domingo, 24 de febrero de 2013

Esos días sin nada que decir.-


A veces ocurre. Pasan los días y uno no tiene nada opinable que echarse al coleto ¿De qué hablaré hoy en mi bitácora? ¿De política, de políticos, de corruptos…? Tal como está el patio de Monipodio, viene todo a ser lo mismo. Hemos llegado a tal nivel de confusión mental que, si nos ponemos a hablar de política no hablamos de los asuntos que atañen a la política en su expresión genuina, sino de chanchullos, de respetables mentiras desde la tribuna del Congreso, de tropelías, de sobre cogimientos y – como diría la  ex Lideresa – de mamandurrias, y otras deyecciones excretadas por esa casta de engañadores contumaces. 

Porque, dicho sólo de pasada, contumacia es lo que define al debate ese del estado de la nación. Contumacia en los engaños y falsas promesas, contumacia en el aferrarse al cargo, contumacia en la ocultación de la corrupción, contumacia en el “Y tú, más”. Además, uno no acaba de entender qué necesidad había de un debate sobre el estado de la nación cuando todos sabemos cómo está la pobrecita: postrada en su camastro y sometida a sangrías, emplastos y lavativas, que la están matando más los remedios que la propia enfermedad. Más que debatida, la tienen abatida y sin levantar cabeza.

Un coñazo, francamente, un coñazo eso de volver sobre esos asuntos. No porque no merezca hablarse de ellos, sino porque acaban convirtiéndose en un tópico socorrido cuando no se sabe de qué hablar y, a fuerza de tanto repetirlos, se convierten en lugares comunes y la protesta pierde el empuje necesario para seguir viva. Mejor se protesta en la calle, como hacen las diferentes asociaciones ciudadanas que, día sí y día también, nos recuerdan la gran estafa del sistema, quien nos hace pagar con paro, con desahucios, con secuestro privado de la salud pública y una lista interminable de atropellos, la bulimia de los banqueros y especuladores y de los gobernantes, sus cómplices.

Así que hoy no toca hablar de política. Estrujándome el magín, pienso: pues podría hablar de caminatas por los montes. La pasión montañera y caminera, en general, es algo que suliveya mucho a este jubilata artrítico, quien, con su espíritu de cabra montaraz, sigue tirando al monte casi cada sábado mientras las articulaciones aguanten y los músculos tractores tengan la bastante flexibilidad para cargar con este cuerpo gentil que se ha de comer el crematorio, y con la mochila y otros arreos inherentes al caso.

Al improbable lector que sea más de fútbol de tele en sillón y cervecita se le hará difícil entender que un tipo que ya no cumplirá nunca más los 65 y que cualquier año de estos se tropieza con los 70, ande con el pío de patear montes cada fin de semana que las circunstancias y la santa se lo permiten. Aferrado al mando del televisor, le resultará difícil  hacerse idea de lo que es disfrutar de las vistas del Atazar, por un decir, desde lo alto del Cancho de la Cabeza; o ver las llanadas manchegas desde lo alto del Rocigalgo; o recorrer el curso del río Perales, río arriba desde el embalse, viendo esas aguas saltarinas corriendo entre rocas graníticas; o caminar por entre el encinar, tachonado de enebros, y sintiendo el olor a tomillo, y viendo a los milanos evolucionar sobre tu cabeza. Eso sí, chupando un frío del carajo, con el moco colgando y con ese olor a sobaquina que se te pone con el esfuerzo caminero. Pequeños inconvenientes que se arreglan con una ducha bien caliente al llegar a casa.

A lo mejor, el improbable lector preferiría que le hablase de las lecturas actuales, ya que no tengo nada mejor de qué hablar; o, a lo mejor, preferiría directamente que me callase, pero esta opción no puede ser, al menos, mientras tenga que colgar la entrada nueva de esta semana. Luego ya, sí, ya no volveré a molestarle hasta la próxima.

El problema de las lecturas es saber si el improbable lector de esta bitácora tiene los mismos hábitos de lectura que este jubilata. Si fuese así, le podría contar mi interés por el mundo clásico romano, por su sociedad, sus costumbres, sus ritos sociales…, o por su organización militar. ¿Sabía que existía un matrimonio per usum? Bastaba que una mujer viviese durante un año seguido bajo el techo de un hombre para que aquélla se considerara su mujer legítima; ¿o que se rompía el contrato matrimonial por la simple fórmula de decirle el hombre a su mujer, ante testigos: res tuas habeto et discede: coge tus cosas y márchate? ¿Sabía que a Julio César, en cuanto tomó la toga viril con diecisiete años,  lo casaron y lo nombraron Flamen Dialis, o sumo pontífice? ¿O que Rea Silvia, la madre de Rómulo y Remo fue virgen vestal y madre sin concurso de varón, como la virgen María en el cristianismo, y que ambas tienen en común haber concebido de un dios?  La verdad es que se trata de antiguallas a las que el ministro de educación Wert miraría con desdén de tertuliano avezado y que al improbable lector no tienen por qué importarle un cagarro de oveja.  Por eso, no hablaré de mis lecturas actuales, ni de nada más.

