lunes, 24 de junio de 2013

Culturizando jubilatas.-

Inscripción del mosaico de la Casa de Hippolytus
A veces, el jubilata se levanta de la cama, pone en marcha sus articulaciones artríticas, comprueba que las averías de ayer son las mismas de hoy y, con ese optimismo que da la edad, confía que sigan siendo las mismas de mañana durante muchos mañanas más. Comprobado el razonable funcionamiento de la máquina corporal, empieza a activar las neuronas. Con satisfacción, comprueba que también éstas mantienen una actividad razonablemente eficaz. Hecha la inspección rutinaria, ya puede ir al servicio, deslegañar el ojo somnoliento, preparar el café del desayuno y dedicarse a sus quehaceres.

El jubilata cree – con la misma fe que otros ponen en la Biblia – en la máxima latina mens sana in corpore sano,  que podrían traducirse, para uso propio, en una razonable curiosidad intelectual y un cuerpo con los achaques absolutamente imprescindibles. Para cultivar lo de la mens, y dentro de los cursos UNED Senior, prepara una bolsa con libreta y boli, una botella de agua y una gorra para el sol, y se va a Alcalá de Henares a visitar el yacimiento arqueológico de la antigua Complutum, junto a la antigua vía Carpetana, al pie del cerro del Viso. Fue esta ciudad fundada unos 100 años antes de nuestra era y, en tiempos de Augusto, fue una colonia donde se asentaron los veteranos de guerra.
Es curioso el afán de pervivencia de los asentamientos humanos, ya que la primera localización de un poblado carpetano (Combouto) hay que situarlo en lo alto del cerro del Viso. La conquista romana obligó a los carpetanos a bajar al llano y cambiar sus costumbres belicosas por las agrícolas. Sobre este emplazamiento junto al Henares, se estableció el municipio romano en tiempos republicanos. Los visigodos también se asentaron aquí y quedan restos de una necrópolis. Tras la invasión árabe, se construyó una alcazaba sobre el cerro para, definitivamente, bajar otra vez al llano con la reconquista, desplazándose el antiguo asentamiento hacia la actual ubicación de Alcalá, donde había una ermita dedicada a los niños Justo y Pastor, martirizados en tiempos de Diocleciano, según cuenta la historia piadosa.
Maqueta de la Casa de Hippolytus

Como en asuntos de arqueología un servidor está en niveles medianejos, no hará una descripción del lugar. Mejor si el improbable lector entra en Internet y ve una reproducción en 3D de la vieja ciudad romana. Aprenderá más. Lo que sí contaré al improbable lector es lo interesante que resulta la visita a la Casa de Hyppolitus. Es ésta una villa suburbana utilizada como colegio de jóvenes pertenecientes a la clase dirigente de los decuriones de Complutum; algo así, visto con ojos actuales, como un colegio para niños pijos, donde se formaba a las élites municipales. Una institución educativa que podría parecerse a lo que pretende el ministro Wert con la nueva ley de educación: la educación es cosa de ricos.

Escena marina
Antes que nada, hay que decir que la Casa de Hippolytus, realmente, pertenecía a la rica familia de los Annios, y que el nombre lo recibe del artista que construyó el gran mosaico que ocupa la zona central del edificio, un distribuidor desde el que se accedía al resto de las dependencias. Allí, el artista dejó constancia de su buen hacer con una gran cartela donde puede leerse: ANNIORUM HIPPOLYTUS TESSELLAV (IT): Hipólito lo pavimentó para los Annios.

Que un artista haga trabajos lujosos para ricos no tiene nada de especial; lo que sí lo tiene es que aquél montó un gran mosaico donde puede verse una escena marina absolutamente impensable en este secarral alcarreño, tan alejado del mar Mediterráneo, en el que se inspira. Los arqueólogos dicen que estos artistas musivarios eran profesionales ambulantes, como aquellos célebres canteros medievales que levantaron las grandes catedrales, y que plasmaban programas iconográficos llegados de tan lejanos, como en este caso, correspondientes al norte de África.

