martes, 30 de enero de 2024

Descoloniza, que algo queda.-

 

Biblioteca de Móstar

Cuando la santa y yo éramos más jóvenes, solíamos ir a su pueblo en la Tierra de Campos leonesa, a casa de tía Caridad. Había un vecino, en la casa de al lado, con quien a veces charlaba yo algún rato. Minche se llamaba. Era agricultor de pocas luces, pero con alto autoconvencimiento de su valía personal. Y era gran discutidor por saberse siempre en posesión de conocimientos prácticos de la vida que a los que éramos de ciudad no se nos alcanzaban.  Porque ya se sabe que el “oficinista”, aparte lo suyo de despacho y cafelito a las once, de cómo funciona el crudo mundo real no se entera bien. Y allí estaba él, el bueno de Minche, en mitad de la calle Santiago, hablando con aplomo y cierto desdén a los que solía tacharnos de “madrileños”.

Por razones que ya he olvidado, aquel día el hombre sostenía, con su aplomo habitual, que haber pasado por la universidad (como era mi caso, y por eso me lanzaba puyas), no significaba ser inteligente – lo que es cierto –, ni tener grandes conocimientos –, lo que suele ocurrir con más frecuencia de lo que imaginamos –. Bien afianzado en estas dos certezas, me dijo en tono apodíctico: “Cuántos hay que son menistros y saben la metá menos que yo”.

Mira por dónde, el nuevo ministro de la cosa esa de la cultura colonial y en proceso descolonizante, me ha hecho recordar a Minche y su opinión sobre la valía intelectual de los “menistros”. Y no es que este jubilata ponga en duda el alto intelecto y cultura, aparte habilidad política, del actual ministro de la Cosa. Un servidor no tiene las convicciones tan arraigadas como el bueno de Minche.

Es más, listo del carajo sí debe ser el ministro Urtasun ese. Si no, difícilmente hubiera pasado de ser asesor de Raül Romeva, uno de los fautores de la República Catalana independiente, -provisionalmente en el limbo de los abortos políticos tras el primer vagido -, y al cabo del tiempo, llegar a ministro socialista de esta Expaña de Sánchez que asiste perpleja a los enjuagues políticos del susodicho para mantenerse en el poder. Aunque sea en equilibrio inestable, pero en el poder, siguiendo el mein kampf de su Manual de Supervivencia. Ya digo, hace falta tener un intelecto potente para transitar del suprematismo independentista hasta llegar a ministro descolonizador y justiciero indigenista sin mover una pestaña. La “filosofía” woke hace maravillas de adaptación al medio.

Aunque el señor Bauman ya nos habló de la inestabilidad ética de los individuos por necesidades de adaptación a una sociedad cambiante, por estas tierras de garbanzos ya sabíamos la sutil diferencia que hay de un “digo” a un “Diego”. Por eso, se puede ser supremacista un día y, al siguiente, descolonizador de obras de arte en beneficio de los pueblos colonizados y expoliados.

Ya se sabe, donde dije digo, digo Diego, y mañana será otro día y ya iremos adaptando nuestra moral provisional a las circunstancias que el medio aconseje.

Abierta la caja de los truenos, todos los pueblos oprimidos culturalmente tienen derecho a recuperar su identidad mediante la reclamación de las obras de arte expoliadas por el Estado represor. Lo que me hace recordar – cosa de mayores en los aledaños de cumplir los ochenta – a una compañera de trabajo, Bibi, cuando lo éramos en el Teatro Real. Ella, de jovencita, una vez terminada la guerra, había trabajado en el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, una institución franquista de recuperación de joyas y tesoros artísticos de familias adineradas que habían sido expoliadas por los republicanos. “Jura por Dios y por su honor reconocer como de su absoluta propiedad”, era la fórmula para entregar bajo palabra desde una cubertería de plata a un Velázquez a quienquiera que afirmase ser propiedad de su familia. Y ella recordaba a dos marquesas tirándose de los pelos, delante de los asombrados funcionarios, por un collar de perlas que afirmaban pertenecer al respectivo patrimonio familiar de cada una, expoliado por los rojos.

