prehistóricas, no hacemos ascos a nada. Aunque lo disfracemos de nuevas tendencias.