sábado, 31 de marzo de 2012

Por tierras de la Moraña.-

A veces, los jubilatas ganamos por la mano al resto de los mortales. Cuando ellos se van de vacaciones de semana santa, apretujándose en las carreteras, nosotros ya estamos de vuelta. Son ventajas de la edad: nuestro tiempo es de libre disposición y no estamos sometidos a ese despotismo laboral que nos marca los tiempos de trabajo y asueto. Achacosos, pero marchosos, podría ser el lema de la jubilatería actual.

Por si el improbable lector no lo sabe, las tierras de la Moraña son tierras castellanas del norte de Ávila, cerealistas, soleadas y llanas como la palma de la mano. Puede delimitarse esta comarca, aproximadamente, entre Arévalo, Madrigal de las Altas Torres, Fontiveros y algún pueblo de aquellos contornos. Es tierra de tostón horneado y de buenas legumbres, y el vino de Rivera del Duero no cae a trasmano, lo que es una bención para acompañar el cochinillo asado.
Estas bendiciones gastronómicas ayudan a sobrellevar con buen ánimo tanto personaje histórico, tanta historia como guardan estas tierras y tanto santo como por aquí transitó camino de los altares. Así, en Madrigal de las Altas Torres tuvo su palacio (desde el S. XVI convento de agustinas) el rey don Juan II de Trastámara, padre de Isabel la Católica, a quien la nacieron en esta ilustre y artística villa, y allí se acordaron las capitulaciones del Tratado de Tordesillas. Allí también, en el convento de agustinos, que está extramuros de la villa, murió fray Luis de León. En Fontiveros nació san Juan de la Cruz. En Arévalo nació el célebre, odiado y temido -a partes iguales- director del diario Pueblo, Emilio Romero, a quien se le atribuye la célebre frase de "Es más tonto que un obrero de derechas"; ganado éste que, lamentablemente, abunda más de lo conveniente para la recta marcha de la sociedad.

Y, aunque no venga mucho a cuento, a veces la Historia da pequeños motivos de reflexión, cuando uno se tropieza con ella. La santa y yo asentamos nuestros reales en Arévalo, villa donde abunda un espléndido mudéjar. Mudéjar como el que uno encuentra en tierras leonesas o aragonesas. Puede verse en el torreón del arco del Alcocer, que da paso al recinto medieval de la villa, en los restos de los palacios de linajes y en las iglesias. Estas son tierra que, aparte dar trigo y santos, dan material para construir en ladrillo o en tapial, y para empaparse de historia y arte.


Como decía, la Historia, si uno hace transposición a situaciones actuales, da para pequeñas reflexiones, como a este jubilata le ocurrió con eso de los nacionalismo de aldea mental tan boyantes hoy en día. Es el caso que uno se entera de que Arévalo fue conquistado a la morisma en el S. XI bajo el reinado de Alfonso VI, y fue Raimundo de Borgoña -francés él, y yerno del rey- quien las conquisto y repobló con gentes traídas de Navarra, de Rioja y de Burgos. Topónimos como Noharre, Narros, Naharros son claros al respecto.
Cuando los Amaiuk y cofrades de chapela ideológica defienden el hecho diferencial (creo que así se llama al invento) de la vasco-navarreidad de las tierras norteñas, ignoran que hace ya diez siglos, antepasados suyos y míos, trajeron aquí sus familias, su ganado y sus aperos y trabajaron y defendieron estas tierras como patria suya. Que también habitantes de los montes navarros, vascones y foramontanos bajaron del norte, la azada en una mano y la espada en la otra, a repoblar las fronteras del Duero y llegaron hasta el Tajo. Pero la Historia, cuando conviene, se manipula en el Ministerio de la Verdad orweliano a mayor gloria del campanario de aldea.

El caso es que Arévalo es conocido por su cochinillo asado más que por su mudéjar; más apreciado por sus alubias blancas con chorizo que por su regimiento democrático municipal en la Edad Media. Fue cabecera de la comunidad de Villa y Tierras del mismo nombre, dividida en sexmos, regentada por sexmeros que discutían sus acuerdos municipales en la Casa de los Sexmos, hoy museo histórico de la villa.
Madrigal de las Altas Torres, con ese nombre tan sonoro, es villa abrazada por su óvalo amurallado, y cuyas calles confluyen, a modo de hilos de una tela de araña, en la monumental iglesia de san Felipe Neri. Es una lástima que esté tan a trasmano de las grandes vías de comunicación, porque pasear sus calles, visitar sus edificios monumentales, recorrer el trazo de sus murallas, es un placer para caminantes curiosos y bien avisados de lo que van a encontrar a su paso.

