jueves, 30 de abril de 2009

Este miércoles, por la tarde.-

Teresa y yo hemos ido, ayer miércoles por la tarde, a ver una película en un cine de Callao y, a la salida, hemos bajado la Gran Vía dando un paseo. Al pasar junto al edificio de la Telefónica, vemos uno de esos bobos espectáculos urbanitas que llaman performances art: dos filas de gente joven, situadas a ambos lados de la acera, con sedas raquetas y haciendo como que golpean una imaginaria pelotita de tenis. Parecían lanzársela unos a otros por encima de la cabeza de los viandantes, a la vez que soltaban exclamaciones de esas que dice el juez pista en los torneos: ¡No!, ¡Out! Con la íntima satisfacción de saberse protagonistas de un espectáculo original, los participantes dan saltitos en un supuesto afán de alcanzar la inexistente pelotita con la raqueta, sueltan sus ¡No! ¡Out! y sonríen felices a la nada de su estúpida alegría de "performantes" callejeros.
Mientras los del performance ese se aplican en sus inútiles raquetazos al aire, la gente camina entre ambas filas de esforzados tenistas de atrezzo. Pasa entre el abaniqueo de raquetas, aparentando indiferente ante el espectáculo, como si un performance se lo encontrase uno todos los días dentro de la hamburguesa del McDonald.
Entiendo que esa indiferencia es también una pose, ya que cada urbanita, en la Gran Vía y a estas horas, es un espectáculo de sí mismo y representa, con la seriedad del mediocre, la comedia de su propia superficialidad. Los que hacen fotos del evento con sus cámaras y sus móviles también forman parte de este espectáculo un tanto guiñolesco y cumplen su papel de reporteros gráficos de lo insustancial.
Todo ello es un juego superfluo, efímero y muy cool, que roza las meninges sin mancharlas. A mí, apenas me ha dado para este comentario.
Y ya que estamos puestos, la película que hemos visto es Los abrazos rotos. No me ha convencido porque la historia es un tanto melodramática y sin excesiva originalidad, como de telenovela de sobremesa y sofá casero. Sus personajes son un poco acartonados y las razones del drama poco convincentes, e incluso tópicas. Creo que actores como Elsa Portillo, se merecían algo mejor para lucir sus habilidades de intérprete veterana. Sí que me ha llamado la atención el intenso colorido de los ambientes, porque, siendo tan “colorín neón” (no se me ocurre llamarlo de otra forma) y con una decoración un tanto kitsch, parecía no reñir con la historieta que allí se nos contaba. De cine no sé nada, pero creo que Almodóvar debe tener un sentido especial para la luz y los colores, ya que se queda un paso por detrás de lo cursi y chabacano, y logra no ofender con esa exuberancia colorista de maruja con vestido fiestero y maquillada como para boda de sábado por la tarde.
Y esto es lo que ha dado de sí la tarde del miércoles…

