viernes, 16 de junio de 2023

Abre los ojos.-

 


Es un buen consejo el que le dio Critilo a Andronio: Abre los ojos, primero, los interiores digo, y porque adviertas dónde estás, mira. Eso nos cuenta Baltasar Gracián de sus dos personajes cuando se echaron al camino de la vida, como se puede leer en el Criticón. Y ese consejo es el que ha querido seguir este jubilata, cuando la otra mañana decidí echar un vistazo a eso del maridaje contra natura Picasso-El Greco en el museo del Prado.

Aún recordaba lo que nos había dicho un profesor de historia del arte en la UNED Senior el primer día de clase, de esto hace ya años: “El 90% del arte actual es superchería”. Y, que perdonen mi atrevimiento los que saben de estas cosas, un fondo de superchería creía ver este jubilata en eso de matrimoniar al griego Doménico con el malagueño Pablo: gollerías de gurús de la cultura para sorprender a los hambrientos de estética y ayunos de criterio para alcanzarla. Por eso, camino del museo iba yo pensando en la recomendación que hace Gracián por boca de Critilo: porque adviertas dónde estás, mira con los ojos de mirar desde dentro y no te dejes deslumbrar.

Con esa advertencia, y con los rudimentos escolares de cuando las asignaturas de historia del arte en la Complutense, iba este jubilata recordando aquello del cubismo analítico picassiano: lo representado se descompone previamente en fragmentos geométricos, ruptura de planos que se van acumulando hasta formar una imagen de carácter bidimensional y monocromática. Dicho así, de memoria, que no quise dejarme influir por las wikipedias tan socorridas. Quería ver cómo desentrañaba yo, sin ayuda externa, este juego de espejos.

Y algo, a primera vista, tenían en común las obras del Greco y Picasso, y era la verticalidad, aunque no por las mismas razones. En el primero, hay un tránsito del mundo material al espiritual y sus figuras se alargan, quebrando, diríamos que geométricamente, los pliegues de sus vestiduras, hasta alcanzar el mundo celestial. En el segundo la acumulación de planos fragmentados no tiene un interés místico, sino técnico; una forma de resolver el rompecabezas cubista dándole sentido espacial.

El binomio San Bartolomé – El Acordeonista merecía un rato de atención por aquello de tratar de desentrañar qué tenían en común ambos: el santo, con su manto blanco de pliegues rígidos y quebrados, que sujeta con una cadena a un ridículo diablillo con una argolla al cuello, gira su vista a la izquierda como mirando con asombro al acordeonista. Éste se descompone en planos irregulares, donde borrosamente el espectador cree ver – porque así lo dice la cartela con el título – la mano de un acordeonista, cuyo instrumento está fragmentado en planos quebrados que niegan la regularidad geométrica del fuelle del acordeón. 

“Hay que echarle valor…”, dice alguien a mi lado, que observa incrédulo. Y su cara de escepticismo es un libro abierto...

Quizás, de más difícil desentrañamiento sean las razones del emparejamiento San Pablo – El Aficionado. El aficionado, se entiende que a los toros. A pesar de la descomposición monocromática e indesentrañable (¿existe el voquible?) de esta afición taurina, el artista ha tenido la bondad de dejarnos, aquí y allá, algunas pistas. Así, uno puede leer Nimes (el templo de la afición taurina en el Midi francés), o “LeTorero”, y hasta se adivina el diapasón de una guitarra y un rejón de banderilla.

La cuestión para este jubilata asombrado, una vez identificada la arena taurina, era encontrar la similitud o el contrate que diera sentido al emparejamiento propuesto. Porque la iconografía de San Pablo, aparte la peculiaridad expresiva del Greco, es la usual en el mundo cristiano: una gran espada, símbolo de su martirio y de su condición de ciudadano romano, un libro con pluma y tintero (alusión a las Cartas de Saulo a aquellas comunidades cristianas no judías), y esa expresión de quien tiene clara su misión en esta tierra. En este cuadro, el realismo geométrico de la habitación sirve de soporte a la espiritualidad del místico personaje, que parece iluminado por la divinidad. A la espera de otros más sabios criterios que desentrañen la relación entre ambos, un servidor deja el suyo en suspenso y pasa a la siguiente pareja de cuadros.

En cuanto a San Simón y El Tocador de Mandolina, contrasta la grave expresión del apóstol leyendo el libro, y cubierto con ropajes amarillos y azules en pliegues sombreados, con ese desestructurado músico de pulso y púa. El espectador, que trata de buscar un paralelismo o divergencia que los haga compatibles, aunque sea de forma disonante, cree encontrarse ante una perspectiva aérea desde la que le parece ver tejados grisáceos, enmarañados, como formando callejuelas. Y eso a pesar de que el título es bien explícito: Tocador de Mandolina.

Pues bien, ya que no acababa de entender el contubernio de los dos artistas, y dejada libre la imaginación a su antojo, me dio por imaginar que volaba sobre los tejados del abigarrado Madrid de los Austria, a modo del estudiante don Cleofás Pérez Zambullo, para quien el Diablo Cojuelo iba levantándolos para burlarse de las lacras morales que ocultaba la hipocresía social. Confieso que no entendí qué pito tocaba San Simón junto al de la mandolina, pero las peripecias del cojuelo y el estudiante me hicieron gracia y hasta se me escapó una risita. Risa que mereció el reproche silencioso de las personas en torno mío que se devanaban los sesos intentado asociar al apóstol con el músico callejero. Yo encontré la vía de escape, pero me la callé.


Para acabar, fuera de paralelismos discordantes, me concentré ante un greco especialmente hermoso, el Bautismo de Cristo. Su formato, de gran verticalidad, tiene por objeto el tránsito del mundo terrenal al celestial, con un rompimiento de gloria que separa y une ambos. Es la realidad fragmentada y recompuesta, no como en la técnica cubista, sino a través de los vericuetos de la mística. Son torsiones que presagian el capricho cubista de Picasso en su afán de romper el mundo tangible en planos irregulares que fuerzan al observador a ver lo que no entiende, como si la realidad artística respondiese al principio de incertidumbre: El Greco, Picasso, con sus miradas de artistas, modifican el mundo real al plasmarlo. Y el observador, en su ignorancia, intenta recomponerlo para adaptarlo a la realidad de cada día; esa que nos hace atrevernos a salir de casa y visitar una exposición en la que no sabemos muy bien qué nos vamos a encontrar, ni cómo la tenemos que interpretar.


En fin, improbable aunque paciente lector, para descansar la vista y la mente, me acerqué a ver un modesto bodegón de Sánchez Cotán, ese cartujo que solo pintaba frutos de la huerta y unos cardos suculentos. Ya se sabe que el huerto alimenta al monje a la vez que enflaquece el cuerpo, disciplina la carne pecadora y eleva el espíritu. El jubilata, que lo tiene más difícil porque ni es artista ni es monje, se quiebra la cabeza ante exposiciones como ésta y vuelve a casa con los pies fríos y la cabeza caliente. 
Y, encima, va y lo cuenta.