domingo, 24 de noviembre de 2013

Una caminata por la Dehesa de la Oliva.-

Presa del  Pontón, vista desde la zona de embalse
Si el improbable lector vive en la capital del reino y es aficionado a las caminatas, seguro que ha oído hablar del Pontón de la Oliva. Es un paraje natural de una gran belleza en el que existen unos farallones calizos donde van a hacer escalada los montañeros.  Pero por si algo se le conoce es por su célebre presa construida en 1856 (reinado de Isabel II). Con su construcción se pretendió recoger las aguas del Lozoya en su tramo final, antes de desembocar en el Jarama, para abastecer a Madrid.
Recorrido de la marcha, planeado por Juan

El pueblo madrileño, castizo y poco aseado, se abastecía, hasta entonces, de los viajes de agua subterráneos que abrieron los árabes en la Edad Media, y de los aguadores que la iban vendiendo por las calles. Como la gente del común y las clases medias isabelinas olían a pies y sobaquina rancia, debido a la escasez del líquido elemento, las autoridades decidieron traerlo desde del Lozoya, por lo que se construyó la célebre presa. Lo malo fue que los ingenieros se columpiaron.

Sucedió que aquellos son terrenos kársticos, con más agujeros que un colador, y el agua embalsada se filtraba por las vías subterráneas, imposibilitando su almacenamiento. Total, que durante el estiaje el agua no llegaba al nivel del canal que debía conducirla a la ciudad. Como apaño de urgencia, construyeron   aguas arriba la presilla de Navarejos para tomar allí el agua con la que los madrileños se refrescaban los calores estivales.
Presa de los Navarejos

Pues bien, por esos parajes hemos hecho una caminata el amigo Juan (experto montañero y caminante, donde los haya) y un servidor, que iba de paquete. Según es habitual en el grupo de amigos que llevamos pateando montes unas décadas, estas caminatas suelen aunar varios intereses: el paisajístico, el deportivo, el cultural. Y los lugares donde hemos estado cumplen sobradamente esas tres condiciones.
Fotografiando una cornicabra

Estos montes son de poca altitud están formados por calizas, arcillas, pizarras, y dan un paisaje de cerros alomados con una vegetación donde abundan las plantas aromáticas como el tomillo, cantueso, romero o la jara pringosa; hay plantas arbustivas como los enebros, espino blanco, chaparras; matorral como el rosal silvestre, la retama; pinares de repoblación… y si uno camina próximo al río, verá que la vegetación de ribera está formada por fresnos, alisos, sauces, álamos… En fin, puede ser la delicia de un botánico. Un servidor, que desconoce la ciencia botánica, se conforma con identificar algunas especies y se da por contento.
Bosque de ribera junto al río

Y siguiendo con los elementos paisajísticos, puede verse un meandro abandonado del Lozoya. Su curvatura, en torno a un cerro, es tan pronunciada que, en un momento determinado, hace miles de años, el propio río hizo una captura de su cauce, cerrando y abandonando ese bucle que se ha ido colmatando con el tiempo. Desde los cerros próximos se aprecia perfectamente el viejo trazado del río y esta curva imposible. El Lozoya, al rectificar su cauce, vino a hacerse  –dicho en términos modernos y poco apropiados- un lifting quedando libre de aquella arruga tan fuera de lugar.
Parte del meandro abandonado

Aun estando en plena naturaleza, uno puede disfrutar de testimonios de ingeniería hidráulica, como el azud de la Parra, la antigua toma de aguas de Navarejos, la almenara de sedimentación, donde las aguas se limpiaban de impurezas, la propia presa de la Oliva, construida en buena piedra de sillería. Aunque su utilidad fue escasa, como arqueología industrial es monumento que merece una visita.

Pero no sólo arqueología industrial encontrará el caminante. Si sube al cerro de la Dehesa puede ver los restos de una antigua población romana. Un servidor, que desde hace años conoce los montes próximos a Patones y los alrededores de la presa del Atazar, jamás había oído que por aquellos contornos hubiese habido una pequeña ciudad romana. Sabía de asentamientos desde el Paleolítico  – ahí están las pinturas rupestres de la cueva del Reguerillo – pero no una ciudad amurallada, de unas 30 Ha de superficie, que fechan entre el S. II a.c. y época visigótica. Pueden verse, en el suelo de las viejas viviendas romanas, restos de una necrópolis medieval con tumbas de inhumación. El asentamiento está sobre un lugar privilegiado desde el punto de vista estratégico, ya que controla la junta de los ríos Lozoya/Jarama, las vegas de los alrededores y las vías de penetración por el valle del Jarama.
El asentamiento arqueológico
Lo antedicho sirva como toque de atención e invitación al improbable lector. A pocos kilómetros de Madrid, pasando por Torrelaguna, tiene una magnífica oportunidad de disfrutar de la naturaleza otoñal, un apacible paseo junto al curso bajo del Lozoya y disfrutar de la observación de estas obras de ingeniería del Canal de Isabel II y un yacimiento romano ¿Qué más se puede pedir para un fin de semana?

