lunes, 31 de agosto de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, y IV.- Una escapada.-

Agosto es mes fiestero y en Rascafría no podía ser de otra manera. Solo que los ruidos nocturnos - o músicas, según otros criterios – se cuelan a lo bruto en nuestra casa de alquiler y en  nuestro dormitorio hasta pasadas las cuatro de la madrugada. Y un servidor, convencido de que un parque natural es lugar donde la contaminación acústica está de sobras, por mucha fiesta patronal que se celebre, hace las maletas y aprovecha para subir a Navarra, a ver a la familia.

Visitar a los primos, oficiar en la cofradía de Pantagruel ante una mesa bien provista (pichoncicos en cazuela, ajoarriero, chilindrón, pimienticos de Lodosa, de postre trenza del Reyno…), tertuliar por las tardes delante de la puerta de casa o hacer excursiones por los pueblos navarros, son actividades casi de obligado cumplimiento.

Alguna vez, siendo mozo, oí cantar esta letrilla: Beriáin es tan pequeño / que no se ve en el mapa /pero criando cutos /nos conoce hasta el papa. Entiéndase por “cutos” a los cerdos, gorrinos o aínos. Beriáin, que fue aldea de agricultores y hoy es como un barrio dormitorio de Pamplona, tiene dos personajes de lustre: el general Marcelino Oraá y este jubilata, ambos nacidos (cada cual en su época, claro),  en la misma casa, a la que en tiempos de mi abuelo llamaban Casa Lecaun.  

Aparte esos lustres, tiene una bonita leyenda: El 12 de abril de 1127 se consagró la catedral románica de Pamplona con la asistencia de numerosos obispos. Pero resulta que tres de ellos quedaron retenidos en Beriáin a consecuencia del desbordamiento del río Elorz y fueron agasajados por los vecinos. En agradecimiento, estos obispos consagraron la iglesia parroquial, la única que se consagró en la  Cuenca de Pamplona, y de eso hemos presumido siempre los beriaineses. Queda como recuerdo de aquel episodio el astelen iru burugorri, o lunes de las Tres Cabezas Rojas (por las tres testas mitradas), leyenda que se conmemora en una placa al pie de la torre. 

Tenía, también, en las afueras, una necrópolis del S. XI al XIII que quedó arrasada en tiempos de la apisonadora inmobiliaria; aunque, a decir  verdad, sus ajuares funerarios y sus enterramientos en cistas modestísimas no daban para mucho interés arqueológico. Se hicieron excavaciones, se levantó un plano con la distribución de las sepulturas, se estudiaron los esqueletos allí depositados y sus escasos ajuares, y la excavadora se llevó todo vestigio por delante. Una fila de chalés clonados e impersonales ocupa su lugar.

Visitar Elizondo, capital del valle de Baztán, resultó muy interesante por su típica arquitectura montañesa y sus casas palaciegas. Lástima que, en lo más granado del pueblo, se veían colgados, de parte a parte de la calle, los trapos negros que simbolizan la mítica patria del irredentismo euskaldúnico, exigiendo el retorno de los morroskos del gatillo patriótico. Se ve que las autoridades locales aún andan con la boina ideológica encasquetada hasta las cejas y las neuronas a falta de oreo.

Más interesante que el aldeanismo étnico resulta recordar que los vecinos de la villa fueron reconocidos como hidalgos por privilegio de Carlos III el Noble y que baztanés era el adelantado Pedro de Ursúa, el de la expedición por el río Marañón. Según es sabido, el guipuzcoano corcovado Lope de Aguirre le envió a la gloria eterna por celos del mando, lo que dio origen a la célebre expedición de los Marañones. Recuérdese La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, de Ramón J. Sender.

A Amaiur, o Maya, según la doble grafía de la zona, se accede a través de un vistoso arco dieciochesco y, en su monte Gaztelu, conserva los restos de un castillo medieval,  posteriormente modificado para artillarlo, donde se refugiaron en 1522 los últimos defensores del reino de Navarra frente a las tropas castellano-agramontesas tras la anexión de Navarra al reino de Castilla. Como la sensibilidad eusko-patriótica anda a flor de piel por todas estas tierras, en las cartelas explicativas se habla de “conquistadores”, olvidando que el viejo reino cayó a causa de las guerras banderizas señoriales entre agramonteses (partidarios de la corona francesa), y beamonteses, partidarios de Castilla. 