A un servidor, desde aquellas lejanas amanecidas en el Camino de Santiago, en tiempo más jóvenes, las tierras castellanas le enamoran: incluso con su monotonía paisajística son una fuente de disfrute estético. Uno huella sus caminos, y, si le da la melopea heroica, se siente mesnadero de Myo Çid: -Polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga. Cuando mira la dureza del paisaje, recuerda la dureza de los campesinos aferrados a sus tierras en el poema machadiano de Las tierras de Alvargonzález: La codicia de los campos /ve tras la muerte la herencia; /no goza de lo que tiene / por ansia de lo que espera. Si piensa en la devoción que sentía por ella don Miguel de Unamuno, todavía acierta a recordar: Tú me levantas, tierra de Castilla / en la rugosa palma de tu mano / al cielo que te enciende y te refresca / al cielo, tu amo.

Para qué negarlo: uno es más de terrón que de rubias arenas de playa.

lunes, 26 de marzo de 2012

Teoría de Andalucía.



Así titulaba don José Ortega y Gasset un artículo, publicado en el diario El Sol, en abril de 1927, que este jubilata ha leído estas semanas atrás en un ejemplar de la Revista de Occidente de 1942.

Allí habla de los tópicos forjados en el S. XIX, de una Andalucía tierra de bandoleros y contrabandistas, de su supuesta alegría y del cante jondo, para concluir que "Toda esta quincalla meridional nos enoja y fastidia".

A este jubilata le llamó mucho la atención la teoría de don José: lo que tópicamente se ha llamado holgazanería del andaluz es, en realidad, una forma de adaptación para lograr vivir con el mínimo esfuerzo en una tierra rica en recursos naturales; y lo que podría considerarse pereza es un esfuerzo de mínimos para lograr la vida dichosa de lo que debió ser el Paraíso.

A lo mejor es por eso -piensa un servidor, que no tiene las doctas discurrideras del señor Ortega y Gasset-; a lo mejor es porque las teorías económicas neoliberales que está imponiendo el gobierno de la Gaviota Azul son lo contrario a un paraíso donde vivir reposadamente, los andaluces han votado (los que han votado, muchos se han quedado en casa vista la inutilidad del esfuerzo) mayoritariamente opciones de izquierda.

Porque el modelo de vida que el gobierno y la patronal quieren para los trabajadores (el chino acurrucado detrás del mostrador doce horas al día, esperando al chaval que le compre medio euro de chuches y al guripa de las cervezas) no casa bien con la holganza que el andaluz considera ideal de vida; que algunos siempre hemos considerado ideal de vida.

Y aunque uno es hombre del norte, coincide con la actitud del andaluz en cuanto que está más preocupado por vivir que interesado en dejarse explotar impunemente en nombre de frías teoría económicas fraudulentas.

Siempre me ha parecido que Le Droit à la paresse, de Paul Lafargue, debía ser el catecísmo a enseñar en las escuelas primarias, y que el trabajo asalariado es, en verdad, una maldición bíblica, fruto amargo de un dios cruel. Lo cual está a años luz de la mentalidad calvinista, inspirada en el trabajo duro, en la ganancia como signo de la predestinación divina, y que sirve de excusa para la acumulación de riquezas del neoliberalismo que nos corro la entraña social. Y se ve que en esa concepción de la vida como derecho a la holganza y al reparto del trabajo para que todos tengan derecho al descanso, es donde coincidimos los andaluces, Paul Lafague y un servidor. Un acuerdo de esfuerzos míminos para lograr un máximo de felicidad.

Y al chino pesetero y al patrón explotador y al político esquilmador de derechos sociales, que les vayan dando tila. Nosotros a lo nuestro...

domingo, 18 de marzo de 2012

Aunque no lo parezca...



Viajar en el metro madrileño, aunque parezca que no, puede ser una experiencia por demás interesante. No lo digo por aquello de que "Nadie da más por menos", según la propaganda oficial que ha tratado de convencernos de lo baratito que sale comparado con el de otras ciudades europeas. Tampoco lo digo porque nuestras autoridades presuman de tener el mejor metro de Europa. Ya se sabe que la propaganda política va por unos derroteros y la vida real por otros.

A este jubilata lo que realmente le llama la atención no es la auto propaganda de los políticos, es la vida marginal con la que uno se tropieza en los viajes subterráneos; una vida con olor mugre y derrota; una vida hecha de pequeñas trampas para conmover al personal y sacarle una monedas. En fin, me refiero a los marginados sociales que sobreviven pidiendo en el metro.