Puede verse aquí representada la piscifauna mediterránea, con esa obsesión que en historia del arte se llama horror vacui. No hay espacios en blanco y toda la superficie está cubierta con ejemplares de peces que abundaban en el mare nostrum en aquellos tiempos. Tres angelotes, erotes es el nombre que se les da, lanzan la red desde una barquichuela, en una escena amable, de puro entretenimiento, donde el afán de la pesca no es más que una excusa para embellecer una casa de lujo y servir de goce estético a sus moradores.

Tiene el lugar unas termas con una piscina polilobulada, un jardin al estilo griego, con varias exedras donde se impartían lecciones al aire libre, una letrina comunitaria… Lo de la letrina compartida es cosa que choca actualmente, pero si uno ha visitado la antigua ciudad helenística de Éfeso, en la costa turca, verá que las costumbres sociales – por rarunas que nos parezcan actualmente – eran similares a ambos extremos del Mediterráneo. La sala cacatoria era lugar de encuentro y socialización de gente ociosa y bien situada socialmente, hasta el punto de que había quien enviaba por delante a un esclavo a que ocupase uno de los evacuatorios para guardarle el sitio y calentarle el asiento. 

Un refinamiento tal, lo de cagar y hacer tertulia a la vez, no se ha visto en los tiempos actuales hasta la película de Buñuel, El discreto encanto de la burguesía. Actualmente, lo de las tertulias abunda mucho en los medios de comunicación, pero las defecaciones - que las hay - son mentales, lo que le quita mucha emoción al asunto.
Ventisquero en Cabeza de Hierro Menor
En cuanto a lo del corpore sano que decía al principio, ya casi no queda espacio, pero diré que este sábado pasado el jubilata se fue a hacer la Cuerda Larga entre el puerto de Navacerrada y el de Morcuera, 20 k haciendo cumbres por encima de los dos mil metros de altitud, y se le quedó el cuerpo como un reloj. Los achaques artríticos no hicieron acto de presencia, aunque sí había un par de rebaños de capra hispánica que nos observaban con curiosidad desde los riscos.
Subiendo a Bailanderos
Pero no era por nosotros, que ya están acostumbradas al trasiego montañero, era por los bocadillos que llevábamos en el morral. 

domingo, 16 de junio de 2013

Una escapada alcarreña.-


Quizás el improbable lector ignore quién era don Cerebruno. No se inquiete por eso, nuestro conocimiento de la Historia está lleno de lagunas. De aquí a diez años – por poner un caso actual – habremos olvidado la existencia de un tal Rajoy y ese olvido no nos hará más ignorantes, aunque sí un poco más felices.

Don Cerebruno, aquitano y natural de Poitiers, – puede creerme el lector bajo palabra – era personaje de más enjundia. Fue el tercer obispo de Sigüenza allá entre 1156 y 1166 y dio un gran impulso a la construcción de su catedral así como a las murallas románicas que cercaban la villa. Como aquellos no debían ser tiempos de austeridad para todos y pasta en Suiza para cuatro, el señor obispo promocionó intramuros, además, la construcción de la iglesia de San Vicente en la Travesaña Alta y la de Santiago en la calle Mayor, ambas con hermosas portadas románicas.

Con lo dicho, ya le pongo al lector sobre la pista: la santa y yo hemos pasado un par de días en Sigüenza y hemos recorrido sus calles medievales, su alameda neoclasicista junto al río Henares, su barrio barroco donde se alojaban los niños cantores de la catedral. Hemos contemplado, desde el Mirador de la Ronda – del otro lado del arroyo del Vadillo –, el paseo de ronda que sigue la línea del lienzo oriental de la muralla, con las puertas del Sol y del Toril. Este muro discurre entre el castillo cimero (antigua alcazaba musulmana, luego palacio episcopal, actualmente Parador Nacional) y la catedral. 

Un poco frikis de las piedras con historia, pocas hemos dejado que escapasen a nuestra curiosidad. Incluso bajamos a Nª Srª de las Huertas por asomarnos a una necrópolis que se supone de los primeros pobladores cristianos tras la toma de la villa en 1124, y, por encima de los enterramientos, los restos de una calzada romana.

Pero, cuando se habla de esta ciudad levítica y señorial de  Sigüenza, inmediatamente todo el mundo piensa en el célebre Doncel, enterrado en la capilla de los Vázquez de Arce. La tradición lo llama “doncel” quizás por su apostura y juventud, pero no hay tal. Al hombre poca doncellez debía quedarle ya, pues, a sus 25 años, cuando murió en 1486, era hombre casado y con un hijo. Según la historia, murió en la vega de Granada, luchando contra la morisma, y trasladaron sus restos a Sigüenza, de donde era natural su familia.