martes, 28 de abril de 2009

El Montón de Trigo.-

Para los que no conozcan la Sierra de Madrid, cuando los montañeros hablamos del Montón de Trigo nos referimos a un pico cuyo perfil, visto desde la distancia, es similar a aquellos montones de este cereal que se formaban en las eras después de la trilla y el aventeo del grano. Queda el nombre y el recuerdo de aquella actividad agrícola en este pico esbelto que está entre el puerto de la Fuenfría y el collado de Tirobarra que lleva a la Pinareja. A sus pies transcurre la antigua calzada romana que, desde Cercedilla, trepa hasta el puerto y se tiende hacia la vertiente segoviana.
Lo de subir al Montón de Trigo este sábado fue a propuesta mía, ya que nunca antes había subido allí. Creo que he ascendido a todas las cumbres que están por encima de los 2.000 m de altitud en el Sistema Central, en el tramo que conocemos genéricamente como "Sierra de Madrid", además de parte de Segovia y Guadalajara; por lo menos, a todas las cumbres y todos los puertos que tienen un nombre que los identifique sobre el mapa topográfico. Pero el Montón de Trigo era un monte que se me había quedado olvidado desde hace decenios que ando pateando la Sierra.
Desde las Dehesas de Cercedilla, marchamos por la calzada hasta el puente del Descalzo, donde llegamos a las 10:30 h. En lugar de continuar por ella, atajamos tomando un sendero a la izquierda, que sube a huevo por la ladera del pinar, hasta que recuperamos la calzada ya muy próxima al puerto de la Fuenfría, donde llegamos a las 10:52 h.
A este puerto llegan, además de la calzada romana, el camino de Segovia y la carretera de la República, que también salta hacia el lado segoviano. Y casi en la confluencia de caminos, un monolito granítico hace referencia a la calzada, construida en tiempos del emperador Vespasiano (S. I de nuestra era). Venía esta vía desde Cauca y Segovia, y saltaba la Sierra en dirección a Meaccum, Titulciam y Complutum (Alcalá de Henares). Curiosamente, este monolito tiene grabada en la parte superior una concha jacobea, que desconcierta un tanto porque parece fuera de lugar. Por eso, conviene decir que desde hace años alguna institución jacobípeta tuvo la ocurrencia de inventarse y trazar un “camino de Santiago” que, iniciándose en el mismísimo kilómetro 0 de la Puerta del Sol, pasa por Colmenar Viejo, Cercedilla, sube el puerto de la Fuenfría siguiendo la calzada romana, y continúa hacia tierras de Segovia, para desembocar en el Camino Francés a la altura de la antigua Asturica Augusta (Astorga). Por eso, uno puede ver las marcas amarilla (señalización propia del Camino) por algunas calles de Madrid, como yo las he visto cerca del Piramidón (el hospital Ramón y Cajal), y por caminos de la Sierra.
Respecto al trazado de la calzada, parece que fue muy modificado en tiempos de Felipe V y hay opiniones autorizadas que marcan el trazado de la vía romana, en alguno de sus tramos, por distinto lugar a lo que nosotros conocemos por tal calzada romana. Como es cuestión de especialistas determinar si es trazado romano o posterior cañada empedrada, dejo aquí este interesante enlace por si alguien quiere informarse:
http://traianus.rediris.es/viasromanas/fuenfria.htm
Volviendo a nuestra marcha, no subimos directamente al Minguete, que es la ascensión habitual desde el puerto hacia el Montón de Trigo, sino que continuamos un poco por la carretera de la República, dirección Segovia, para abandonarla seguidamente y recuperar otro tramo de la calzada romana. El arroyo del Minguete, que baja por la depresión entre éste y el Montón de Trigo, atraviesa la calzada por un badén en la misma, solución que plantearon para que corriese el agua sin inundarla y que sigue operativa.
Siguiendo el curso del arroyo, aguas arriba, llegamos al collado que une una y otra alturas, a las 11:30 (estamos a 1.960 m de altitud). Desde el collado a la cumbre del Montón tardamos media hora más, siguiendo la senda que asciende por la falda y atraviesa una pedrera. Desde arriba (a 2.135 m de altitud) divisamos las cumbres de los alrededores cuando las nieblas se despejan: Siete Picos, de perfil, la Bola del Mundo y, más lejos las Cabezas de Hierro; por el lado de Segovia, a nuestros pies el Collado de Tirobarra y a lo lejos la Pinareja (o cabeza de la Mujer Muerta) y, cubierta por la niebla, la Peña del Oso. A nuestros pies, todos los pinares de Valsaín. El pinar oscuro está moteado de manchas de nieve, y las nubes forman celajes que ocultan a ratos las montañas circundantes.
Como el paseo se nos queda un poco corto, decidimos ir al Minguete, por lo que bajamos hasta el collado, subimos el Minguete, y seguimos por el Bercial para bajar al collado de Marichiva, donde llegamos a las 13:20. Mientras caminamos desde el Minguete por la divisoria interprovincial, vemos que han tirado algunos tramos de la alambrada que separa la reserva de caza del lado segoviano. Posiblemente, obra de cazadores furtivos para que las piezas salgan de la reserva y poder abatirlas, se nos ocurre pensar.
Nos ponemos en Marichiva a las 13:20 h. Protegidos del viento y el frío por la tapia de piedra, comemos nuestros bocadillos y charlamos. Una hora después, iniciamos la bajada por el camino de los puntos rojos, nos cruzamos con el viejo camino de Segovia, y bajamos próximos al arroyo de Majavilán, hasta la fuente de piedra labrada que tiene forma de frontón triangular, cruzamos el portillo metálico y llegamos a los aparcamientos de junto a Casa Cirilo. Son las 15:03 m.
Hemos pisado un poco de nieve, las previsiones meteorológicas pronosticaban lluvias, pero ha habido suerte: sólo hemos tenido nieblas en las zonas altas, y frío, que es lo propio en estos días. Prácticamente toda nuestra marcha ha transcurrido entre pinos silvestres, que forman la gran pinarada de Valsaín. En las zonas altas, enebros rastreros, piornos y pastos de altura. A veces, planeando sobre nuestras cabezas, algún buitre.

jueves, 23 de abril de 2009

23 de Abril, Día del Libro.-

Es cosa sabida que los jubilados, a falta de otras heroicidades, vivimos de las pequeñas anécdotas que nos van surgiendo en el día a día. Un buen número de entre nosotros vive del pasado y sus recuerdos, y se olvida de vivir el presente. También esos viven de sus anécdotas, de cuando eran más jóvenes, sólo que las suyas están ya petrificadas por el paso del tiempo, lo que resulta tedioso para los jubilatas marchosos como un servidor. Así que, habiendo anécdotas recién horneadas, para qué sacarlas del congelador...
La anécdota correspondiente al día de hoy ha surgido mientras estaba haciendo un servicio de voluntario en Solidarios para el Desarrollo, a las puertas del Museo de la Ciudad. Teníamos allí montados nuestros tenderetes donde ofrecíamos libros donados por el Ayuntamiento, a 2 euros (precio simbólico) el ejemplar. Más que una venta, se trataba de dar a conocer las actividades de nuestra O.N.G, especialmente la del envío de bibliotecas a centros escolares de Suramérica.
A media mañana, dos críos de no más de 8 años aparecieron por allí y curiosearon a prudente distancia de nuestro puesto de libros. Yo les invité a acercarse y a hojearlos, preguntándoles si les gustaba la lectura. El más atrevido de ellos me dijo, de entrada, que eso de leer era “un rollo”. Ante mi insistencia de lo divertido que era leer historias en los libros, me contestó, literalmente: “Llevo tres años en ese colegio y no he leído un libro”.
Sin más comentarios, quede aquí constancia de lo dicho por la criatura, futuro directivo de empresa, abogado de prestigio, economista, político... Esto lo supongo porque el barrio corresponde a la burguesía acomodada, y sus retoños no suelen acabar de auxiliar de oficina en la sucursal de un banco.
Y, para celebrar este día con un poco de humor, dejo aquí esta historieta:

El Quijote en Metro.-
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...”
Tenía la garganta seca de tanto leer en voz alta aquel Quijote desencuadernado, así que paró un momento y carraspeó. El metro en el que viajaba, segundo vagón por la cola, estaba entrando en la estación de Ventas. “Una cañita no me vendría mal”, pensó, y, con disimulo, metió la mano en el bolsillo para contar las monedas. “Nada –se decidió–, en cuanto llegue a Ciudad Lineal, me cambio de andén y me vuelvo a Alonso Martínez”.
Según sus cuentas, en el viaje de regreso sacaría, por lo menos, un par de euros más.
Aquella era una forma de sobrevivir como otra cualquiera. Unos tocaban la guitarra en los pasillos del Metro, otros hacían ceniceros con latas de refrescos por las calles del centro, y alguno había que cantaba arias, con voz de bajo profundo, a la puerta del Auditorio los días de concierto. Pero él, como no sabía hacer nada, leía El Quijote en voz alta mientras pedía. O, para ser más exactos, pedía leyendo el Quijote en voz alta. Su oficio era pedir, y lo otro, lo de leer El Quijote, pura casualidad. El libro se lo había encontrado hurgando en un contenedor de papel, y, eso de leerlo en el Metro, fue una ocurrencia de esas que dan con el hambre.
– ¿No será Vd. profesor en paro?–. Siempre había alguno que se lo preguntaba. Esos eran los viajeros más generosos: ponían gesto importante, como si estuvieran socorriendo al mismísimo Cervantes; se rascaban el bolsillo con convicción y, a veces, hasta le daban medio euro.
Pero, no. La verdad es que él ni era profesor, ni tenía profesión. A menos, claro, que llamaran profesión a la de ser pordiosero y, como quien dice, sopista de la beneficencia.
– Un oficio sí que es, no nos engañemos –, decía el gorrilla del tanatorio de la M 30-. Éste llevaba siempre una gorra de plato, de cuando los grises, que se encontró en una papelera. Eso, y un periódico enrollado, eran símbolos de su autoridad como aparcacoches. A la gorra de plato le sacaba brillo todas las noches, después del trabajo, y el periódico lo cogía cada mañana de un contenedor de la avenida de Badajoz, antes de empezar el curro.
El gorrilla era uno de los habituales del albergue municipal y hacía buenas migas con el pedigüeño que leía el Quijote en el Metro. Ambos tenían en común el interés por la letra impresa, herramienta de trabajo que dignificaba el oficio y hermanaba en la necesidad; eso, al menos, decía siempre el gorrilla, al que le salían estas cosas de forma natural, sin tener que pensárselas.
– Claro que, sin menosprecio de las letras, el uniforme siempre impone más –, cavilaba el gorrilla, mientras cepillaba con la manga la visera de su gorra de plato.
Al lector ambulante del Quijote, lo de si son más importantes los uniformes o las letras, le daba un poco igual; a él ese rollo le sonaba de haberlo leído varias veces pidiendo en el Metro. A él lo que de verdad le importaba, era sacarse unos cuantos euros al cabo del día. Si el negocio de la lectura se había dado bien, al terminar la jornada laboral, se tomaba una caña con aceitunas en las cervecerías que hay por Alonso Martínez. Si el curro de pedir no lucía, se iba al refugio municipal a comer el guiso de beneficencia y a echar una parrafada con el gorrilla.
Y eran muchas las veces que recurría al puchero municipal. Cada vez con más frecuencia. Porque cada vez había más gente que pedía en los vagones y los túneles, y por las calles. Tocaban instrumentos y hasta formaban orquestas y todo, y a la gente le gustaba más la música que la coña esa del Quijote. Él, que en lo de pedir siempre había sido un clásico, nunca variaba su estrategia comercial –según le reprochaba el gorrilla–, y así le iba la cuenta de resultados. En cuanto entraba en el vagón, se ponía en medio, carraspeaba para aclarar la voz, y recitaba de un tirón siempre lo mismo:
– Señoras y señores – decía –, es muy triste tener que pedir, pero es más triste tener que robar. Yo soy una persona humana, pobre pero honrado, que me gano la vida leyendo la obra cumbre de la literatura universal, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ahora, con el permiso de ustedes, procedo a leer el capítulo tal (y decía el que correspondía leer esa vez).
El discurso, que repetía con pocas variantes, se lo preparó una vez un filólogo alcohólico al que conoció en Las Vistillas, a cambio de dos euros para vino.
Trabajador sí era: podía pasarse todo el día dale que le das pateando líneas de Metro, pero casi siempre se tropezaba con los músicos ambulantes, la mayoría de los países del Este. Y no podía competir con ellos, porque eran más y metían más ruido con sus saxos y sus acordeones.
– Es que, encima, son unos profesionales –, se lamentaba. – Se ve que en esos países todos han hecho una carrera...
– A eso se le llama deslocalización industrial –, le explicaba el gorrilla. – La industria de pedir rinde más aquí, así que se desplaza la mano de obra extranjera. Hasta que se equilibre el nivel de vida, y los pobres sean igual de pobres en todas partes. Entonces dará lo mismo pedir aquí que allá y cada uno se irá a su casa.
– Hasta entonces, no hay otra que apretarse los machos y aguantar -, añadía, filosófico.
El hombre no hablaba a humo de pajas. Todas las mañanas se leía las páginas de economía del primer periódico que sacaba del contenedor, y que usaba para señalar los huecos de aparcamiento en los alrededores del tanatorio. Era lo bueno de su oficio: la gorra le daba autoridad, y el periódico, conocimientos.
Pero, tampoco era tan malo el oficio de pedir, a pesar de tanta competencia. De vez en cuando, se reunían los íntimos del albergue, y compraban la bebida a escote. Se daban cita en el parque del Calero, junto al tornavoz, donde suelen trapichear los camellos con el costo. Hablaban del negocio y hacían rondas con las litronas y el calimocho. Después de soplar del vidrio, la vida tenía otro color.
Cuando empezaban con la penúltima ronda, el pordiosero del Quijote sacaba su libro de pedir. Tras solicitar la venia del respetable –como le enseño el filólogo vinoso–, se mojaba el dedo en la lengua y ponía la yema sobre una página al azar. Trabucando un poco las palabras, leía, pongamos por caso: “... era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. Y así seguía hasta que tanto Quijote le daba sed.
Los compañeros le oían leer entre trago y trago, y, de vez en cuando, hacían algún comentario a la lectura y organizaban discusiones:
– Coño, tú, a mí ese hombre me suena de algo... Oye ¿A ti te suena ese tío? Sí, hombre, si uno que era de la Mancha... Era de..., era de..., en cuanto me acuerde del pueblo, te lo digo.