Es cosa sabida que el metro está lleno de pedigüeños, de indigentes que se ganan la subsistencia contando sus lástimas, más o menos las mismas, entre estación y estación. Son parte del paisaje suburbano, de la misma forma que lo son los apretujones en hora punta o ese sutil olor a sobaquina que te impregna la ropa, aunque salgas de casa recién duchado.

Confieso que un servidor, como cualquier otro, siempre ha hecho por ignorarlos y a llegado a acorazarse ante su exhibición de miseria y derrota. Según norma no escrita, el viajero suburbano entra en el vagón predispuesto a no dejarse conmover por esos desecho sociales, a ignorarlos como con miedo a ser contaminado por su fracaso y su cochambre. Cada cual considera que su propia vida es lo bastante complicada como para no verse en la obligación de aceptar, y remediar como si fueran propias, las desgracias ajenas. De tal forma que acabamos por negarle la existencia al pedigüeño quien, desde el centro del vagón, va desgranando su rosario de hambres físicas y sociales.

Pero, últimamente, he decidido que no, que los indigentes no son transparentes, ni invisibles; que, por muy miserable que resulte su vida, tienen, al menos, dercho a que reconozcamos su existencia. Siquiera durante los pocos minutos que se cruzan en nuestras vidas. Lo cual me ha obligado a mirarlos a la cara y prestarles atención mientras exhiben su penalidades, reales o fingidas. Lo cual no significa que me vea en la obligación de darles una moneda, sino solo que no les niegue el derecho a ser oídos.

Una vez aceptado su derecho a no ser ignorados y puestos a observarlos, se acaba descubriendo que no todos los pobres son iguales, que detrás de cada uno de ellos hay una vida descalabrada por razones distintas.

La otra tarde, mientras viajaba en la Línea 5, entró en el vagón uno de tantos. Era un hombre menudito y de cuerpo enjuto, con su hambre incorporada. Tenía una barba entrecana que bien podría ser como la que he llevado yo durante decenios y unas gafas que le daban un aire modestamente intelectual. Era tímido y tenía una voz poco enérgica, no muy a propósito para dejarse oír en medio de ese ruido con sordina que zumba en los vagones debido a la velocidad del convoy.

Dijo unas palabras respecto a su necesidad de pedir y, en vez de contarnos sus desgracias, como suele ser lo habitual, empezó a recitar un epigrama de Nicolás F. de Moratín, que yo había aprendido siendo niño de escuela: "Admiróse un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés..." No había intención de humor ni asomo de ironía en su recitado, simplemente era un recurso para llamar la atención. Y lo hacía como con pudor por verse obligado a esa humillación.

Pasó por mi lado, le di una moneda y me dijo: "Gracias, caballero". Pensé que un indigente usando esa fórmula de cortería era alguien capaz de mantener su dignidad a pesar de su fracaso como ser social. Aunque parezca una simpleza decirlo, me di cuenta de que era un ciudadano como cualquiera de nosotros y con derecho a ser reconocido como tal, a pesar de ir hambreando por el metro.

En fin, el otro día caí en la cuenta que los mendigos tienen rostro.

jueves, 8 de marzo de 2012

Emprendedor ¡Para la crisis!

Ya sé que llego un poquito tarde, pero los jubilatas somos lentos de neurona. La idea de la campaña aquella de la Comunidad de Madrid ¡Para la crisis! fue tan brillante que no me resisto a comentarla, aunque sea con tanto retraso.
Parece ser, con eso del desempleo galopante, que las autoridades autonómicas decubrieron un campo de infinitas posibilidades donde ponerle remedio. No se trataba de reindustrializar el país, lo que hubiera supuesto una grave colisión con los intereses exportadores de doña Merkel (al diablo mejor no pisarle el rabo); ni se trataba de potenciar la agricultura de nuestros secanos -que nos lo venden más barato de por esos mundos subdesarrollados); ni siquiera de resucitar la cabaña ganadera (que ya te viene toda la carne envasada); ni siquiera de insuflar nuevo fuelle al ladrillo, cuando el banco no está por la labor del crédito hipotecario. La cosa era mucho más ingeniosa y no comprometía a nada. Era la acreditada táctica de predicar en lugar de dar trigo; de regalar consejos y dar palmaditas en la espalda.
Se trataba de animar a la gente a ser emprendedora y hacer de cada parado un empresario. La cosa, si no lo entiendo mal, funcionaba así: tomas una familia con todos o parte de sus miembros en paro y les dices, mediante hábil campaña publicitaria: ¡Sea emprendedor! Las autoridades, con grandes dosis de optimismo oficial, animan al parado a que emprenda negocios, funde su empresa, se enriquezca, explote a sus trabajadores (la nueva ley de regulación laboral se lo ofrece en bandeja)), desgrave cuanto más rico más impuestos y disfrute de paraísos fiscales... si llega a tener éxito. Si no, como en el parchís, otra vez a la casilla de salida. Al ser gente en riesgo de exclusión social, seguro que no pierden nada por intentarlo. Todo menos ser un lastre en las colas del INEM.

