jueves, 26 de noviembre de 2015

Entre la mitología y la geometría.-



La iniciación musical de algunos aficionados ha sido muy de andar por casa, como es el caso de este jubilata, pero hay que hacerse cargo: eran tiempos aquellos en que andábamos escasos de todo. 

Recuerdo aquellos vinilos gordos sonando en el pick-up del colegio en el que escuchamos por primera vez Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, o el Aprendiz de Brujo, de Paul Dukas. Apenas aprendimos a diferenciar una corchea de una fusa contándoles los rabitos, o a distinguir un compás de compasillo con sus cuatro negras. Con ese bagaje nos echamos al mundo y, andando el tiempo, hasta terminamos aficionándonos a la música clásica y asistiendo con cierta regularidad a los conciertos, primero en el Teatro Real y luego en el Auditorio Nacional.

De Beethoven, Tchaikovski o Chopin (a lo máximo Debussy) no pasamos en los años de nuestra juventud, hasta que, cuando llevábamos un buen tramo andado de la vida, nos enteramos de que un tal Schömberg había inventado la música atonal y que la escala diatónica era una antigualla. También por aquellas fechas descubrimos a Mahler y no hubo más remedio que aceptar la dura realidad: el frère Jacques que, siendo escolares, cantábamos a dos voces en clase de francés era un carajo a la vela. La música ya no era cosa de violines haciendo trémolos, ni de cuatro exquisitos transidos de gozo estético; era asunto de una complejidad que imponía respeto. Y con esa sensación asistimos a los conciertos, con la sensación de que la música es un mundo proteico en el que puedes gozar de Cecilia Bartoli (de su voz, claro) mientras canta Misera abbandonata, de Salieri, o sobrecogerte con Kindertotenlieder de don Gustav…, o no entender un carajo de lo que la orquesta se trae entre manos.

Cuando don Arnoldo se empeñó en que no existían jerarquías tonales y nos privó del placer de anticipar el final de una melodía con unos compases de antelación; cuando John Cage decidió que se podía componer un 4.33 llenándolo de silencios inexistentes, entonces perdimos definitivamente la inocencia del paraíso terrenal y ya no nos hallamos; comimos el fruto del árbol de la ciencia, saboreamos el amargor de la libertad dodecafónica y nos volvimos descarriados en cuestiones de música. …Como en tantas otras cosas, por otra parte, lo cual no deja de ser un alivio: la ignorancia compartida es buena coartada para el ignorante.

Por eso, cuando este sábado pasado hemos oído el Concierto  para violín y orquesta (Concentric Paths) del inglés Thomas  Adès no hemos dudado que el sonido puede moverse en caminos  concéntricos, o que puede expresar (al menos intentarlo) la ordenación del mundo a partir de alguna forma de geometría musical. El problema es que nos exigen un esfuerzo de comprensión  intelectual donde solo pretendíamos gozar de un pequeño placer sonoro. 

Que el sonido musical se da en una relación matemática entre la longitud de la cuerda y su grosor, es algo que el viejo Pitágoras dejó dicho ya en el S. VI antes de nuestra Era. Pero de eso a los anillos, los senderos y las rondas por las que nos ha llevado el míster Adès con su concierto de caminos concéntricos hay una distancia considerable y está muy lejos de nuestra escasa educación musical, que llega poco más allá del vals de las flores de Tchaikovsky. Un poco pretencioso - hay que confesarlo - se sentía este jubilata cuando, tras la ejecución de Concentric Pahts, estuvo aplaudiendo a la violinista Leila Josefowicz como si fuese un entendido.

Un poco más cerca de nuestras entendederas sí estaban Las Oceánides (Aallottaret, en finlandés, según el programa), de Sibelius. Uno se siente más cómodo entre seres mitológicos griegos o romanos y agradece que la referencia musical sea el Mediterráneo y no los fríos mares del norte. Previa la interpretación de esta obrita  a las arduas geometrías musicales de Thomas Adès, este escuchante, que esto escribe, se dejó llevar por la imaginación y cayó en aquel episodio (lo cuenta Virgilio en su Eneida) de cuando Juno pide a Eolo que alborote los mares dando suelta a todos los vientos para anegar a Eneas y sus compañeros. Ella, a  cambio, le soborna con la carne fresca de sus ninfas: sunt mihi  bis septem praestati corpore Nymphae. De esas catorce ninfas de hermoso cuerpo le ofrece la más hermosa de todas, Deiopea: quarum quae forma pulcherrima, Deiopea.