Si aún le sobra tiempo, acérquese a Torrelaguna a ver su hermosísima iglesia renacentista, restos del recinto amurallado, la antigua judería, y recuerde que en este pueblo nació el cardenal Cisneros. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Gregarios.-

“El Señor, en su infinita sabiduría, creó a los humanos tontos del culo y gregarios”, eso es lo que afirma alguien a quien conozco desde hace tiempo. Un servidor, la verdad, no participa de ese optimismo trascendental que, así a primera vista, pudiera parecer pesimismo antropológico: el hombre es necio y ovejuno por naturaleza, y, encima, por voluntad divina.

Sepa el improbable lector, este conocido mío es un creyente y un optimista sin redención posible, y cuando habla de los humanos como seres adocenados y tontolculos (si puede decirse así) por designio divino, da por sentado que es lo mejor que ha podido ocurrirle a la humanidad para su supervivencia, manteniendo unos parámetros estándar de felicidad colectiva. Porque de eso se trata, de que los seres humanos participen de una dosis suficiente de necia felicidad como para no mandar al carajo el equilibrio social.

El hombre me lo decía paseando por el parque del Calero, entre la basura acumulada tras tantos días de huelga. Diré en un inciso que solemos pasear por el parque del barrio en ejercicio de nuestra condición de jubilatas desocupados y un tanto filosóficos. Comentábamos lo de la huelga de barrenderos y la frase le salió así, sin pensarlo, al observar una de esas bolsitas verdes con heces de perro que había al pie de una papelera volcada.

Tomó como ejemplo el asunto de la huelga para demostrarme que sólo el embotamiento, a nivel colectivo, de la capacidad intelectiva y el instinto de rebaño humano permitían que una huelga de basuras inundase la ciudad sin que las autoridades municipales movieran un dedo por buscar una solución. Con resignación borreguil los habitantes de esta ciudad aceptábamos la situación ante la ineptitud municipal.

En su opinión, en no menos de tres días desde el comienzo de la huelga, todo ciudadano responsable debería haberse dedicado a volcar contenedores, tirar papeleras y esparcir las basuras domésticas por las aceras. Porque no tenía sentido que algo tan básico como la higiene pública estuviese en manos de varias empresas privadas que, tras quedarse con la contrata de limpiezas rozando la baja temeraria en su licitación, pretendiesen ganar dinero a costa de los trabajadores y de los ciudadanos que pagamos las tasas municipales. Si el ganglio colectivo no estuviese embotado por designio de la divinidad y los cerebros individuales funcionasen a un régimen normal de revoluciones, lo lógico hubiese sido defender a quienes limpian nuestras basuras. Son ellos quienes mantienen en estado razonablemente digno las calles de esta ciudad, no quienes hacen negocio con la mierda colectiva.

Pero eso supondría un grave desequilibrio del orden social establecido que afecta a los designios divinos. Por eso, el gregarismo y el ejercicio de la inteligencia en niveles de mera supervivencia hacen que los humanos segreguen un a modo de sedante encefálico que les permite aceptar cualquier atropello de sus derechos más elementales. Y tal cosa no se podría lograr al unísono entre tantos y tantos miles de personas a menos que un designio superior así lo hubiese determinado desde la eternidad.

Su argumento, que solo esbozo de modo sucinto, le sirvió para entrar en asuntos teológicos. Trataba de demostrarme que la conjunción de asuntos aparentemente tan incongruentes como una huelga de basuras, la codicia empresarial y la ineptitud de los gestores políticos no son frutos del azar sin la prueba palpable de una voluntad superior que mantiene a esta sociedad en un equilibrio precario, pero razonablemente perfecto. Un servidor lo deja dicho aquí, pero en huertos teológicos no se mete.