También recuerdo, de mi época de estudiante en la Complutense – cosa de la edad, que siempre le está dando a la moviola o feedback, que dicen ahora – que el profesor de Estética Filosófica nos invitó a los alumnos a su casa. Yo me negué a ir porque, por aquellas fechas, yo era muy rojo y no quería bailarle el agua a aquel reaccionario. Pues bien, mis compañeros me contaros que tenía pinturas de mucho valor, incluso un Goya, fruto de la desamortización franquista. Lo cual, si se mira con los ojos de la época, era una especie de justicia poética entregar a un catedrático de Estética bienes culturales que había incautado la horda marxista.

Todo lo cual viene al caso porque ponerse a descolonizar el patrimonio nacional en nombre del buenismo anticolonialista va a ser como desañudar el nudo gordiano de la propiedad de los objetos culturales, descontextualizándolos de los museos donde ahora se conservan. Eso sin entrar a desentrañar la oculta intención de expoliar el patrimonio nacional para vaciar de contenido uno de los sostenes del estado-nación, como es su identidad cultural. Táctica muy socorrida en caso de conflicto bélico. Recuérdese el bombardeo de la biblioteca de Móstar, o el incendio de Persépolis por Alejandro Magno. Solo que ahora se puede hacer con sutileza política, mientras el pueblo soberano se toma sus cervecitas y observa, casi sin darse cuenta, cómo se ceden competencias patrimonio del poder central para el trapicheo de votos.

Pero eso son aguas profundas por las que este jubilata no puede sumergirse a pulmón libre, pero piensa en ello mientras lee las cosas de la prensa. Y saca sus lecciones.

  

lunes, 1 de enero de 2024

Papá Noel se lo curra.-

 


No me gustaría dejar pasar estas felices navidades sin hacerle un pequeño homenaje a Papá Noel quien, gracias al lobby juguetero (o quien quiera que sea) ha logrado desbancar comercialmente a los Reyes Magos, de forma que es el primero en llegar a los hogares españoles e ilusionar a la chavalería con sus regalos puestos a los pies del abeto de plástico doméstico. Que baje por las chimeneas o escale fachadas, a pesar de su sobrepeso y su saco repleto de juguetes, es un milagro del marketing que soslaya esos pequeños detalles realistas en beneficio de la ilusión de la chavalería, que es lo que de verdad importa. Lo de la tarjeta de crédito de los papás, con la que se paga a crédito la alegría infantil, también lo soslayamos por ser de un realismo burdo que no viene al caso.

Recordando, como ya dije en la entrada anterior, esa afición que se le despertó a este jubilata por aguar las fiestas navideñas al respetable a lo largo de varios años, he rebuscado en el baúl informático donde guardo mis escritos inútiles, y he encontrado éste que ofrezco a la curiosidad del improbable lector.  Dice así:

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía aquel Papá Noel de guardia en los grandes almacenes.

Ahuecaba la voz, como sacándola del pozo de sus tripas y caminaba entre las estanterías. Su corpachón enorme, dentro de su traje rojo, se movía con torpeza de buey por la sección de juguetería.

 - ¡Ho-ho-hóóó! ¡Feliz Navidad! – repetía, con su voz de falso abuelo bonachón. Con su saco al hombro izquierdo, lleno de papeles arrugados para hacer bulto, y con una campanilla de regulares dimensiones en la mano derecha, iba y venía por los pasillos, a la caza de los niños que se extasiaban ante los juguetes.

Había suscrito un contrato en exclusiva con la asociación de jugueteros y la temporada navideña se prometía excelente. Para desbancar a los Reyes Magos había montado una campaña de marketing demoledora. Sus asesores de imagen le habían recomendado que destacase su condición de individuo caucásico nórdico, rubio encanecido, y defensor a ultranza de la cultura occidental. Frente a los Reyes Magos, de origen oriental y, por lo tanto, siempre sospechosos de tendencias islamistas, él garantizaba los valores tradicionales del capitalismo conservador y anglosajón.

 Con la confianza de que, en lo sucesivo, representaría en exclusiva los intereses del lobby juguetero, caminaba orondo por entre las estanterías de la sección de juguetes. De vez en cuando, se escondía en los retretes de la planta y se echaba un lingotazo de güisqui. Sacaba su petaca de un bolsillo secreto, detrás de sus barbas canosas, y se agasajaba con un chupito. El color rubicundo de sus mejillas y las chispitas de alegría alcohólica en los ojos, le daban, definitivamente, un aspecto de abuelo bondadoso y risueño que despertaba las sonrisas cómplices de las dependientas.