Si nuestra Navarra hubiera estado del otro lado de los Pirineos, como es el caso de las viejas provincias del reino, la Baja Navarra o Iparralde, ahora seríamos franceses (y el irredentismo seguiría vivo, pero victimizado por otro opresor), pero la estratégica barrera pirenaica jugó a favor del expansionismo castellano. Sin embargo, la Baja Navarra fue abandonada al francés en tiempos del emperador Carlos V sin dar un arcabuzazo.

Zugarramurdi es un caso de manual de histeria colectiva, inducida por las autoridades eclesiásticas en el S. XVII. Creo que no fue ajeno a aquel aquelarre inquisitorial el prior del cercano monasterio de Urdax, quien denunció las prácticas paganas, y por lo tanto demoniacas, de los habitantes del lugar. El proceso inquisitorial de Logroño, de 1610, provocó una locura colectiva en la que los vecinos se acusaban mutuamente de adorar al Gran Cabrón y practicar orgías contra natura en la famosa cueva. 

Hoy día aquello es un hervidero de turistas franceses y españoles que perturba la tranquilidad del lugar. La pobre cueva es actualmente un atrezo brujeril saca-dineros donde el macho cabrío satánico, si apareciese, se vería acosado por docenas de cámaras fotográficas y  smartphones de esos, y no podría ejercer los orgiásticos misterios con su corte brujesca que tanto preocuparon a los señores inquisidores de otrora. El turismo de masas ha jodido el misterioso revoloteo de las sorguiñas por aquellos bosques umbríos y las pócimas del abracadabra se venden en las tiendas de recuerdos con etiquetas made in China, junto con el queso de oveja lacha. Sin embargo, en la cueva se celebra actualmente el solsticio de verano y una bacanal gastronómica de carneros asados, lo que llaman  ziriko-jate, lo cual recuerda viejos esplendores.

Y aunque la montaña navarra es como la chica guapa que a todos gusta, viajar por la Navarra Media es como retroceder a tiempos pretéritos. 

Con sus viejas casas en
piedra, blasonadas, sus viejos castillos palaciegos de cabo de armería o sus iglesias románicas con sus torres fuertes, tiene la belleza del mundo rural  que se ha detenido en el tiempo, un poco alejada del tráfago de la Cuenca de Pamplona, de sus autopistas e industrias. 

Si uno se acerca a Olleta puede ver su interesante iglesia románica (actualmente en obras de restauración), con el puente románico que permite el paso al atrio, o su portada con un crismón en el tímpano y alguna lauda sepulcral semicubierta por la maleza. En el interior, la linterna sobre trompas que están soportadas por dos arcos fajones de las naves y dos apuntados en los laterales. (Si la memoria no me falla y la terminología de Arte no la he olvidado). Y si no, ahí cerca de la carretera general está Barásoain, o, camino de la Valdorba, el Cristo de Cataláin, o Eunate y Torres del Río en el camino francés…

Los castillos de cabo de armería son, dentro de la historia navarra, una característica singular. Se trata de caserones fortificados que pertenecían a las cabezas de linaje, lo más conspicuo y antañón de la nobleza navarra, con asiento en cortes, exentos de hueste y alojamiento de tropas y con  jurisdicción señorial. Los hay medievales, góticos, barrocos, desde adustas casas fuertes a hermosos palacios, según la época. 


El de la foto es el de Sansomain, con ventanas geminadas y rematadas con arcos conopiales en su fachada noble. Como es un coto redondo, de titularidad privada, no pudimos acercarnos más para ver su fachada con detalle.


Y como éstas son crónicas frigiscalpianas – las últimas del  verano -, no está de más volver al valle de Lozoya a terminar el ferragosto. Cuando se entra en el valle por la M-604 desde la autovía de Burgos, pueden verse carteles que dicen: Bienvenido al valle de los neandertales. Se refieren a las excavaciones arqueológicas del Calvero de la Higuera, del otro lado de la cola del pantano de Pinilla. 