martes, 21 de abril de 2009

Las pelusas del Auditorio Nacional.-

Este domingo pasado teníamos entradas para el concierto. Estaban programados el Adagio de la 10ª sinfonía de Mahler y el Concierto para piano y orquesta nº 2 de Bramhs. En su lugar, por razones que desconozco, cambiaron el programa dedicando la sesión a Prokofiev (concierto para piano y orquesta nº 2 en sol menor, op. 16) y a Shostakovich (sinfonía nº 8 en do menor, op. 65).
A mí, Bramhs me pone mucho. Junto con Bach y Beethoven forman la tríada de compositores por los que siento predilección. Pero uno no es de ideas fijas y también admira a estos compositores rusos que conocieron la revolución soviética. Ambos músicos (Prokofiev y Shostakovich) mantuvieron afinidades ideológicas con ella, aunque eso no les libró de la amenaza estalinista. Sufrieron acusaciones de desviacionismo respecto a las directrices del realismo social. Composiciones demasiado “cacofónicas” (en el caso de Prokofiev), afirmaban los ideólogos de la cultura oficial. Más de una vez estuvo Shostakovich en el punto de mira de los defensores de la ortodoxia por no respetar las directrices de la línea oficial, y no se libró de la enemistad de Khrennikov, presidente de la Unión de Compositores de la URSS.
Ser un gran músico en condiciones difíciles de supervivencia merece un respeto.
La música de ambos está influida por las tendencias más modernas del siglo XX, un antiromanticismo marcado y la introducción de disonancias y tendencia a la atonalidad, alejados de la ñoñez oficial del folclore patrio. Una música que requiere atención y un cierto entrenamiento para desentrañarla y disfrutar de sus cualidades sonoras.
Los melómanos autodidactos y de oído poco educado como un servidor, tenemos ciertas dificultades para su comprensión, de ahí la atención con la que yo escuchaba la orquesta a lo largo del concierto, ajeno al devenir del universo mundo en general… Hasta que sucedió.
Ya digo, estaba yo totalmente embebido en la audición de la sinfonía de Shostakovich, con su aire trágico, e impresionado con aquellas descargas de la percusión, similares a las descargas de artillería (no en vano se estrenó en 1943, en plena guerra mundial, con una Rusia arrasada por la invasión nazi, primero, y por la reconquista de su territorio, después), cuando veo que, desde una de las enormes lámparas del techo, empieza a descender indolente, como con displicencia y desgana, una pelusa de buen tamaño.
La pelusa –como esas que se forman debajo de las camas–, con sus filamentos flotantes talmente que de medusa, y semejantes a pequeñísimos tentáculos que parecían asirse a las ondas sonoras, se dejaba mecer en el aire con la ingravidez de un corcho en medio del océano. En su lento descenso, se pavoneaba entre las luces del escenario con la suavidad de un ser grácil e ingrávido, y bien ajena a su vulgar condición de pelotilla polvorienta. Revoloteó por unos instantes sobre las cabezas de las personas sentadas en las primeras filas del coro, y fue a caer próxima a la bocina de una de las trompetas. Allí debió disolverse en partículas de polvo, desintegrada por los potentes sones del instrumento.
Una pelusa desprendida de un lugar tan inaccesible como es el lampadario del Auditorio, en principio, no da ni para una pequeña anécdota. Pero una sucesión de ellas (hasta tres pelusas de grueso calibre, en caída libre), en un mundo de sonoridad y recogimiento, produce una sensación de absurdo y despropósito: la sala en pleno estaba subyugada por la fuerza expresiva de una sinfonía de tanta enjundia con la octava de Shostakovich, y las pelotillas, flota que te flota, perezosas e ingrávidas.
Ver aquellas pelusonas suspendidas en el aire –gruesas y livianas a la vez– descendiendo mansamente, como resistiéndose a la ley de la gravedad, acaba con el devoto recogimiento del melómano más apasionado. Porque aquellos madejones polvorientos eran un esperpento, una visión absurda columpiándose sobre el escenario. Distraída la devota atención del respetable, éste seguía con la mirada las evoluciones de las pelusas e intercambiaba sonrisas y gestos de complicidad.
Para qué decir más. Roto el clímax, con el oído puesto en los sones de la orquesta y el ojo en el revoloteo absurdo de aquellas madejas filamentosas, los espectadores trataban de imaginar sobre qué cabeza irían a posarse. Yo las imaginaba cayendo sobre los timbales y que un redoble de los macillos sobre el parche las trituraría hasta devolverlas a su original naturaleza de polvo en suspensión. No pude gozar de tan sádica visión. Tras su lento descenso, desaparecieron de mi vista entre la masa oscura de los trajes que visten los maestros de la orquesta.
En fin, no es por meterme en asuntos de policía y limpieza del Auditorio, pero creo que una aspiradora, interpretando un sólo con brío a sala cerrada, libraría al respetable de ser distraído por esos volátiles polvorientos y la gente, durante la audición, estaría a lo que hay que estar, y no mirando al cielorraso y papando moscas.

