miércoles, 19 de diciembre de 2018

Cuento de navidad sin edulcorante.-


Era uno de esos días previos a la navidad. José y María, según la tradición cristiana, habían llegado a lomos de una patera hasta las fronteras del espacio Schengen. Allí, como era previsible, se les negó el visado de entrada y, como cada Noche Buena, María parió a su hijo Jesús junto a la valla de Melilla. Pero del otro lado. De éste, nadie se enteró; tan ocupados estaban en adornar con espumillón el abeto de plástico.

En estos mismos días con las navidades en puertas, de las concertinas para acá, en un lugar de la C.E. que aun se llamaba España, el griterío de los electos para el ejercicio de la cosa pública era el habitual: Un iluminado, que enseñoreaba desde Portbou hasta San Carles de la Ràpita, predicaba la vía eslovena de la independencia cataláunica; cosa de cuatro tiros a bulto y media docenita de muertos para lustrar los laureles de la bien merecida libertad. Mientras, el joven prócer de la política conservadora de toda la vida como dios manda, se desgañitaba en el Congreso: ¡155!, señor Sánchez: ¡¡155!!

Un nuevo adalid, Pelayo redivivo, surgido de la profunda Carpetovetónica, iniciaba la reconquista del solar patrio desde Tarifa a Covadonga. A lomos de su caballo bayo, acude, corre, vuela, traspasa la alta sierra, ocupa el llano, no perdones la espuela, no des paz a la mano…, mientras que sus huestes le jaleaban: Santiago ¡¡¡Cierra España!!!, que se nos llena de emigrantes. A su raudo cabalgar, colectivos de feministas, veganos, podemitas, LGBT y otras anomalías sociales corrían despavoridos.

Mientras, en el centro geográfico de la cosa, un gobierno bonito  hacía equilibrios malabares – un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás –, dengues y jeribeques para estirar la gobernanza del patio hispano hasta las elecciones generales, las cuales deseaba fuesen para largo me lo fiáis.

En fin, y para no cansar al improbable lector, era un día cualquiera, previo a la navidad.

En ese cualquier día prenavideño, el jubilata caminaba por Arturo Soria, camino del policlínico Nuestra Señora de América. Llevaba la intención de pedir cita con el urólogo. Es cosa sabida – se decía para sus adentros el jubilata; es cosa sabida, los que andamos transitando por estas edades provectas tan nuestras, somos los grandes contribuyentes del negocio de la salud. Con nuestras pensiones, con nuestras tarjetas sanitarias siempre en activo, con nuestros achaques, y con nuestra puñetera obsesión por negar los deterioros de la edad, somos la cantera de la que se alimentan la industria farmacéutica, la sanidad privada y la semiprivada que tira de recursos públicos.

Lo cual, aunque no viene a cuento en estas entrañables fechas navideñas, se dice aquí no por lamento – el jubilata no se quejaba, a lo sumo constataba la puñetera realidad –, sino porque fue la ocasión que le llevó a aquel encuentro fugaz: un hambriento que le pidió, o acaso le exigió (así se lo pareció a él) que le pagara una comida.

Como se ha dicho, iba el jubilata sumido en estas cavilaciones y bien olvidado de la proximidad de las ya dichas entrañables fechas, cuando se le acercó aquel hombre joven. El encuentro fue pasado el puente sobre la A-2, la autovía que va a Zaragoza, poco antes de llegar a donde los misioneros Combonianos. El individuo, en torno a los treinta años, no especialmente mal vestido, muy delgado, buena talla. Los dientes un tanto irregulares, con mellas, como castigados por una mala higiene bucodental o el consumo de drogas.

Se le acercó y le pidió con exigencia. Su tono, más que de súplica impostada, como en los profesionales de la supervivencia mendicante, era aplomado. Tenía necesidad de comer. Decidió que el hombre viejo, al que acababa de abordar, era la persona idónea para atender su necesidad. La verdad, tampoco tenía mucho donde elegir. A aquellas horas de la tarde, con la niebla y el frío, y la escasez de viandantes, el setentón solitario bien podía ejercer de ONG unipersonal y ocasional. El caso es que le remediara la necesidad.

