sábado, 31 de enero de 2015

Puerta a puerta.-

No es por hacer sangre con el asunto (ya bastante cachondeo ha corrido por las redes sociales), pero resulta chungo que llamen al timbre de tu casa y pienses: otra vez los pesaos esos que quieren cambiarte la facturación de la luz y el gas. Y abras, dispuesto a decir que no, que no y que no; que ya estuvieron aquí la semana pasada y ya les dije que no, y resulte que no, que esta vez no es el currito trajeado dando la brasa con lo de la facturación de la luz y el gas. Es el bueno de don Mariano, con aire de testigo de Jehová desparejado, que viene a darte las gracias; Grachias, vengo a darosh las grachias… Con esa mirada ausente que se le pone, como de andar por las apabardas, cuando se dirige a los simples mortales sin mediación del plasma, y ese rictus-sonrisa a punto de descarrilársele de la boca.

Hombre, don Mariano – piensa el jubilata que abre la puerta en zapatillas de paño – avise usted, hombre, que estas no son manera de presentarse en casa de uno. Todo un señor Presidente del Gobierno andando solo por esos barrios de dios, tan llenos de basuras tiradas por las calles, de contenedores de vidrio y papel desbordados de embalajes, botellas y cristales rotos por doquier, de alcantarillas con el sumidero atascado, de heces de perros tachonando las aceras, de pequeños negocios cerrados y locales de “se vende o alquila”, de papeleras vomitando desperdicios por sus bocas abiertas, de medio ambiente gris-mierda trufado de CO2, de colchones abandonados con nocturnidad en cualquier esquina… En fin, esos barrios madrileños periféricos donde nada se le ha perdido a usted, don Mariano, aparte de algún que otro voto; votos residuales de esa clase modesta, venida a menos por cosa del austericidio, que se ha creído lo de que Stalin se ha reencarnado en el tipo ese de la coleta fláccida que, para escarnio de lo más sagrado, se llama Iglesias.

Pena me da, don Mariano – le diría, si llamase al timbre de mi casa –, pena me da los tragos por los que le hacen pasar sus asesores de imagen. Ni un servidor, que le tiene escasas simpatías políticas, le pondría a patear las calles en solitario, a visitar bibliotecas públicas, farmacias o domicilios particulares. De ser yo el Pedro Arriolas, que dicen que es su asesor aúlico, o el otro, el Moragas, el que le sopla las respuestas difíciles, de verdad se lo digo, haría lo que los serviles de Fernando VII cuando le ponían los faisanes a huevo. No le pueden tener todo el santo día por las calles como alma en pena, importunando a la gente. Usted es el boss, ver si hay un respeto al cargo.

Déjese de populismos que son el estado natural  de las izquierdas resentidas, don Mariano. Lo suyo son las distancias largas: las declaraciones a través del plasma, las conferencias de prensa sin preguntas, las evasivas de “llueve mucho” y los amores interesados que le profesa Frau Merkel. Hágame caso a mí, que le asesoro gratuitamente: es usted un lobo solitario, un incomprendido, la lucecita que se veía por las noches en El Pardo cuando el Invicto - inasequible al desaliento - velaba los sueños de los españolitos. No consienta que su director de campaña, el inefable Floriano, le ponga a patear barrios, puerta a puerta.

Porque, vamos a ver: Si usted llamase a mi puerta, ¿de qué cree que podríamos hablar? ¿Del puñadito de euros que este año nos ha subido  la pensión y de los recorte en las prestaciones de MUFACE? Vivimos realidades paralelas, no se engañe, don Mariano. Su mundo es perfecto y usted todo lo hace bien: baja el paro, sube el consumo, la corrupción es cosa del pasado y pelillos a la mar, y gobernar es tan gratificante como tomarse un cafelito con los amiguetes (el Pons, la Cospe, el Arenas, el Floriano…) mientras charlan de que la jornada ha sido dura, pero provechosa. Así que, siendo todo tan perfecto en su mundo, no se moleste, hombre, en bajar al nuestro y zapatear por los barrios y darnos las gracias. El merito es todo suyo.

