jueves, 23 de abril de 2009

23 de Abril, Día del Libro.-

Es cosa sabida que los jubilados, a falta de otras heroicidades, vivimos de las pequeñas anécdotas que nos van surgiendo en el día a día. Un buen número de entre nosotros vive del pasado y sus recuerdos, y se olvida de vivir el presente. También esos viven de sus anécdotas, de cuando eran más jóvenes, sólo que las suyas están ya petrificadas por el paso del tiempo, lo que resulta tedioso para los jubilatas marchosos como un servidor. Así que, habiendo anécdotas recién horneadas, para qué sacarlas del congelador...
La anécdota correspondiente al día de hoy ha surgido mientras estaba haciendo un servicio de voluntario en Solidarios para el Desarrollo, a las puertas del Museo de la Ciudad. Teníamos allí montados nuestros tenderetes donde ofrecíamos libros donados por el Ayuntamiento, a 2 euros (precio simbólico) el ejemplar. Más que una venta, se trataba de dar a conocer las actividades de nuestra O.N.G, especialmente la del envío de bibliotecas a centros escolares de Suramérica.
A media mañana, dos críos de no más de 8 años aparecieron por allí y curiosearon a prudente distancia de nuestro puesto de libros. Yo les invité a acercarse y a hojearlos, preguntándoles si les gustaba la lectura. El más atrevido de ellos me dijo, de entrada, que eso de leer era “un rollo”. Ante mi insistencia de lo divertido que era leer historias en los libros, me contestó, literalmente: “Llevo tres años en ese colegio y no he leído un libro”.
Sin más comentarios, quede aquí constancia de lo dicho por la criatura, futuro directivo de empresa, abogado de prestigio, economista, político... Esto lo supongo porque el barrio corresponde a la burguesía acomodada, y sus retoños no suelen acabar de auxiliar de oficina en la sucursal de un banco.
Y, para celebrar este día con un poco de humor, dejo aquí esta historieta:

El Quijote en Metro.-
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor...”
Tenía la garganta seca de tanto leer en voz alta aquel Quijote desencuadernado, así que paró un momento y carraspeó. El metro en el que viajaba, segundo vagón por la cola, estaba entrando en la estación de Ventas. “Una cañita no me vendría mal”, pensó, y, con disimulo, metió la mano en el bolsillo para contar las monedas. “Nada –se decidió–, en cuanto llegue a Ciudad Lineal, me cambio de andén y me vuelvo a Alonso Martínez”.
Según sus cuentas, en el viaje de regreso sacaría, por lo menos, un par de euros más.
Aquella era una forma de sobrevivir como otra cualquiera. Unos tocaban la guitarra en los pasillos del Metro, otros hacían ceniceros con latas de refrescos por las calles del centro, y alguno había que cantaba arias, con voz de bajo profundo, a la puerta del Auditorio los días de concierto. Pero él, como no sabía hacer nada, leía El Quijote en voz alta mientras pedía. O, para ser más exactos, pedía leyendo el Quijote en voz alta. Su oficio era pedir, y lo otro, lo de leer El Quijote, pura casualidad. El libro se lo había encontrado hurgando en un contenedor de papel, y, eso de leerlo en el Metro, fue una ocurrencia de esas que dan con el hambre.
– ¿No será Vd. profesor en paro?–. Siempre había alguno que se lo preguntaba. Esos eran los viajeros más generosos: ponían gesto importante, como si estuvieran socorriendo al mismísimo Cervantes; se rascaban el bolsillo con convicción y, a veces, hasta le daban medio euro.
Pero, no. La verdad es que él ni era profesor, ni tenía profesión. A menos, claro, que llamaran profesión a la de ser pordiosero y, como quien dice, sopista de la beneficencia.
– Un oficio sí que es, no nos engañemos –, decía el gorrilla del tanatorio de la M 30-. Éste llevaba siempre una gorra de plato, de cuando los grises, que se encontró en una papelera. Eso, y un periódico enrollado, eran símbolos de su autoridad como aparcacoches. A la gorra de plato le sacaba brillo todas las noches, después del trabajo, y el periódico lo cogía cada mañana de un contenedor de la avenida de Badajoz, antes de empezar el curro.
El gorrilla era uno de los habituales del albergue municipal y hacía buenas migas con el pedigüeño que leía el Quijote en el Metro. Ambos tenían en común el interés por la letra impresa, herramienta de trabajo que dignificaba el oficio y hermanaba en la necesidad; eso, al menos, decía siempre el gorrilla, al que le salían estas cosas de forma natural, sin tener que pensárselas.
– Claro que, sin menosprecio de las letras, el uniforme siempre impone más –, cavilaba el gorrilla, mientras cepillaba con la manga la visera de su gorra de plato.
Al lector ambulante del Quijote, lo de si son más importantes los uniformes o las letras, le daba un poco igual; a él ese rollo le sonaba de haberlo leído varias veces pidiendo en el Metro. A él lo que de verdad le importaba, era sacarse unos cuantos euros al cabo del día. Si el negocio de la lectura se había dado bien, al terminar la jornada laboral, se tomaba una caña con aceitunas en las cervecerías que hay por Alonso Martínez. Si el curro de pedir no lucía, se iba al refugio municipal a comer el guiso de beneficencia y a echar una parrafada con el gorrilla.
Y eran muchas las veces que recurría al puchero municipal. Cada vez con más frecuencia. Porque cada vez había más gente que pedía en los vagones y los túneles, y por las calles. Tocaban instrumentos y hasta formaban orquestas y todo, y a la gente le gustaba más la música que la coña esa del Quijote. Él, que en lo de pedir siempre había sido un clásico, nunca variaba su estrategia comercial –según le reprochaba el gorrilla–, y así le iba la cuenta de resultados. En cuanto entraba en el vagón, se ponía en medio, carraspeaba para aclarar la voz, y recitaba de un tirón siempre lo mismo:
– Señoras y señores – decía –, es muy triste tener que pedir, pero es más triste tener que robar. Yo soy una persona humana, pobre pero honrado, que me gano la vida leyendo la obra cumbre de la literatura universal, el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. Ahora, con el permiso de ustedes, procedo a leer el capítulo tal (y decía el que correspondía leer esa vez).
El discurso, que repetía con pocas variantes, se lo preparó una vez un filólogo alcohólico al que conoció en Las Vistillas, a cambio de dos euros para vino.
Trabajador sí era: podía pasarse todo el día dale que le das pateando líneas de Metro, pero casi siempre se tropezaba con los músicos ambulantes, la mayoría de los países del Este. Y no podía competir con ellos, porque eran más y metían más ruido con sus saxos y sus acordeones.
– Es que, encima, son unos profesionales –, se lamentaba. – Se ve que en esos países todos han hecho una carrera...
– A eso se le llama deslocalización industrial –, le explicaba el gorrilla. – La industria de pedir rinde más aquí, así que se desplaza la mano de obra extranjera. Hasta que se equilibre el nivel de vida, y los pobres sean igual de pobres en todas partes. Entonces dará lo mismo pedir aquí que allá y cada uno se irá a su casa.
– Hasta entonces, no hay otra que apretarse los machos y aguantar -, añadía, filosófico.
El hombre no hablaba a humo de pajas. Todas las mañanas se leía las páginas de economía del primer periódico que sacaba del contenedor, y que usaba para señalar los huecos de aparcamiento en los alrededores del tanatorio. Era lo bueno de su oficio: la gorra le daba autoridad, y el periódico, conocimientos.
Pero, tampoco era tan malo el oficio de pedir, a pesar de tanta competencia. De vez en cuando, se reunían los íntimos del albergue, y compraban la bebida a escote. Se daban cita en el parque del Calero, junto al tornavoz, donde suelen trapichear los camellos con el costo. Hablaban del negocio y hacían rondas con las litronas y el calimocho. Después de soplar del vidrio, la vida tenía otro color.
Cuando empezaban con la penúltima ronda, el pordiosero del Quijote sacaba su libro de pedir. Tras solicitar la venia del respetable –como le enseño el filólogo vinoso–, se mojaba el dedo en la lengua y ponía la yema sobre una página al azar. Trabucando un poco las palabras, leía, pongamos por caso: “... era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza”. Y así seguía hasta que tanto Quijote le daba sed.
Los compañeros le oían leer entre trago y trago, y, de vez en cuando, hacían algún comentario a la lectura y organizaban discusiones:
– Coño, tú, a mí ese hombre me suena de algo... Oye ¿A ti te suena ese tío? Sí, hombre, si uno que era de la Mancha... Era de..., era de..., en cuanto me acuerde del pueblo, te lo digo.

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