martes, 25 de abril de 2017

Por tierras del Caucaso: Georgia.-

Habrá por ahí – pensaba un servidor mientras andaba por lueñes tierras – algún improbable lector que esté sufriendo en silencio la larga ausencia de esta bitácora. O quizás, esta misma ausencia le ha habituado a no recibir noticias de ella, o a no echarlas de menos, lo que es peor. 

Comoquiera que sea, no es bueno ni para él ni para mí. Para él porque se ve privado de esos momentos de lectura intrascendente en los que no está obligado a tomar partido; para este jubilata, porque la no presencia en la nebulosa internauta es tanto como una condena al ostracismo, la muerte civil en esta charca universal de opiniones donde, si no parloteas, no existes. Así que regreso a ella, a la charca de la cháchara internautica, a croar como una rana más y unirme a este coro de disonancias donde cada uno dice lo que quiere y cada cual entiende lo que le da la real gana.

Dicho esto, pues sí, este jubilata se ha ido semana y media a visitar un par de países del Cáucaso y ha vuelto tan lleno de nuevas experiencias viajeras que no querría dejar de contarle – siquiera algunas de ellas, y sin afán didáctico – al lector expectante o acaso olvidadizo, pero siempre presente en la intención de esta bitácora.

¿…Que estás en Georgia? – me “wuasapeó” mi hermano – Espero que Putin no haga ninguna tontería mientras estáis por esas tierra. Yo entendí su preocupación. Como quien dice, anteayer (en agosto de 2008), Georgia se vio metida en una guerra por reclamar Osetia del Sur y Abjasia como territorios de su Estado. Pero la Madre Rusia apoyó a los disidentes y llevó sus tanques hasta las puertas de Tblisi, la capital, tras ocupar Gori, ciudad natal de Joseph Stalin. La cosa de la geopolítica quedó en que, por mediación de la Unión Europea, los contendientes se retiraron a las posiciones previas al conflicto. Desde entonces, los georgianos se lamen las heridas por la amputación de lo que consideran parte de su territorio.

El asunto no es lo mismo leído en la Wikipedia que oído de boca de Maia, nuestra jovencísima guía, quien vio su pueblo natal ocupado por las tropas rusas. El sentido de frustración y de irredentismo es algo que ha quedado en el espíritu de los georgianos, a lo que se une la vecindad inquietante de los grandes que le rodean: Rusia al N (desde comienzos del S. XIX Georgia fue anexionada al imperio zarista, y tras el bolcheviquismo, una de las repúblicas satélites), más los países islámicos y opuestos en fe religiosa: Azerbaiyán al S.E y Turquía al S.O. Únicamente la pequeña Armenia, al S., es vecino no conflictivo, aunque por aquellas tierra todavía suspiran por la Gran Armenia, como se dirá en otra entrada posterior.

Lo primero que sorprende al viajero es ese alfabeto, como hecho de gusanitos, el nombre impronunciable de los lugares que uno visita (las consonantes deben ganar en proporción de 3/1 a las vocales), y el alarde de religiosidad e influencia de la iglesia ortodoxa en la vida pública. Eso, y que son unos triperos además de buenos bebedores de vino. Uno se sienta a la mesa y le sirven una docena de platos distintos, abundantes en vegetales, legumbres, carnes y variedades de quesos, todo especiado, que el comensal mezcla a placer. Pero la cocina georgiana es tan complicada como su alfabeto, así que aquí se apunta y nada más.

Tbilisi la capital, ciudad que mantiene la belleza de las viejas ciudades medievales, está atravesada por el río Kurá y rodeada de cerros que conservan una fortaleza y antiguas iglesias. Y, cuando el viajero se pone en plan culto y visita lugares, éstos son o iglesias o monasterios. Viejos monasterios existentes desde la implantación del cristianismo, muchas veces fortificados, y a veces disponiendo de un aula donde se impartían los saberes de la época. Son lugares de culto y de cultura. 

Y lo que sorprende al viajero profano, es que su arquitectura religiosa apenas sufre evolución desde los primeros siglos hasta la actualidad. Son edificios sólidos, construidos en piedra volcánica, tova o calizas, de gruesos muros y escasa iluminación. Planta de cruz latina, con una cúpula sobre el crucero, y la curiosidad de que los campanarios suelen ser exentos. Al interior, el iconostasio donde se celebra la consagración, representaciones icónicas murales y una sensación de oscuridad que anima a buscar la luz exterior en cuanto se han hecho media docena de fotos.