Porque de verdad se lo digo, don Mariano, si lo hace - lo de llamar a los timbres -, por casa no aparezca, a menos que venga a leer el contador del gas o el del agua. No me obligue a despacharle con un “Tanta paz lleves como descanso dejas”. Sinceramente se lo digo, no llame a mi timbre, ya nos veremos las caras en las urnas, cuando usted lo tenga a bien, don Mariano. 

domingo, 25 de enero de 2015

Donde más duele.-



Anda la gripe de este año dando más cornás que una vaquilla resabiada, y como a quien esto suscribe ya le ha arreado varios puntazos en lo que va de invierno, no ha tenido el cuerpo para ocuparse de asuntos de más trascendencia. La verdad, entre toses, moqueos, fiebres y otras alegrías gripales no había dedicado mucha atención a la cosa esa de la supervivencia que llamamos pensión por jubilación.

Echando un vistazo retrospectivo a la prensa adicta al “qué suerte que Mariano sea nuestro líder” (leído en ABC, vamos), resulta que la revalorización de las pensiones ya no se vincula al IPC anual, sino a un invento distinto que llaman Índice de Revalorización, donde, entre otros indicadores, se pondera el efecto de sustitución. Lo cual, para un jubilata ignorante de la macroeconomía y, encima, griposo, es de difícil entendimiento; aunque, tras varios paracetamoles y varias sesiones de estornudos, algo logra uno desentrañar del asunto: se trata de la diferencia entre las pensiones que causan baja y las nuevas que entran en el sistema. Lo que, en magnitudes microeconómicas y en palabras del cómico José Mota, significa: las gallinas que entran, por las que salen. Jubilatas y gallinas, todo son estadísticas.

Dicho, para entendernos, en términos de economía en chancletas, la pensión se revaloriza o no en función de los pensionistas que finiquiten a lo largo del año y los nuevos que se den de alta en el sistema. Para no rompernos las entendederas - nunca se insistirá bastante - con abstrusos conceptos que escapan a nuestros conocimientos, significa que si mueren muchos pensionistas ese año y entran menos, la pasta a repartir aumenta; si es al revés, disminuye. Con lo que no es necesario hacer muchos cálculos para comprender que a cualquier jubilado lo que le conviene es que casque un número considerable de viejos improductivos. Puro maltusianismo, lucha por la vida y competición por los recursos escasos. ¡Hay que joderse con la sociedad de mercado, que ni siquiera en estas edades puede uno bajar la guardia!

Lo cual deprime bastante, más cuando el termómetro te dice que tienes 38,5º, toses como si fueras a escupir trocitos de pulmón y andas del sofá a la cama, y de ésta a aquél,  con más languideces de tísica que la Traviata: Follie!... Povera donna, sola, abbandonata in questo popoloso deserto…, El populoso desierto de la jubilación donde los pensionistas nos hemos convertido en competidores por la supervivencia, donde el jubilado con el que te cruzas en el mercado es un parásito que mete su cuchara en tus garbanzos. Aparte de maldita la gracia que te hace saberte en zona de riesgo, que puedes cascarla por culpa de una vulgar gripe y que, encima, tu pensión, la que te has ganado con cuarenta años de cotizante, vaya al bolsillo de un jubilado recién estrenado en el Índice de Revalorización.

Todo lo anterior va dicho en términos generales porque, cuando bajas al terrero del “qué hay de lo mío” y te enteras de que las pensiones se han revalorizado este año un 0,25% y a ti te tocan dos euros al mes, entonces sí que te deprimes. Pero no puedes decir eso de “para poca salud, más vale morirse”, porque entonces tu pensión cambia de beneficiario y aquí no ha pasado nada. 

Pero no puedes evitar ponerte nostálgico. Nostálgico de cuando había esa hucha tan gorda de las pensiones, esa Tierra Prometida que te han arrebatado con malas artes, y lloras, afligido, junto a los ríos de la Babilonia del rescate bancario y el equilibrio presupuestario. Esclavo de una magra pensión, no puedes menos que “Va, pensiero – lamentarte – sull´ali dorate; va, ti posa sul clivi, sul colli…”. Y gracias que la fiebre te ha dado verdiana (lo digo por dom Giuseppe) y no has llegado al total desvarío, lo cual sería síntoma cierto de estar a punto de salir del sistema de pensiones por el expeditivo camino de la Parca.

En fin, no querría cansar más al improbable lector, pero, entre la gripe y el Índice de Revalorización, uno está en un vivo sin vivir en mí. 

domingo, 18 de enero de 2015

De insomnio, ratas y cosas por el estilo.-

Dice la experiencia que cuando se llega a edad provecta el sueño se convierte en un bien escaso que va y viene a trompicones. Quizás no sea norma de obligado cumplimiento entre todos los que han pasado la barrera de la sesentena, pero en este jubilata los insomnios menudean tanto como las promesas de la casta política en campaña, cuando más empeñados están en amachambrarse un acta de diputado. Solo que las promesas son aire y van al aire, mientras que los insomnios se instalan por la noche en tu cabeza  y no te dejan plegar la pestaña.

