domingo, 25 de noviembre de 2012

Otsando existe (colofón apócrifo)


Sabe el improbable lector que en esta bitácora caben escritos de todo pelaje, así que dejo estas notas que descubrí de forma azarosa, por si alguno tiene interés en conocer al personaje al que se refieren:

"Nunca me he sentido tan a disgusto como el día que cayó en mis manos aquel manuscrito. Sobre todo, porque eso del manuscrito hallado, o traído a la luz, es un recurso ya muy manido. Es cierto que el genial don Miguel lo empleó para dar vida a su Alonso Quijano, caballero asténico y locoide, y que se utilizó con acierto en la novela gótica, como es el caso del Manuscrito hallado en Zaragoza; pero, tras honrosas excepciones literarias, también es cierto que cualquier escritor sin recursos lo emplea para justificar el comienzo de una historia la mayoría de las veces infumable.

"Por eso, precisamente, me produjo un enorme disgusto encontrar el manuscrito del que hablo; porque aun siendo cierto que lo encontré, no es menos cierto que, como recurso literario manoseado hasta la saciedad, pone en entredicho mi honorabilidad de escritor concienzudo, polifacético, ingenioso y otras virtudes personales que me callo por modestia.

"Y, en fin, aún resignándome a la mofa de los plumíferos pseudoliteratos que admiran en privado mi valía y maldicen en público mis éxitos, y en aras de mi amor a la literatura, contaré la extraña forma en que llegó a mí el dicho manuscrito... Aunque, por ser veraz y consecuente con la autenticidad de este suceso (esto es: fabulador de mundos imaginarios con marchamo de realidad onírica), debo decir que el término “manuscrito” debiera sustituirse por un neologismo (infoscripto) tal que expresase -en un solo termino semántico- una conjunción de casualidades tales como haber estado oculto en el abigarrado, complejo e inextricable inframundo de la Red; el haber sido escrito fragmentariamente por gentes inconexas entre sí; el ser una unidad sin coherencia temática, fruto de unos extravagantes enlaces informáticos; y, por no cansar más al personal, por haberlo descubierto yo durante una azarosa navegación por ese complejo universo que hemos dado en llamar Internet.

"Imagínese el sorprendido lector mi fascinación ante tal conjunción de factores aleatorios que daban como consecuencia la verídica historia de Ochando, D’Ochande, Otsando u Otxando, que por todos esos nombres fue conocido en su azarosa existencia. Personaje cuyos antecedentes genealógicos se remontan a la Edad Media, y son fruto de un ancestral rito mágico-genésico practicado en lo más profundo de la espelunca de Zugarramurdi, pero ocultos a la luz por la despiadada actuación del Inquisidor Torquemada, quien, conocedor de las cópulas contra natura de las sorguiñas con el Gran Cabrón, decidió borrar todo vestigio de la estirpe ochandiana.

"¿Cómo es posible que, tras tantos siglos de olvido, varios autores sin vinculación conocida, geográficamente distantes y poco dignos de crédito, fuesen capaces de rastrear su existencia hasta descubrir la existencia del Maestro Ochando, o D’Ochande –en horrible locución afrancesada- a comienzos del Siglo XX?

"Pues bien, yo lo descubrí. Y no fue fruto de azar, como el hecho de encontrar el “infoscripto” – que así lo denominaré de ahora en adelante –, sino fruto de un concienzudo trabajo de investigación que es tan característico en mi, y del que me siento justamente orgulloso.
"Cuando el infoscripto llegó a mi pantalla, lo leí con detenimiento y descubrí algunas cosas que me pusieron sobre la pista, no sólo del personaje, sino de sus misteriosos fabuladores. Por pura deducción, llegué a relacionar el término Otsando (lobezno) con Zugarramurdi, ya que no en vano sólo por aquellas anfractuosidades podía ocultarse aquel ejemplar de cánido carnicero. Evidentemente, si se hubiese referido a “lobo” en su acepción castellana, hubiese sido no Otxando, sino “Lupus”, “Lupes” o López, lo que geográficamente limitaba mi área de investigación, y me ponía, como quien dice (y permítaseme esta broma ingeniosa), en la boca del lobo.

