miércoles, 28 de mayo de 2014

Música carraspeada.-


Al contrario que el doble oximoron de fray Juan de la Cruz, música callada, soledad sonora, quienes tenemos alguna afición a los conciertos en el Auditorio Nacional estamos habituados, ya desde los lejanos tiempos del Teatro Real (cuando éste era sala de conciertos), a los carraspeos, las toses y los gargarismos del público en los entreactos.

Por alguna razón que este jubilata nunca ha podido desentrañar, los melómanos madrileños tienen la costumbre de carraspear y toser durante esos pequeños espacios de tiempo que la orquesta se toma entre movimiento y movimiento. Póngase el improbable lector en situación e imagine que asiste a un concierto y está escuchando –como nosotros este domingo pasado– la séptima sinfonía de Beethoven, la que llaman “romántica” o “apoteosis de la danza” y que el autor consideraba como una de sus mejores obras.

Su primer movimiento acaba con un Vivace, música alegre y con un ritmo danzable, que dará paso a un Allegretto del segundo movimiento, un poco más pausado, con un obstinato que lo hace tan agradable al oído como para que el día de su estreno, en 1813, el público pidiera un bis, de forma que este segundo movimiento hubo de repetirse íntegro.

Pues eso, imagínese que aún conserva el ritmo de los últimos compases del primer movimiento con sus aires de danza en los oídos, cuando, en los instantes que transcurren antes de iniciarse el segundo, la sala se convierte en un oleaje desacompasado de toses y carraspeos que sacan a la luz todas las telarañas que el respetable tiene agarradas al gañote. Y que ese mar tenebroso de gargarismos se encrespa entre el segundo y el tercer movimientos, y entre éste y el cuarto. Don Ludwig, con toda su sordera, se hubiese agarrado un globo de muchos bemoles.

Pero aquí, en los Madriles, es moneda corriente. El público siente una necesidad imperiosa de aportar su ración de ruidos guturales aprovechando el respiro que se toma la orquesta. Y no es que sea un público despegado, que ni mucho menos. Es agradecido y aplaude generosamente la labor de director, solistas y maestros músicos en general, en cuanto se le da la mínima ocasión.  Un servidor ha podido asistir, emocionado, a la ovación que el respetable le dedicó a la pianista  Alice Sara Ott tras el concierto para piano nº 1 de Liszt, hace unas semanas. Pero eso sí, las carrasperas no hay quien se las quite.

Y otra de las particularidades de esta sala de concierto son las pelusas. Por razones de la más pedestre economía (la pensión no da para gollerías), solemos ir a silla de coro que son las localidades más baratas. A veces, nuestros asientos están justo un poco por encima de los timbales, o junto a la sección de metales. El brío con el que atacan sus solfas estos instrumentos produce vibraciones acústicas que rebotan contra el lampadario que está sobre la orquesta.

El melómano, que sigue las evoluciones del director gobernando la orquesta, de repente ve que se desprende de una lámpara una madeja de pelusillas como una mínima nubecita color gris rata. Ésta parece mantenerse en suspenso durante breves segundos, iniciar una suave caída, quedarse un momento flotando en el aire, como dudando si seguir cayendo o fluctuar indefinidamente en el éter, reiniciar el descenso, fiel a la ley gravitacional universal, para terminar posándose suavemente sobre la hombrera de un trombón de varas (del ejecutante, entiéndase); eso cuando no viene a hundirse en el cóncavo sumidero de la bocina de la tuba, como vi en una ocasión. No hay emoción estética que resista a las evoluciones de las pelusas en suspensión, de verdad lo digo.

Pero que el lector no se tome a mala parte lo dicho, este jubilata, con carraspas y pelusas flotantes y todo, prefiere su modesta silla de coro a una tribuna en el Bernabeu o a un asiento de barrera en las Ventas. También confiesa que, aprovechando la marejada, ha soltado alguna tosecilla que otra escudado en el anonimato, y que las evoluciones de las pelusillas en suspensión le producen la sensación de ser ángeles caídos que vienen a morir mansamente entre  vibraciones de las ondas sonoras.


Este jubilata es un esteta de baja intensidad. Peores defectos tienen otros, ¿no?

miércoles, 21 de mayo de 2014

Tu amigo el Banco.-


Aun a riesgo de desvelar los entresijos financieros domésticos, este jubilata ha decidido poner en conocimiento del improbable lector esta carta, dirigida al Banco de España a propósito de una cuenta corriente que no le permiten cancelar:

"Señores,
Soy titular, junto con mi esposa, de la cuenta corriente IBAN: xxx xxx, abierta en el Banco de Sabadell CAM, c/ José del Hierro, 66, 28027 Madrid.
Desde hace tiempo esta cuenta no está operativa, por lo que decidimos cancelarla, razón por la cual me he presentado en la sucursal 5523, donde está abierta, con intención de darla de baja.
Me informa el empleado que, al estar asociada a un producto financiero (Bonos Subordinados de la CAM), no puede cancelarse sin cancelar previamente dichos bonos. Todo lo más que consiente el banco es dejar de cargarnos los 12 € trimestrales con los que penalizaba el mantenimiento de la cuenta al no tener movimientos.
Como Vds. saben sobradamente, una gestión fraudulenta de la CAM por parte de sus responsables la llevó a la ruina, haciendo que a algunos miles de ahorradores nos estafasen distintas cantidades de dinero: en nuestro caso, 5.000€, volatilizados gracias a los juegos de manos de quienes debían administrarlos lealmente y solo pensaron en su propio provecho.
La cuestión que planteo es la siguiente: Si hemos sido objeto de un fraude que el llamado rescate bancario ha sancionado, ¿qué objeto tiene obligarnos a mantener una cuenta inactiva, asociada a un producto financiero de valor 0€ e irrecuperable?
Según entiendo, se debe a una norma dictada por ese Banco de España, que tiene todo su sentido en cuanto que cada inversión ha de asociarse a una cuenta con la que operar; pero cuando la inversión ha perdido todo su valor monetario y también la posibilidad de revalorizarse en el futuro, mantener abierta una cuenta inoperante roza el absurdo. Vincular una cuenta en letargo a unos bonos subordinados periclitados es, si se me permite el símil, como encadenar a la viuda a la tumba del marido difunto: el uno no resucitará y la otra languidecerá entre fuegos fatuos.
Como ciudadano afectado por un absurdo normativo (si es cierto que la norma obliga a su cumplimiento, con independencia de su efectividad), permítanme sugerirles que aquélla se actualice, de forma que las cuentas corrientes se desvinculen de aquellas inversiones fallidas y nunca negociables por su carencia de valor en el presente y en un futuro previsible.
Ya que los bonos subordinados de la CAM murieron de muerte alevosa, al menos, permítanme que la cuenta corriente asociada muera de muerte natural.
Atentamente,"

jueves, 15 de mayo de 2014

Campaña electoral con estrambote.-

Con independencia del interés que pueda tener en ello, supongo enterado al improbable lector de que estamos en plena campaña electoral para el Parlamento Europeo. Esta campaña, como cualquier otra cada vez que hay elecciones, es previsible en sus términos y varía poco en sus presupuestos ideológicos y en las técnicas empleadas para convencer al ciudadano.

El Partido en el Poder (PP) y el Partido en la Oposición (PsOe), mayoritarios, se caracterizan por seguir, en la política nacional, con mayor o menor fidelidad los dictados de la Troica y someterse, con mayor o menor gana, a la ideología dominante: el neoliberalismo. Eso mismo es lo que harán en el nuevo Parlamento Europeo, digan lo que digan durante la campaña. Lo cual queda aquí dicho un poco toscamente, como pensado por un jubilata incapacitado para más finos análisis políticos, pero propietario de una papeleta que se disputan ambos. De momento, del resto de los partidos no hablamos, aunque también ellos se pelean por las migajas de la papela, y con mayores probabilidades en lo que a un servidor respecta.

Lo que llama la atención de este jubilata, y no debiera por ya sabido, es que los primeros espadas del PP tienen un discurso, no por manido, menos eficaz: lo estamos haciendo bien, os estamos sacando de la crisis y la culpa de lo ocurrido estos años pasados es de Zapatero. Si sus discursos los pudiéramos poner en verso, por ejemplo en endecasílabos como si fueran un soneto, todos ellos terminarían con el estrambote “Por culpa de la herencia recibida”.

¿Se imagina el improbable lector a Arias Cañete discurseando en endecasílabos? Un servidor, sí. Hasta tal punto este servidor le ha perdido el respeto que, cada vez que lo sacan por la tele echando sus discursos, por sacudirme el tedio me lo imagino perorando en versos de arte mayor, o en coplas de pie quebrado o, si aburre mucho, en tetrástrofo monorrimo sin cesura, pero siempre, siempre espero oír al final el estrambote de “Por culpa de la herencia recibida”;  entiéndase: Zapatero tuvo la culpa. Una especie de mantra que, repetido hasta la saciedad, va perforando la meninge del votante desavisado.

Y cuando digo la falta de respeto, no me refiero al señor Cañete como persona, que no me cae mal con ese corpachón de tragaldabas buenote que tiene. Lo que pasa es que un servidor, más que como a político agudo, lo ve como con aspecto de canónigo beneficiado, de esos de barragana y jícara de chocolate. Sus salmodias de coro, en lugar de terminar con amenes, terminan con el estrambote de “Por culpa de la herencia recibida”, lo que resulta bastante monótono. 

Esa coletilla que remata y pende de cada discurso, por extraña asociación de ideas, me recuerda al estrambótico – éste sí – Antonio Ozores, quien terminaba sus incomprensibles peroratas con un “No hija, no”. Así, cada vez que la candidata socialista, Elena Valenciano, hace un mitin político acusando al PP de empobrecer a los ciudadanos, el señor Cañete debería estar al quite para retrucarle con la convicción de quien está en posesión de la verdad: "No hija, no. Es culpa de la herencia recibida". Cocido en su propio jugo

Como quiera que sea, la campaña pasará, las promesas se esfumarán y la gente se olvidará de los discursos y sus estrambotes. Solo algunos recordaremos el que Cervantes añadió al soneto que dedicó al túmulo de Felipe II:

Y luego, incontinente,
Caló el chapeo, requirió la espada,
Miró al soslayo, fuese, y no hubo nada.