En estos casos suele haber dos remedios bastante eficaces que un servidor utiliza: la lectura y escuchar música. La primera tiene el inconveniente de que hay que levantarse (la santa duerme y no es cuestión de andar fastidiando). Mientras todo el barrio se mece en los dulces sueños de la recuperación económica que la propaganda oficial susurra al oído del durmiente – el despertar a la realidad cotidiana es cosa más jodida –, el insomne está en su estudio con un libro bajo el flexo, leyendo, pongamos por caso, la carta que Petrarca le escribió a Tito Livio, o desentrañando ese epigrama que Marcial dedicó a un poeta plasta: Nimis poeta es, Ligurine! Inciso: Marcial se pasa de burlas con el pobre poeta empeñado en leerle sus obras que quieras que no: Et stanti legis, et legis sedenti, / currenti legis, et legis cacanti! Casi no necesitan traducción estos versos.

El otro remedio es el de enroscarse los pinganillos de la radio a las orejas y escuchar música. A un servidor lo que le gusta es Radio Clásica de Radio Nacional. Como los horarios del insomnio son imprevisibles, pueden coincidir con distintas programaciones: A veces es El mundo de la fonografía, de Pérez de Arteaga; otras es Contra viento y madera, dedicada a las bandas de música; otras dedicada al canto gregoriano, o Divertimento, que ayuda mucho a que el cerebro vaya desconectándose poquito a poco. Últimamente me estoy dando unas sesiones de zarzuela como nunca. No ha sido un género que me guste especialmente, pero tiene piezas pegadizas y otras de un casticismo chulapo que para sí lo querría la Lideresa de los Madriles en un papel de la Revoltosa: ¡Ay, Mariano de mi vida! ¡Mari Espe de mi alma!

En una de estas noches pasadas tuve ocasión de escuchar al trío cómico Zori, Santos y Codeso cantando Los Ratas, de La Gran Vía. Eso de “Yo soy el rata primero, y yo el rata segundo, y yo el rata tercero…”, “Ay, qué gracia tiene esta ratonera, que se van los ratas de cualquier manera”, me hizo recordar –eran las tantas de la madrugada y el cerebro se me cocía en  el jugo del insomnio– en tanto rata y rato como corretean por las alcantarillas de la vida pública, dando al ciudadano lecciones gratuitas de prestidigitación con los dineros públicos. Ratas y ratos instalados en la respetabilidad de un traje caro y puestos de alta gestión, desde donde cantan eso de Vamos con cuidado sin pestañear, y ya van mil veces que nos chuleamos de la autoridad.

En resumidas cuentas, eso del insomnio es un mundo algo complicado de resolver. Uno tiene sus recursos para ir capeando el temporal, pero una vez que te has subido a ese barco te pasas las noches dando bordadas y no sirven lecturas ni músicas celestiales. La noche que no toca dormir, no toca, ni aun chutándote una pastilla para el sueño. No es que este jubilata lo lamente, ya que ante lo irremediable no caben lamentaciones. Si, al menos, ratas y ratos no le corretearan por entre las horas de vela y la autoridad se decidiera a utilizar un raticida eficaz, el tiempo que durmiese dormiría más tranquilo. 

Pero la cosa va pa´Rato...

domingo, 11 de enero de 2015

Visita a una dama.-

A pesar de que se van cumpliendo años y van quedándose atrás viejas ilusiones que el tiempo ha reducido a recuerdos borrosos; a pesar de aquellos proyectos nunca realizados, pero sin los cuales un día ya lejano no concebíamos que nuestra vida tuviera sentido, aún, entre esas hojarascas de lo que no pudo ser, quedan unos pequeños brotes verdes que resisten a marchitarse tras decenios de vida condenada a la mediocridad bíblica del ganarás el pan y a la mediocridad existencial del vivirás de tu jubilación. Y gracias, que otros ni lo catarán.