"Otro dato, aparentemente incóngruo, que me llevó a rastrear la estirpe Ochando ya castellanizada, fue un trabajo de campo que hice en mi juventud, cuando visité las cuevas de Zugarramuridi y recogí muestras del folklore local. Los naturales del lugar me dijeron que, en las primeras décadas del Siglo XX, cuando los vehículos a motor, popularmente conocidos como "autos", sustituyeron el transporte de humanos a lomos de semoviente, empezó a circular (obsérvese que he dicho “circular”, otra broma ingeniosa de las mías) la siguiente coplilla:
“Venimos de Zugarramurdi
En el auto de Garraus
Y traimos malo el hipurdi (el culo)
De tanto venir sentaus

"En efecto, la popularización del transporte motorizado, unida a la mejora de la red de carreteras bajo la dictadura de Primo de Rivera, hizo que la familia Ochando emigrase a Donosti o San Sebastián, donde el joven y futuro maestro, conocido más tarde como el “Maestro Maduro del Sena”, o como “D’Ochande el Traidor”, estudió sus primeras solfas, compuso sus primeras piezas para el Orfeón Donostiarra y brilló con luz propia.

"Aunque la estrella del Maestro se eclipsó a consecuencia de los avatares políticos y militares de la Gran Guerra, lo cierto es que sus más de 2.000 composiciones pueden rastrearse en el archivo histórico del Orfeón Donostiarra –para su primera época- y en el del Conservatoire National de Paris –en lo referente a su madurez artística-. Lo cual muestra el escaso mérito investigador de los infonavegantes que colgaron irresponsablemente sus hallazgos en la Red, pues no había más que recurrir a dichos archivos sin necesidad de andarse con tantas alharacas.

"Y esto me lleva a la génesis del infoscripto de plurar y extravagante factura..."

(Aquí se interrumpe bruscamente el colofón apócrifo que yo, internauta anónimo, encontré colgado del más fabuloso relato que he leído jamás).
Y por si alguien está interesado, aquí dejo la dirección donde pude leerlo:

domingo, 18 de noviembre de 2012

Pornografía sin hilos.-

Comentario el de hoy absolutamente prescindible, pero queda a modo de protesta.
Más de una vez este jubilata ha confesado su ignorancia sobre cómo funcionan las tripas de Internet. Como cualquier ignorante, es atrevido y bucea sin descanso en ese maremagnum de la Red porque piensa que le pone en comunicación con el mundo. Recibe noticias que, por los cauces habituales (prensa escrita, televisión, radio), muchas veces, le son escamoteadas, ya que los media responden a intereses y consignas de quienes ejercen su propiedad o control. Lo que a ellos les interesa que yo sepa, a mí no me interesa; lo que a mí me importa, ellos no tienen interés en que yo lo conozca. Un desencuentro del que me zafo brujuleando por ese cosmos internáutico. Siempre con la precaución de no decir amén a todo lo que flota como plancton en el océano. Casi no hay ni que decirlo, porque no todo lo que pulula en este mundo virtual alimenta; gran parte intoxica, es falso, inexacto o inocuo, en el mejor de los casos (como la bitácora de quien esto escribe).

Hago esta declaración de principios, que nadie ha pedido, para que se sepa que este jubilata bloguero se toma la papilla virtual a pequeñas dosis y tiene una queja que hacer. La queja ni siquiera la hace al improbable lector que pasa por aquí, la lanza al aire de esta Nube donde dicen que flota toda la barahúnda de textos, imágenes, músicas que la humanidad cuelga a millones diariamente.

La cosa va de que uno está hasta las gónadas de ver cómo en su bitácora aparecen anuncios de contactos sexuales, de incitaciones a relaciones intranscendentes, de polvo para hoy y olvido para mañana, de invitaciones a chatear con hembras de culo turgente o tetas ubérrimas. Sin uno pretenderlo, se ha convertido en un terminal de la pornografía sin hilos. Cierto que se trata de un porno, digamos, suave, no explícito ni procaz. También es cierto que esos anuncios aparecen en algunas bitácoras donde entro para conocer opiniones que pueden enriquecer las mías, o informan sobre asuntos que me interesan. Se ve que muchos pagamos el peaje sin ser consultados.

Es la permanente invasión del sexo como mercancía u objeto de consumo, de mirar, usar y tirar, sin consentimiento del intermediario. Una expresión más del todo vale para hacer negocio, incluso las páginas de un jubilata bloguero e ignorante en tecnología. Uno se pregunta por qué ha de ser agente involuntario de un mercado indigno, por qué ha de ejercer de proxeneta pasivo. No todo vale, y este jubilata no vale para rufián. Por eso se queja.

