jueves, 25 de abril de 2024

El tiempo en las manillas de un reloj. -


El improbable lector no lo sabe, ni tiene porqué, de esa pequeña manía que este jubilata tiene por coleccionar relojes de bolsillo. De esos de dar cuerda cada mañana y oír el rrriiisss-rrriiisss al girar la corona. Es un pequeño placer, cada mañana, cargar la cuerda como quien da vida al tiempo por veinticuatro horas más. Uno se convierte así en una especie de demiurgo que, con un pequeño giro entre el pulgar y el índice, hace que el tiempo no se detenga por falta de un cronómetro que lo mida.

Es lo que tienen esos artilugios mecánicos, que miden el paso de las horas e invitan a filosofar sobre el transcurso del tiempo. Según lecturas antiguas que uno recuerda borrosamente – si me equivoco, disculpe el paciente lector –, fue San Agustín quien dio un giro a la percepción del tiempo, desde el sentido cíclico que le daban los griegos con ese eterno retorno de lo mismo, hasta el sentido lineal y de progreso que se le da en nuestra cultura clásica-cristiana. Según el obispo de Hipona, el tiempo tiene una proyección histórica lineal ascendente hacia el Creador y no se enrosca en un giro sobre sí mismo sin solución de continuidad.

A lo mejor, por eso hemos pasado de la clepsidra griega al Roskopf que llevaban nuestros abuelos en el bolsillo del chaleco. A lo mejor por eso convertimos el giro circular de las manillas en un tiempo lineal que se proyecta hacia el futuro. O a lo mejor es que en mi interior existe un daimon socrático con conciencia del tiempo que transcurre, el cual me empuja a coleccionar máquinas que lo miden.

Sea como fuere, me gustaría contarle al paciente lector – si es que ha llegado hasta aquí – que, entre los relojes de mi colección, conservo tres que nacieron de la industria relojera rusa, y a los que tengo un enorme aprecio.


El primero lo compré en agosto de 1992, cerca de la abadía benedictina de Tihanyi, junto al lago Balatón, en Hungría. Fue un verano que la santa y un servidor fuimos a conocer el país por eso del exotismo ex-URSS. Habíamos ido en años anteriores a visitar algunas de aquellas repúblicas socialistas y ahora teníamos curiosidad por ver cómo habían quedado tras el divorcio con la Madre Rusia.

Ahorro al lector las impresiones que recogí en mi diario de viaje sobre el lago Balatón y de aquella experiencia viajera porque sería salir de asunto que quiero tratar. Sólo transcribo las que se refieren a este bonito reloj que compré en un mercadillo por 1.000 pesetas: “Tenía ganas y el capricho de hacerme con un reloj ruso, que por aquí los venden junto con insignias y objetos del ejército ruso. Éste que yo he comprado tiene un aspecto fantástico, parece de plata repujada. En la tapa está representada el águila bicéfala de los Romanov, que sujeta en sus garras el cetro y la bola del mundo. En su tapa posterior está representado un San Jorge a caballo, alanceando un dragón. No sé de dónde han podido sacar semejante pieza; no es, desde luego, del ejército ruso con esos símbolos…”


El segundo reloj, éste sí con credencial soviética de los soviets de toda la vida, lo compré en 2005 en Vilnius, la capital de Lituania. Caminábamos por una calle céntrica, de nombre Pilies (según mis notas). Bajo unos soportales, un mercadillo para turistas y curiosos en general y, en el suelo, sobre un tapete, un reloj gordo, de aspecto poco agraciado y sin concesiones a la estética de gusto burgués. Estaba sin estrenar, dentro de su pequeño estuche de cartón y con el certificado ruso de ser una pieza salida de su industria relojera. 22 euros pagué por él.


Cuando, por la noche lo pongo sobre mi mesilla, tengo que colocarlo encima de un pañuelo moquero para amortiguar el tic-tac de su maquinaria que parece funcionar con la eficacia de aquellos tanques T-34 a los que tanto temía el ejército alemán durante su ocupación de las tierras rusas. Tiene, en su tapa posterior un repujado que representa dos lobos siberianos. Y si no son siberianos, a mí me hace ilusión que lo sean porque le añaden el exotismo de la tundra.

