domingo, 30 de diciembre de 2012

El consuelo de la estética.-




Sufrido lector que sueles leer esta bitácora, no te sorprenda un título tan cultureta. Mientras escribía esta entrada no he encontrado otro, así que sabrás perdonar las debilidades de este jubilata. No hacen daño a nadie, el lector puede esbozar una sonrisa comprensiva mientras ojea el texto, y a un servidor le sacan de un mal paso.


En estos tiempos desolados en los que la evidencia del desmantelamiento social a manos de ideólogos a sueldo no impide su ejecución, este jubilata, harto de sufrir en silencio la desfachatez de los lacayos neoliberales como quien sufre de almorranas, ha decidido refugiarse, siquiera en algunas ocasiones, en el placer que proporciona el disfrute de la belleza. Deja, de vez en cuando, las noticias sobre sanidad pública en derribo, educación clasista, fraudes y corrupciones múltiples, represión político-policial, desahucios, hambres a granel y otros apocalipsis presentes y venideros, y se regala con pequeños disfrutes estéticos.


Mientras le da a la tecla, este jubilata escucha los conciertos para chelo de Antón Dvorák (en Si menor, Op. 104) y de Schumann (en La menor. Op. 129), interpretados por Jacqueline Du Pré (Les introuvables de Jacqueline Du Pré, regalo de una amiga). Encerrado en su estudio, no le llega el vómito de decibelios de los villancicos comerciales que incitan a la felicidad del consumo y se dedica a sus cosas, o sea, a dar forma escrita a una experiencia estética de jubilata cultureta irredento.


Porque el caso es que, el otro día, la santa y yo nos acercamos al Prado y estuvimos viendo la exposición El joven Van Dick. Y esta visita me confirmó en mi preferencia por la pintura barroca, que hube de reconocer ya hace años, cuando andaba interesado en el constructivismo de la revolución rusa y me notaba yo más vanguardista que Duchamp. Y eso que la Gioconda duchampiana con su bigotito y perilla y su L.H.O.O.C. (Elle a chaud au cul, cosa muy fea que dicen los franceses), me parecía lo más rompedor con el arte burgués. Sin embargo –pequeño burgués que es uno en el fondo de sus tripas – siempre volvía a la querencia de los velázquez, los rubens, los caravaggio, los rembrand, los giordano, los tiziano. Siempre a uno le ha gustado la visión contradictoria y dinámica del barroco, con sus energías concentradas o en puro estallido, su arte sacro, mítico, de representación, o sus humildes naturalezas muertas como las de Sánchez Cotán, o las Vanitates de Pereda… En fin, que uno se disfraza de vanguardista y se lo cree, pero sigue fascinado por la visión del mundo barroco y envuelto en las luces y sombras de los tenebristas.


Ya se sabe que Van Dick no es tenebrista, pero sí es un maestro a la hora de componer escenas. Siendo estudiante, un profesor de arte nos enseño a ver las líneas dinámicas que aparecen en toda composición barroca. Ahí el observador puede apreciar la fuerza compositiva de los pintores de esta época. Escenas de aparente sosiego, pero donde sus personajes están sujetos a un dinamismo interno que amenaza con convertirlos en una explosión de movimientos agitados, de fuerzas centrífugas sometidas al freno de una escena central que atrae las miradas y los movimientos de los cuerpos allí representados.


Si uno observa despacio, por ejemplo, La Lamentación, la primera impresión que se recibe es la de una escena en reposo, con un cuerpo muerto como asunto central. Sin embargo llega a sorprenderse si observa con detenimiento la cantidad de energías concentradas que hay allí: aquel cuerpo pesa y se nota su pesantez en el brazo derecho que cae inerte, en las piernas que se desploman. La diagonal que marca el cuerpo, desde el torso hasta los pies, produce la sensación de que aquél se va a deslizar hacia el suelo, si no fuera porque la Virgen lo sujeta en su regazo. La mano derecha de la Virgen, sujetando la cabeza del Cristo produce una sensación de tensión y de esfuerzo contenido, que se nota en la línea del manto que marca el brazo y el hombro, hasta llegar al cuello, tensado en un escorzo de la cabeza girada hacia lo alto.