Intentado que desconectaran de mi bitácora el programa que se instaló allí un día cualquiera, escribí un correo en plan bruto a una dirección que encontré, siguiendo el procedimiento habitual en estos casos. La contestación no acabé de entenderla, pero al parecer la cosa tenía que ver con el contador de visitas. Contador que se ofrecía gratuitamente, y así fue durante un par de años, pero resultó ser una trampa para introducir propaganda subrepticia: un día sale una tía sugerente incitándote a chatear con ella, otro día sale un tío que primero es gordo y después cachas por no sé qué milagrosa dieta, pero necesaria para eso del ligue a tiro hecho.

Lo cierto es que no sé cómo se desconecta esa basurilla que aparece en esta bitácora. El improbable lector sabrá disimular mi ignorancia. De haber tenido la pericia suficiente, no sólo hubiese desmontado esos troyanos de calzón quitado, sino que me hubiese gustado terminar esta entrada enlazando con el Youtube ese para dejar aquí una canción de Georges Brassens, Le pornographe, que al menos es divertida, o Pornographie, de Moustakys. No todo va a ser casquería en la Red, hombre.

sábado, 10 de noviembre de 2012

¿Dónde va el asno?


Antes de que el improbable lector me lo eche en cara, confesaré que el título no es mío. Es de Le Monde diplomatique: Où va cet âne?, y lo he tomado prestado porque hasta de un burro se puede sacar una enseñanza.

¿Qué hace un asno sobre una barca, en medio del mar? No hay más que mirarle la cara al animalito: no tiene ni puñetera idea. Lo han puesto allí, han soltado el barquichuelo en mitad de ninguna parte y el pobre jumento asiste perplejo y pasivo a su destino. ¿Podría ser ésta una imagen de nuestra sociedad? Este jubilata, también perplejo, no sabe la respuesta, pero se teme que sí, que somos un burro a la deriva.

A veces, la lectura de un artículo, si es enjundioso, a uno le obliga a hacerse preguntas que escapan a la vulgar lógica del pensamiento postmoderno y desestructurado que nos domina. Uno, que querría ser aprendiz de filósofo, ya que el caletre no le da para ser economista, se cuestiona ideas que no cotizan en bolsa. ¿Qué hace un burro, un país, un pueblo, en medio de una nada fluctuante, sin tomar una decisión sobre su propio destino? ¿Por qué coños se deja llevar mientras le desguazan logros como la educación pública y gratuita, o le roban para vender de saldo los hospitales públicos?

Uno mira la foto del burro embarcado y llega a la conclusión que éste no tiene más preocupación que mantenerse en pie sobre sus cuatro patas, mientras va a la deriva, dondequiera que le lleven las corrientes. Que esta sociedad no sea más que un asno en equilibrio provisional da que pensar. Preocupada por seguir de pie, no sabe hacia dónde va, ni quién la arrastra, ni por qué. Sobrevive y va tirando.

El artículo al que me he referido hace una contraposición de esta imagen de pasividad asnal con otra bien conocida: La balsa de la Medusa, de Géricault. Los náufragos, hacinados en la balsa, ya al borde de la inanición, tienen un atisbo de esperanza: acaban de divisar en lontananza a un barco que viene al rescate. La tragedia de estos náufragos derrocha energía y dinamismo y, lo que es más importante, esperanza. Van a alguna parte, su viaje tiene un objetivo: salvar la vida, llegar a puerto y pisar tierra firme.

Así que uno vuelve a preguntarse por qué el asno, la sociedad, no tiene una dirección hacia la que ir. Su destino es tan inseguro como las fluctuaciones de la prima de riesgo, el trabajo precario o las relaciones personales. Debe de ser por eso que Zygmunt Bauman dice que somos una sociedad líquida. Una sociedad sin asideros que nos den certezas en el mundo de las relaciones afectivas, en el mundo laboral, en la marcha de la economía o la política. Somos una sociedad a cuatro patas que deriva en un mar de inestabilidades, incapaz siquiera de rebuznar, no sea que con el esfuerzo el barquichuelo zozobre.