Y el tercer ejemplar tiene una procedencia más exótica, si cabe. Me lo trajo mi primica Marijose en 2012 del Uzbekistán – para consolarme –, de un viaje que organizó el grupo navarro de Estella y al que yo decidí no ir porque la mi santa no gozaba de buena salud por culpa de unas arritmias.


Este reloj, de por sí poco agraciado, tiene pegado en su tapa superior un rublo de plata que conmemora el centenario del nacimiento de Lenin (1870-1970) y en el interior, en su esfera, una pegatina que representa a Stalin vestido con uniforme de Mariscal.

10 euros pagó por él en un tenderete y, de regalo, el fulano le dio un par de insignias del ejército ruso que aún andan por casa. No sé si lo compró en Bursa o en Samarkanda. Es un viaje que yo hubiera hecho con gusto por ver Samarkanda, ciudad que tiene un valor histórico poco conocido en lo que se refiere a la fabricación de papel.

Papel hecho a mano de Samarkanda.

Según una profe que tuve en la escuela de artes aplicadas, sección restauración de documentos gráficos, Samarkanda fue el punto de encuentro, o más bien encontronazo, entre la cultura china y la islámica. Cuando el Islán, en su expansión por Asia, llegó a aquella ciudad, arrancaron a los chinos el secreto de fabricación del papel hecho a mano.  Este nuevo arte se extendió hacia Egipto y, siguiendo el norte de África, saltó a Italia a través de Sicilia, y a España por el Levante. 

De aquellos viejos molinos papeleros queda en Capellades un ejemplo vivo. Y en el valle de Lozoya, junto al monasterio del Paular, la finca de los Batanes, donde los cartujos fabricaron papel desde el siglo XV al XIX, que desapareció el molino papelero cuando la desamortización de bienes eclesiásticos de Mendizábal. La primera edición del Quijote, en 1605, se hizo sobre papel fabricado en los batanes del Paular y el único ejemplar conocido de la edición princeps se encuentra en la R.A.E. 

Pero este excurso papelero, traído al hilo de los recuerdos, tiene poco que ver con mis relojes soviéticos, así que no se hable más, no agotemos la paciencia del lector con estas retrospectivas de jubilata.

Eso sí, a lo mejor, en una próxima entrada hablo de mis otros relojes de cuerda, cada uno con su pequeña historia.

jueves, 28 de marzo de 2024

De la materia a la forma.-

 

El noventa por ciento del arte moderno es superchería”. Así de categórico empezó el profesor un curso que hice hace años en la UNED Senior, cuyo objeto era enseñar a los alumnos a conocer y comprender el arte. Nunca olvido esa afirmación rotunda cuando voy a una exposición. Hasta tal punto que se ha convertido en una fijación mía. Ya se sabe que los jubilatas tenemos endurecida la corteza cerebral por cosa de la edad. Por eso hay conceptos que quedan incrustados en algún pliegue de las circunvoluciones cerebrales y funcionan como prejuicios calcificados en nuestra mente. 

Por eso me resulta tan arduo visitar una exposición – cualquiera que ella sea – con la mirada clara. Siempre hay un resquemor de que te estén dando gato por liebre, de que eso que te cuelan como arte no sea más que comercio; que tiene valor artístico (y, por lo tanto, crematístico) porque un galerista lo dijo y un sesudo crítico de arte escribió una crítica halagadora. Y porque dos expertos lo dijeron, un ingenuo con pasta y una pared virgen donde colgarlo se sintió marchante experimentado y lo compró.


En cosas así pensaba ante un cuadro de Tàpies el otro día en el Reina Sofía. Me acerqué el lunes de semana santa pensando que, como el tiempo estaba desapacible y Madrid parecía vacío de su gente, apenas habría gente en el museo. Error, había larguíiisimas colas de turistas ansiosos por ver el Guernica. Y me acordé de lo que dicen que dijo Maruja Mallo cuando visitó la primera exposición de ARCO en 1988 y vio tanta gente: “Querida, ¿esto es afición o es ganado?”