Que le pagara una comida, o le comprara comida… Al jubilata le llevó unos segundos salir de su ensimismamiento y entender la exigencia del joven que pregonaba sus hambres atrasadas. Ya se ha dicho, no pedía con humildad, con esa humildad abyecta y sonriente de los profesionales que hacen de la caridad ajena su pequeño negocio de subsistencia. Él lo tenía claro: necesitaba comer. A mano no había nadie más, así que debía remediarle. Tampoco había amenaza ni en su actitud ni en sus palabras. Solo el hecho incuestionable de su hambre. Y la convicción de que el hambre se quita comiendo; y si uno no tiene con qué, alguien con posibles deberá remediarlo. Y dio la casualidad de ese encuentro.

Allí hay restaurantes, dijo el hambriento señalando hacia el centro comercial Arturo Soria.

¿Con mi jubilación, y pretendes que te la pague ahí? Contestó el jubilata con cierta sorna, mientras se rascaba el bolsillo. – Ahí solo comen los ricos.

Pues detrás de esos edificios negros – y señalaba del otro lado de la autovía – hay un DIA, insistió con aplomo el hambriento.

Ya…, y entonces no llego a tiempo a lo del médico, se excusó el jubilata.

Pues ahí cerca hay más tiendas; cómpreme algo para comer. El hambriento no estaba dispuesto a soltar su presa.

El jubilata se empezó a impacientar, pero no quería despertar la agresividad del joven hambriento. Se echó mano al bolsillo, abrió el monedero y sacó una pieza de dos euros. El otro extendió la palma de la mano.

¿Con eso te arreglas?, dijo el jubilata.

El joven hambriento miró la pieza de dos euros, tan redonda y lustrosa, con ese aplomo que da saberse moneda fuerte, símbolo y orgullo del paraíso europeo.

Con este dinero como. Dijo el hambriento. Dio un escueto “Gracias” y se fue.  

Desde el puente sobre la autovía, si se mira hacia la avenida de América, se veían las luminarias de la ciudad, con ese fulgor lechoso y desvaído que da el puré de niebla y contaminación. Mientras, los coches avanzaban con la lentitud y el tesón de las procesionarias. Los días de paz, amor y turrón estaban al caer.

lunes, 3 de diciembre de 2018

Palabras regaladas.-


Imagen tomada de Internet
¿Alguna vez el improbable lector ha intentado hacerse un diccionario para su uso particular? No sería el primero que lo intenta, aunque pocos lo logran. Y no hablamos aquí de doña María Moliner y su diccionario de uso del español, asunto que se escapa a los modestos límites de esta bitácora. Tampoco hablamos del diccionario secreto de Cela, donde los de mi generación aprendimos palabras malsonantes con pedigrí para ampliar nuestro vocabulario escrotológico, cuando soltar palabros de calibre grueso era marchamo de virilidad.

Por aquel entonces, cualquiera con ganas de lucir su ingenio escribía un diccionario. Algunos, como Francisco Umbral, con todo merecimiento. Umbral era un cronista de la realidad cotidiana y sus columnas periodísticas sentaban cátedra de un español bien dicho. Algunos comprábamos a diario el diario por leer su Spleen de Madrid, o aquellas crónicas de Iba yo a comprar el pan… El hombre iba de contracultural (aunque cuidaba mucho su mercado. Recuérdese su cabreo en la tele: yo he venido a hablar de mi libro) y por eso confeccionó su Diccionario cheli: una sistematización de la jerga urbanita con la que sus hablantes se diferenciaban del común de los mortales adscritos al vulgo mesocrático. 

Recuerdo que, por sacudirnos esas trazas que teníamos de empleados de medio pelo, decíamos chorba, por chavala, fetén por estupendo y, cuando pedíamos fuego para el cigarrillo, decíamos incinérame el cilindrín, o en el bar pedíamos un vidrio, por un chato de vino, y muchas otras gilipolleces que eran el summum de la modernidad. Aunque había límites a no traspasar, como frecuentar Moncho Street, la calle de Don Ramón de la Cruz, que se puso de moda entre la gente guapa, no recuerdo bien por qué.

