miércoles, 26 de junio de 2019

Divagaciones a propósito.-


La otra tarde, acosado de calores veraniegos, anduve paseando mi taedium vitae por las calles del barrio. Llevado de aquel humor tedioso, empecé a recordar lo que decía Baltasar Gracián al comienzo de la tercera parte de El Criticón, En el invierno de la vejez.

Pues decía, paciente lector que esto lees

Coño – pensará el quizá no tan paciente lector - Al jubilata le ha dado fuerte lo del tedium vite ese. 
Porque, francamente, hay que tener una vida tediosa por demás para ponerse a leer a aquel jesuita del S. XVII, con su coña moralizante y su verba retórica. Como todo escolar de mi generación sabe, se trata de un conceptista de pluma más barroca que una columna torsa con pámpanos y angelotes mofletudos y de minga menguada; un  autor del que ya no se acuerdan ni en las Facultades de Letras. Una rareza de ocioso, vamos.
  
Pues sí, responderé a quienquiera que, con paciencia, siga leyendo esto. Aunque, puede que ese quidam lector ni sea paciente, ni el taedium del jubilata le importe un carajo a la vela. Bastará con que muestre un mínimo interés.

Sea como fuere, insisto, querido aunque improbable lector: es lo que tiene tanto ocio disponible para las clases pasivas, que andamos sobrados de horas huecas. Nos pasamos la vida sin otro quehacer, sin más objeto que irlas viviendo con lo que vamos encontrando a mano para justificar nuestro estar en el mundo. Somos heidegerianos como otros hablan en prosa, sin saberlo

Y un servidor, sin ánimo de hacerse notar por sus extravagancias, llena esas horas de cascarón vacío con lecturas que le señalan como jubilata de gustos un tanto fuera de lo habitual. No es que lo haga a propósito. Es que, a un servidor estas cosas le vienen así, de su natural, como a piñón fijo, y por eso las lleva con paciencia.

Pues perdóneseme por la insistencia, pero Gracián decía en la tercera parte de su Criticón: En el invierno de la vejez; capítulo primero: Honores y horrores de Vejecia, que “No hay error sin autor ni necedad sin padrino”. Y este jubilata, antes que se lo echen en cara, acepta ser el padrino y autor de todas y cada una de sus necedades escritas, dichas e incluso las pensadas para su coleto. Lo cual le excusa de apadrinar las torpezas ajenas, pues con las suyas va servido.

Y es que hay que entenderlo, la gran preocupación de los senectos es el tiempo acumulado a sus espaldas, que tiene esa doble y opuesta condición de pesantez y de evanescencia: De pesantez porque el tiempo que fue ya vivido nos pesa en las artrosis articulares, en las goteras de la salud, en la memoria de lo que no pudimos ser y en la dudosa utilidad de la experiencia acumulada; De evanescencia porque el tiempo vivido no es un patrimonio que se pueda atesorar en la caja fuerte de un banco. Es pura liviandad, es un flujo que cabe en un puñado de la mano. Es algo que pasó in ictu oculi, ya que nos hemos puesto tan barrocos.

Y no es lo malo el tiempo ya pasado, sino su inutilidad. Pongamos un servidor, sin ir más lejos. Lo de ponerse uno a sí mismo como ejemplo no es por vanidad – ya se ha dicho más arriba – sino porque es lo que mejor conoce por experiencia directa. Pues bien, un servidor ha sido funcionario durante años, tiempo y tiempo dedicado a seguir las pautas del procedimiento administrativo. ¿Hay tiempo más sinsustancia, más sin utilidad que el empleado en mover, trienio tras trienio, rimeros de papel timbrado…? Y así toda una vida laboral…

Pues, sí – qué coños, piensa el jubilata –, lo hay. Hay un tiempo más sin sustancia, y más pernicioso aún: El ser – digamos que por un suponer – político palmero en la clá de un parlamento autonómico; y eso por la soldada y la sumisión al partido. Pero esa vulgaridad nos aparta del pensamiento de Gracián,  oportet ne rectam viam discedamus.

