domingo, 22 de marzo de 2020

Reclusión, aplausos y caceroladas.-


El triunfo de la Muerte. P Brueghel el Viejo.

Vivimos tiempos de consignas y este jubilata no sabe a cuál atender, ni en qué orden. Pensaba que con meterse cada cual en su osera, lavarse las manos e hibernar mientras nos acecha el coronavirus, las responsabilidades ciudadanas del individuo no llegaban más allá.  Pero resulta que no, que los medios de comunicación y, sobre todo las redes sociales, se han llenado de arbitristas que barajan remedios para los males de la patria enferma; de propaladores de falsas noticias – esas fake news tan de moda porque el término español no lo dice en inglés y eso no mola –; y, sobre todo, se ha llenado de dignos, o a veces indignados individuos que reclaman el cumplimiento de consignas de su invención. Consignas que funcionan a modo de catarsis colectiva, como en una tragedia griega, pero vía guasap, twitter y demás. 

Entiéndase. Las consignas no nacen de un capricho del consignero o panfletario; nacen de una necesidad ineluctable de agrupar a la ciudadanía en torno a un gesto sublime de gratitud, o a un gesto indignado de repulsa. Es como un ganglio social en el que los individuos, todos a una, disuelven su individualidad para convertirse en instrumento (ruidoso, más que sonoro) de una emoción colectiva.

Y que perdone el improbable lector por el uso atrevido de términos cultos y en desuso o forzados de sentido, tales como “ineluctable” o “consignero”. El primero se deslizó calamo currente, esto es, al correr de la pluma, si es que vale todavía el símil cuando se escribe en un ordenador. Ya otras veces se ha hecho confesión pública de las manías culturetas de quien suscribe.  

En cuanto al segundo, el de “consignero”, ha caído sobre el papel (otro símil arcaizante porque esto es una pantalla) después de retorcer un rato el magín para decir “propalador de consignas” sin llamarlo así. A decir verdad, “consignero o panfletario” es un uso abusivo – por haber sido dicho sin citar la fuente – que he hecho de una frase encontrada al azar en un escritor de nombre Gonzalo Rojas, quien dice: Nunca fui consignero ni panfletarioUn servidor, aparte de ser poco consignero, no querría ser plagiario y por eso lo deja confesado aquí. 

En cuanto a lo de panfletario, algo sí. Siquiera porque esta bitácora lleva viva desde enero del 2009 y es el desaguadero por donde un servidor, como titular de la misma, ha desaguado todas las ocurrencias que le han pasado del magín a la pluma, sin someterlas a la criba de la recta razón. Pero tampoco es nada de lo que uno deba arrepentirse demasiado. Han sido pequeños eructos, comparados con lo que se vomita por ahí…

Médico con máscara en tiempos de peste.
Pero, volviendo al asunto. El coronavirus ese nos tiene infectados de consignas que corren como el fuego en la pólvora. Consignas del tipo: A las 20 h., todo el mundo a las ventanas a aplaudir a los sanitarios; A las 20 h., todo el mundo a las ventanas para aplaudir a los camioneros que nos abastecen la ciudad; A las 20 h., todo el mundo a las ventanas a aplaudir al personal de los supermercados, que gracias a ellos llenamos el carrito de la compra. Y sigue: A las 18:30 h., idem de idem para homenajear a los fabricantes de papel higiénico, mascarillas y guantes de látex. A las 21 h., todos asomados a las ventanas cantando “Resistiré”… Y más convocatorias multitudinarias a distancia prudencial, que me las callo por no aburrir.

Este jubilata siente respecto por sanitarios, camioneros y reponedores del súper sin necesidad de ningún coronavirus; además de sentir el mismo respeto por cualquier otro trabajador, con independencia de que me sane o me llene la cesta de la compra. Y, si además de aplausos, unos y otros tuvieran un sueldo digno y buenas condiciones laborales, miel sobre hojuelas. Dicho sea por evitar susceptibilidades, que el personal no está para bromas con las cosas de comer.

En cuanto a las consignas indignadas podemitas, eso de convocar una cacerolada el pasado 18 a las 20:30 h., coincidiendo con discurso del rey ahora reinante ha sido lo más sonado. De paso que se protesta por sufrir una monarquía de palo de baraja, se protesta por los negocios turbios del Emérito rey de oros. Emérito que, a pesar de estar caduco, Dios guarde largos años para que dispongamos de un Don Tancredo a quien sacudir la badana cada vez que un virus cualquiera nos saque de nuestras casillas. Ya al paso, diremos que a Pedro Sánchez le dieron otra en mi barrio (y en otros, supongo) la noche del sábado, pero la cosa iba de imitación. La cosa quedó en tablas.

No sé si el improbable lector ha tenido paciencia para leerme hasta aquí. Si lo ha sido (paciente, digo), me alegro porque así ha olvidado por unos minutos el andancio vírico que nos diezma, ya que no otra cosa se pretendía. Si no lo ha sido (paciente, insisto), no seré yo quien se lo reproche, teniendo como tiene cosas más serias de que preocuparse.

De cualquier forma que ello sea, rellenar una página con trivialidades es faena que requiere su tiempo y esfuerzo. Y en mi defensa recurriré a lo que cuenta Cervantes en el prólogo al lector de la segunda parte del Quijote: Dice que había en Sevilla un loco que dio en el más gracioso disparate y tema que dio loco en el mundo, y que fue que hizo un cañuto de caña puntiagudo en el fin, y en cogiendo algún perro en la calle ó  en cualquiera otra parte, con el un pié le cogía el suyo y el otro le alzaba con la mano, y como mejor podía le acomodaba el cañuto en la parte que, soplándole, le ponía redondo como una pelota. Y decía a los concurrentes y curiosos: Pensarán vuesas mercedes ahora que es poco trabajo hinchar un perro.