Algún comentario graciosillo pensaba hacer, ya a toro pasado de la audición, sobre los muy acreditados sobornos de bragueta a los que recurren tanto la diosa Juno como los Gürteles de todo tipo y época, pero don Johan Julius Christian Sibelius no se lo merece (no ha dado ocasión para ello en sus Oceanides), ni tampoco el divino Publio Virgilio Maron. Es demasiado grandiosa la descripción que el poeta hace de la tormenta, como para ocuparse de esos achaques de entrepierna sin rozar la inconveniencia. Insequitur cumulo praeruptus aquae mons, algo así como: sobreviene una ingente montaña de agua con toda su mole...

También en esta sesión del domingo en el Auditorio Nacional hemos oído la sinfonía número 5 de Prokofiev, pero,  por no cansar más al improbable lector - forma discreta de decir que al escribiente se le acabó la verba -,  su comentario quedará para mejor ocasión.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Hábitos de indigencia.-

Tras los atentados de París, que tanto nos han sobrecogido, no está la Verónica para tafetanes. Pero, como la fuerza de una sociedad está en la normalidad con que sus individuos asumen la vida diaria, vivamos como tenemos por costumbre. Por eso, hoy tocaba colgar la entrada en la bitácora y aquí queda. Pese a todo fanatismo.


Cuando todos quieren tener lo mismo, en el mismo lugar y a la vez, el resultado es una cola de longitud directamente proporcional al afán de satisfacción de esa necesidad supuestamente acuciante, multiplicado por tantos individuos cuantos han decidido hacerse con el objeto de sus preferencias en el mismo día y lugar. Supongo que los sociólogos tienen un nombre para este fenómeno de consumo multitudinario a plazo fijo, compulsivo  y realizado a manera de manada disciplinada.

Este jubilata, que ya solo ejerce de ocioso paseante en la villa y corte y no tiene más ciencia que la curiosidad, aunque sí tiempo sobrado para elucubrar, ha estado macerando en sus meninges el asunto de las colas de consumo. Buscando una definición que le acomode, ha dado en llamarlo “hábitos de indigencia”, por darle un nombre que exprese la sensación de carencia de un objeto de consumo, apetecido por una muchedumbre en un momento dado, y no logrado más que tras largas horas de espera; o sea, como quien hacía la cola del pan en las épocas de hambruna de aquellos tiempos de maricastaña.

Aunque la comparación sea un poco traída por los pelos, este hábito de indigencia viene a ser - solo en apariencia - como volver a los gloriosos años del racionamiento, cuando la España franquista de los cuarenta caminaba con paso marcial por el Imperio hacia Dios entre páramos de carpanta crónica y adhesión inquebrantable a la cosa esa del Régimen. Solo que entonces (no habría que decirlo), era por necesidad y ahora (tampoco hay que insistir) por capricho.

Dirá el improbable lector que mis neuronas septuagenarias patinan, pero es que, como todo asunto, la cosa requiere su explicación y ¡Hombre!, todavía no he tenido tiempo de darla. No se dice aquí que la sociedad de consumo no ofrezca recursos hasta la saciedad y que cada cual no pueda gastar su pasta y su tiempo en lo que le pete; lo que aquí se dice es que, cuando la masa consumidora quiere mercarse los mismos bienes, en el mismo lugar y a la vez, el comportamiento es similar al de nuestros abuelos: te pones a la cola del racionamiento y aguantas resignado las horas que haga falta. Vamos, te comportas como un indigente rico en necesidades y pobre en satisfacciones.

La cosa viene al caso porque iba un servidor, la otra mañana, a hacer un mandado al centro de la ciudad cuando, en la Gran Vía, a la altura de la calle Mesonero Romanos, me tropecé con una cola de gente que recorría toda aquella calle, y doblaba por la del Carmen. ¿Cientos de personas esperando comprar un objeto de primera necesidad que falte habitualmente en las tiendas? No. Esperaban para comprar el décimo de lotería de navidad en Doña Manolita.

Una asociación de ideas un tanto heterodoxa – los jubilatas no medimos bien las distancias – me hizo ver que la fe en la diosa Fortuna mueve multitudes confiadas en sus milagros de la misma forma que los devotos hacen cola ante el cristo de Medinaceli: unos y otros esperan remedios milagrosos que encaminen sus vidas. Solo que la Fortuna reparte la pedrea y hasta les tapa los agujeros de la economía doméstica a unos pocos, mientras que la imagen del Cristo proporciona tanto consuelo y resignación cuanto sus adeptos estén previamente dispuestos a encontrar. 