Y ahora, sí, ya me callo.

sábado, 16 de febrero de 2013

Obsolescencia



Seguro que el improbable lector, en más de una ocasión, se ha encontrado con un electrodoméstico que se avería, ha llamado al técnico para que se lo repare y éste, aparte cobrarle la visita por el diagnóstico, le dice que le saldrá más caro repararlo que comprar uno nuevo. Entonces, uno corre a la tienda y se compra otro nuevecito, flamante, de líneas y diseño ultramodernos, mientras que el viejo termina en la basura. Con suerte, se reciclarán sus componentes; cuando no, incrementará los millones de toneladas de deshechos que soporta el planeta.

No digo nada nuevo. A cualquiera le ha pasado en un determinado momento y no ha sucedido por casualidad. Es la obsolescencia programada: las cosas se hacen para que duren un determinado tiempo (no demasiado) y, luego, haya que cambiarlas. Quienes las producen mantienen su cadena de fabricación artificialmente, se enriquecen con el deterioro de sus productos y mantienen bien engrasado el sistema productivo del derroche-consumo.

Pues imagínese que esto le ha sucedido a este jubilata. El frigorífico, un mal día, dice que ya no chuta y uno va corriendo a la tienda a ver si un técnico se lo repara. El vendedor le dice que, con doce años que tiene el aparato, lo mejor que puede hacer es tirarlo y comprarse otro. El asunto no es baladí. La santa y un servidor vivimos de nuestras pensiones devaluadas y empezamos a echar cuentas: un frigo nuevo equivale casi a una de nuestras pensiones mensuales, hay que pagar un 21% de IVA y echar un montón de cuentas a ver cómo saldamos el mes sin que los números rojos nos cojan por las partes blandas y nos las retuerzan hasta exprimir el último eurito pensionario.

Este jubilata, que suele darle vueltas a las cosas, empieza pensando por qué no se aplica este criterio a otros ámbitos sociales. Por ejemplo, a los políticos. A ver – se pregunta uno – por qué razón no nos fabricamos unos políticos obsolescentes, cuya duración en el cargo no vaya más allá de unos pocos años y luego los mandamos a reciclar. Como todo el mundo sabe, en cuanto el político lleva unos cuantos años funcionando, empieza a dar problemas: un día concede licencias de obras a cambio de donaciones opacas para su campaña electoral; otro día, te hace aeropuertos sin aviones; otro, usa sus influencias para beneficiar a las grandes empresas y, de acuerdo con el sistema de puerta giratoria, pasa de la política a los puestos directivos de las telefónicas, petroleras o las eléctricas, y de éstas a la política, según el apaño que convenga en cada caso; otras, simplemente, sobre coge dineros negros que no hay bárcenas que nos los blanqueen. Y así ad nauseam

Imagínese el improbable lector que ese mismo criterio se lo aplicamos a los banqueros. Cuando llevan unos cuantos años acaparando dinero y, resultando oneroso por demás el coste social de su mantenimiento, un día decidimos cambiarlos por otros nuevos. Mandamos al banquero antiguo a la chatarra – reciclarlos sale caro y su coste queda por encima de nuestras posibilidades – y éste (el banquero-chatarra) termina desahuciado de un piso cuya hipoteca no ha podido pagar y en la puta calle. Uno más, ni se nota.

Sígame el juego el improbable lector. Imagine, de sobras lo sabe, que los miembros de la gran patronal mantienen gripados los engranajes de eso que llaman con inhumana expresión “mercado de trabajo”. Pues nada, les aplicamos la obsolescencia programada, y pelillos a la mar. Si nos fiamos del criterio precio-calidad, salta a la vista que nos salen más caros que los beneficios que proporcionan a la sociedad que los soporta. Por lo tanto, pongamos unos nuevos más eficaces y aquéllos los reciclamos en trabajadores con contrato-basura y plaza en las colas del INEM. Y que se busquen la vida en la economía sumergida, que habilidades no les faltarán para ello.

Pero, volviendo a lo que nos preocupaba en casa, decidimos llamar a un técnico. Éste nos cambió el termostato del aparato (108,90 €) y nos dijo que estos aparatos viejos (fabricados todavía sin criterios de obsolescencia inmediata) suelen tirar hasta los veintialgunos años.  Total, que le hacemos un corte de mangas al comprar-usar-tirar-comprar de los programadores de obsolescencias y, de paso, descubrimos la teoría de los políticos-banqueros-gran patronal achatarrables  que aquí brindamos al improbable lector para que la ponga en práctica.