Si al improbable lector le cuento que estuvimos en Velistsije, Signapui,  Mtsmjeta, Uplistsije o Tskaltubo, pues como que le va a dar lo mismo, así que no le diré que también estuvimos en Gelati, Kutasi, Motsameta y otras que me callo. Sí le sonará Gori, la cuna del padrecito Stalin, donde se conserva su casa, modestísima, y el vagón blindado que usaba durante la guerra mundial para no estar nunca localizable. 

Próximos a su estatua, los perros callejeros se enroscan sobre la tierra del jardín y duermen sus sueños perrunos, ajenos a la efímera historia del sistema soviético y la escasa gratitud que estas gentes le muestran. Un hombrecillo, con un cajoncito de madera como mostrador, tiene a la venta pequeños recuerdos con la imagen de Stalin. Yo le compré un par de cajas de cerillas donde se ve que al prócer le hicieron un lifting porque exhibe mejillas tersas, pelo entrecano repeinado y bigote de perfecta geometría. Y muchas medallas.

Entre tanto andorrear por el país, atravesamos la sierra de Gombori, cadena montañosa previa al Gran Cáucaso, para entrar en la región vinícola de Kakhti. Nuestra guía Maia, con orgullo patrio, nos dijo que se cultivaban hasta 500 variedades de uva en su país y que la tradición vitivinícola se remonta a 8.000 años, como quien dice a los tiempos del patriarca Noé. El sistema tradicional de elaboración, declarado patrimonio inmaterial de la humanidad por la UNESCO, se parecía como un huevo a otro huevo a como lo hacía mi primo Servando en los Montes de Toledo: se pisa la uva y el mosto se echa en tinajas junto con el hollejo para que fermente. Es lo que por tierra de garbanzos siempre se ha llamado “vino de pitarra”. Solo que en Georgia es una tradición milenaria, y aquí un atraso tecnológico.

Como son días de recogimiento religioso y pascua de resurrección, el país está a medio gas y los museos no se pueden visitar. Christe Azsca!, “Cristo ha resucitado” dice la gente a modo de saludo cuando uno entra a visitar una de las innumerables iglesias. Pero este jubilata se olvida un tanto de esos piadosos sentimientos y observa el país desde el bus, mientras le llevan de ciudad en ciudad, de iglesia en monasterio. Y ve muchas casas de labranza abandonadas, unas vacas desmedradas andando por el arcén, y gran cantidad de coches de la época soviética abandonados por pueblos, campos  y caminos. Viejos Lada ya en puro esqueleto, que exhalaron su último suspiro mecánico una vez que la economía planificada murió de inanición.

Y si el viajero es observador, verá viejos polígonos industriales, en tiempos del comunismo floreciente grandes complejos fabriles que daban trabajo a millares de obreros, hoy esperando una reconversión industrial que no se sabe si llegará de los fondos comunitarios, con  permiso de la madre Rusia, claro está, que pone un ojo vigilante sobre estos hijos desagradecidos que le hacen guiños a la OTAN y el capitalismo occidental.  

Quizás, la impresión más melancólica la recibió este jubilata viajero en Tskaltubo, ciudad balneario que tuvo su momento de esplendor durante la época soviética. Un paseo antes del desayuno me llevó a recorrer calles solitarias desde las que se veían viejos y enormes hoteles abandonados, con ese aire triste y resentido que se les pone a los edificios a los que se deja languidecer con las heridas del abandono asomándole por puertas y ventanas desdentadas.

Sus hermosos parques estaban en estado salvaje con árboles, arbustos y matorrales que cegaban los paseos, balaustradas que se desmoronan, enrejados comidos por el óxido… Y en lo que fue un campo de fútbol, centenares de ranas croaban en grandes charcas. El soberbio aspecto de antaño se había convertido en penoso olvido de sus grandezas y, para completar el panorama de desolación, varios perros callejeros se acercaban a nuestro bus, buscando la caricia del turista. Ni siquiera esperaban algo de comida, solo que el forastero  les acariciara o, al menos, le permitiera acercarse sin ponerles cara de asco.

Pero que el improbable lector no saque una idea equivocada de lo aquí escrito. Son una apreciación subjetiva que no da razón de la hermosura de aquellas montañas, su abundancia de ríos, la omnipresente  cadena nevada del Gran  Cáucaso en lontananza, y la belleza agreste de los parajes donde se asientan los monasterios. El turista allí se hace viajero y bebe con los ojos todo lo que el paisaje quiere  mostrarle.