sábado, 18 de abril de 2009

En paradero desconocido.-

Estos días, asuntos familiares me han tenido alejado de mi bitácora internautera, lo que ha provocado una gran inquietud entre los numerosos blogueadores que la visitan. Yo no lo sabía, pero resulta que esta bitácora, nacida de los ocios jubilares, se va haciendo popular entre los navegantes internáuticos y la visitan con más frecuencia de lo que yo suponía. Debe ser porque desde ella no se pretende cambiar el mundo (tampoco rezarle aménes acomodaticios), ni se imparte doctrina ideológica (política, religiosa o social) ni de otro cualquier tipo; o bien porque siempre llama la atención de los veteranos internautas que un jubilata-quasi-analfabeto-en-asuntos-de-informática sea capaz de sacarla adelante y hasta hacerla amena.
Cualquiera que sea la razón, lo cierto es que por ella recalan navegantes a la deriva que terminan siendo asiduos (algunos, no exageremos), como quien atraca en el puerto perdido de una isla que está fuera de las rutas turísticas pero que tiene el exotismo de lo intranscendente, donde uno no tiene que aparentar ser más de lo que es. Me explico: esta bitácora mía es el lugar donde uno puede pasear sus calles en chancletas y visitar sus lugares sin cita previa y sin el envaramiento de una corbata y traje. Es un lugar de andar por casa, como cosa de jubilado en zapatillas.
Pues, como decía, asuntos de salud –que parecen ir por buen camino– me han tenido alejado esta semana y no he hecho anotaciones en la bitácora. Lo cual ha sido motivo, como he dicho, de inquietud por parte de mis asiduos visitantes. En mi ausencia, parece que ha habido un conciliábulo del que ha surgido un representante, de nombre Antonio Moyano, comisionado para pesquisar mi paradero. Al señor Moyano no lo conozco personalmente, pero tengo de él las mejores referencias por terceras personas que sí le conocen a él y me lo han encomiado mucho. Además, sé que es uno de los asiduos lectores de mis bagatelas y, ocasionalmente, crítico ponderado de los comentarios que aparecen de tarde en tarde.
Lo cual me trae a otro asunto. Si los navegantes que hacen aguada en mi isla son ya tantos ¿Por qué ese temor a dejar comentarios? Leer una reflexión, un cuento, un comentario de noticia siempre estimula una respuesta, pero es poco frecuente que el lector deje constancia de su propio punto de vista. No sé si es por timidez, por despreocupación, por agrafía congénita, pero la verdad es que pocos navegantes dejan constancia escrita de su paso. Antonio Moyano, que parece tener tanta influencia entre los internautas aficionados a mi bitácora, debería hacer algo por animarles a la expresión escrita. Y, si se me permite una sugerencia, yo invitaría al señor Moyano a que lo propusiera en la próxima asamblea de visitantes. Espacio para los comentarios hay; censura, ninguna.
Así que ¡Adelante, señor Moyano! Anime usted a la gente a escribir. De lo que aquí quede constancia siempre podremos extraer un florilegio para ilustrar a futuras generaciones. O un compendio de sesudas reflexiones para guía de caminantes. O una antología del disparate para rechifla de lectores ociosos…

domingo, 12 de abril de 2009

Sólo son cuentos.- Oficios raros, 4.

No más rutina.-
La radio local siempre decía de aquella ciudad que era un remanso de paz, una balsa de aceite y otros tópicos al uso que, aunque no eran un derroche de imaginación periodística, reflejaban con bastante exactitud la apacible vida de aquella capital de provincias.
La burguesía local iba los domingos a misa de doce y luego a comprar pasteles para la sobremesa. Los obreros en paro pasaban la tarde en el bar echando la partida y los municipales ponían alguna que otra multa de tráfico. La gente vivía instalada en sus rutinas. Sólo había un poco de bullicio cuando, los días de labor, a media mañana, los funcionarios se desparramaban por las cafeterías para el desayuno. Por lo demás, todo era sosiego y placidez; o si se prefiere, un muermo. La verdad es que tanta placidez era un aburrimiento. Por eso, algo empezó a moverse en aquella ciudad el día que en el periódico provincial apareció el siguiente anuncio:

"Prudencio Azurmendi Buendía
PSICÓPATA.
Iniciará sus actividades a partir del
próximo 1 de octubre.
(Oferta de lanzamiento por comienzo de actividad)"

