miércoles, 25 de julio de 2012

Los tejos de Valhondillo


El tejo bisabuelo
El Valhondillo es un arroyo que nace en la Cabeza de Hierro Mayor (a unos 2.200 m de altitud) y se une con el de las Zorras (que nace en Navahondilla, en la Cuerda Larga) algo más abajo de la tejeda, para desembocar en el río de la Angostura, que es como se llama el Lozoya en su tramo alto.

El Peñalara en la subida al Valhondillo
Esta tejeda se caracteriza por la presencia de varios tejos milenarios y otros muchos ejemplares más jóvenes, pero no sé si los responsables del parque natural los tendrán inventariados. Sin posibilidad de hacer un recuento, y por dar un número, imagino que debe haber varias docenas de ellos, si no un centenar, dispersos en torno al arroyo y siguiendo su curso abajo, hasta casi el puente de la Angostura.

También por la zona, y entre la pinarada, hay una hermosísima acebeda con gran cantidad de ejemplares formando matas dispersas bajo los esbeltos pinos silvestres.
Para cualquier aficionado a la naturaleza, y para los montañeros que asociamos el placer de la caminata con el disfrute y respeto del entorno natural, son parajes a los que acudimos con gusto. Este jubilata recuerda hacer visitado el tejo milenario por primera vez hará más de diez años, cuando el lugar era apenas conocido y sólo estaba al alcance de los pocos avisados de su existencia y de los intrépidos descubridores de tejos que éramos los autodenominados “Trío de los Tejos”.

Los veteranos del Trío de los Tejos
Vieja afición que cultivamos durante muchos años y que nos permitió conocer los tejos más recónditos en el sistema central.

La toponimia ha sido, y sigue siendo, un buen indicador de la existencia de tejos y su comprobación nos permitió largas y frecuentes exploraciones por barrancos donde es difícil encontrar huellas de botas montañeras.


El tejo casi bimilenario

Valhondillo, actualmente, es un lugar que recibe más visitas de las que serían de desear, lo que provoca una presión sobre el medio natural que no parece beneficie en nada a un lugar tan sensible ecológicamente que aún conserva su pureza original, pero al que se han visto obligados a proteger por aquello de que no todos los que llegan hasta allí saben lo que significa conservar una tejeda en estos tiempos actuales.

Otro tejo milenario

Aun habiendo otros ejemplares de acreditada antigüedad, el que más llama la atención es uno que está hueco y podría alojar tres o cuatro personas en su interior. Le calculan una edad entre 1.500 y 1.800 años. Con el fin de evitar daños a tan venerable abuelo vegetal, han tendido una verja todo a su alrededor y uno ya no se puede aproximar a él, como ocurrió en nuestra primera visita, que nos fotografiamos dentro para apreciar el volumen de su tronco.

Tejo del "Barondillo"
Tiene junto a la verja una cartela donde dice “Tejo del Barondillo” y sigue un texto con las características del árbol y el por qué de su protección. Quien lo puso se quedó tan ancho al llamarle “del Barondillo”. Se ve que no se tomaron la molestia de leer un mapa de la zona (el mío es un 1:50.000 de la Tienda Verde) donde dice claramente “arroyo de Valhondillo”. También lo dice la cartografía militar, según nos comentó un montañero que allí estaba; y también puede verse en el libro Andanzas por la Sierra de Madrid, donde se explica el por qué del topónimo Val-Hondillo. Y si uno quiere comprobar que no se trata de un homónimo del restaurante de Rascafría, no tiene más que fijarse en la orografía del entorno: un vallecillo encajado por donde discurre el arroyo. Vamos, que el curso del arroyo discurre por un vallecito hondillo, por lo escarpado. La toponimia, a veces, es redundante en cuanto nos está diciendo lo que hay sobre el terreno. ¿Hay un arroyo que pasa por unos apriscos? Pues arroyo de los Apriscos; los paisanos del lugar, cuando lo nombraban, sabían a qué se estaba refiriendo y dónde estaba. Lo mismo si uno nombra la Peñota o el Montón de Trigo, que aluden a una característica particular por su perfil o complexión…


El arroyo Valhondillo
Uno, en cualquier situación de que se trate, agradecería que se llamase a las cosas por su nombre. Empezando, como ejemplo muy al día,  por el desmantelamiento de los logros sociales en nombre de un sistema financiero voraz, y terminando por la toponimia. Cuando nombramos a las cosas por lo que son sabemos de qué estamos hablando y nadie puede inducirnos a error. Así que, insisto, las cosas por su nombre y, para conocer los topónimos y ponerlos sobre un cartel informador, no hay nada como ir a la cartografía y ver qué dice.

miércoles, 18 de julio de 2012

El Artiñuelo.-


No es ningún bicho pequeñajo ni ningún artilugio de utilidad poco conocida, es el arroyo que pasa por Rascafría. Nace bajo el collado de la Flecha y atraviesa el pueblo para unirse con el de los Apriscos para desembocar en el río Lozoya.