Si la imagen sirviese como paradigma de nuestra sociedad, casi, casi, aquélla le cuadraría mejor al gobierno que se supone dirigirla. Un gobierno que, afianzado sobre sus cuatro pezuñas, es incapaz de llevar a buen puerto la barquichuela de este país. Un borrico que, ni siquiera como el de la fábula de Samaniego, acierta a tocar la flauta, aunque sea por casualidad. Lo que sí hace, y muy bien, es rebuznar por sus muchas bocas. Sirvan de ejemplo las declaraciones de la ministra de Empleo, cuando dice –con ya más de 5 millones de parados– que la economía empieza a ir bien. O esas vacuidades ingeniosas de tertuliano avezado con que nos regala el ministro de Educación en cuanto le ponen un micrófono al alcance de la boca. Si al menos se pusieran un ronzal…

Quién sabe. A lo mejor, el burro termina tirándose al agua, alcanzando la orilla a nado y coceando a quienes lo embarcaron en semejante malaventura. Sería como la aventura asnil del Quijote: No en balde rebuznaron uno y otro alcalde…

sábado, 3 de noviembre de 2012

Identidad.-

“... reparo de repente en las espaldas del hombre que va delante de mí. Eran las espaldas vulgares de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja debajo del brazo izquierdo, y apoyaba en el suelo, al ritmo de sus pasos, un paraguas enrollado que sujetaba con la mano derecha por el mango.” (Fernando Pessoa: Libro del Desasosiego)
Su aire me resultaba vagamente conocido. Alguien de mi barrio, lo más seguro. Alguien con quien me cruzo con frecuencia pero a quien nunca he prestado atención. Por eso, esta vez, esta mañana lluviosa, le observo un poco a escondidas y ajusto mis pasos a los suyos.
Esa forma de caminar, ese andar apresurado, me resultan familiares. Doy unas zancadas rápidas y me pongo apenas a dos metros detrás suyo. Pues sí, definitivamente, el tipo de la cartera me suena mucho. Lleva el pelo corto y tiene una calvicie incipiente. Se para en un semáforo y me pongo un poco detrás de él, a su izquierda, y observo su perfil. Tiene una barba entrecana, un tanto descuidada, orejas grandes y, por lo que puedo observar de refilón, los ojos hundidos y la nariz afilada.
Juraría que le conozco, y mucho. Pero en esos momentos soy incapaz de recordar quién es. Muchas veces me lo han dicho en casa, soy un despistado y no reconocería ni a mi sombra. Pero esta vez la curiosidad me puede y le sigo discretamente, observando todos sus movimientos.
Sube por la acera como si no existiese la gente. De eso me doy cuenta enseguida. Con su caminar apresurado va sorteando al jubilado que anda despacio, con los deberes ya hechos; luego, a la señora gruesa que ocupa media acera con las bolsas de la compra; más allá al niño que corretea sin una dirección previsible. Él va abstraído y, aparentemente, no ve personas sino obstáculos que entorpecen su caminar. Les dedica una atención momentánea, suficiente para adelantarlos sin rozarse con ellos, y sigue su camino.
Yo, detrás suyo, observándole, me pregunto por qué pierdo el tiempo siguiendo a un tipo sin interés. Además, el hombre de la cartera empieza a dar muestras de sentirse observado. Empuña el paraguas como si fuera un garrote y aprieta el paso.
Pero no me importa, un sentimiento de inquietud y urgencia me empujan a identificar a aquel individuo. Le sigo los pasos, ya sin disimulo, y me repito con insistencia: lo conozco, sé que lo conozco, pero no sé de qué...
Él hace rato que se ha dado cuenta. Por un momento, ha tenido un gesto de duda y a continuación, de forma casi imperceptible, se ha distendido. Ya no empuña el paraguas con agresividad, incluso afloja el paso y se demora ojeando los escaparates al pasar. Observo su juego; está claro que quiere descubrir, a través del reflejo de las vitrinas, al extraño que le sigue. De observador anónimo paso a observado, e imagino lo que piensa el otro de mí, que soy un tipo vulgar. Igual que él.
Casi a la par, terminamos de subir la calle. En la esquina con Alcalá, junto a la boca del metro, se vuelve hacia mí y, con un gesto, me indica un bar. Entramos y nos sentamos en un extremo de la barra. Él no está sorprendido, me conoce, y por decirlo de alguna forma, me usurpa.
Entonces caigo en la cuenta... Ese tipo vulgar que me invita a un café son yo mismo. Soy un desconocido de mí mismo, como tanta gente corriente.