Al anuncio seguían una sucinta información sobre horarios de atención al público, un teléfono de contacto y una dirección postal en un barrio respetable de la localidad.
Que el asunto empezara a interesar fue cuestión de días. El que más o el que menos sabía qué era eso de psicópata: la mayoría de la gente lo conocía de oír las noticias en la tele y leer los periódicos. Pero nadie podía imaginarse que en una ciudad tan tranquila pudieran tener un psicópata en plantilla, como quien dice. Y, como eran tan tradicionales en sus costumbres, al principio se resistieron a utilizar sus servicios y el psicópata se aburría.
Se comentaba mucho, eso sí, que a partir de ahora la ciudad tendría un aliciente, que la vida ya no sería tan monótona. Un psicópata suelto por la ciudad, en opinión de algunos, ayudaría a sobrellevar el tedio. Había quien se imaginaba, con un estremecimiento de placer, que unos pasos sigilosos le seguían en una noche de lluvia. Alguno se sobresaltaba cuando sonaba el teléfono a destiempo, pero lo cierto es que el psicópata estaba sin trabajo porque nadie quería romper la rutina de una vida sin sobresaltos.
Fueron las damas de clase acomodada las que pusieron de moda reclamar los servicios del psicópata. Se reunían por las tardes a tomar el té con tortitas y sirope y se aburrían una enormidad, hasta que a una se le ocurrió:
- Chicas, estoy tan aburrida que voy a ir al psicópata.
- Huuuy, qué atrevida –, comentaron sus amigas. – Desde luego, tú siempre dando la nota.
Todas hicieron como que se escandalizaban, pero lo cierto es que sólo era envidia. A todas les entusiasmó la idea, pero ninguna se atrevió a confesarlo.
La dama concertó una cita y se presentó en la consulta de Prudencio Azurmendi. Éste, que era un profesional serio, le explicó las distintas modalidades de comportamientos psicopáticos y la tarifa de precios que se ajustaban a cada uno de los servicios. Ella, que era económicamente solvente, contrató una semana de secuestro con asalto domiciliario y sevicias múltiples.
Una madrugada, de acuerdo con el contrato suscrito, él entró en la alcoba matrimonial, pegó veintitrés cuchilladas al marido de la dama y puso la habitación perdida de sangre. A ella se la llevó arrastrando por los pelos y la encerró en una cámara frigorífica. Durante siete días la tuvo maniatada y colgada de un gancho entre costillares de vaca y ovejas desolladas. Cada noche iba el psicópata, se ponía una bata de charcutero y abría el maletín donde tenía un surtido de cuchillos de carnicería. Regularmente, durante cuarenta y cinco minutos, le daba unos tajos y la amenazaba con rajarle la tripa y sacarle el mondongo. Luego, cuando terminaba la sesión, guardaba las herramientas, doblaba la bata, daba las buenas noches y se iba a acostar.
Fue el mayor éxito social que jamás se conociera en aquella ciudad. La dama apareció a la semana en un vertedero, flaca, desencajada, con ojos de terror y con principios de congelación en las extremidades. Todas sus amistades se desvivían por ir a su casa a que les contara tan terrible experiencia. El diario local lanzó una edición extraordinaria, la emisora hizo una encuesta callejera a micrófono abierto y las personas de orden empezaron a reclamar más seguridad en las calles.
- ¿Y te aburrías mucho todo este tiempo, tan sola? –, le preguntaban sus amigas de toda la vida.
- Qué va, qué va. – Decía ella, tan contenta por ser el centro de atención. – Se pasa más miedo... No te aburres nada, nada... Es el dinero mejor empleado.
A partir de entonces, el trabajo empezó a desbordar al psicópata Azurmendi, porque hasta los médicos del seguro se lo recomendaban a los enfermos neurótico, depresivos, o hipocondríacos de diverso pelaje.
- ¿Dice usted que sufre depresiones? Usted lo que necesita son emociones fuertes. Tome una sesión semanal de tratamiento psicopático, y en dos meses como nuevo –, recetaban los doctores.
Incluso se puso de moda alquilar al psicópata para regalo de cumpleaños. Se reunían varios amigos y, entre todos, pagaban un asalto del psicópata al homenajeado. Todo dependía del dinero recaudado y de las condiciones del contrato, pero en general, el protagonista del día quedaba satisfecho de la sorpresa. Bien porque sufría quemaduras de primer grado a causa del ácido que el psicópata le arrojaba, bien porque éste le tiraba en medio de un pantano con los bolsillos llenos de piedras, o cualquier otra atrocidad ingeniosa. La verdad es que era un regalo original.
La radio y el periódico locales no daban abasto para publicar tantas noticias terroríficas. Los contratos de publicidad de estos medios subieron como la espuma, y hasta la prensa nacional se hizo eco del asunto. También es verdad que la mayoría de la población no podía pagarse el psicópata y se levantaron voces de protesta. Se llegó a hablar de injusticia social y de la necesidad de ampliar el servicio de psicopatía a costa del erario público. El Ayuntamiento, en un pleno extraordinario, decidió convocar un concurso-oposición para cubrir plazas de psicópata diplomado y la oposición municipal tachó al alcalde de oportunismo político y demagogia.
Tanta publicidad se dio al asunto que acudieron psicópatas de todo el país. Al aumentar drásticamente la oferta, se produjo un reajuste en la demanda, provocando una bajada exponencial en los precios, hasta el punto de que sólo los psicópatas chapuceros podían trabajar por tan poco dinero. La mayoría se puso a robar para sobrevivir.
Al principio, Prudencio Azurmendi Buendía ajustó sus honorarios para competir; más tarde, hizo rebajas fuera de temporada y ofertas especiales en Navidad y Semana Santa. Pero era inútil. Había mucha competencia desleal. Sin embargo, como hombre de recursos, consiguió un contrato en la policía científica.
La ciudad, cada mañana, amanecía con sus calles hechas un asco, llenas de víctimas de psicópatas en paro y otros sádicos espontáneos. Él que conocía bien la profesión, ayudó a desentrañar muchos casos y logró un prestigio que, hasta ahora, nadie le discute.
Afortunadamente, aquella capital de provincia tiene ahora el índice más alto de criminalidad del país y a él le espera un brillante provenir. También es cierto que el sueldo de funcionario no da para muchas alegrías, pero al menos no se pone perdido de sangre en el trabajo.
Y lo que es más importante, en aquella ciudad nadie se aburre ya.

martes, 7 de abril de 2009

Pour gagner plus.-

Recuerdo que, durante las elecciones presidenciales francesas, el entonces candidato y actual presidente francés, Nicolás Sarkozy, puso en circulación el lema “Travailler plus pour gagner plus” (Trabajar más para ganar más). Fue el lema favorito de su campaña y se pregonó por todos los rincones de la Francia a trompetazo triunfal. Los franceses le creyeron, y le votaron, claro está.
A los pocos meses del inicio de su presidencia, el capitalismo especulativo (los amiguetes que le prestaban el yate para sus vacaciones) dio al traste con la economía mundial, dejándonos a todos en un ¡ay! Los franceses, como cada hijo de vecino, empezaron a quedarse sin trabajo y con los ingresos menguados.
En el número de esta semana, Le Nouvel Observateur echa mano, con cierto recochineo, de la segunda parte del lema “pour gagner plus”, para ironizar sobre los sueldos de los comisarios europeos. Esta es la traducción de la noticia:

Bruselas: Para ganar más.
Se sabía que los comisarios europeos estaban bien pagados (19.909 euros mensuales de salario base), lo mismo que el presidente del ejecutivo europeo (José Manuel Barroso gana 24.422 euros mensuales, o sea, cerca de 300.000 euros anuales, aparte los gastos por alojamiento y representación). Ahora descubrimos que perciben, también, una muy confortable jubilación: hasta el 65% de su salario durante los tres años siguientes a su salida del cargo. Rechazando el término de “paracaídas dorado”, la Comisión defiende este sistema argumentando el hecho de que no hace más que “aplicar las reglas dictadas por los propios Estados miembros de la Unión Europea.”