Según parece, y al observador sí se lo parece, para Tàpies, pintar era como ejercer un oficio donde se hace el trabajo de buena fe. El artista es como todos los trabajadores que se esfuerzan por perfeccionar la materia. Ya digo, estaba ante una de sus composiciones de arpillera sobre las que incorpora texturas densas que con el tiempo se van degradando, aparecen desconchones, grafitos como de mano apresurada sobre una pared. Lo que los expertos llaman, creo, pintura matérica. El espectador tiene la impresión de encontrarse ante una tapia desconchada donde la huella del tiempo y el abandono van dejando su impronta al azar, sin un plan preconcebido. El autor convierte su propia intención artística en lo que el espectador creería que es una acumulación casual de materiales incongruentes.


Lo socorrido en estos casos es acudir a la cartela, a ver qué dice su título. Pero el pintor, en su honradez con el observador, le dice lo que éste está viendo: Gris con cinco perforaciones; Color terroso sobre fondo amarillento; Ocre-gris, y así… O sea: el título dice lo que ves, alude al color, al tamaño, al trazo interior. No hay que buscarle tres pies al gato ni ponerse exquisito ante unas hojas de periódico marcadas con un signo +++ en su lateral superior derecho, y enmarcadas por un junquillo encontrado entre los restos de una obra. Una hoja de papel de mala calidad, como es el papel de prensa, permanece durando a pesar de su fragilidad y una vez que cumplió su función de ser soporte de noticias o anuncios por palabras.


Creo que eso de sacar de su contexto un material tan vulgar como es un trozo de periódico viejo, o un cartón de embalar, y obligar al observador a encontrarle un sentido que trascienda esa materia, es algo que debió aprender de Marcel Duchamp. Resulta que las pinturas de Tàpies no “re-presentan” nada – según leo – porque entre el sujeto representado y el objeto que lo representa, no hay separación: la materia es la forma que aquélla adopta. Y como, a veces, los materiales de que está hecha son deleznables (pueden verse virutas debajo del plastón de pintura) y se deshacen con el paso del tiempo, resulta que la obra va cambiando por pérdida de sus componentes, pero permanece.

Lo cual, improbable y sufrido lector que estás leyendo estas elucubraciones de jubilata ocioso, es un desasosiego porque ¿por qué coños el espectador se pone a reflexionar sobre todo ello? A lo mejor porque el placer estético ante una obra hermosa, con su equilibrio y armonía, se nos queda ya corto de tanto visitar el Prado y nos damos un chute de realidad de tapial desconchado y pintarrajeado. Vaya usted a saber…   

 

lunes, 4 de marzo de 2024

Dudas sin método.-

Llevo estas últimas semanas consumido por graves dudas. Dudas sobre si dejar morir por inanición esta bitácora, viva ya desde el 16 de enero de 2009 y ya con 569 entradas.

De la misma forma que ahora tengo dudas respecto a si dar matarile por abandono a este sumidero de ocurrencias mías, las tuve entonces, al iniciar la aventura, no fuese a meterme en un charco en el que no sabía cómo chapotear por falta de experiencia en eso de las redes sociales. 

Pasé de la timidez y la duda iniciales a la gozosa autoestima de escribidor por libre (digamos “freelance”, ya que hoy emplearemos angliparla, sin que sirva de precedente) y a una euforia que no justificaba en absoluto el hecho de ser leído por algunos lectores incautos. 

Una vez que tomé carrerilla en eso de publicar ocurrencias porque siempre alguien las leía, no pasaba semana en que no inyectara en la blogosfera opiniones que nadie me pedía – pero que alguien leía, como ya he dicho: experiencias de viajes, marchas montañeras, visitas a museos, lecturas que, por interesarme a mí, daba por supuesto que interesarían a todo quisque, a menos que el ocasional leedor mío fuese de pocas luces neuronales. 