Visto tan rico enterramiento donde yace, bien puede aplicársele lo que el Don Juan de Zorrilla comentaba con sorna ante la tumba del Comendador: “No os podéis quejar de mi / aquellos a quienes maté/ Si buena vida os quité, / mejor sepultura os di”. Para ser sinceros, por ningún hecho de armas o de letras se le recordaría si no fuera por aquel monumento funerario tan rico. No solo rico por la labra y los materiales nobles de que está hecho, sino porque testimonia un cambio de actitud cultural: es un caballero armado con todos sus arreos militares, pero no es un yaciente medieval aferrado a su mandoble, sino un hombre culto, recostado  y absorto en la lectura de un libro. Es un hombre del Renacimiento que aúna armas y letras en su persona, un espíritu refinado.

Habrá que esperar un par de siglos para que Don Quijote, éste sí caballero famoso por sus hechos, haga el parangón entre armas y letras en un discurso memorable. Pero es historia que va por otros derroteros. Quítesenme delante los que dijeren que las letras hacen ventaja a las armas…, aseguraba el hidalgo en oficio de caballero andante, pero nosotros ya no estábamos allí para oírselo decir porque nos habíamos ido a Palazuelos.

Palazuelos es un pueblo a 7 kilómetros de Sigüenza y camino de Atienza. Es un lugar muy digno de visitar porque tiene una muralla de dos kilómetros de perímetro y un castillo, mandados levantar por don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana. Precisamente ese que en mis tiempos bachilleres quería beneficiarse a la vaquera de la Finojosa, a la moça de Loçoyuela y cuantas zagalas le salían al paso, aparte de componer sonetos fechos al itálico modo.

Esta villa, actualmente con 25 habitantes, tiene unas cuantas cosas interesantes para dedicarle toda una mañana: un pequeño museo, una tradición aún viva, una fuente de siete caños, y más cosas, pero uno no se puede alargar en mayores informaciones. En la calle San Roque, Anselmo del Olmo ha ido recogiendo herramientas y objetos de forja que ha reunido en un pequeño museo del Herraje. Hombre amable por demás, nos enseña la colección, explica la utilidad de algunas herramientas y agradece al visitante que deje un comentario en el libro de visitas.

Además, nos cuenta la tradición que los vecinos mantienen viva en el pueblo: la quema del boto. La tradición quiere que la peste, declarada en el S. XVI, no atravesó sus murallas porque los vecinos se encomendaron a san Roque.

En agradecimiento hicieron el voto de quemar un boto. Es éste un recipiente hecho con la piel de una cabra, cubierto de pez en su interior, y que se usaban para trasportar el vino. La noche del 15 al 16 de agosto (la que va de la Virgen a San Roque), se cuelga sobre la puerta de la muralla y se le prende fuego. La Asociación Cultural la Quema del Boto sigue cumpliendo el rito. El problema, nos contó don Anselmo, es que ya no hay botos, y los que aún hacen algunos artesanos en Burgos, salen muy caros.

Lo de la fuente de los siete caños es un ejemplo vivo de aprovechamiento de recursos naturales. Servía para suministrar agua a los vecinos y para abrevadero del ganado. De allí el agua llegaba al lavadero extramuros y, por una acequia, hasta las huertas, para el riego. Lo que en jerigonza actual llamaríamos optimización de recursos hídricos. En sus tiempos, simplemente, una forma inteligente de dar utilidad al manantial que alimenta la fuente.

Por no cansar más al lector, mejor una sugerencia ¿En vez de leer esto, por qué no aprovecha un fin de semana y hace una visita por aquellas tierras? Quedará sorprendido. 

lunes, 10 de junio de 2013

¿Cuánto vales?