A un servidor, como jubilata en activo, se le ha pasado la hora de ser emprendedor y no tiene otra opción que ir de mirón. Ahora, como no hay obras públicas que mirar desde la valla, he decidido observar las señales de emprendimiento empresarial que abundan por mi barrio. De momento, ricos, ricos de SICAV y negocios Gürtel no abundan mucho por este barrio de la Concepción, pero todo se hubiese andado si hubiese funcionado la campaña de los Emprendedores esos.

Porque materia prima sí hay. Basta con parase a leer la publicidad que echan los nuevos empresarios y que abunda por marquesinas del bus, farolas, semáforos, buzones de comunidades, parabrisas de coches y bocas de Metro. Y sí, he descubierto que mi barrio está lleno de emprendedores. Gente que aguza el ingenio, por ejemplo, para pintar un piso por 390 € y cobrar al final de la fanea. Además, garantizan el buen hacer del trabajo y la limpieza de ejecución. Alguien así, con esos precios de saldo chino, no puede menos que forrarse en cuatro días y hacerse un capitalito en las Islas Caimán de aquí a cuatro meses.

Con eso de ser emprendedores al estilo neoliberal, los chapuzas de antaño se reciclan en "Manitas"; empresarios habilidosos que, con las mínimas infraestructuras (una caja de herramientas), te arreglan muebles, enchufes, persianas; te montan tarimas flotantes, apañan grifos... Además, siguiendo las rectas doctrinas de desregulación neoliberal, no te expedirán factura, con lo que te ahorras el IVA.

También los hay más tradicionales, para quienes la actitud emprendedora se limita a repetir pautas ya marcadas. Es el caso del emprendedor tipo "Compro piso en esta zona", que ya no tiene aquel fuste del Pocero de Seseña o del Florentino Pérez, quienes tan gloriosamente transitaron por el cemento patrio. Aquél se limita a comprar por X y verder por X+1 . No es original pero al menos no molesta en las listas del paro. No hay por qué minusvalorarlo, todos adoran al dios Capital y tienen derecho a buscarse un huequecito en su regazo.

No se vaya a creer el improbable lector que sólo hay emprendedores autóctonos, tambien haylos exóctonos, pero con las mismas ganas de tañer la lira ante el altar del becerro de oro. Es el caso de los curanderos originarios del África profunda, llegados en patera para emprender una nueva vida llena de oportunidades. Son chamanes en contacto con las fuerzas de la Naturaleza que lo mismo te curan un matrimonio desvencijado por el tedio, que te hacen un apaño favorable en un juicio por desahucio, o te arreglan la cosa esa fláccida de entrepierna, o te sacan de la droga en un decir ¡Jesús! Todo ello garantizado al 100% de eficacia.

O quien te vende carne joven de mujer emigrante para eso del trato venéreo, que es negocio suculento y no hay que ser muy emprendedor, pues se trata de empresa de acreditada solvencia. Solo hay que ser bastante hijoputa, pero eso no está reñido con la ética capitalista. Además, puticlub o cajera de un supermerecado, todo es mercado laboral, y en todas partes te putean.

Tienen los emprendedores, además, otra ventaja social. A saber, que al pasar de empleados por cuenta ajena a empresarios, se acaba la explotación laboral por pura eliminación de una de las clases sociales, la más conflictiva. Cada cual es amo de sí mismo y de su chiringuito. Se acabó el malestar social, el patrón explotador, el proletario ocioso. Todo son ganancias y Milton Friedman sonreirá gozoso en su tumba.
¡Ah, si Mariano le diera un empujuncito al invento este!

sábado, 3 de marzo de 2012

Un viaje en invierno.-

Hace ya 39 años que no volvíamos a Ibiza. No es que se trate de un lugar donde uno tenga un interés especial en ir, pero es allí donde había plazas libres en el IMSERSO, y allí fuimos. Ya se sabe cómo somos los jubilatas: al toma, todo el mundo asoma, y si te dan la vaquilla, corre con la soguilla, que decía Sancho. Te dan un viaje a Ibiza o a Torremolinos, pues allá que te vas. La tercera edad no es exigente para esas cosas y come bien, incluso demasiado, en cualquier hotel con bufé libre.