En fin, no sé si los psicólogos tendrán estudiado el perfil de los "influencers", los "youtubers", los pulsadores compulsivos del “I like – I don’t like”, la caterva de "woke" inquisitoriales que exigen el ostracismo a perpetuidad de quien abandona el rebaño del bienpensar ovejuno, los conspiranoicos de todo jaez, los terraplanistas irredentos, los negacionistas beligerantes de toda especie (con razón o sin ella), los embadurnadores con sopas de los cuadros famosos y, en general, todo espécimen humano que quiere sobresalir de la masa y atraer la atención de los media, siquiera lo que duren un par de telediarios.

Ya digo, no sé si habrá algún manual de psicología que explique todos estos comportamientos, pero sí sé que, dada la atonía y mediocridad vital de millones de poseedores de un móvil con conexión, siempre habrá alguna ameba humana dispuesta a destacar dentro de este barrizal exhibicionista en que se han convertido las redes sociales. Y un servidor debe de estar contaminado de ese tonto afán de notoriedad efímera, no tanto por tener "followers" de esos, como por reafirmar mi autoestima de jubilata con obsolescencia programada. 

Lo que me hace recordar – lo de la obsolescencia, digo – aquello que dijo de nosotros la señora Christine Lagarde, la baranda del B.C.E. (esto va en francogálico): "Les personnes âgées vivent trop longtemps et il y a un risque pour l’économie mondiale, il faut faire quelque chose, rapidement”. Que viene a decir que los viejos vivimos demasiado tiempo y somos un riesgo para la economía mundial, y que a ver qué coños hacemos con ellos.

O sea, en román paladino: lo que yo estoy dudando si hacer con esta bitácora: darnos matarile por pasiva, como hizo la Ayuso con miles de viejos de las residencias geriátricas cuando el pánico de la pandemia. 

Mira por dónde, no sólo emborronamos con nuestras ocurrencias la blogosfera esa, sino que la sobreabundancia de viejos pone en riesgo el delicado sistema económico mundial. 

Esa consideración sería suficiente para que, ya que nos empeñamos en morirnos tarde – y, por ende, ser un coste social inasumible –, al menos fuésemos discretos y no molestáramos con nuestras ocurrencias, lanzadas a los vientos internáuticos. Ya que somos depredadores de pensiones que sobrepasan los años de vida laboral por culpa de la longevidad, al menos, seamos discretos y no opinemos. Que no se note que existimos.

Pero este jubilata no está por la labor de la existencia silenciosa, al menos en las redes sociales y entre amigos, que es hasta donde me llega la voz. Y eso porque, que a causa de los años apilados desde que me nacieron en 1945, está uno expuesto a todos los vientos de la bobería humana del buenismo imperante, a todas las mezquindades de los intereses personales disfrazados de alta política (llámense Sánchez o Puigdemont), a todas las decolonizaciones ministeriales, de un impostado progresismo auto inculpatorio con arrepentimiento y compunción ante un pasado depredador. Y en particular, expuesto a esa desesperanza en el género humano que la edad provecta trae de serie. 

O sea que, de momento, esta bitácora sigue…

martes, 30 de enero de 2024

Descoloniza, que algo queda.-

 

Biblioteca de Móstar

Cuando la santa y yo éramos más jóvenes, solíamos ir a su pueblo en la Tierra de Campos leonesa, a casa de tía Caridad. Había un vecino, en la casa de al lado, con quien a veces charlaba yo algún rato. Minche se llamaba. Era agricultor de pocas luces, pero con alto autoconvencimiento de su valía personal. Y era gran discutidor por saberse siempre en posesión de conocimientos prácticos de la vida que a los que éramos de ciudad no se nos alcanzaban.  Porque ya se sabe que el “oficinista”, aparte lo suyo de despacho y cafelito a las once, de cómo funciona el crudo mundo real no se entera bien. Y allí estaba él, el bueno de Minche, en mitad de la calle Santiago, hablando con aplomo y cierto desdén a los que solía tacharnos de “madrileños”.

Por razones que ya he olvidado, aquel día el hombre sostenía, con su aplomo habitual, que haber pasado por la universidad (como era mi caso, y por eso me lanzaba puyas), no significaba ser inteligente – lo que es cierto –, ni tener grandes conocimientos –, lo que suele ocurrir con más frecuencia de lo que imaginamos –. Bien afianzado en estas dos certezas, me dijo en tono apodíctico: “Cuántos hay que son menistros y saben la metá menos que yo”.