¿Alguna vez el improbable lector se ha preguntado cuánto vale? Mejor dicho, ¿en cuanto le valoran las instituciones, los bancos, los empresarios, las grandes cadenas de distribución?  Lo habitual es pensar que a uno la sociedad lo valora por lo que tiene, como aquella copla de Estrellita de Palma que se oía por la radio en mi lejana infancia: Tanto tienes, tanto vales…, conviene más un marqués que tenga caudales…etc.
Pero  no es eso lo que a este jubilata le está preocupando. Con ello ya contamos. Cuanto más lujoso es tu coche, el barrio en el que vives,  las marcas de ropa que vistes, más valorado eres. Cuanto mayor es tu status social, laboral, cultural, tanto más vales. El mundo es “ansí”, decía una novela de Pío Baroja, y no parece que aquél haya cambiado demasiado en cuanto a la apreciación que tiene de cada uno de los individuos que lo componen.

Lo que a este jubilata le llama la atención, y no sabe bien cómo explicarlo, es cuánto vale para el banco donde tiene sus ahorros. Y no ya que esta valoración dependa de los dineros que tiene depositados en la entidad, sino, rizando el rizo ¿cuánto vales muerto para el banco? Al improbable lector le parecerá una pregunta rara, pero no es tan absurda como pudiera imaginarse a primera vista.

Para que quien tenga la curiosidad de seguir leyendo, se haga una idea, vea lo que sigue: Según Ibercaja Banco, a día 20 de mayo de 2013, un servidor, si se muriese hoy, o de aquí al próximo 20 de junio, vale 319,29 euros del alma. Es esa la diferencia entre el último ingreso de 100 euros al capital acumulado en una cartilla de “seguro de ahorro previsión” a fecha 20 de mayo, y el capital por fallecimiento. Si la defunción se produjese dentro de los  treinta días a partir del 20 de junio, mi valor como difunto aumentaría en 9 euros. Y así sucesivamente; por cada mes más que viva, mi valor  cadavérico – digámoslo tal que así –  se va incrementando en 9 euritos devaluados. Eso contando desde el 20 de marzo de 2009, cuando deposité mis primeros 100 euros. O sea, en cuatro años mi valor de defunción cotiza 319,29.

Todavía no he echado la cuenta – con las prisas por escribir esto me he olvidado de ese pequeño detalle – de cuántos centenares de años debería seguir estando vivo para que Ibercaja Vida S.A. considerase que mi fallecimiento vale lo que el señor Bárcenas tiene depositado en los bancos suizos. Así a ojo, han de pasar algunos siglos y, la verdad, no sé si merece la pena aplazar mi defunción tanto tiempo solo por ser dueño de un cadáver personal e intransferible multimillonario. En lo que este jubilata lleva vivido, ya ha pasado por dos grandes depresiones económicas (más los inherentes ciclos depresivos intermedios de baja intensidad) y, visto lo visto, no está muy interesado en pasar por una tercera, y menos con el ganado que nos gobierna o similares en el futuro.

En un ejercicio de realismo, este jubilata ha de reconocer que como difunto no vale gran cosa. Poco más de 300 euros. Vivo, al menos, lo cotizan en algo más de cuatro veces ese valor, lo que no es gran cosa, pero sirve para ir aplazando el sepelio algunos años más a la espera de la lenta revalorización funeraria.

Pero lo que más le duele a uno no es el poco aprecio económico que hace el banco de sus restos mortales – 9 euros mensuales, francamente, son una mierda –, sino de la poca consideración que le tienen en vida. ¿Con qué estado de ánimo va uno a encarar el resto de su vida sabiendo que con cuatro putos duros le van a despachar a la otra? 

domingo, 2 de junio de 2013

Marcha montañera por la Sierra de La Puebla.-


La de hoy ha sido una bonita marcha por la sierra de la Puebla, en la sierra Norte de Madrid, la que antes se llamaba la Sierra Pobre. En estos pueblos serrano, antaño, se vivía con recursos muy escasos, de ahí el nombre que le dieron tradicionalmente. Según le dijeron a un amigo mío, "vivían de lo que no comían". Desde hace años, con las ayudas de la entonces hada madrina, hoy madrastra, Comunidad Europea, se remozaron todos estos pueblos; sus casas están construidas en lajas de piedra de los entornos y tienen una belleza que podríamos llamar neo-rústica. De un rusticismo al gusto de la mentalidad ciudadana, muy a propósito para atraer turismo rural y amantes de la buena cocina serrana.