Es lo que Gracián llama “la cueva de la nada”, donde se precipitan todas las acciones humanas que transcurren sin gloria y sin provecho. “Tenebrosa gruta, boquerón funesto de una horrible cueva”, donde desaparecen aquellos que fueron nada, obraron nada y así vinieron a parar en nada. O sea, la mayoría de todos nosotros. Solo que a esa cuerva de la nada nadie nos empuja: entramos por nuestro pie y pulsando las teclas virtuales de un Smartphone.

Pues ese, lector paciente (si tu paciencia te ha traído hasta aquí), era el objeto de las divagaciones de este jubilata mientras paseaba su taedium vitae por los calores veraniegos de su barrio: la futilidad de la vida, el consumo del tiempo vital sin más finalidad que vivir para consumar la vida, a la vez que consumimos ésta como una oferta de supermercado. 

Pero esas elucubraciones solo duraron un rato. De verdad. Hasta que se me ocurrió cambiar de acera, pasar a donde daba la sombra, y sentarme en una terraza, con una cerveza fresquita.

Y pensando aún en los largos años de jubilata en ejercicio, estuve de acuerdo con aquel personaje de Gracián a quien reprochaban una vida tan sin objeto. Decía: Señores, yo ya lo he probado todo y no hallo oficio ni empleo como no hacer nada. No se me da nada de no ser algo. 

Pudiera ser que, aún así, nos diera por pensar. En cuyo caso, se recomienda lo que aquél jovial personaje gracianesco recomendaba a uno que le pedía consejo para disfrutar una larga vida: Cena poco, usa el foco, in testa capelo è poqui pensieri en el cervelo. ¡Oh la bella cosa!

Sobre todo, poqui pensieri...

Y, si acaso nuestro jesuita aún insistiese con su retórica argumentación: Pudiendo ser un león en la campaña, ¿queréis ser un lechón en el cenagal de la torpeza? Le responderíamos tal  como se definió Pío Baroja en sus memorias de Juventud, egolatría: Yo también soy un puerco de la piara de Epicuro.

Epicuri de grege porcum, que dijo Horacio. Un cutico, como decimos en Navarra, pero culturera.

martes, 11 de junio de 2019

Jubilata en Egipto.-


En 1978 la santa y un servidor fuimos a conocer Egipto. 41 años después, este jubilata ha vuelto allí. La santa no, que, por razones que no vienen al caso, se ha quedado en casa cuidando el hato.

En aquel entonces comenzábamos a viajar y el mundo era un universo por descubrir. Egipto era un sueño al que todo buen viajero debía peregrinar al menos una vez en la vida. Cumplido aquel sueño, nos prometimos volver.

El sueño del regreso se ha realizado a medias, no solo porque uno de nosotros no ha podido ir, sino porque los sueños son efímeros, hechos de una materia tan sutil y evanescente como la ilusión. Porque la ilusión, ya se sabe, tiene la inconsistencia nebulosa de esos amores que reprochaba Catulo a su Lesbia, tan infiel como amada: In vento et rápida oportet scribere aqua: hay que escribirlo en el viento y en el rápido curso de las aguas.

El Egipto recordado de ayer no es el Egipto recorrido hoy. No se debe a que Egipto haya cambiado; ni tampoco sus tumbas, templos, pirámides, sus viejos dioses. Ha cambiado la percepción que va del recuerdo al presente. Han cambiado los ojos que miran y ha cambiado su mirar de ayer a hoy. 
¡Son más de cuarenta años, coño!, se dice el viajero.

Por eso, el viajero reincidente, que pretendía ver en el Egipto de hoy aquél que se trajo grabado en la piel de la memoria, allá en su juventud, ha de olvidar pasadas añoranzas y enfrentarse a la realidad del Egipto actual que uno visita, no al que había recordado durante decenios. 

Una realidad tan sólida e inmutable como esa pirámide de Keops, con sus 2.300.000 bloques de piedra cúbica. Una realidad tan viva como su población, unos 107 millones de personas, viviendo sobre el 7% del territorio, las únicas tierras fértiles; tierras hasta donde llegan los canales de irrigación del Nilo y las aguas subterráneas de su delta.