Mira por dónde, el nuevo ministro de la cosa esa de la cultura colonial y en proceso descolonizante, me ha hecho recordar a Minche y su opinión sobre la valía intelectual de los “menistros”. Y no es que este jubilata ponga en duda el alto intelecto y cultura, aparte habilidad política, del actual ministro de la Cosa. Un servidor no tiene las convicciones tan arraigadas como el bueno de Minche.

Es más, listo del carajo sí debe ser el ministro Urtasun ese. Si no, difícilmente hubiera pasado de ser asesor de Raül Romeva, uno de los fautores de la República Catalana independiente, -provisionalmente en el limbo de los abortos políticos tras el primer vagido -, y al cabo del tiempo, llegar a ministro socialista de esta Expaña de Sánchez que asiste perpleja a los enjuagues políticos del susodicho para mantenerse en el poder. Aunque sea en equilibrio inestable, pero en el poder, siguiendo el mein kampf de su Manual de Supervivencia. Ya digo, hace falta tener un intelecto potente para transitar del suprematismo independentista hasta llegar a ministro descolonizador y justiciero indigenista sin mover una pestaña. La “filosofía” woke hace maravillas de adaptación al medio.

Aunque el señor Bauman ya nos habló de la inestabilidad ética de los individuos por necesidades de adaptación a una sociedad cambiante, por estas tierras de garbanzos ya sabíamos la sutil diferencia que hay de un “digo” a un “Diego”. Por eso, se puede ser supremacista un día y, al siguiente, descolonizador de obras de arte en beneficio de los pueblos colonizados y expoliados.

Ya se sabe, donde dije digo, digo Diego, y mañana será otro día y ya iremos adaptando nuestra moral provisional a las circunstancias que el medio aconseje.

Abierta la caja de los truenos, todos los pueblos oprimidos culturalmente tienen derecho a recuperar su identidad mediante la reclamación de las obras de arte expoliadas por el Estado represor. Lo que me hace recordar – cosa de mayores en los aledaños de cumplir los ochenta – a una compañera de trabajo, Bibi, cuando lo éramos en el Teatro Real. Ella, de jovencita, una vez terminada la guerra, había trabajado en el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, una institución franquista de recuperación de joyas y tesoros artísticos de familias adineradas que habían sido expoliadas por los republicanos. “Jura por Dios y por su honor reconocer como de su absoluta propiedad”, era la fórmula para entregar bajo palabra desde una cubertería de plata a un Velázquez a quienquiera que afirmase ser propiedad de su familia. Y ella recordaba a dos marquesas tirándose de los pelos, delante de los asombrados funcionarios, por un collar de perlas que afirmaban pertenecer al respectivo patrimonio familiar de cada una, expoliado por los rojos.

También recuerdo, de mi época de estudiante en la Complutense – cosa de la edad, que siempre le está dando a la moviola o feedback, que dicen ahora – que el profesor de Estética Filosófica nos invitó a los alumnos a su casa. Yo me negué a ir porque, por aquellas fechas, yo era muy rojo y no quería bailarle el agua a aquel reaccionario. Pues bien, mis compañeros me contaros que tenía pinturas de mucho valor, incluso un Goya, fruto de la desamortización franquista. Lo cual, si se mira con los ojos de la época, era una especie de justicia poética entregar a un catedrático de Estética bienes culturales que había incautado la horda marxista.

Todo lo cual viene al caso porque ponerse a descolonizar el patrimonio nacional en nombre del buenismo anticolonialista va a ser como desañudar el nudo gordiano de la propiedad de los objetos culturales, descontextualizándolos de los museos donde ahora se conservan. Eso sin entrar a desentrañar la oculta intención de expoliar el patrimonio nacional para vaciar de contenido uno de los sostenes del estado-nación, como es su identidad cultural. Táctica muy socorrida en caso de conflicto bélico. Recuérdese el bombardeo de la biblioteca de Móstar, o el incendio de Persépolis por Alejandro Magno. Solo que ahora se puede hacer con sutileza política, mientras el pueblo soberano se toma sus cervecitas y observa, casi sin darse cuenta, cómo se ceden competencias patrimonio del poder central para el trapicheo de votos.