Volver a Ibiza y más formando parte de la tropa jubilata ha sido una experiencia a la que conviene dedicar cinco minutos de reflexión. Uno, en su casa, entre sus cosas, se sabe jubilata, pero no viejo. Ahora bien, entreverado en el lote de un vuelo charter de 180 carcamales tripudos, derrengados, arrugados, pero contentos como niños en patio de recreo, esa es otra cosa. Uno se da cuenta, mal que le pese, que está donde le corresponde: entre gente de una generación que trabajó duro y que ahora aspira a mojarse la tripa en la playa, a que todos los días le pongan paella en el menú, a dormir la siesta, al bailongo de por las noches y a que vayan dando tila al colesterol. O sea, una generación que está apurando los magros restos de una sociedad de bienestar tan enteca como la española, convencida de que a sus nietos, cuando lleguen a estas edades provectas, les van a dar mucho por ahí...
El jubilata es engranaje de una máquina bien engrasada. Incluso siendo inactivo laboralmente, produce beneficios. No sólo a la industria farmacéutica, sino al chiringuito turístico que tenemos montado desde los años del desarrollismo. Porque el jubilata, nada más llegar al hotel, se da cuenta que es el motor económico de la hostelería. No habría hoteles costeros abiertos en invierno si no fuera por las remesas de viejitos jacarandosos que cada semana se apuntan a escursiones guiadas, desbordan los paseos marítimos, las playas, las tiendas de ensaimadas... Yo creo que por eso come con tanto entusiasmo en el bufé; no por llevar la contraria al colesterol y otros males propìos de la edad, sino por dinamizar los sectores productivos de la alimentación y de la distribución. El jubilata viaja, según me parece, porque tiene fe en el sistema y ayuda, con sus excesos gastronómicos de barra libre, a su sostenimiento.


De lo que no estoy tan seguro es que el sistema crea en el jubilata. El día que la Merkel se de cuenta del apaño ese de los viajes gratis para la tercera edad, estoy seguro que a Mariano le va a dar un buen tirón de orejas y se va a acabar la cuchipanda del bufé libre. Entonces -todo llegará- los empleados de hostelería tendrás que buscar trabajo "aunque sea en Laponia" según amable sugerencia de la Patronal, y los improductivos jubilatas irán a tomar el sol junto a las tapias del cementerio, como antaño. Yo no, que seguiré gruñendo, desde esta bitácora, mi poco aprecio por esta sociedad absurda que me acoge en su seno mientras dure la cuerda.
No sé por qué, si dices que vas a visitar esta isla pitiusa, a la gente le da envidia. Envidia, hace 39 años, cuando estuvimos recien casados la santa y yo. Fuimos con 7.000 ptas (Pesetas, con mayúscula, y no los 42 euritos de ahora) que le dieron en la empresa al presentar el libro de familia, y nos dejamos ganar por la luz, por los azules límpidos y por los blancos destellantes. Las calles que subían a Dalt Villa estaban empedradas con cantos irregulares o eran de tierra. los indolentes hippis (paz, amor y canuto) exhibían sus artesanías y sus alamares en la plaza de Armas. Las suecas, inalcanzables, pero siempre tierra de promisión, lucían sus carnes liberadas por las playas y, en general, contra franco vivíamos mejor y teníamos ilusión de que el mundo se iría apañando.

Pero llegas 40 años después, con las flaccideces propias de la edad, con bastante mundo recorrido, y ves las calas llenas de urbanizaciones deshabitada y que, si no es por la amorfa masa jubilata, tan dócil ella, la economía isleña entraría en recesión. Aquellas suecas incalcanzables entonces, hoy son abuelas fondonas, con mamas como odres vacíos. Encima, el Sistema no tiene rostro y no hay contra quién luchar, siquiera como jubilata progre, cosa que siempre queda bien en la bitácora; aunque algunos improbables lectores se me cabrean y lanzan pulladitas.
Total, estuvimos en Ibiza, recorrimos la isla (en el interior no hay urbanizaciones, ni hoteles; sólo bosques de coníferas, campos sin cultivar, en su mayoría, almendros en flor, olivos: verdor, ocres y vida pausada), y volvimos a este Madrid que va a privatizar el agua del Canal, a mayor gloria de la aberración neoliberal a cualquier precio. Por eso, el domingo iremos a la consulta popular, a decir que no, que el agua, como el aire que respiramos, no tiene amos.