Egipto, si se observa sobre un mapa, es una pequeña franja de verdor a lo largo del Nilo que se extiende desde la presa de Aswan hasta El Cairo. Tomando la presa de Aswan como referencia, navegando hacia el sur, el lago Nasser es un mar interior de 350 kilómetros de longitud, que puede embalsar 6 mil millones de metros cúbicos de agua. Su capacidad es de unos 150 kilómetros cúbicos; algo así como 5 veces toda el agua embalsada en España. Fluyendo hacia el norte, a partir de El Cairo, el río se muestra generoso y su delta se abre en abanico hasta llegar al Mediterráneo, entre Alejandría y Damietta.

Y si el viajero viaja con el mapa desplegado, costumbre útil para saber dónde se está y adónde se dirige, observará que el curso del río está tachonado de antiguos templos faraónicos. Desde Abú Simbel, el más próximo a la frontera con Sudán, hasta el Mediterráneo con la fuerte influencia greco-romana. 


Templos que el viajero va recorriendo como en peregrinación, paseando sus salas hipóstilas, observando sus bajorrelieves, intentando comprender la teogonía de sus dioses, sus parentescos y sus rencillas familiares. Que no solo los dioses griegos y romanos eran de vida poco ejemplar, sino que los egipcios, tan hieráticos, también se traían sus líos de familia.

Quizás por eso, en el templo de Abydos fuimos a visitar el Osireion, templo subterráneo donde, según la tradición religiosa, estaba enterrada la cabeza de Osiris. Osiris, junto con Isis y Horus, forman la triada de la religión egipcia y, con ser el dios de la vegetación, la fertilidad y la vida, no se libró de la malquerencia de su hermano Seth, quien le dio pasaporte y despedazó su cuerpo en 13 trozos (42 dicen otros) que los dispersó por todo Egipto. Su esposa y hermana Isis reunió amorosamente los pedazos, a excepción del miembro viril que fue devorado por un pájaro en el lago de Menzaleh, cerca de Port Said por más señas. 

La amante esposa yació sobre el dios, digamos que recosido, y concibió a Orus. Los teólogos egipcios nunca explicaron cómo fuera posible la coyunda, habida cuenta que faltaba la pieza fundamental, pero el viajero jamás se hace tal pregunta, aparte que los dioses tienen sus propios recursos, cuya comprensión no alcanza la mente humana.

En el templo de Dendera, templo ptolomeico dedicado a la diosa del amor y la alegría, Athor, el viajero descubrirá la existencia de una antigua deidad, madre de todos los dioses y reina de los cielos. Se trata de Nut, que representa al ciclo solar, y por ello, el ciclo de la vida. Suele ser representada en la bóveda del templo, símbolo de la bóveda celeste, toda ella tachonada de estrellas. 

Tiene forma alargada y arqueada por sus extremos, como si estuviera a cuatro patas (si se permite la vulgaridad), como insinuando un movimiento cíclico, de forma que se traga el sol cada atardecer y éste nace de su matriz cada amanecer. Es diosa que se ganó inmediatamente las simpatías de este jubilata, quien de madrugada salía al balcón a saludar a esta deidad que nos regalaba un sol nuevo cada día.

Pero el ciclo de la vida es complejo en la religión egipcia. Lo mismo está encomendado a una diosa celeste, como Nut, que a un modesto escarabajo pelotero, el scarabaeus sacer. Este escarabajo, empujando su pelotita de estiércol, representa el sol naciente que resucita cada día y también la transformación de la existencia. 

El viajero podrá verlo en las tumbas del Valle de los Reyes y en las inscripciones de las salas hipóstilas y en las ingentes columnas que soportan los arquitrabes de los templos. Este jubilata, que ha vuelto de su viaje con un cierto sentimiento panteísta, a falta de las viejas ilusiones desvanecidas, se ha traído un escarabeo labrado en basalto que corretea por las estanterías de su biblioteca haciendo pelotitas con las briznas del saber que se desprenden del papel impreso.

Pero de eso, quizás, y de las hermosas puestas de sol, y del bullicio nocturno, cuando se rompe el ayuno del Ramadán, hablaremos otro día.  Dii iuvantes.