A partir del día 25 de mayo, nada habrá de la campaña política, sus promesas y estrambotes.

miércoles, 7 de mayo de 2014

Los Humbert y la delincuencia legal.-


Antes que el improbable lector me acuse de plagiario, lo confieso: Los Humbert es el título de un artículo que Pío Baroja publicó en El Tablado de Arlequín, editado por Rafael Caro-Ragio. La fecha de edición no consta, pero el prólogo lo fecha el autor en 1903. El libro lo acabo de comprar en la feria del Libro Antiguo y de Ocasión que estos días se celebra en la capital del reino de Hispanistán.

Si lo saco a colación es porque me ha sorprendido su actualidad. Tanto que me parece estar viviendo en una máquina del tiempo manejada por ineptos que la han averiado para que sigamos como a primeros del siglo XX. Lo que dice Baroja de aquel entonces y lo que vemos ahora vienen a demostrar que el artilugio de nuestra sociedad se oxidó hace más de un siglo y sigue produciendo los mismos despropósitos.

Los Humbert debió ser una familia de ladrones de guante blanco que estafaba a los ricos, se gastaba el dinero - tan honradamente adquirido al robar a ladrones - en obras de arte y en vivir en hoteles de lujo. Don Pío, mi atrabiliario preferido, dice lo siguiente:


“Los Humbert han sido presos. El gobernador, los agentes de policía que hicieron la detención, el embajador de Francia, una porción de señores más, están de enhorabuena.
“Con ellos se regocija el público entero. El comerciante que nos vende bacalo podrido y nos envenena con sus géneros averiados, está que no cabe de satisfacción en el pellejo; el usurero que presta al sesenta por ciento al mes, explica a sus hijos en el seno de la familia lo que es un estafador; el capitalista que expulsa y embarga al inquilino porque no le ha pagado una mensualidad de tres duros, se felicita por el éxito de la policía española.
“No discuto el éxito. Quizá a alguno le asombraría que una familia cuyas señas se habían enviado por la Prefectura de París a Madrid y que vivía en un hotel, no haya sido notada por nuestros agentes de vigilancia en seis mese que vivió entre nosotros; yo no me asombro de esto ni de nada.
"Lo único que sé es que hay gente que ha cometido tantas estafas como los Humbert y que nadie los persigue; es que hay personas que han hecho no sólo estafas, sino grandes infamias, y que viven tranquilamente, respetadas por todo el mundo.
“Será, quizá, romanticismo pueril; será la resultante del sentido anárquico español, que mira con simpatía al bandolero; pero yo, que no daría  la mano a muchos señores respetados que viven en Madrid, se la daría a los Humbert.
“Ellos tenían un sentido alto de la vida, un sentido digno de los hombres del Renacimiento; eran generosos, eran buenos, gustaban rodearse de obras de arte. Habían nacido para ser ricos, no lo fueron, y buscaron la forma de serlo. Desvalijaron a unos cuantos comerciantes sórdidos que trataban de sacar a su capital un interés crecido, y gastaron ese dinero en otras de arte.
“Hay una gran belleza en todo esto; hay más: hay un fondo de equidad, de moral.
“En esta vida triste que padecemos, ante esta sociedad de burgueses sin corazón, de gente mezquina, la infamia cometida extralegalmente es un crimen; la infamia legal es un negocio.
“Ese señor, que fundó una Sociedad minera o de banca, con la que arruinó a media provincia y se enriqueció él, ¿tenía sus libros en regla? ¿Sí? Pues era un negociante de talento. ¿No? Pues era un criminal.
“Haced infamias, pero hacedlas siempre dentro de la ley: no tendréis obstáculo en vuestro paso. La ley actualmente no es, como decía Montesquieu, una tela de araña en donde se enredan las moscas y que deja pasar los moscardones; la ley es la defensa de los fuertes, de los hábiles, de los egoístas. La ley es la que protege al ministro de Hacienda X para hacer un negocio de millones de francos; la ley es la que protege al casero para expulsar al pobre; la ley es la que permite al hombre explotar al hombre; la ley es la que reprime al hambriento cuando pide de comer; la ley es la que castiga al vago por el delito de no tener donde trabajar.
“La ley es inexorable, como los perros: no ladra más que al que va mal vestido.
“Han preso a los Humbert. Yo lo siento, lo siento por ellos, primeramente; lo siento también por los miserables que se estarán ya relamiendo de gusto.”

En estos tiempos que corren, don Pío no hubiera cambiado el sentido de su crítica ni en una jota. Será porque la máquina del tiempo de Hispanistán está gripada.