Pero eso son aguas profundas por las que este jubilata no puede sumergirse a pulmón libre, pero piensa en ello mientras lee las cosas de la prensa. Y saca sus lecciones.

  

lunes, 1 de enero de 2024

Papá Noel se lo curra.-

 


No me gustaría dejar pasar estas felices navidades sin hacerle un pequeño homenaje a Papá Noel quien, gracias al lobby juguetero (o quien quiera que sea) ha logrado desbancar comercialmente a los Reyes Magos, de forma que es el primero en llegar a los hogares españoles e ilusionar a la chavalería con sus regalos puestos a los pies del abeto de plástico doméstico. Que baje por las chimeneas o escale fachadas, a pesar de su sobrepeso y su saco repleto de juguetes, es un milagro del marketing que soslaya esos pequeños detalles realistas en beneficio de la ilusión de la chavalería, que es lo que de verdad importa. Lo de la tarjeta de crédito de los papás, con la que se paga a crédito la alegría infantil, también lo soslayamos por ser de un realismo burdo que no viene al caso.

Recordando, como ya dije en la entrada anterior, esa afición que se le despertó a este jubilata por aguar las fiestas navideñas al respetable a lo largo de varios años, he rebuscado en el baúl informático donde guardo mis escritos inútiles, y he encontrado éste que ofrezco a la curiosidad del improbable lector.  Dice así:

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía aquel Papá Noel de guardia en los grandes almacenes.

Ahuecaba la voz, como sacándola del pozo de sus tripas y caminaba entre las estanterías. Su corpachón enorme, dentro de su traje rojo, se movía con torpeza de buey por la sección de juguetería.

 - ¡Ho-ho-hóóó! ¡Feliz Navidad! – repetía, con su voz de falso abuelo bonachón. Con su saco al hombro izquierdo, lleno de papeles arrugados para hacer bulto, y con una campanilla de regulares dimensiones en la mano derecha, iba y venía por los pasillos, a la caza de los niños que se extasiaban ante los juguetes.

Había suscrito un contrato en exclusiva con la asociación de jugueteros y la temporada navideña se prometía excelente. Para desbancar a los Reyes Magos había montado una campaña de marketing demoledora. Sus asesores de imagen le habían recomendado que destacase su condición de individuo caucásico nórdico, rubio encanecido, y defensor a ultranza de la cultura occidental. Frente a los Reyes Magos, de origen oriental y, por lo tanto, siempre sospechosos de tendencias islamistas, él garantizaba los valores tradicionales del capitalismo conservador y anglosajón.

 Con la confianza de que, en lo sucesivo, representaría en exclusiva los intereses del lobby juguetero, caminaba orondo por entre las estanterías de la sección de juguetes. De vez en cuando, se escondía en los retretes de la planta y se echaba un lingotazo de güisqui. Sacaba su petaca de un bolsillo secreto, detrás de sus barbas canosas, y se agasajaba con un chupito. El color rubicundo de sus mejillas y las chispitas de alegría alcohólica en los ojos, le daban, definitivamente, un aspecto de abuelo bondadoso y risueño que despertaba las sonrisas cómplices de las dependientas.

 Él, entre que andaba medio achispado y que a las dependientas les caía tan bien, de vez en cuando daba un achuchón a alguna de ellas. Aprovechaba que éstas se afanaban colocando juguetes o atendiendo las cajas registradoras; como al descuido las arrinconaba contra los mostradores e intentaba abrazarlas, haciendo como que había tropezado. Ellas, demasiado ocupadas en sus tareas, sonreían condescendientes y le daban un manotazo:

 - Aparta, abuelo, que ya se te ha pasado el arroz –, le decían, mientras corrían de un lado a otro para atender clientes.

