lunes, 29 de octubre de 2018

Esas mujeres...


Hace unos días ha muerto Carmen Alborg, ministra que fue de Cultura. Recuerdo que mi por entonces jefa bajó un día a la sede central del ministerio, la vio y, cuando subió al “Histórico” (así lo llamábamos usualmente), comentó que la nueva ministra parecía una pilingui. Lo de pilingui me sonó a españolada de las pelis de destape, de cuando Alfredo Landa; entendí bien el sentido despectivo de “ligera de cascos” y “perdida”, y la ministra me cayó francamente bien desde entonces. Se me ocurrió pensar que también a George Sand, quien vestía pantalones y fumaba cigarros, y encima era querindonga de Chopín, las paisanas de Valdemossa la pondrían de pilingui y de putana, pero en su dialecto.

Si a mi jefa,  - mujer conservadora y, según expresión de los que militábamos la progresía, más de derechas que don Pelayo -, la Alborg le caía mal, era indicio de que teníamos una ministra fuera de horma. Con su melena roja suelta y sus alamares tipo Moschino (Si no puedes ser elegante, sé extravagante), su desinhibición, su verba fluida y su fama de mujer culta, fue una ventana que se abría en la zahúrda ministerial para ventilar el olor a papel timbrado rancio. Luego, allá por el 96, también del siglo pasado, nos vino a ser ministra doña Espe Aguirre, condesa consorte de Bornos – ahí es nada – y liberal en estado puro, pero ya no era lo mismo. La ventana del oreo ministerial, como mucho, quedó entornada y con tufillo a privaticemos servicios públicos.  

También uno de estos días pasados, he ido a la Juan March (así dicen los habituales) a ver la exposición Lina Bo Bardi, Tupi or not tupi, una hibridación italo/brasileña. Doña Achilina Bo, emigrada de Italia en 1946, arquitecta de vocación y profesión, quiso además, integrar la cultura europea con la expresión de arte popular brasileño. Lo que me recordó una exposición vista hace años, dedicada a Tarsila do Amaral (de quien escribí una entrada allá por el 2009, que puede leerse pulsando en el enlace anterior) artista que hizo el viaje de ida y regreso, desde su Brasil hasta el París de las vanguardias, para volver a su tierra natal y tratar de integrar las dos culturas en los movimientos Pao Brasil y Antropofagia.

Ambas artistas, con unos decenios de diferencia, propusieron una antropofagia cultural, cuyo manifiesto hizo Oswaldo de Andrade, marido que fue de Tarsila: una digestión del modelo cultural europeo para apropiarse de él y asumirlo como expresión del arte brasileño. Una fusión de las vanguardias europeas y las costumbres populares de la población india, negra y mestiza. Una puesta en valor de la cultura popular brasileira una vez asumida la cultura colonial europea. Por eso llamaron antropofagia al proceso de masticar y digerir una cultura superior para asimilarla a la popular de su país.

Y perdóneme el improbable lector por hablarle de estas cuestiones de tan poco interés para la vida diaria. Son expresión de los hábitos culturetas del jubilata, el cual, según las usuales doctrinas del envejecimiento activo, ha de buscar metas que mantengan su sistema neuronal en ebullición para no ser una carga social. Porque, además de guisar, hacer la compra en el súper y darle al estropajo salvauñas, sépase que los jubilatas de hogaño le damos al intelecto con una habilidad polifacética que para sí hubieran querido anteriores generaciones. 

Por eso, hoy estamos por divagar sobre mujeres de las que tenemos alguna noticia por haber sido un referente cultural en los tiempos que les tocó vivir. Y por eso mismo, a menudo, para saber de estas mujeres, de sus obras y su proyección cultural, uno no tiene más remedio que acudir a museos, exposiciones puntuales o textos, lugares donde se guarda memoria de ellas. A veces, tenemos la impresión de que, por haberse atrevido a romper la horma, ha habido que cosificarlas y reducirlas a eso que llamamos obras de arte, y colgarlas en las salas de exposición, no sea que su ímpetu nos obligue a reflexionar sobre lo que una mujer puede hacer cuando se libra a su capacidad creadora. 

Son como la mujer de Lot, convertida en estatua de sal porque no respetó la norma y giró la cabeza para saber qué ocurría a sus espaldas.  Estas mujeres de las que venimos hablando, también volvieron la cabeza para ver de dónde venían y así saber hacia dónde querían ir, solo que la sociedad al uso no pudo convertirlas en estatuas para reprender su atrevimiento.

Lo que, mira por donde, viene al pelo para recordar esta frase de Dorothea Tanning (de sus obras y su época habla una exposición actual en el Reina): Puedes ser mujer y ser artista; pero lo primero no lo puedes remediar, y lo segundo es lo que eres en realidad. Según parece, ella rechazaba la definición de “mujer artista”. La verdad es que nadie nunca habla de “hombre artista”; se es artista, hombre o mujer. Lo primero es lo que importa, y lo segundo, accesorio.

No querría acabar estas divagaciones de pensionista ocioso sin hablar – hablar por hablar, por pasar el rato – de la pintora italiana Sofronisba Anggisola.  Esta pintora fue una rara avis en la corte de Felipe II. Fue dama de compañía de Isabel de Valois y la acompaño a la Corte española, donde pintó algunos retratos, como el del propio Felipe II o el de Ana de Austria. Puede uno verlos en el Museo del Prado. Pero lo que es menos conocido aún que su pintura, es que anduvo metida en una revuelta palaciega que organizaron las damas de la reina en el alcázar de Madrid, sede de la corte.