El cheli callejero, que imitábamos con más o menos fortuna los empleados de corbata y chaqueta made in Galerías Preciados, era barrera que nos diferenciaba de la guapa gente de derechas de la que habló el propio Umbral. Era una forma de mostrar nuestra progresía frente a aquel franquismo que se iba deshilachando en alianzas populares y readaptando las viejas estructuras del régimen al nuevo invento de la democracia, que nos hacía tan europeos. Aunque, la verdad sea dicha, por el camino nos llevó un tiempo perder el pelo de la dehesa, pues pasar de súbditos de la dictadura a ciudadanos demócratas fue un tránsito cuyo aprendizaje no constaba en el manual de uso del argot cheli.

A lo que íbamos. Diccionarios ocurrentes, en aquellos años, aparecieron algunos. Creo que Ramoncín escribió un Nuevo tocho cheli, muy alabado por Umbral, quien confesaba que nunca consultaba el de la Real Academia porque le estropeaba el estilo. También Coll, la mitad más bajita del dúo Tip y Coll, escribió un diccionario de palabras inventadas, a medio camino entre la ocurrencia y la lógica, como aquello de Abiertamiente: que miente con toda franqueza.

Este jubilata nunca aspiró a tanto. Eso sí, a falta de inventiva, empecé a coleccionar palabras raras (o de uso poco frecuente) que encontraba por pura casualidad o serendipia. Fue como prohijar perros callejeros. Iba por la calle, me tropezaba con una palabra en desuso y me daba tanta lástima verla abandonada a su triste suerte que me la llevaba a casa, le hacía una ficha en una octavilla y la guardaba en un sobre. Cada vez que encontraba una, miraba por si tuviese usuario frecuente, y al verla a punto de inanición por falta de uso, la anotaba en mi libretilla de anotar cosas por ahí. Luego, como he dicho, en casa le hacía una ficha en la que especificaba dónde la había encontrado, en qué circunstancias, y hasta la referencia bibliográfica (si venía al caso) con número de página, edición, título, autor, editorial y hasta el párrafo donde aparecía.

Verbi gratia, como aquella vez que descubrí la palabra Alcándara en la Saga-Fuga de J B, de Torrente Ballester. Era palabra herrumbrosa por falta de uso que don Gonzalo había sacado a oreo para disfrute de sus lectores, y de la que yo me apropié. De la alta alcándara caía el puñetero rosicler del día, decía el texto. Lector fascinado, veía sobre el papel impreso los rosicleres cayendo en cascada desde las altas alcándaras y sentí un impulso cleptómano que me llevó a apropiarme de ella para mi disfrute personal. En mi descargo diré que, por no abusar, no me apropié también del rosicler y me conformé con la alcándara, percha o varal donde se ponían las aves de cetrería.

Otra palabra desusada, que encontré en un cuadro de Zurbarán, en le museo Thyssen, es la de bernegal. Se trata de una taza de boca ancha y con el borde ligeramente ondulado. Desapareció el objeto, otros recipientes cumplieron con mejor traza su función, y, por lo tanto, se olvidó su nombre. Anduve persiguiendo un tiempo palabra tan antañona y con tanta sonoridad y encontré este texto: Es privilegio de galera que nadie ose pedir allí para beber taça de plata, o vidrio de Venecia, ni bernegal de Cadahalso… Y aunque al improbable lector le canse el prurito ese de la erudición, no dejaré de decir que tal cosa escribió don Antonio de Gevara, obispo de Mondoñedo en su Libro de los inventores del arte de marear y de los muchos trabajos que se pasan en las galeras.

Pero no todo son antiguallas, ínclito lector, porque hace meses, callejeando por Lavapiés, encontré una palabra estupenda: Carnaca, que viene a ser un término despectivo que usan los veganos para designar a los comedores de carne. La frase, modelo grafito parietal, decía: Fuera carnacas de nuestro barrio.

Tampoco quiero cansar al lector, paciente aunque improbable, así que para terminar, aquí le dejo ésta: Garrampa. Se trata de un calambre o espasmo muscular, habitualmente en la pantorrilla. Se la oí al viejo carpintero de Báguena, pueblo de Teruel, hablando de sus achaques. Me pareció una palabra rotunda y con garra. Además, fonéticamente me resultó similar al término crampe francés, que viene a significar lo mismo. A lo mejor en el lenguaje coloquial de aquellas tierras hay vestigios del francés - los filólogos sabrán -, pero a mí, el viejo carpintero me recordó a aquel personaje de Molière que hablaba en prosa sin saberlo.