Hago mío el sentir del loco: Pensará el lector que es poco trabajo hinchar una bitácora cada quince días. Sepa que incluso las necedades requieren su destreza.

viernes, 13 de marzo de 2020

Acojonavirus en el súper.-

Extracción de la piedra de la locura.

No es por distraer al improbable lector de sus neuras coronavirales, pero este jubilata anda dándole vueltas a lo que dejó dicho Noemi Klein sobre que  “En momentos de crisis, la población está dispuesta a entregar un poder inmenso a cualquiera que afirme disponer de la cura mágica, tanto si la crisis es una fuerte depresión económica, como si es un atentado terrorista”, o una epidemia vírica multiplicada por una pandemia de pánico. Lo último es de mi cosecha; lo cual no tiene rigor sociológico, pero tiene visos de ajustarse a la realidad.

Esta sociedad nuestra no hallará sosiego hasta que un Libertador, Mesías o Profeta fabricado ad hoc por los poderes fácticos nos libere de angustias víricas, de forma que el IBEX-35 recupere su pulso habitual, las estanterías rebosen papel higiénico y la vitrina refrigerada de las pizzas nos muestre sus amables, familiares y variadas ofertas de cuatro estaciones, margarita, queso y salami, y tantas otras suculencias que dan sentido a nuestras vidas de consumidores confiados en las bondades del sistema.

Y como el pánico social es de libre consumo, la santa y yo hemos corrido al Ahorra Más del barrio a reponer la despensa. Siguiendo la estela del terror milenarista colectivo, en plan desabastecimiento bolivariano/venezolano, queríamos llenar el carrito de la compra como para un aislamiento por causa de una guerra nuclear, pero nos dimos cuenta de que sólo necesitábamos dos botellas de aceite (girasol y oliva), un pimiento morrón para un guiso, y un par de cajas de leche. 

Lo único novedoso fue que rescatamos un paquete de tallarines que mostraba su desolada soledad en una estantería desertizada por el acaparamiento compulsivo del respetable.  Aun así, en la cola de la caja, la gente nos miraba raro por llevar una cesta de compra tan poco ajustada a la hambruna colectiva presagiada.

Lo que a un servidor más le sorprendió, aparte la abundancia de munición de boca que desbordaba los carritos, y la consiguiente desolación de las estanterías, fue el acaparamiento de papel higiénico. De dos carritos hasta las trancas que llevaba una pareja de jubilados rengos, un tercio de uno de los carros estaba cargado de rollos. Un minuto de reflexión fue suficiente para entender la lógica del asunto. Tanta y tanta comida llevaban que era normal pensar en su evacuación tras su paso por el tracto digestivo: tanto deglutes, tanto defecas. Así se cumplía el refrán castellano: según come el mulo, así caga el culo.

No se vaya a pensar el improbable lector que un servidor se toma a coña la emergencia sanitaria que estamos sufriendo. Acepta consejo de dondequiera que vengan. Así, aparte de los consejos elementales de higiene personal, no restregarse los ojos ni meterse los dedos en la nariz, no dar la mano a desconocidos, o la conveniencia de hablarse a la distancia de un grito, hay remedios muy respetables que corren vía guasap. 

Ahí va el que me han enviado a mí, por si resultara útil: “Hola. ¿Crees que puedes rezar un Padre Nuestro y pasarlo a 10 personas? Es una vigilia para pacientes con cáncer, y para detener “el coronavirus”.  Solo hay que pasarlo a 10 personas. Yo, con que lo lean los lectores de esta bitácora, creo que llego al cupo. Y piénsese que tiene un doble efecto beneficiosos, pues sirve para el cáncer y para el dichoso coronavirus que tanto nos agobia. Y es gratis.

Se lo consulté a mi vecino el depre, quien se había aislado en una habitación de su casa tras una barricada de cajas de clínex. Bien es verdad que tuve que hablarle a la distancia del palo de la fregona, pero estuvo de acuerdo que mejor era llenar las iglesias de rezadores que los hospitales de infectados. Por una vez se le veía optimista. 

Ante mi sorpresa por su actitud, me confesó aquello que se dice de mal de muchos, consuelo de tontos. Él era un depre solitario al que la depre en turbamulta y sin matices le hacía sentir como el tuerto que reina en el país de los ciegos.  Él era - insistió - un depresivo profesional, mientras que las masas acojonadas, una volatería de pollos sin cabeza. Así que recomendaba muchas cadenas de oración vía guasap.

Un servidor, dicho sea en confianza al siempre estimado e improbable lector, no pudo vencer el natural escepticismo que conlleva la edad. Si los padrenuestros curasen el coronavirus, no los repartirían gratis. Se venderían en el súper y se anunciarían por la tele, e incluso se haría mercado negro. De la misma forma que no salen gratis las mascarillas, los guantes de látex, el jabón desinfectante y el alcohol, que se han puesto a un precio como de estraperlo en posguerra. 

Pero ya se sabe cómo es el infierno de los descreídos, que te ponen un remedio a mano y le das la espalda con dignidad ofendida y grave ademán de intelecto superior. Pero en casa es otra cosa. En casa, por si acaso, la santa y yo, cuando nos besamos, es por los extremos de un palito de selfi. Y no nos va mal.