El puerto de la Puebla, a 1650 m de altitud, es un pequeño puerto bien conocido por los montañeros madrileños. Desde aquí uno puede subir a la Peña de la Cabra o tomar el sentido norte y girar al este para hacer toda la cuerda hasta la Tornera, y, quien esté dispuesto a alargar la caminata, hasta la Centenera.

Nuestro grupo, Senda Clara, inició la subida hacia un macizo rocoso de nombre Gustarellano, 1770 m., para continuar, cuerda adelante, hasta el Porrejón, que está en la cota 1827. Ésta es una marcha muy aérea, siempre cumbreando por las crestas, desde la que pueden verse los Carpetanos, en este día cubiertos por las nieblas. A su izquierda, el macizo nevado del Peñalara. Siguiendo con la vista la dirección suroeste, podía verse la Cuerda Larga y la Pedriza y la Cabrera. Y si uno alarga su vista por el llano, se tropieza con el Cerro San Pedro, solitario y enhiesto en medio de la llanura; más a su izquierda el bulto que forman las cuatro torres de Madrid levantadas como homenaje al orgullo financiero de la capital en ese momento previo a la burbuja del cemento. Del otro lado, mirando a tierras de Guadalajara, el Cerrón, el Santuy y el Pico del  Lobo. Extendiendo la vista hacia su derecha, el macizo soberbio del Ocejón.  


Del Porrejón, siempre caminando entre calizas, que los pliegues orográficos levantaron hasta casi la verticalidad, el perfil de la sierra tiene, en la distancia, el aspecto de cuchillas y dientes de sierra y forman un paisaje agreste y de gran belleza. Como esta es una marcha que se parece mucho al movimiento de un tobogán, tan pronto subimos algún pico como bajamos a algún collado, poniendo a prueba las piernas de los montañeros. 

Pues eso, que del Porrejón bajamos al collado de las Palomas para subir al siguiente pico, el Pinhierro y bajar, a continuación, al collado Llano. De aquí al Tornera, nuestro objetivo, que es la máxima altitud que alcanzaremos, a 1864 m. Alcanzar este pico nos supuso un continuo baja y sube por pequeñas crestas que parecían no tener fin, hasta coronar.

Pero las vistas desde el pico compensaban cualquier esfuerzo empleado en la subida. El día estaba soleado y la profundidad de campo que alcanzaban nuestros ojos nos permitió disfrutar de la vista de todos los macizos montañosos que he dicho. Por si fuera poco, en la cumbre nos estaba esperando un rebaño de cabras, quienes nos miraban con curiosidad mientras resoplábamos en los últimos metros. No hubo confraternización. Ellas en sus riscos, nosotros junto al vértice geodésico. Sabíamos que, en cuanto nos fuéramos de allí, una vez comido el bocadillo, se acercarían a ver si se podían aprovechar de nuestras sobras. Solo que el montañero suele llevar  un ecologista dentro de su mochila y no dejamos restos, como dicen que está ocurriendo en el Everest, donde los desechos se amontonan por toneladas.

En el trayecto no nos ahorramos cruzar por pedreras y canchales, entre calizas, cuarcitas y pizarras. Los prados de altura verdeaban y veíamos con frecuencia ranúnculos, esas pequeñas flores de un amarillo intenso que van tachonando la pradería. De vez en cuando, jacintos silvestres. En las laderas orientadas al medio día empezamos a ver grandes manchas de brezo en flor.

La cuerda de estos montes forma un arco tendido en sentido oeste-sur-este y desde ella se aprecia que las laderas fueron repobladas por pino en terrazas, de los que se ven grandes manchas. Habrá que bajar mucho hacia la población de La Puebla de la Sierra para que el bosque autóctono de roble melojo se deje ver. Por encima de éste, el bosque degradado ha dejado paso a las matas de cantueso en flor, tomillo y jara pringosa.

Desde lo alto de la Tornera hasta Puebla de la Sierra hay una bajada a huevo con un desnivel, así, a ojo, de unos 700 metros, por terreno irregular donde la amortiguación de las rodillas se somete a una dura prueba. La mía derecha, bastante artrítica, acusó el esfuerzo más de lo que a un servidor le hubiese gustado.

Tuvimos un buen día de sol, vistas soberbias y buena compañía, ¿qué más se podía pedir  en esta primavera que se resiste a dejar los flecos del invierno?