Es sorprendente que, tras tantos y tantos años, todavía siga vivo el enamoramiento por una mujer que murió joven, apenas con veinte años, de nacimiento Giovanna degli Alvizzi, florentina ella, de la que este jubilata se quedó prendado allá en sus tiempos mozos, cuando era estudiante en la Complutense. Aquellas clases en las que el profesor de Arte pasaba las filminas y nos descubría, a algunos jóvenes como yo que sólo vivíamos la grisalla del franquismo social, toda la belleza que hay en la pintura renacentista. Nos hablaba de Paolo Ucello y sus caballeros de negra armadura en la batalla de San Romano, o Piero della Francesca con sus retratos enfrentados de los condes de Urbino, o de Mantegna con ese escorzo imposible del Cristo muerto…

Pero fue Ghirlandaio quien, definitivamente, marcó la fascinación por el Cuattrocento italiano. Su  jovencísima y serena Giovanna Tuornabuoni era a los ojos del estudiante enamorado de la belleza, que entonces fui, como  Beatrice para el Dante o Dulcinea para el loco egregio que fue el Caballero de la Triste Figura, un ideal inalcanzable. Una de esas obsesiones estéticas sin las cuales es imposible soportar la vulgaridad del tiempo presente. 

Con la ventaja, frente a ellos, de que uno puede serle infiel sans état d´âme, como aquella vez en Atenas, frente a los ojos almendrados y la sonrisa enigmática de una Kore, que arrebató a este turista sorprendido al borde del éxtasis estético. Claro que, puestos los pies en tierra, con estos antecedentes, el currículo profesional de un servidor no daba para alcanzar grandes metas sociales, andando, como andaba, con la cabeza a pájaros.


El caso es que, volviendo al asunto, jamás habíamos visitado la colección permanente del museo Thyssen, hasta ayer, que fuimos la santa y yo. Y, por lo que recuerdo, nunca había estado frente al retrato de Giovanna Tuornabuoni, teniéndola tan cerca, a penas a media hora de transporte público. Mil veces la había visto en reproducciones, pero nunca antes vi la tabla que pintó Ghirlandaio. Fue una lástima que los ojos que la pintaron no fueron los que la vieron viva -tomó su retrato de una medalla conmemorativa-, ya que la tabla hubiera sido el punto exacto de encuentro entre la mirada de este espectador fascinado y la del pintor que debería haberla conocido.

Aunque idealizada de acuerdo con los cánones renacentistas, debió ser harto hermosa y de buenas prendas personales y morales. Tanto que  el pintor puso una cartela con dos versos de un epigrama de Marcial: Ars utinam mores animumque effigere posses. Pulchrior in terris nulla tabella foret: “Ojalá el arte pudiera representar las costumbres y el alma. No habría en la tierra mejor pintura”.

Y dirá el improbable lector que a qué viene tanto rollo por una joven dama muerta en 1488, que es una pasada de exquisitez para un viejo funcionario anclado en viejas contemplaciones. Y no le faltará razón. Puestos a adorar antiguas bellezas –insistirá el lector- , ahí está Mona Lisa, a la que visitan en peregrinación miles de turistas. El refrendo multitudinario de la Gioconda deja en mantillas a la jovencísima Giovanna, a la que cuatro despistados echan un vistazo distraído.

Pero quien esto escribe sigue en sus trece, porque la masa turística, con sus selfies, no hace más que prostituir de vulgaridad a un personaje al que, para desacralizarlo, ya Marcel Duchamps pintó perilla y bigotito de señorito sexualmente ambidiestro, además de colgarle aquel infamante letrero de L. H. O. O. Q.: Elle a chaud au cul.

lunes, 5 de enero de 2015

De La Mierla a Beleña de Sorbe, caminata, naturaleza y algo de historia.-

La marcha completa,diseñada por Juan F. Romero
No por lugar  pequeño La Mierla deja de tener un pasado honroso como municipio, ya que en su plaza sigue en pie un rollo jurisdiccional que va pregonando su antigua condición de villa. 

Quizás por eso, o por méritos propios del interesado, en la plaza del pueblo pueden verse hasta cuatro placas donde se ensalza, o se hace referencia de ilustre vecino, al buen hacer edilicio del que fue su alcalde D. Félix Perucha Monge. Éste debió ejercer una especie de caciquismo ilustrado que dejó el pueblo como una joya de modernidad, con su teléfono, sus aguas corrientes, su pavimentación y otros servicios de común disfrute vecinal. Tiene, además, este lugar una ermita de la Soledad en las afueras y una fuente medieval, pero como no fuimos a verlas, nada se dice aquí.

Un perro cojo y resignado se solaza  bajo un sol luminoso e
invernal junto a la fuente de la plaza mientras nos equipamos. Bajamos por un camino que nos lleva hacia la rambla de Valmierla, espaciosa, que se encaja entre paredes llenas de cárcavas a las que un pinar de repoblación pone barreras, mientras por nuestra derecha afloran calizas. 