Es uno de tantos arroyos como pueden verse por la sierra madrileña, pero a mí me cae especialmente simpático, quizás porque es un vecino de amable compañía que pasa a la vista de nuestras ventanas, al que he dedicado varias visitas en estos días que practico el oficio de veraneante. Pasa por delante de casa con su murmullo de agua y nos regala la frescura de su vegetación, tan de agradecer en estos días veraniegos. Es una frontera amable que nos separa del bullicio del pueblo. Basta cruzar la pasarela de Manola para estar en la plaza de la Villa con su ajetreo de turistas, las tiendas y los coches.

El Artiñuelo desde lo alto del camino
Una de estas mañana decidí explorarlo siguiendo su curso desde la parte alta del pueblo, por un lateral del barrio de las Matillas, a su izquierda. De aquí sale un camino cómodo que lleva hasta el molino del Cubo, un antiguo molino harinero del que se tiene constancia, al menos, desde el siglo XVIII, y que estuvo en funcionamiento hasta los años cincuenta del siglo pasado. Hoy se mantienen en pie malamente sus paredes y está todo él cubierto de una maraña de vegetación que hace imposible acercarse. Sigue en pie el arco en ladrillo por donde desaguaba el salto de agua que impulsaba su rueda motriz y puede verse aún una de las piedras de moler. El lugar tiene algo de romántico, de ese romanticismo de las ruinas que invita a la melancolía y a la meditación sobre la fugacidad de la vida y demás sentimientos becquerianos.
Vacas sesteando en el embalse

Pero a este jubilata, la verdad, el lugar le parece un pequeño paraíso lleno de vida: el arroyo baja rumosoro, la umbría de los árboles de ribera hace pensar que estamos lejos de cualquier lugar habitado, aunque apenas algo más de un kilómetro camino abajo está el pueblo, los pajaritos (como el jubilata no es ornitólogo los llama “pajaritos”) gorjean y el aire huele a mañana fresca. Y a uno, que a las siete de la mañana ya estaba caminando, le parece que todo esto lo tiene a su personal disposición solo por haberse tirado de la cama nada más aparecer las primeras luces del día.

Arroyo arriba, hasta la vieja presa, se puede ir por ambas vertientes. El camino más interesante es el que sube por su orilla derecha ya que se convierte en una senda que gana altura y trascurre por entre robles y roquedo, para bajar de forma abrupta hasta el pie del muro.


Aliviadero en cascada
Esta pequeña presa, de donde se toman aguas para el pueblo, actualmente está colmatada con limos que han aflorado sobre el nivel del pantanillo. Tiene un aliviadero en escalera por donde las truchas pueden remontar la corriente y, debido a la presión de las toneladas de materiales depositados, el muro está agrietado y por allí se escapa el agua a borbotones. Si uno va por el camino de su margen izquierda, una buena pista entre robles lleva hasta la parte alta de la presa, con el bosque haciendo barrera por su mano derecha, según gana altura.

Desde aqui se aprecia el embalse casi cubierto de materiales
Pero hay otra forma de llegar a aquel paraje. Si uno toma la pista que sale junto al campo de fútbol puede seguirla hasta la cota 1320. La pista hace primero un quiebro pronunciado hacia el arroyo del Collado Vihuelas y gira hacia la izquierda, sigue aproximadamente un kilómetro y, en la cota dicha, hace un quiebro pronunciado hacia la derecha. Justamente en esta curva hay un zarzo de alambre de espinos, se pasa éste y aparece una senda cuya huella todavía es clara.

La senda transcurre en medio del robledal, tan cerrado que uno no encuentra puntos de referencia. Además, la huella del sendero es débil en muchos tramos y parece perderse, pero no, puede seguirse manteniendo, más o menos, la horizontalidad del trazado. Al cabo de un rato, por entre el bosque pueden vislumbrarse, muy abajo y a nuestra izquierda, trazos del camino que va paralelo al arroyo. El mejor indicador para saber que uno está en la vertical del pantanillo es un roble ahogado por el abrazo de una hiedra, que destaca por su color negruzco entre el verde oscuro de la masa vegetal. Desde aquí al camino, apenas unos metros de bajada.