Pensando en estas cosas mientras veía el telediario, este jubilata no acababa de ver clara la relación entre los peinados de doña Botella y los designios divinos. Porque puede que la divinidad sea omnisciente, pero el  gusto estético de sus adeptos deja que desear bastante...

viernes, 8 de noviembre de 2013

Manchas de luz.-


Cuando, en 2008, la santa y este jubilata blogueador pasamos quince días cerca de Milán, visitando a mi hermano, éste me dio un consejo para parecer menos turista de lo que, evidentemente, aparentaba ser: Cuando pidas un café, que no sea un capuchino (sólo lo piden los turistas); pide un spresso o un macchiato. Y un servidor se acostumbró a los macchiati. Cuando, en 2010, visitamos el sur de Italia, ya en plan viajero curtido, me emborraché de macchiati. Un macchiato era un café manchado (cortado, decimos nosotros), con lo que ya conocía lo básico de la cultura italiana.

Pero mira por dónde, resulta que lo de “manchado” no es cosa que sirva sólo para pedir café sin pasar por turista adocenado; también es el nombre que recibe un movimiento pictórico de la segunda mitad del S. XIX en la Toscana, coincidente con el Risorgimento, ese movimiento patriótico por la unidad italiana, en el que los Macchiaioli participaron como voluntarios en algunas batallas.

Macchiaioli es tanto como “manchistas”, pintores cuyas pinceladas son manchas de colores con que abocetan las figuras. Para ellos, la realidad se expresa mediante  colores superpuestos y claroscuros.  Una técnica que, pocos años después, veremos en los impresionistas franceses. Este jubilata, que es un poco friqui de las exposiciones de pintura, ignoraba que existiese tal movimiento vanguardista. La visita a la exposición de los Macchiaioli, en la Fundación Mapfre, le ha servido para hacer un poco de luz en el pozo de sus desconocimientos. Porque es la luz  de los paisajes toscanos la que recogen en sus obras. Una luz intensa reflejada en claroscuros muy contrastados.

Según los conocedores – un servidor repite algunos conceptos aprendidos sobre la marcha -, hay tres características que definen a este movimiento: el formato de los cuadros, en general  apaisados; la distribución de los paisajes en bandas horizontales; la luz, el empleo de colores complementarios y los claroscuros. Son pintores formados en la Academia, pero rompen con ella, pintan al aire libre los paisajes rurales y buscan “il vero”, la verdad de la realidad que les rodea; así que, además de ser anti academicistas, son anti románticos, por lo que tiene ese movimiento de teatral y realidad fingida.

Uno se sorprende de que en muchos de sus cuadros, una tapia iluminada por una fuerte luz, sea asunto principal. Y es que la luz intensa que puede verse en una tapia encalada a la caída de la tarde tiene tanta riqueza cromática que es razón suficiente para ser el objeto central de un cuadro. Además, no es un movimiento pictórico urbano, sino que toma su inspiración de la campiña Toscana, de sus campesinos y sus puertos de pescadores; Las aguadoras en La Spezia son un buen ejemplo donde se aprecia el costumbrismo aldeano, el “manchismo” en sus figuras y la horizontalidad del paisaje en bandas de distinto cromatismo.

Como sus miembros son de procedencia burguesa, creen que ésta debe ser la avanzada de la nueva sociedad italiana: unida, progresista y republicana. Que la unidad nacional se realice en la persona del rey Víctor Manuel les lleva al desencanto político y a buscar sus fuentes de inspiración en retratos intimistas de la burguesía. Los cuales no se hacen bajo criterios academicistas, sino en actitudes no estudiadas, en instantáneas tomadas al descuido, inspirándose en la incipiente fotografía.

No querría cansar al improbable lector – quien ya hace de más con pasarse por aquí de vez en cuando – con explicaciones alicortas. Mejor, vaya, vea la exposición y lea los paneles explicativos.

Un servidor puede decir que, cuando aquel viaje milanés de 2008, hicimos una escapada de tres días a Florencia por si experimentábamos el síndrome Stendhal, una vez que estábamos  ya al cabo de la calle de la sutil diferencia entre un macchiato y un caffè con panna; esto es, la actitud refinada de aquellos jóvenes de buena familia que hacían el Grand tour dieciochesco, contrapuesta a las vulgares prisas de un turista de tropel.