Este agosto la campaña de excavaciones no ha comenzado hasta la segunda quincena del mes, supongo que por escasez de dotación económica. Quizás – es un suponer sin fundamento – debido a que, de estos dineros para pagar el bocata de mortadela y la litera en el albergue a los estudiantes que pasan el día de sol a sol con la espátula y el pincelito, ha habido que detraer parte para sustentar la sinecura que se le ha concedido al señorito Wert para que juegue a ser diplomático de la O.C.D.E. en París. A los viejos neandertales tampoco les va a importar gran cosa que excaven en la intimidad de sus cuevas apenas dos semanas al año, ni  los aprendices de arqueólogos aspiran a un porvenir glorioso, apenas a desenterrar algún útil paleolítico.

No hay por qué quejarse por tan poco: lo del señorito Wert es de justicia, ya que, cuando se sirve bien a los intereses del Sistema, éste sabe ser generoso. Sin ir más lejos, este jubilata – que no ha dado un ruido en su vida – disfruta de una capellanía vitalicia en forma de pensión de clases pasivas con la que se va apañando. Ahora bien, chofer ni cocinera, como el ex ministro, de eso no tengo, no...

jueves, 13 de agosto de 2015

Crónicas de Frigiscalpia, III.- Caminos y molinos.

El jubilata, en oficio de veraneante a tiempo completo, dedica muchas horas a andar por los caminos del valle. Tanto es así que, un poco cansado de trillarlos cada día, arriba y abajo, decide tomar al azar esas pequeñas sendas que atraviesan el bosque de robles, un poco sin orden ni concierto, a ver qué encuentra. 

A veces, son caminitos que el ganado ha ido abriendo para acercarse al río o a los arroyos buscando dónde abrevar; otras, son viejas sendas en total abandono que la gente del valle transitaba en tiempos para ir a la huerta, a las tierras de labor o a los prados. Eran caminos que el desuso ha hecho caer en el olvido y la naturaleza se ha ido encargando de cerrar.

La aventura de meterse por ellos está en descubrir un pequeño manantial, un navazo embarrado por las vacas, donde crecen matas de poleo, aún en flor, sentir algún arrendajo asustado de tu presencia, que grazna entre el ramaje del robledo, o una yeguada que descansa a la sombra de un gran fresno.

Esos caminos, si uno se lo propone, le pueden llevar a conocer lugares interesantes. Así, el jubilata, que siente curiosidad por las viejas artes industriales de este pueblo serrano, ha encontrado un motivo de entretenimiento y aprendizaje, y es localizar y visitar los viejos molinos harineros que, hasta los años sesenta del siglo pasado, estuvieron en funcionamiento. Son pequeñas industrias que tienen su pedigrí, ya que de ellas se hace mención en el catastro del Marqués de la Ensenada, y Pascual Madoz también dio noticias de su existencia. Lástima que actualmente son una pura ruina.

Por el arroyo del Artiñuelo arriba, por el camino que va a la vieja presa, está el molino del Cubo. Hay que pelearse a brazo partido con la maleza si uno quiere acercarse a él o entrar en su recinto. Solamente una pared a dos vertientes se mantiene íntegramente en pie, pobre construcción de sillarejos cogidos con argamasa de arena y cal. Su puerta es un hueco cubierto por un arco rebajado, en ladrillo. Tiene dos ventanas con los montantes también en ladrillo. Era construcción rectangular, con tejado a dos aguas, según muestra la única pared en pie,  y cubierto de tejas árabes. 
En el foso, una piedra de moler, caída sobre los restos de la construcción, ve pasar los días, los años y hasta los siglos sin otra ocupación que cubrirse de zarzas.

El sistema de acumulación de agua era de los que  se llamaban “de cubo”, que permitía recoger una gran cantidad de líquido. Es propio de cursos de agua con fuerte estiaje. Según parece, este molino no molía en verano.