 Él, entre que andaba medio achispado y que a las dependientas les caía tan bien, de vez en cuando daba un achuchón a alguna de ellas. Aprovechaba que éstas se afanaban colocando juguetes o atendiendo las cajas registradoras; como al descuido las arrinconaba contra los mostradores e intentaba abrazarlas, haciendo como que había tropezado. Ellas, demasiado ocupadas en sus tareas, sonreían condescendientes y le daban un manotazo:

 - Aparta, abuelo, que ya se te ha pasado el arroz –, le decían, mientras corrían de un lado a otro para atender clientes.

 - ¡Ho-ho-hóóó! –, reía él con risa aguardentosa. Y, cuando veía algún niño incapaz de elegir entre veinte juguetes a la vez, se acercaba haciendo sonar su campanilla - ¡Tolón-talán!- y le daba unos caramelos.

Luego, para desesperación de los padres que acompañaban al pequeño, cogía a éste de la mano y se lo llevaba de estantería en estantería, incitándole a comprar cuantos juguetes señalaba con su compulsivo dedito ilusionado. Las vendedoras, que ya conocían sus tácticas, iban a pares detrás de él recogiendo las cajas con los juguetes y, ante la impotencia de los padres de la criatura, las llevaban a la caja registradora. Allí, entre sonrisas cariñosas de las cajeras y divertidos ho-ho-hos del Papá Noel, las tarjetas de crédito se iban exprimiendo ante la cara de terror de los papases y las mamases de los pequeños aprendices de consumidor.

Luego, moviendo su oronda humanidad, campanilleando y riendo por toda la planta, se perdía con discreción en los lavabos, donde celebraba sus éxitos comerciales libando de la petaca. Se apoyaba en el cartel de “prohibido fumar”, daba unas caladas apresuradas a un cigarrillo, se aireaba las barbas para que se fuera el olor a tabaco, y regresaba a la caza de niños compradores y papás embobados.

- ¡Feliz Navidad, Feliz Navidad! – gritaba con su voz de barítono trompa. Le daba con entusiasmo al campanillo -¡Tilín-tolón!- y empezaba a otear su próxima víctima. Definitivamente, aquellas navidades iba a vender hasta las estanterías. Sin la competencia de los Reyes Magos era pan comido. Además, sus clientes, los niños, eran una masa maleable y entusiasta, dispuesta a chantajear a sus progenitores con berridos y pataleos, a poco que les negaran sus caprichos. Él sólo tenía que acercarse a ellos de cuatro zancadas, como un ogro bonachón, abriendo la bocaza tragaldabas -¡¡Hóó-hóóó!!-, agitando la campanilla -¡Tilín-talán-tolón!- y plantarse delante con los brazos en jarras:

- ¿Qué le gustaría a esta niña, ehhh? – ponía cara pensativa y se rascaba la cabezota canosa mirando alrededor. -¡Huuumm!- decía como hablando consigo mismo. – A esta niña le gustaría..., le gustaría... ¡una barby esquiadora! –.

Lo normal es que la criatura tuviese en casa una docena larga de barbys, o de nancys, aparte de otras tantas muñecas que hacían pipí, decían papá-mamá, o les apretabas la barriguita y parían un bebé minúsculo. A lo mejor, la cría, lo que de verdad quería, era un fusil intergaláctico, como el de su hermanito. Pero Papá Noel era muy persuasivo y la niña ya no podía vivir sin su barby esquiadora y todos sus complementos deportivos.

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía complacido Papá Noel cuando el padre, cariacontecido, echaba mano a la cartera. Las cajeras, agotadas de tanto trabajo, pero satisfechas de la venta, le daban tironcitos amistosos de las barbas y le palmeaban la espalda.

- Este año estás sembrao, abuelo – le decían, reidoras.

Y él, venga que te engatusa niños. Sí, hubiesen sido unas estupendas navidades, comercialmente hablando. Las mejores, si no fuera porque Papá Noel no estuvo a la altura de las circunstancias. Se le fue la olla cuando vio a aquel niño pelirrojo y con dientes de piraña; la criaturita pateaba entusiasmada sobre una maqueta de tamaño gigante, con sus trenes, sus montañas y sus túneles, mientras sus piecitos recorrían las vías. Con entusiasmo infantil imitaba el sonido del tren: Chúuu-chú-chú, Píííí.... Papá Noel lo cogió en volandas y le sujetó entre sus brazos.

- Nene malo, eso no se hace –, dijo a la criatura, poniendo cara de ogro traganiños.