Puestos a gozar de nuestra pequeña parcela de paraíso stendhaliano, una tarde cruzamos el Arno por il Ponte alle Grazie, subimos al piazzale Michel-Angelo. Desde las escalinatas, ante nosotros se tendía la ciudad, sobre cuyos tejados destacaban la torre del Palazzo Vecchio, el Campanile y la bóveda de la catedral, Sanca Croce... Fue entonces cuando descubrimos todo el cromatismo de la luz toscana que, hacía más de siglo y medio antes, ya habían captado los Macchiaioli. Solo que nosotros no lo sabíamos.

Lástima que en aquellos momentos ignorásemos la existencia del realismo impresionista de aquellos “manchistas” que abrieron nuevos campos estéticos. Pero es fácil de entender: nosotros éramos viajeros ocasionales y estábamos de paso.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Lampedusa.-

A veces, este jubilata se cansa de buscarle tres pies surrealistas al gato encerrado de los políticos en plantilla y opta por cosas de más enjundia. Viene al caso porque en estos días un servidor se ha cruzado con dos lecturas de distinta procedencia, pero coincidentes en el mismo asunto: el artículo "Alimañas", en el blog El Periscopio, de Rosa Artal, y "Lampedusa", en Le Monde diplomatique de noviembre. Ambos tienen en común el trato que damos, desde esta vieja y egoísta Europa, a los miles de desplazados que huyen de las guerras y las hambres de sus países. 

El improbable lector perdonará - o agradecerá - que esta vez copie el artículo de Serge Halami, aparecido en el número 716 de Le Monde diplomatique. La traducción es de un servidor, así que este jubilata espera le disculpen si no es todo lo correcta que debiera serlo: 


"Hace treinta años, huir de los sistemas políticos opresivos de su país valía a los candidatos al exilio las alabanzas de los países ricos y de la prensa. Se pensaba entonces que los refugiados habían “elegido la libertad”, es decir: Occidente.  Así, un museo honra en Berlín la memoria de los ciento treinta y seis fugitivos que perecieron entre 1961 y 1989 intentando saltar el muro que partía la ciudad en dos.

Los centenares de miles de sirios, somalíes, eritreos que, en este momento, “eligen la libertad” no son recibidos con el mismo fervor. En Lampedusa, el 12 de octubre pasado, fue requisada una grúa para cargar sobre un navío de guerra los despojos de más de trescientos de ellos. El muro de Berlín de estos barcos de refugiados ha sido el mar, Sicilia, su cementerio. Se les ha concedido la nacionalidad italiana a título póstumo.
Su muerte parece haber inspirado las responsabilidades políticas europeas. El 15 de octubre pasado,  el señor Brice Hortefeux, antiguo ministro del interior francés, por ejemplo, estimó que los náufragos de Lampedusa obligaban a responder “a una primera urgencia: hacer de forma que las políticas sociales de nuestros países sean menos atractivas”.  Y echó las culpas a la prodigalidad que atrae, según él, a los refugiados hacia las costas del viejo continente: “La ayuda médica del Estado permite a personas que vienen a nuestro territorio sin respetar nuestras reglas (ser curados gratuitamente), mientras que a los franceses puede costarles hasta 50 euros de franquicia”.  

Solo le faltaba concluir: “La perspectiva de beneficiarse de una política social atractiva produce el efecto llamada. Ya no tenemos los medios para hacerlo” No se sabe si el señor Hortefeux imagina también que, atraídos por las ayudas sociales pakistaníes, un millón seiscientos mil afganos están refugiados en aquel país. O que, para aprovecharse de la largueza de un reino en el que la riqueza por habitante es siete veces inferior a la de Francia, más de medio millón de refugiados sirios han obtenido ya asilo en Jordania.

Occidente se servía hace treinta años de su prosperidad, de sus libertades, como de un ariete ideológico contra los sistemas que combatía. Algunos de sus dirigentes utilizan, actualmente, el desamparo de los emigrantes para precipitar el desmantelamiento de todos los sistemas de protección social. Poco les importa a tales manipuladores del sufrimiento que la aplastante mayoría de refugiados del planeta sean, casi siempre, acogidos por países apenas menos miserables que ellos.

Cuando la Unión Europea no obliga a estos Estados, ya próximos al punto de saturación, a “hacer que cese el negocio indigno de las embarcaciones de fortuna”, les empuja a convertirse en su baluarte, a protegerla de los indeseables, atrapándolos o deteniénlos en campos de refugiados. Lo más sórdido es que todo esto durará un tiempo. Pues, un día, el viejo continente llamará de nuevo a jóvenes inmigrantes para frenar su caída demográfica. Entonces, los discursos se invertirán, los muros caerán, los mares se abrirán…"