Cada dios reparte los dones a su manera y sus fieles no quedan defraudados. El uno es rico en promesas a cumplir en el otro mundo; la otra, reparte puñados de euros a ciegas, y a quien no, le concede consuelo con el consabido “Lo importante es tener salud”. Los fieles tampoco piden mucho más: un rato de ilusión; lo cual está al alcance de cualquier deidad a poco que se esfuerce.

Lo de practicar el hábito de indigencia tampoco es tan raro en nuestra sociedad de la superabundancia; es más bien un deporte de masas que proporciona mucho entretenimiento a sus practicantes. No hay más que recordar lo de la inauguración, hace pocos días, de esos nuevos almacenes de nombre Primak, también en la Gran Vía, a cuyas puertas se congregaron centenares y centenares de personas con el afán, según he leído, de comprar bragas y calcetines a euro la pieza. Lo que no sé bien es qué dios propiciaba la lluvia de dones que sus feligreses se llevaron en forma de bragas, calcetines y otros textiles de trapillo.

Un clásico nos diría que se trataba de la diosa Abundancia, derramando generosa sobre los fieles consumidores el contenido de su cornucopia, atiborrada de las susodichas bragas y calcetines, o, en su defecto, décimos con reintegro de Doña Manolita. Pero todos sabemos, porque así lo ha dicho Todorov, que Dios ha muerto y las utopías se han ido al carajo, con lo que ni las viejas deidades ni los viejos ideales no parece que estén en condiciones de atender a tanto indigente necesitado de a euro el par de calcetines o de premios de lotería.

Rebus sic stantibus, lo único que se le ocurre a este observador de lo evidente es que, finiquitados dioses y utopías, los destinos de esta sociedad están en manos de una nueva serpiente del Paraíso, a quien hemos dado en llamar Obsolescencia. Ella ofrece la manzana apetecible que convierte a los ciudadanos responsables en consumidores compulsivos, a los artefactos tecnológicos – por muy sofisticados que ellos sean –  en chatarra a plazo fijo, al mundo en un gran vertedero, y a la sociedad en general en indigente de satisfacciones con fecha de caducidad.

De ahí que se formen esas enormes colas para comprar décimos de lotería, teléfonos de ultimísima generación, entrada a conciertos de Justin Bieber, bragas y calcetines, rebajas del Corte Inglés y otros miles de artilugios y caprichos imprescindibles, tan apetecidos como fungibles. 

Un día de estos voy a ponerme en la cola de algo, cuya posesión  inmediata sea tan indispensable para no sentirse un paria, que reúna centenas y centenas y más centenas de pacientes consumidores. Pertenecer al rebaño reconforta mucho, oiga. 

jueves, 5 de noviembre de 2015

El carné.-

La cosa más anodina que puede ocurrirle a uno, y que de hecho les ocurre a los humanos con la frecuencia inexorable que establece el calendario, es el cumplir años. Tratándose de un acontecer periódico, repetitivo hasta la saciedad, irrelevante por reiterado, y asumido con sentimiento de  fatalidad por algunos, con indiferencia por unos pocos, con resignación por la mayoría, nadie se explica, entre el círculo de amistades, conocidos, compañeros de trabajo y enemigos domésticos en general, la reacción tan desmesurada de NN*.

Hombre de familia, con un status social equiparable al de millones de ciudadanos anónimos, habituado a un trabajo sin relevancia y sin más expectativas que una jubilación mediocre, no era consciente del paso del tiempo porque las autoridades se lo habían cosificado en su carné de identidad. Aquella tarjeta rectangular, de 78x47 mm, llevaba aprisionada entre las dos láminas plastificadas la identidad legal de NN*, con un número de serie que acredita su pertenencia a uno de esos países civilizados, donde, en cuanto nace un ser bípedo dotado de racionalidad – que, como en el ejército el valor, se le supone – se le marca para mejor controlarlo a lo largo de su anónima existencia.

Periódicamente, por quinquenios cumplidos, dicha tarjeta es renovada por la burocracia policial que adhiere a la cartulina la fotografía actualizada del ciudadano, sorprendido en un gesto de perplejidad idiota por el foco desaforado del fotomatón, y deja irremediable constancia de ese pasmo facial que tan íntimamente odiamos.