Uno se imagina la corte del rey Felipe II como lugar triste, aburrido, de mucho rezo y de pisar quedo, pero no debió ser así, a lo que parece. Tenían las damas la costumbre de ligar con los barbilindos cortesanos desde las ventanas de las estancias de la reina, hasta que el aposentador de la Casa de la Reina, el marqués de Ladrada, mandó poner celosías para evitar tanto descoco. Decía el marqués en un informe al rey: aunque yo conocí a algunas damas bien desasosegadas, ninguna comparación hay a lo de ahora, porque tienen la mayor maestría para insolencias que se pudiera hallar en el mundo”. Lo cierto es que las damas se lo tomaron a mal, y algunas, entre las que estaba Sofonisba, empezaron a romper cierres y celosías.

El rey, que a lo mejor le llamaron el Prudente por eso, decidió inhibirse en esa revuelta de faldas y mandó que fuese la propia reina quien pusiese orden en asuntos que correspondían a su Casa. Porque una cosa es administrar un imperio que se extendía de sol a sol, y otra muy distinta, y asaz complicada, poner paz en el gineceo de Palacio.

domingo, 14 de octubre de 2018

Faunario humano.-


Leyendo (perdóneseme el gerundio inicial) un tocho divulgativo referido a las lagunas que presenta la teoría darwiniana de la evolución del Homo Sapiens y antecesores, me entero de que los humanos somos primates (eso ya lo sabía, pero no) del suborden de los simios. Solo que ahora, no sé si los zoólogos y también los paleontólogos, dicen, además, que somos haplorrinos. Esto es: con ventanas nasales secas y no un hocico húmedo, como los estrepsirrinos. 

Por lo que un servidor llega a entender, somos primates de nariz simple, carecemos de membranas alrededor de las narinas y de vibrisas en el hocico. Así que magínese el improbable lector a qué situación hemos llegado como especie: no somos más que bípedos sin morros húmedos y de nariz seca. Tanto homo sapiens como presumimos ser, para llegar a vernos clasificados según una cuestión de simples narices. Más de tres millones de años evolucionando – se supone – paso a pasito, desde el Austrolopithecus, pasando por el Afarensis, el Robustus y otros; siguiendo por el Erectus, el Neanderthalensis…, y cuando llegamos a la culminación de la especie en el Sapiens, resulta que ésta nos da ejemplares de tanto relumbrón como el Trump o el Villarejo, o jubilatas septuagenarios, según el nicho ecológico donde se desarrollen.

Pensando (otro gerundio que se cuela) estaba en estas cuestiones cuando me descubrí a punto de cumplir los 73 años. Un servidor ya sabía que le venían rondando desde hacía tiempo, pero no tan apresurados. También sabía lo del acertijo que le propuso la Esfinge a Edipo, lo del animal que por la mañana anda a cuatro patas, al medio día con dos y por la noche con tres. Y también sabía que, según se iban acumulando los años, terminaría siendo ese animal (racional, a pesar de todo) que acabaría andando a tres patas. Lo que no sabía es que, de la mañana a la noche, el pequeño australopiteco con el que me identifico, que nadaba en el líquido amniótico materno, terminara convertido en un sapiens de clases pasivas que no recuerda haber recorrido toda la cadena evolutiva – del afarense al neandertal – y, mucho menos, que se haya tomado tres millones de años para hacerlo.

Lo que me recuerda (recordar, cuestión de vivir la vida hacia atrás, ya que hacia adelante no hay mucho margen) que también don Miguel se quejaba en sus Recuerdos de niñez y mocedad, o como quien dice, cuando fue ese animal edípico que andaba a cuatro patas y luego a dos:

Yo no me acuerdo de haber nacido. Esto de que yo naciera -y el nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como el morir será mi suceso cardinal en el futuro-, esto de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del más importante acto de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno. Lo cual me consuela, haciéndome esperar no haber de tener tampoco en lo por venir noticia intuitiva directa de mi muerte.

Aceptando (un gerundio más), y siguiendo (y otro) con el símil evolutivo: que habiendo sido un homúnculo sin conciencia y sin consciencia de que lo hubieran nacido, el animal sapiens de tres patas que soy actualmente se siente un tanto decepcionado de que lo pusieran en este pícaro mundo sin advertencia previa, como esas instrucciones que vienen con los medicamentos y cuya lectura es recomendable antes de la primera ingesta. Nacerle a uno sin haberle previamente pedido parecer, dotarle de conciencia y consciencia para complicarle la existencia, y echarle en mitad de la charca embarrada que suele ser la vida, es – que don Miguel me perdone – una putada.

Y más todavía cuando, según vas viviendo la vida, le vas cogiendo gusto. Es como engancharse a la heroína, vives en tu mundo nebuloso, pero terminas hecho un trapo. Cuando te das cuenta, no hay metadona que te salve, porque la vida mata. El único consuelo (que a la mass-media le sienta bien) es que, para olvidar la finitud como ser vivo, se han inventado los smartphones, el consumismo, las modas de temporada, el patriotismo irredento, los colorines de los anuncios y otros mil sucedáneos del nada por aquí, nada por allá y ¡Hop!, el conejo que sale de la chistera.

Concluyendo (y último gerundio). No se vaya a creer el improbable lector que este jubilata mira con resquemor hacia el pasado y con temor hacia el futuro (dure lo que dure), es que le gustaría poder haber pasado por la vida en pura inopia, como la austrolopiteca afarense Lucy, que anda ya por los tres millones y pico de años y sigue igual a sí misma, sin preocuparse de trascendencias, como lo hacía el caviloso de Unamuno. Ese don Miguel, tantas veces citado hoy, quien se preguntaba si el gato acaso llore o ría por dentro, pero por dentro acaso también el cangrejo resuelva ecuaciones de segundo grado. Acaso los humanos, allá en el interior de su caparazón, además de Homo Sapiens sean también inteligentes. Chi lo sa! 

Y es que la ecuación de la vida a ver quién la resuelve…