Es una caminata sin mayores dificultades en la que pueden emplearse un par de horas, ideal para que el caminante madrugador disfrute de la amanecida y regresar a casa a la hora del desayuno. Luego queda mucho día por delante para dedicarse al apacible oficio de veraneante.

jueves, 5 de julio de 2012

El mundo es ansí.-

Ya lo sabe el improbable lector, el título está tomado del segundo de la trilogía Las Ciudades, del impío don Pío (como le denostaba el clero franquista).
Es que uno se pone a observarlo (el mundo, digo) y, de las bajas cabañas a los altos palacios, el mundo es un despropósito muy bien organizado que se mantiene en pie gracias al equilibrio de tensiones entre contrarios. Y, a veces, ni eso. Un gran despropósito se contrarresta con la acumulación informe de miles de absurdos, de manera que este mundo nuestro va dando tumbos como el dado trucado de un tahúr de taberna, pero siempre beneficiando a quien lo maneja.
En plena resaca del glorioso triunfo de “la Roja” (espero que no se haya olvidado tan patriótico acontecimiento cuando escribo esto), este jubilata se pasó el día y parte de la noche en urgencias del 12 de Octubre. El lugar, mal que me pese, forma parte de mi historia familiar porque allí ingresábamos a mi padre a cada pocos (un remiendo y a casa), en sus últimos años; allí le recosieron varias veces la salud, y allí murió, mi madre; y allí acaboo yendo cada vez que a otra persona allegada mía se le disparan las arritmias o el corazón se le desbarata con un fluter. Si el improbable lector ha pasado por ese trance, conocerá el paisaje desolador de las urgencias hospitalarias.
Uno en la guerra no ha estado, pero cada vez que entra en los servicios de urgencia del Doce, tiene la sospecha de que un hospital de campaña, en plena batalla, no debe ser muy diferente en cuanto a las condiciones de trabajo y al hacinamiento de los cuerpos doloridos. Quizás la gran diferencia sea que en la guerra la carne es joven, material de primera calidad para alimentar a la Parca, mientas que en urgencias el ganado humano es puro desecho.
Uno lo dice con respeto, aunque no lo parezca. Este jubilata no se piensa poner trágico para conmover al improbable lector, que la realidad ya es bastante dura como para recurrir a la casquería emocional.
Esta vez (hace ya varios meses que no venía por este zurcidero de humanos rotos) me ha sorprendido la gran cantidad de viejos que había por los pasillos. No ancianos, no tercera edad o seniors, ni simpáticos viejitos, ni disimulos de neolengua: son ruinas de viejo. Puras carcasas de cuerpos con un poco de vida dentro. Cuerpos desnudos mal tapados por una sábana, un rimero de huesos pegados al pellejo. Calaveras desgreñadas con ojos inexpresivos, bocas desdentadas, abiertas como un agujero oscuro. Algunos, desorientados, otros con la indiferencia de un animal a punto de extinguirse; alguna viejuca balbuciente y llorosa, como un anti-bebé a punto de nacer para la muerte. Y todo entre las prisas del personal sanitario, la falta de espacios y esa sensación opresiva de que la muerte es un asunto antiestético.
Y lo que es peor, con la sensación desoladora de que todos aquellos viejos sobran, que se agarran a la vida sin ninguna consideración a los costes económicos que ocasionan. Desechos sociales que estarían mejor en el crematorio, como aquellos judíos esqueléticos que gaseaban los nazis. Eso, al menos, es lo que uno piensa que deben pensar quienes recortan gastos en sanidad pública.
No me extraña que los líderes políticos y sus ideólogos neocon y paniaguados del sistema reduzcan los costes sanitarios, las ayudas a enfermos de larga duración, a viejos, discapacitados o a sus familiares por cuidarlos. Es ganadería de pésima calidad, no explotable laboralmente, no influenciable por las consignas consumistas, perfectamente inútil para lubricar el engranaje de producción-consumo, y que, encima, obligan a mantener más personal sanitario del necesario y disparan los costes sociales. Una ruina, estos viejos decrépitos, habiendo bankias que rescatar y primas de riesgo que pagar.
Pero el mundo es ansí, un perfecto despropósito donde los individuos cuentan poco, donde los humanos en fase terminal dan mucho trabajo y ningún provecho.
Por eso hay que reducir sueldos de empleados públicos –sanitarios o no- , porque el mundo es un entramado de intereses donde lo que importa es que el sistema salga del atolladero. Atolladero donde lo metieron los tahúres que se jugaron las riquezas nacionales en una partida de la que todos salimos con una mano delante y otra detrás, cubriéndonos las vergüenzas del Sistema que jugó a “la banca siempre gana” con los dados trucados.