NN*, escrupuloso cumplidor de  las leyes, se había sometido, con la periodicidad establecida por la autoridad, al cambio de documento, y con él, al cambio de gestos de idiotizado asombro congelado hasta la próxima renovación. Y tales eran su disciplina de fiel ciudadano y la ausencia de cualquier alteración de su transcurso vital, que sólo el final de cada ciclo quinquenal suponía una percepción del transcurso del tiempo.

Imperceptiblemente, la cada vez renovada fotografía del documento de identidad le mostraba el rostro de un tipo - él - que envejecía a saltos de cinco años: unas canas más sobre los huesos temporales, un progreso alopécico  que erosionaba su bosque capilar sobre el frontal, una coronilla frailuna en progresivo y geométrico crecimiento sobre el occipital...

También el rostro mostraba, quinquenio tras quinquenio, las huellas de estos saltos temporales: ojos antaño vivos de curiosidad, aunque siempre perplejos a causa del flash traicionero, cada vez más apagados; arrugas progresivamente más marcadas en torno a ellos; facciones cuya  flaccidez, congelada en la foto de rigor, era una prueba a mínima escala de la atracción gravitacional que el planeta ejerce sobre todo tipo de objetos depositados sobre su superficie. Y así, un sinnúmero de pequeños detalles faciales.

Instalado en el confortable estancamiento del tiempo que el carné le proporcionaba, alterado únicamente por los periódicos sobresaltos correspondientes a los fogonazos del fotomatón que le retrataba las facciones del alma, su vida se detenía entre visita y visita a las oficinas del DNI, de forma que se habituó a cumplir años cada lustro, con absoluto olvido de los cumpleaños anuales.

Quizás por eso, por haberse olvidado de cumplir años como todo el mundo – apreciación en la que coincidieron amigos y enemigos –, el súbito descubrimiento de hallarse en posesión, o más bien, poseído irremediablemente por 50 aniversarios brutal y multitudinariamente presentes, le  trastorno el juicio – según sus amigos –, o acabó por desjuiciarle el poco que le quedaba –según sus más entrañables enemigos–. Y comenzó a comportarse de forma extraña.

El primer síntoma derivado de la  indigesta y subitánea conciencia de anualidades acumuladas fue una insospechada tendencia a la filosofía de mesa camilla, en la que la observación de sus más íntimos entresijos vitales producía un torrente de imparables ¿porqués? enmarañados y de confuso desentrañamiento, para los que ni el propio Jean Paul Sartre hubiese encontrado respuesta razonable.

Descubrió que la existencia se movía entre lo inmanente y lo trascendente, lo cual fue ocasión para largas conferencias en el tresillo del domicilio conyugal. De tal forma, que su santa esposa terminó hecha un lío tratando de discernir entre la inmanencia de las tareas domésticas, actividades que muestran lo contingente y efímero de los actos humanos, y la trascendencia del ser humano en cuanto poseedor de aspiraciones universales.

Por no cansar al lector: harta de las frecuentes jaquecas que tales disquisiciones le producían y de un sentimiento de inferioridad que su marido le inculcaba con sus filosóficas peroratas, la santa, en un insospechado arranque de auto estima, se fugó con un novio de juventud.

Los amigos terminaron por rehuirle cuando se lo encontraban por la calle, temerosos de las elucubraciones que propiciaba un simple: Hombre, fulano ¡qué tal!  Pues semejante fórmula de cortesía, intrascendente y dicha sin mayores intenciones, era ocasión para un discurso de media hora sobre la inanidad y sin sentido de su vida, en particular, y de la de la especie humana en general.

Todavía recuerdo aquel aciago día en que me encontré a NN* por la calle, y un simple ¡Cómo estás! fue suficiente para llegar con dos horas de retraso a la Agencia Tributaria, perder la cita con el Inspector de Hacienda y verme obligado a pagar un multazo de órdago por una declaración en la que había ocultado unos euretes que me hacían falta para la entrada del coche…

Pero como el improbable lector estará ya aburrido de que le cuenten una vida sin horizontes y, seguro, seguro, tiene mejores cosas que hacer, el resto de la historia va a la papelera de reciclaje y un servidor va a ver si desentraña eso que dice  Walter Benjamin sobre el “esteticismo político”. Eso donde dice que el poder político organiza, o fomenta, celebraciones deportivas, grandes asambleas y desfiles festivos, procurando que las masas se expresen, se vean la cara y se sientan protagonistas de su destino, sin que ello implique un cambio real en las condiciones materiales de vida de éstas. 

O sea, la vida misma, tal como la estamos viviendo en los últimos avatares políticos en los que hay quien prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león porque patria y pasta casan bien.