Si tienes ocasión, lector paciente, ve y visita el país. No te decepcionará, incluso verás que es otro al que yo te he descrito.

martes, 4 de abril de 2017

Un ejercicio de añoranza.-


Es lo que tiene irse haciendo viejo; bueno, digamos que "senior", miembro de la "tercera edad", jubilata marchoso, y otras formas optimistas de encarar el puñetero paso del tiempo. Es lo que tiene, digo, eso de acumular quinquenios vividos: que cuando se echa la vista atrás, la vida es una aventura de perfiles borrosos, olvidos y falsos recuerdos (o auténticos, que a estas alturas uno ya no está seguro) que van llenando el saco de vivencias en que acabamos convertidos. Por eso, porque, por una debilidad - perdonable, imagino -, esta mañana de abril me he despertado mirandome hacia adentro, a lo lejos en el tiempo, y he encontrado esto que queda aquí escrito. Que nadie se lo tome a mal, solo es literatura de andar por casa, ficción y un poco de auto engaño:

El niño que yo era.

Me llamo JotaJo. Nací en casa Lecáun y aquella tarde se fue la luz. Siendo niño viví en Cortes y mi mundo llegaba, más allá de las huertas, hasta las vías del tren. Mi vida se repartía entre la cocina familiar, la escuela pública y la calle.

En la cocina de casa jugaba, comía, lloraba –con motivos o no, según el humor del niño que yo era– , me lavaban, me reñían o me acariciaban –con motivos o no, según el humor de los mayores–. A mi modo, fui feliz.

La escuela era un mundo duro. Allí aprendí a leer y a escribir, las cuatro reglas y a llevar las orejas limpias. Todos los día, a la entrada, nos hacían cantar “Montañas Nevadas”, y  el mes de mayo, “Con flores a María”. Don José nos castigaba con varas de mimbre y el patio de recreo era un campo de batalla. También allí, fui casi feliz.

La calle era un Amazonas, un desierto africano o un castillo medieval, según. Porque en la calle, yo era yo: un día era corsario inglés o indio de las praderas; otro día, mosquetero, contrabandista o policía. Pero a ser ladrón nunca jugué, porque mi padre era guardia civil. Ser ladrón y vivir en el cuartel de la guardia civil no tenía lógica y mis amigos lo entendían; así que nunca fui ladrón, y bien que lo siento. En la calle, ya lo he dicho, yo era yo y ni me acordaba de ser feliz.

La pubertad, en aquel entonces, era otra cosa. Un día, de repente, me cambió la voz y me gustaron las chicas. También de repente, todo el mundo se confabuló para reñirme: “los mayores no hacen esto, los mayores no hacen aquello”, y descubrí las obligaciones. El niño se me perdió entre las calles del pueblo y terminé en el internado. Yo quería llevármelo conmigo, pero él no se dejó. Nadie me preguntó si yo era feliz.

Siendo joven olvidé al niño. Había que estudiar, había que trabajar, había que labrarse un porvenir y el niño era un estorbo. De adulto estaba muy ocupado y no tenía tiempo de pensar en él. De hecho, el adulto actuaba como si nunca hubiera sido niño. Y así le iba.

Pero un día empecé a escribir y el niño volvió. Fue una cosa rara: me inventé una historia, como si fuera de verdad, y me la creí. Me quedé muy preocupado. Pero otro día, tiempo después, me volvió a pasar: escribí un cuento y me gustó. A mi edad, aquello no era normal, así que fui al médico. El médico me dijo lo de siempre, que era estrés, y me recetó pastillas. Tiré las pastillas y seguí escribiendo.

Ahora, he decidido que quiero ser niño, aquel niño que era pirata, espadachín, bandolero de Sierra Morena... A veces lo encuentro, me siento al ordenador, y él me sopla al oído historias inverosímiles. Unas veces soy un enamorado sin suerte, otras un comedor de cadáveres o un ladrón de tiempo, según me lo cuente el niño que quiero volver a ser. A veces, el niño se pone borde, se enfurruña y se va. Entonces, le busco entre los libros, entre la gente que viaja en metro o dentro de mi cabeza. Si no lo encuentro, me pongo de mal humor y la gente lo nota. En casa piensan que estoy p´allá y los amigos no me aguantan. En el trabajo no doy pie con bola y, en la calle, cruzo los semáforos en rojo.

Y es que nadie sabe que la culpa es de ese niño que me cuenta historias...