El molino de Briscas – cerca del manantial de Las Suertes, al otro lado del río Lozoya - está en estado aún más ruinoso y entrar en su interior supone cierto riesgo porque los muretes interiores que dividen el recinto tienen las piedras sueltas, y una gran viga maestra, carcomida, lo recorre transversalmente de pared a pared, esperando la mínima excusa para venirse abajo; eso sin contar que hay que entrar a bastonazo limpio, como quien maneja un machete, para abrirse paso entre zarzales.

También es  un edificio de planta rectangular, pero no diáfana, ya que su parte izquierda estaba dividida en tres huecos, separados por dos muretes a medio desmoronarse, y un ventano en uno de esos muros para comunicar dos de dichas habitaciones. Toda la viguería, podrida,  y el entablamento del techo, se amontonan por paredes y suelo. 

En el tercer cubículo, que debía ser el de la maquinaria para la molienda, porque da sobre el foso, caída sobre las ruinas, una buena piedra con dos cinchas circulares de hierro abrazándola y una placa ovalada que dice “Piedras de exposición. Antonio Rivière. Plaza de Matute 10 Madrid”. La alberca que alimentaba la fuerza motriz no se alinea perpendicular, sino transversalmente al edificio.

Este edificio tiene mejores materiales constructivos: los muros son de mampostería, enfoscados con cemento, reforzados con potentes sillares en las esquinas, y la puerta está enmarcada por tres sólidas piezas pétreas de labra sin desbastar. También fue edificio a dos aguas y cubierto con buenas tejas árabes que aún pueden verse por el suelo. Lo que no ha impedido su ruina de pura desidia. 

Sé, (porque las interesadas me lo han contado) que quisieron comprarlo para instalar un museo etnológico, pero los propietarios se negaron, alegando que era de propiedad antigua de la familia. Ahora apenas se divisa la puerta desde el camino y un trozo de muro, todo ello entre zarzas, matorral y vegetación asilvestrada.

El molino de Bartolo es el único que sigue en pie, pero no se puede visitar su interior porque la puerta está protegida por un buen cerrojo con candado. A diferencia de los anteriores, su planta es en L. La construcción es en mampostería reforzada con recercado de ladrillo en las jambas de la puerta y ventanas. Es edificio a dos aguas y cubierto de buena teja árabe.

Dos veranos he tardado en encontrarlo, debido a lo recóndito del lugar. Sobre el plano no había duda de su ubicación, pero sobre el terreno resultaba casi imposible acceder a él. Fue cuestión de serendipia dar con él, gracias a que un paisano me dijo que por allí había un camino que cruzaba el río. Efectivamente, también está al otro lado del río, como el de Bristas, pero el acceso es a través de un camino carretero abandonado que entra en diagonal en el río, por un vado, gira hacia la derecha en ángulo pronunciado y, bajo un terraplén, aparece el edificio. Puestos a averiguar, descubrí un mejor acceso por una senda casi borrada, que sube terraplén arriba, hasta salir a una antena de telefonía, lugar desde donde no se ve vestigio de ese antiguo sendero, por el cual, según me han dicho, en tiempos se bajaba con los borriquillos a las huertas que había por la zona.

Pues, eso. El improbable lector puede ver, si es que ha leído hasta aquí, en qué gasta su tiempo el jubilata veraneante: en descubrir caminos y visitar viejos molinos. Y la cosa da para más, aunque en esta bitácora estival nada se ha dicho de los Batanes, lugar perteneciente a la antigua cartuja de El Paular, donde se abatanaban paños y había un molino papelero. 


Apenas he encontrado referencias bibliográficas y no parece que nadie haya hecho un estudio sobre su sistema hidráulico (hay, al menos, dos estanques y otro menor) y cursos de agua para alimentar la maquinaria. Algo se dice en  “El Sexmo de Lozoya. El Paular y Rascafría, 1790 -1824” de Álvarez Casavera, 1982, tesis doctoral que puede leerse en la biblioteca pública de Rascafría.

Ya ve el paciente lector, con estos calores y por esos caminos…, manías en que dan los jubilados  ociosos.