Son éstas tierras de rañas, formadas por cantos rodados de cuarcita, envueltos en una tierra arcillosa de un característico color rojizo. Prácticamente todo nuestro recorrido nos encontraremos con este tipo de terreno, fácilmente erosionable con las lluvias estacionales. Razón por la cual, imagino, en su momento se plantó el pinar de repoblación.

Uno, aparte de ser jubilata y no entender mucho de estas cosas, viendo aquellos paisajes piensa que esa función de sujetar las tierras lo ejerce perfectamente el manto vegetal autóctono. Abunda el matorral oloroso como el tomillo salsero, el romero, la jara, el espliego, a más de las aliagas y vegetación arbustiva de chaparras y enebros y algún chopo. Eso entre otras muchas especies que un servidor no conoce o no vio. Y en cuanto abandonamos la rambla por su lado izquierdo, nos metemos en un bosque precioso, dentro de la modestia de estos paisajes invernales, de enebros de la miera, con sus característicos frutos rojizos en sazón. Camino adelante encontraremos encinas, algunas de buen porte, que se entremezclan con los enebros y, a lo largo de nuestra marcha, el inevitable pino de repoblación en terrazas.

Entramos en la terraza, con su chopera en estas fechas sarmentosa, que ha labrado el río Sorbe; un río que se hace mayor en su encuentro con el río Lillas, allá en Tejera Negra, y que tributa en el Henares. Con toda su modestia de río de tercera, tiene maneras bravías ya que se encaja en las curvas del paisaje y embalsa su caudal en la presa de Beleña. De sus aguas bebemos en Madrid, y conviene que se sepa para que hablemos de él con un poco de respeto, que es río provinciano pero servicial.

En nuestro caminar por cerros tupidos de vegetación y olorosos, a ratos, de plantas aromáticas, Juan y su plano nos ponen ante la vista el pueblo de Beleña de Sorbe. No hay más que cruzar el río sobre la pasarela y, en un rato, nos ponemos allí. Es un pueblo que actualmente sobrevive con escaso paisanaje, al pie de un cerro, en tierras alejadas de cualquier apresuramiento, pero que en sus momentos de gloria fue señorío con castillo y buenos muros, iglesia románica remozada en gótico tardío, y puente medieval sobre el río.

Es lugar de paso entre las tierras de Ayllón y la Campiña de Guadalajara, así que debió tener su interés estratégico durante la dominación árabe. Alfonso XI le dio el título de Señorío de Beleña y éste pasó a formar parte de la familia de los Mendoza con el marqués de Santillana. Si algo merece la pena una visita detallada es la galería porticada de su iglesia; y dentro de aquella, el arco de acceso al templo, de cuatro arquivoltas: en sus dovelas se representa un calendario agrícola (veo que la palabra “mensario” –como ponen en algunos sitios- no aparece en el DRAE).

La galería, orientada al medio día, es un buen lugar donde comer el bocadillo mientras el sol de la tarde nos acaricia la espalda. 

Fueron nuestro banquete unos tientos hambrientos al bocata, traguito de vino para facilitar el pasapán, unas nueces y un poco de chocolate y fruta a modo de improvisadas bodas de Camacho a la  manera caminera.
Y eso fue nuestro aliviar las hambres bajo sagrado, a la pata la llana y no por juramento, como el que hizo don Quijote cuando se le rompió la celada y dijo aquello de no comer pan a manteles ni con la condesa folgar hasta tanto… etc.

Una vez comidos, no era tiempo de folganza, ni había condesa a mano para tal menester, así que cargamos las mochilas, bordeamos el cerro con los paredones del castillo aún en pie y bajamos hacia el río por un camino empedrado que va haciendo zigzag hasta ponernos sobre el puente andalusí que cruza el Sorbe. Regresamos a La Mierla por entre las terrazas del pinar y un rato por la carretera, hasta encontrar el sendero que no devolverá a este pueblo.


Aún tenemos tiempo de acercarnos con el coche a Puebla de Beleña, para echar un vistazo a sus lagunas endorreicas donde anidan aves de paso, pero éste es un invierno seco y las lagunas están vacías como ojo de tuerto y no hay más pájaros que los tres caminantes curiosos. Regresamos a Madrid por la carretera de Burgos. 

A lo lejos se ve el perfil de la capital y una enorme boina pardo-anaranjada (se está poniendo el sol) que es como un puñetazo en el ojo azul del cielo.