 - ¡Ho-ho-hóóó! –, reía él con risa aguardentosa. Y, cuando veía algún niño incapaz de elegir entre veinte juguetes a la vez, se acercaba haciendo sonar su campanilla - ¡Tolón-talán!- y le daba unos caramelos.

Luego, para desesperación de los padres que acompañaban al pequeño, cogía a éste de la mano y se lo llevaba de estantería en estantería, incitándole a comprar cuantos juguetes señalaba con su compulsivo dedito ilusionado. Las vendedoras, que ya conocían sus tácticas, iban a pares detrás de él recogiendo las cajas con los juguetes y, ante la impotencia de los padres de la criatura, las llevaban a la caja registradora. Allí, entre sonrisas cariñosas de las cajeras y divertidos ho-ho-hos del Papá Noel, las tarjetas de crédito se iban exprimiendo ante la cara de terror de los papases y las mamases de los pequeños aprendices de consumidor.

Luego, moviendo su oronda humanidad, campanilleando y riendo por toda la planta, se perdía con discreción en los lavabos, donde celebraba sus éxitos comerciales libando de la petaca. Se apoyaba en el cartel de “prohibido fumar”, daba unas caladas apresuradas a un cigarrillo, se aireaba las barbas para que se fuera el olor a tabaco, y regresaba a la caza de niños compradores y papás embobados.

- ¡Feliz Navidad, Feliz Navidad! – gritaba con su voz de barítono trompa. Le daba con entusiasmo al campanillo -¡Tilín-tolón!- y empezaba a otear su próxima víctima. Definitivamente, aquellas navidades iba a vender hasta las estanterías. Sin la competencia de los Reyes Magos era pan comido. Además, sus clientes, los niños, eran una masa maleable y entusiasta, dispuesta a chantajear a sus progenitores con berridos y pataleos, a poco que les negaran sus caprichos. Él sólo tenía que acercarse a ellos de cuatro zancadas, como un ogro bonachón, abriendo la bocaza tragaldabas -¡¡Hóó-hóóó!!-, agitando la campanilla -¡Tilín-talán-tolón!- y plantarse delante con los brazos en jarras:

- ¿Qué le gustaría a esta niña, ehhh? – ponía cara pensativa y se rascaba la cabezota canosa mirando alrededor. -¡Huuumm!- decía como hablando consigo mismo. – A esta niña le gustaría..., le gustaría... ¡una barby esquiadora! –.

Lo normal es que la criatura tuviese en casa una docena larga de barbys, o de nancys, aparte de otras tantas muñecas que hacían pipí, decían papá-mamá, o les apretabas la barriguita y parían un bebé minúsculo. A lo mejor, la cría, lo que de verdad quería, era un fusil intergaláctico, como el de su hermanito. Pero Papá Noel era muy persuasivo y la niña ya no podía vivir sin su barby esquiadora y todos sus complementos deportivos.

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía complacido Papá Noel cuando el padre, cariacontecido, echaba mano a la cartera. Las cajeras, agotadas de tanto trabajo, pero satisfechas de la venta, le daban tironcitos amistosos de las barbas y le palmeaban la espalda.

- Este año estás sembrao, abuelo – le decían, reidoras.

Y él, venga que te engatusa niños. Sí, hubiesen sido unas estupendas navidades, comercialmente hablando. Las mejores, si no fuera porque Papá Noel no estuvo a la altura de las circunstancias. Se le fue la olla cuando vio a aquel niño pelirrojo y con dientes de piraña; la criaturita pateaba entusiasmada sobre una maqueta de tamaño gigante, con sus trenes, sus montañas y sus túneles, mientras sus piecitos recorrían las vías. Con entusiasmo infantil imitaba el sonido del tren: Chúuu-chú-chú, Píííí.... Papá Noel lo cogió en volandas y le sujetó entre sus brazos.

- Nene malo, eso no se hace –, dijo a la criatura, poniendo cara de ogro traganiños.