Lo que no dice Le Nouvel Obs es si, al igual que nuestros diputados de la Carrera de San Jerónimo, los comisarios europeos no aparecen por su escaño más que para apretar el botón que les manda su grupo parlamentario.

lunes, 6 de abril de 2009

Pasión.-

Hacía al menos cinco años que no escuchaba “en vivo” la Pasión según San Mateo, de Juan Sebastián Bach. Este domingo pasado he tenido esa fortuna en el Auditorio Nacional. El director de orquesta Paul Goodwin nos ha ofrecido su versión de este monumento de la religiosidad luterana, ejerciendo -para los que nos conformamos con ser practicantes de ninguna religión en especial, pero sí aspiramos a disfrutar de su belleza y emoción- de celebrante de un rito estético que nos ha embargado de religiosidad musical.
Recuerdo mi primera audición de la Pasión. Fue en el Teatro Real, allá por el año 1976 (según Teresa, que es la memoria viva de esta casa). Fue imposible encontrar localidades y conseguimos entrar gracias a que nos coló uno de los porteros del Real. Estuvimos en el extremo de un pasillo adosado a lo más alto del muro y próximo al cielorraso. Digamos que era el gallinero sobre el gallinero, donde había un banco corrido, apto sólo para estudiantes con más afición que posibilidades y melómanos populares y desmonetizados. Sillas no había, así que asistimos a toda la representación de rodillas, asomando la cabeza por entre las barras a las que iban sujetos los focos que alumbraban el escenario. No recuerdo quién fue el director en aquella ocasión, posiblemente Frühbeck, o quizás Celibidache, a los que luego vi dirigir muchas veces a lo largo de muchos años.
Allí, arrodillados y transidos de devoción a Nuestro Señor Johann Sebastián Bach, asistimos con fe estética y emoción de melómanos principiantes, al desarrollo de la Pasión según San Mateo. En aquellas casi tres horas, genuflexo y con la cabeza asomada por el hueco de los focos, viví mi mayor experiencia religioso-musical, donde me fue revelada la gran verdad de la música como camino de perfección –ya que no como vía de religiosidad– y mis rodillas mortificadas casi no sintieron la dureza de las baldosas del suelo.
Fui como un aprendiz, un doctrino de místico-esteta, levitando suavemente al compás de la melodía del oboe de amore, mientras que el continuo de las cuerdas trenzaba su tema musical transitando todo a lo largo de la obra. Yo, en lo algo del gallinero y entre el calor de los focos, como en un séptimo cielo, me dejaba mecer por el vaivén del arco que se deslizaba sobre las cuerdas dobles de la viola de gamba. Los textos cantados eran como la revelación de un misterio dicho en lenguaje musical, tanto más fascinantes cuanto que eran expresados en una lengua ignorada por mí. Ya se sabe que las divinas palabras, que corresponden al mundo de lo revelado, han de ser expresadas en un lenguaje críptico para que el pueblo fervoroso, cuyo destino es creer pero que no comprender, sienta el temor reverencial con que uno ha de aproximarse al mundo de las cosas divinas. La divinidad debe manifestarse con bellas palabras oscuras; éste es el principio de toda religión, sea ésta estética o teísta.
Para acabar diré que fue aquella mi primera experiencia estética y mística, donde se despertó mi fe en Nuestro Señor Don Johann Sebastian Bach. A partir de entonces, siempre he creído en él como profeta de una de las supremas religiones al alcance de los simples mortales: la Música.

viernes, 3 de abril de 2009

Reivindicación de los caminos públicos.-


Los que somos aficionados a la montaña y a recorrer sus vericuetos nos encontramos cada vez con más frecuencia con caminos cortados por fincas particulares. Caminos que, tradicionalmente, han sido de uso público y que las gentes de los pueblos han usado durante siglos para desplazarse de una población a otra.
Muchos de estos caminos fueron perdiendo su utilidad con las nuevas vías de comunicación y el abandono del medio rural y las explotaciones agropecuarias tradicionales, y han ido cayendo en desuso, quedando cegados o, simplemente, siendo apropiados por los propietarios por cuyas fincas pasaban. Porque no sólo ha sido el abandono por falta de uso, sino también los intereses particulares los que han hecho que, poco a poco, estos caminos hayan sido cerrados al paso de quienes quieran transitar por ellos, como ocurre actualmente con los montañeros o ciclistas.
Ha sido una labor interesada y silenciosa prolongada a lo largo del tiempo, por la cual, un día se ponen trabas al paso, bien cegándolo con piedras o maleza; luego, levantando una tapia o poniendo alambradas. A fuerza obstaculizar el paso, la vegetación crece y el antiguo camino termina borrado por falta de uso. Luego, basta con poner un cartel “Prohibido el paso. Finca particular”, y lo que era un bien de dominio público, pasa a formar parte de la propiedad de un particular sin que los poderes públicos muestren ningún interés por recuperarlo. La usucapción se convierte en derecho del particular que la ejerce, y los derechos públicos se pierden. Y quien pretenda pasar por allí se convierte en un delincuente potencial, ya que invade una “propiedad privada”.
Recuerdo que, a mediados de agosto del año pasado, hicimos una marcha desde Cerezo de Arriba hasta la Pinilla, siguiendo los caminos y las pistas marcadas en el mapa. Al llegar a la finca llamada Huerta del Raso, caminando por la pista que atraviesa dicha finca y lleva hasta la Pinilla, el propietario nos salió al paso y nos obligo, con malas maneras y un comportamiento grosero, a salir del camino, y saltar la alambrada que delimitaba su finca. No valieron explicaciones por nuestra parte en el sentido de que era una pista forestal y de que no nos saldríamos del camino. A falta de mejor venganza, decidimos llamar al lugar “El Raso del Mendrugo”, en memoria del bruto de su propietario. También, el sábado pasado, pudimos comprobar que el antiguo camino de Segovia (tramo desde el puerto de Malagosto hasta Alameda del Valle), está cegado por desuso y cortado por fincas particulares.
Todo esto para decir que he recibido un informe de Ecologistas en Acción de Segovia que propone, para el sábado 4 de abril, abrir el camino de “La Pedrona” en la Granja. Camino que nace en la Casa de Vacas, finca de la Saúca, pasa por Siete Arroyos y se dirige hacia el Puerto de Malagosto. Camino que permitía en tiempos ir desde la Granja de San Ildefonso, saltando la sierra, hasta Oteruelo del Valle y Rascafría. Posiblemente, parte de este trazado es el descrito por el Arcipreste de Hita en sus andanzas serranas que le llevaron a pasar por el Puerto de Malagosto.
Se trata pues, de un camino histórico, utilizado desde tiempo inmemorial. Según el informe, ni su uso público ni su titularidad municipal se habían puesto en cuestión hasta el 2005. Ante la indiferencia –parece ser que interesada– del ayuntamiento de La Granja, los propietarios de la finca de la Saúca, en otoño de 2006, cegaron con piedras y maleza el acceso, más tarde cerraron con una alambrada de espino y se instaló un cartel prohibiendo el paso.
Este sábado, 4 de abril, se ha convocado una marcha senderista por dicho camino para exigir su utilización pública. Nosotros estaremos allí, para apoyar la reivindicación de los montañeros segovianos con nuestra presencia.