El mocoso se revolvió, rabioso. Echó mano a un spyderman de la estantería más próxima y se lo estampó en un ojo. Papá Noel soltó al crío de golpe, quien se pegó una culada contra el parqué, rebotó, cayó de espaldas y se dio un coscorrón. El crío empezó a berrear con desconsuelo. Él, tapándose el ojo con un pañuelo, corrió a los servicios y se enjuagó con un poco de güisqui de la petaca. Su párpado se estaba poniendo de un curioso color amoratado, que para nada desmerecía del rojo vivo de su traje. En todo lo que alcanzaba su memoria, jamás le había ocurrido una cosa así a ninguno del gremio: ni a San Nicolás, ni a Santa Claus, ni siquiera a aquellos infelices de Reyes Magos.

– Peste de críos. Dónde andará Herodes –, dijo para sí, mientras se soplaba un lingotazo.

De regreso a la sección de juguetería, vio que había un considerable revuelo. El niño pelirrojo chillaba como un gorrinillo asustado; la madre, histérica, lloraba abrazando a su criaturita, que se amorataba a puro berrido, y el padre, bufando como un miura, quería moler a palos al encargado de planta.

Él se aproximó al grupo exhibiendo una sonrisa de abuelito de Heidi y agitando alegremente la campanilla -¡Tilán-tilón!-. Cuando iba a lanzar su famoso ho-ho-ho, que tanto gustaba a los niños, una nena, de grandes ojos aterrorizados, empezó a señalarle, acusadora.

– Ha sido ése. Ese, ese... El de colorao –, gritaba, agarrada a una pernera del pantalón de un guardia de seguridad, que había acudido al jaleo.

A estas alturas, todo el mundo estaba alborotado. El rebaño de padres, que pululaba por allí, sujetaba a sus retoños para que no se extraviasen entre las piernas de los empleados que corrían de un lado para otro. El Papá Noel, sudando a chorros dentro de su traje de franela roja, se apresuraba de grupo en grupo, atronando con su campanilla -¡Talán-talán-taláaan...!- y gritando como un poseso: ¡Hóóóooo! ¡Feliz navidad, feliz navidad, niños! Éstos, presa del pánico que les contagiaba la histeria de sus progenitores, se soltaban de la mano de sus padres y, en su huida, se estampaban contra las estanterías.

No recordaba bien cómo había terminado en la puta calle. Sólo sabía que lo habían sacado a empellones; claro que, antes, le echaron rodando escaleras mecánicas abajo. Había sido entre el papá bestia del crío pelirrojo y el encargado de planta, estaba casi seguro. Mientras él rodaba por las escaleras, toda la sección de juguetería aplaudía la faena; eso sí lo recordaba perfectamente, porque, entre trompo y trompo, había oído los chillidos de alegría de las cajeras.

– ¡Leña al mono! ¡Leña al mono! –, vociferaba el personal de plantilla.

Le dolían varias costillas y tenía, no uno, sino los dos ojos amoratados. Lo que sí recordaba con claridad meridiana es que, el puñetazo en el ojo sano, se lo había dado el segurata de la planta. Éste se había empeñado en hacerle callar sus estruendosos ho-ho-hos y él, en legítima defensa de sus intereses comerciales, le había partido el campanillo -¡¡Tlóck!!- en la cabeza.

En la calle, junto a los escaparates de aquellos grandes almacenes, los tres Reyes Magos se ganaban la vida. Gaspar soplaba un trombón de varas y los otros dos trajinaban un par de saxofones. Con mejor intención que acierto, interpretaban Oh, Jingle Bells, con sendos gorritos de Santa Claus en la cabeza. La gente, presurosa y cargada con sus compras, apenas se paraba ante Sus Majestades, reconvertidos en músicos callejeros. Había quien se rascaba algunos cobres del fondo del bolsillo y los echaban en la corona de Melchor, que hacía las veces de cepillo.

Papá Noel les echó medio euro. De entre sus barbas, algo despeluchadas por la pasada trifulca, sacó la petaca y apuró el güisqui. Luego, se repeinó la barba, recompuso su casaca roja y se perdió entre la multitud de la calle Preciados.

Algunos niños, a su paso, le llamaban, ilusionados: – ¡Papá Noel! ¡Papá Noel!

– Peste de críos. Dónde estará Herodes –, gruñía él. Y daba un rodeo para evitarlos.