El mocoso se revolvió, rabioso. Echó mano a un spyderman de la estantería más próxima y se lo estampó en un ojo. Papá Noel soltó al crío de golpe, quien se pegó una culada contra el parqué, rebotó, cayó de espaldas y se dio un coscorrón. El crío empezó a berrear con desconsuelo. Él, tapándose el ojo con un pañuelo, corrió a los servicios y se enjuagó con un poco de güisqui de la petaca. Su párpado se estaba poniendo de un curioso color amoratado, que para nada desmerecía del rojo vivo de su traje. En todo lo que alcanzaba su memoria, jamás le había ocurrido una cosa así a ninguno del gremio: ni a San Nicolás, ni a Santa Claus, ni siquiera a aquellos infelices de Reyes Magos.

– Peste de críos. Dónde andará Herodes –, dijo para sí, mientras se soplaba un lingotazo.

De regreso a la sección de juguetería, vio que había un considerable revuelo. El niño pelirrojo chillaba como un gorrinillo asustado; la madre, histérica, lloraba abrazando a su criaturita, que se amorataba a puro berrido, y el padre, bufando como un miura, quería moler a palos al encargado de planta.

Él se aproximó al grupo exhibiendo una sonrisa de abuelito de Heidi y agitando alegremente la campanilla -¡Tilán-tilón!-. Cuando iba a lanzar su famoso ho-ho-ho, que tanto gustaba a los niños, una nena, de grandes ojos aterrorizados, empezó a señalarle, acusadora.

– Ha sido ése. Ese, ese... El de colorao –, gritaba, agarrada a una pernera del pantalón de un guardia de seguridad, que había acudido al jaleo.

A estas alturas, todo el mundo estaba alborotado. El rebaño de padres, que pululaba por allí, sujetaba a sus retoños para que no se extraviasen entre las piernas de los empleados que corrían de un lado para otro. El Papá Noel, sudando a chorros dentro de su traje de franela roja, se apresuraba de grupo en grupo, atronando con su campanilla -¡Talán-talán-taláaan...!- y gritando como un poseso: ¡Hóóóooo! ¡Feliz navidad, feliz navidad, niños! Éstos, presa del pánico que les contagiaba la histeria de sus progenitores, se soltaban de la mano de sus padres y, en su huida, se estampaban contra las estanterías.

No recordaba bien cómo había terminado en la puta calle. Sólo sabía que lo habían sacado a empellones; claro que, antes, le echaron rodando escaleras mecánicas abajo. Había sido entre el papá bestia del crío pelirrojo y el encargado de planta, estaba casi seguro. Mientras él rodaba por las escaleras, toda la sección de juguetería aplaudía la faena; eso sí lo recordaba perfectamente, porque, entre trompo y trompo, había oído los chillidos de alegría de las cajeras.

– ¡Leña al mono! ¡Leña al mono! –, vociferaba el personal de plantilla.

Le dolían varias costillas y tenía, no uno, sino los dos ojos amoratados. Lo que sí recordaba con claridad meridiana es que, el puñetazo en el ojo sano, se lo había dado el segurata de la planta. Éste se había empeñado en hacerle callar sus estruendosos ho-ho-hos y él, en legítima defensa de sus intereses comerciales, le había partido el campanillo -¡¡Tlóck!!- en la cabeza.

En la calle, junto a los escaparates de aquellos grandes almacenes, los tres Reyes Magos se ganaban la vida. Gaspar soplaba un trombón de varas y los otros dos trajinaban un par de saxofones. Con mejor intención que acierto, interpretaban Oh, Jingle Bells, con sendos gorritos de Santa Claus en la cabeza. La gente, presurosa y cargada con sus compras, apenas se paraba ante Sus Majestades, reconvertidos en músicos callejeros. Había quien se rascaba algunos cobres del fondo del bolsillo y los echaban en la corona de Melchor, que hacía las veces de cepillo.

Papá Noel les echó medio euro. De entre sus barbas, algo despeluchadas por la pasada trifulca, sacó la petaca y apuró el güisqui. Luego, se repeinó la barba, recompuso su casaca roja y se perdió entre la multitud de la calle Preciados.

Algunos niños, a su paso, le llamaban, ilusionados: – ¡Papá Noel! ¡Papá Noel!

– Peste de críos. Dónde estará Herodes –, gruñía él. Y daba un rodeo para evitarlos.