miércoles, 1 de abril de 2009

La subida al puerto de Malagosto.

Nuestra marcha del domingo 29 de marzo ha tenido un carácter fuera de lo habitual. Subimos al Malagasto una vez más (el año pasado, dos), pero es que vamos acompañando a un grupo de montaña de una empresa. Sus empleados acostumbran a hacer una marcha mensual y esta vez se trata de subir al puerto marcando la ruta en GPS. Nos han invitado porque Guillermo se ofreció a indicarles la ruta de subida.
Antes de las 10 h. estamos frente a la entrada al pueblo de Pinilla, junto al Chalet de don Ventura (según el mapa) y ya está la mayoría del grupo esperando. Nos reunimos 19 personas.
A las 10:10 h. nos ponemos en marcha. La carretera del valle está a una altitud de 1.100 m. La primera parte del camino transcurre por la dehesa Los Rasones, sin desnivel apreciable. Al poco de empezar a subir, dejamos a la izquierda el antiguo “Camino de Segovia”, que debería ser el acceso normal para llegar al puerto, pero que está abandonado y cegado desde hace muchos años. Seguimos por la pista que lleva a la loma de Peñas Crecientes. Allí (1.370 m. de altitud) hay una talanquera para agrupar el ganado y cargarlo en camiones.
Toda esta loma es un herbazal encharcado por el que las sendas se confunden. En un espino albar hay colgada la calavera de una vaca con una inscripción "viva la guardia civil", que nos indica el camino correcto para no perdernos entre aquellas turberas y matorrales. Llegamos al Poyal (1560 m) a las 11:57 h. Desde aquí, el camino es horizontal hasta los Hoyos de Alameda, donde llegamos a las 12:12 h. Estamos a 1623 m. Desde aquí empieza la subida abrupta por praderas muy pendientes, hasta llegar al roquedo que hay por encima, y de allí a la alambrada que es divisoria provincial. Son las 12:38 h. Aquí abunda el piorno, el enebro rastrero, el cambrón. Este matorral inunda el antiguo camino de Segovia, que retomamos, al poco de cruzar el portillo.
Nuestro camino, cerca del puerto, se ve interrumpido por un enorme nevero que lo cubre en unos 50 metros de longitud. Como no hemos traído crampones y corremos el peligro de resbalarnos al cruzarlo, lo rodeamos por arriba y llegamos a lo alto del puerto de Malagosto (1.929 m) a huevo. Son las 13.23 h. y el puerto está cubierto por las nieblas, sopla un viento frío y comienzan a caer gotas de nieve. Paramos lo justo para hacer alguna foto del grupo y para que Guillermo les de alguna explicación sobre el Arcipreste de Hita y su encuentro con la Chata recia en aquellos parajes.
Emprendemos la bajada a todo trapo. Paramos a comer el bocadillo (apenas un cuarto de hora) refugiados entre unas rocas y piornos. Nieva, no mucho, pero hace mucho frío, hay humedad a causa de las nieblas. Nos ponemos en marcha rápidamente y caemos más abajo del camino de subida, casi hasta el lecho del arroyo, así que vemos algunos tejos próximos. Tenemos que remontar para recuperar el camino (el GPS ayuda mucho) y volvemos a pasar por las praderas encharcadas y los barrizales, hasta llegar a la loma de Peñas Crecientes.
La bajada, un paseo entre animadas charlas con los nuevos compañeros de hoy. Llegamos a las 16:20 h. Todavía junto al Chalet de don Ventura, Pedro, el organizador de las marchas de este grupo, nos lee un fragmento del Libro de Buen Amor:
"Pasando yo una mañana / el puerto de Malangosto / asaltóme una serrana / tan pronto asomé mi rostro. / –“Desgraciado ¿dónde andas? / ¿Qué buscas o qué demandas / por aqueste puerto angosto?"
Nos acercamos a La Posada de Alameda a tomar un café en sus salones. Un rato de conversación animada con esta gente, y nos despedimos para regresar a Madrid. Por el camino, cae agua nieve.