Al menos, que sepa que tal teoría existe y es verificable, si nos ponemos a ello.

domingo, 10 de febrero de 2013

Paseata por los Montes de Toledo



Los Montes de Toledo, para este jubilata, son viejos conocidos. Durante años recorrí el cordal próximo a San Pablo de los Montes, entre el puerto del Marchés y el Risco Vicente, todo a lo largo de la cuerda, pasando por el puerto del Robledillo, la Morrilla, la Morra y el Morro Cerrillón, el puerto del Lanchar, y hasta el Alto Peñafiel. Por eso, regresar al cabo de los años a estos caminos ha sido un poco un ejercicio de añoranza, aparte ese vicio tan arraigado que un servidor tiene por la naturaleza y por los paisajes. Y aquí, en estas sierras de cumbres alomadas y escasa altitud, bastante olvidadas de los montañeros, si de algo se puede disfrutar es de hermosos parajes, incluso en estos días centrales del invierno.

En las zonas de pie de monte domina la encina y el terreno adehesado,  hasta no hace tanto tiempo dedicado a la cría de ganado vacuno. En el montano abundan los bosques de robles melojos, fresnos en los arroyos, y chaparras que tachonan las laderas entre el robledal. Donde el bosque autóctono ha desaparecido, el terreno ha sido colonizado, principalmente, por la jara, cuyo olor se nota en el ambiente, incluso en estos días fríos de invierno.

El grupo Senda Clara, con el que caminamos, sale de las Navillas y seguimos la pista que sube al puerto del Marchés, solo que abandonamos ésta para tirarnos hacia la derecha, internándonos por el robledal, siguiendo una senda que está marcada para senderistas, próxima al arroyo en algunos tramos. Como todo el mundo sabe, las pistas son aburridas y monótonas, mientras que los caminos son como pequeños hilos conductores que se adaptan al terreno sin alterarlo, haciendo que el caminante disfrute del paisaje y se sienta parte del mismo.
Cuando yo pateaba esos caminos, el del Marchés se estrechaba ladera arriba hasta convertirse en una trocha apta para rebaños de cabras y caminantes esforzados. En la actualidad es camino ancho, bien allanado y apto para coches todo terreno de esos de lujo que usan los señorones del consorcio banquero-político-gran empresario, con esa pinta pseudo-agraria de cacería, colonia cara, escopeta repetidora y traje de camuflaje de boutique. O sea, poco que ver con el modesto senderista, con su leve olor a sobaquina por aquello del esfuerzo.

En el alto del Marchés, cuando confluye con la pista que corre paralela al cordal, por la otra vertiente, sopla un aire frío que llega desde las tierras llanas de Ciudad Real. Desde allí puede verse (en apreciaciones a ojo de buen montañero), al Oeste, el parque natural de Cabañeros y una dorsal en la que destaca lo que parece ser el Rocigalgo. Si mira en dirección oeste-noroeste, se aprecian las cumbres de Gredos nevadas. Mirando en dirección este-sureste, se ve el espejo alargado e irregular que forman las aguas del embalse de Torre Abrahán y, por allí cerca, la finca y palacio que fuera del general Prin. (Bueno, eso no se aprecia a simple vista, pero sé que está allí y lo digo para quedar como un experto montañero). Y casi a nuestros pies, los baños de la Guarra o del Robledillo. Lo de la “guarra” merece una pequeña explicación: los baños pertenecen al ayuntamiento de San Pablo y se llaman así no porque los regente una señora poco aseada, sino porque, según la tradición sampableña, descubrió sus propiedades una guarra (que así llaman a las cerdas por esas tierras) que siempre iba a bañarse a una charca de aguas salutíferas. Lo que desmiente el tópico de que los cerdos son guarros; por lo contrario, son muy amigos de bañarse, solo que la mayoría de las veces los medios no son los apropiados.

Tomando la pista en dirección al este, llegamos al puerto del Robledillo. Ante nosotros, las antenas repetidoras de telefonía, un poco más allá, la Morrilla y la Morra, que dan directamente sobre San Pablo de los Montes. Damos la vuelta a la cabeza de las Majadillas y seguimos la pista que desciende entre el robledal y que enlaza con el camino del Marchés unas decenas de metros un poco por debajo de la fuente de la Canaleja. Pero antes de eso hemos parado a comer en el valle de la Majadilla, al pie de unos riscos orientados hacia la solana y que nos protegían de los vientos. Aquí, un alma caritativa, tras el bocata, nos regala un dedalito de ron. Sana costumbre ésta, ya que las veces que he caminado con Senda Clara, un montañero de buen corazón ofrece al personal esas gotitas de ron que levantan el espíritu, alivian el cansancio y dan caña a las botas.

La fuente de la Canaleja dicen que tiene una aguas afamadas en todo el contorno, diuréticas y saludables, donde el caminante puede rellenar la cantimplora, aparte de contemplar el paraje con unos robles añosos de gran porte. Desde aquí a las Navillas no queda más que un paseo.
El resto, lo habitual, calzado cómodo, parada cervecera y regreso a casa... hasta el próximo sábado.