El improbable lector sabrá perdonar la andanada. Ya queda dicho que este jubilata tiene una vena cultureta que acostumbra a cultivar con mucha dedicación y que le libera de muchas frustraciones. En un mundo tan aburrido como el nuestro, donde sólo importa lo relacionado con el dinero y su acumulación, incluso en el urinario de Marcel Duchamp, ese ready-made (me gusta más: objet trouvé) al que llamó “La Fuente”, hay más ingenio que en las especulaciones bursátiles. Y es doblemente más útil, porque sirve de obra de arte y para mear, en caso de apuro.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Desmontando el belén.-


Ya sé que no es muy original lo que voy a decir y, encima, lo hago con retraso, pero lo cierto es que hasta hace unos días no me enteré de que el papa Ratzinger ha publicado un libro sobre la vida de Jesús de Nazaret. No lo he leído, para qué engañar al improbable lector, así que hablo de oídas y cualquiera puede corregirme si escuché campanadas sin saber bien dónde y tuve el atrevimiento de opinar a humo de pajas. Un servidor no está ya para esas teologías, ni por desconocimiento de la materia, ni por curiosidad sobre el particular.

Pero sí llamó mi atención la afirmación del inquilino vaticano cuando aseguraba que en el portal de Belén no había ni buey, ni mula. No es que sea muy importante - a la hora de las creencias de los adeptos - el hecho de que allí hubiese un par de animalitos ungulados o no. Lo que sí es cierto es que lo de los rumiantes en el pesebre nos lo llevan contando desde la fundación de la religión cristiana y jode bastante enterarse tan tarde de que no hay tal: veintiún siglos después.

En lo que a un servidor se refiere, como quien dice, le han roto uno de sus más caros mitos de infancia. En el imaginario popular está presente el portalito de corcho con su pesebre, su buey y su mula, y mi niñez rural se identificaba más con aquella cuadra donde convivían humanos y cuadrúpedos que con la deslumbrante basílica de San Pedro, por ejemplo. Sin ir más lejos, en casa del abuelo de Navarra, las cuadras estaban debajo de la vivienda, con dos parejas de bueyes, una vaca para leche y una yegua. Mula no había, pero la yegua hacía el avío.

Alguna vez, siendo muy crío, me tumbé en uno de los pesebres y, la verdad, daba gusto con su lecho mullido de heno y ese calorcito animal que desprende el ganado. Verlo rumiar y sacudirse, acompasadamente, las moscas con el rabo producía una gran sensación de sosiego. Es ésta una escena bucólica que me acompaña desde entonces. Ya sé que es cosas de críos, pero durante años asimilé la casa del abuelo con el portal de Belén porque ambos tenían en común animales y personas en pacífica convivencia. Y ahora resulta que no, que no había buey, que no había mula. Y va el prócer vaticano y nos lo suelta así, con toda la crudeza de la racionalidad teutónica.

Por si acaso se equivocara –que no es el caso, porque es infalible – he ido a ver qué dicen los evangelios y resulta que debe tener razón el señor Ratzinger. Ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan dicen media palabra al respecto. Quizás la historieta esta de esos dos rumiantes empesebrados venga de los evangelios apócrifos, pero de eso no gastamos en casa; quiero decir, que no hay ningún ejemplar de ellos en la biblioteca doméstica, para contrastar.

El problema, a mi parecer, es el siguiente: ¿Qué hacemos ahora con toda la iconografía belenística, desde los capiteles románicos hasta los crismas horteras que circulan cada navidad? Fieles a la realidad histórica, deberíamos suprimirlos ex ovo. No estaría de más que L´Observatore Romano, siendo consecuente con las doctrinas de su jefe, iniciase una campaña iconoclasta para borrar todo vestigio de aquella creencia popular en los animalitos del pesebre.

Claro que la cosa se complicaría bastante si empezáramos a cuestionar la parafernalia que rodea al belén, comenzando por la estrella-GPS, siguiendo por los reyes magos (andaluces, por más señas) y la matanza de los inocentes, y terminando por la misma fecha del natalicio. Es cosa sabida que Dionisus Exiguus (forma latina de llamarle “Dionisio el Canijo”), fue quien fijó la fecha del nacimiento de Cristo, equivocándose entre 4 y 7 años al fechar el reinado de Herodes I el Grande, bajo el cual se supone que nació. Y dicen, además, que no tuvo la ocurrencia de poner un año Cero a nuestra Era, con lo que hay un nuevo desfase temporal. Claro que el Exiguo era del S. VI y por aquel entonces en la cristiandad se desconocía este guarismo. En cuanto al natalicio el 24 de diciembre, por esas fechas los romanos celebraban las Saturnales y el comienzo del nuevo ciclo solar tras el solsticio de invierno. Ya es casual la coincidencia entre el sol naciente y el niño del pesebre.

Si uno ve la cosa con desapasionamiento, llega a la conclusión de que todo lo que rodea al portal es bastante azaroso y con pocos visos históricos, empezando por una virgen que pare un niño sin concurso de varón, y eso no habiéndose inventado aún la fertilización in vitro. Debe ser el signo de los tiempos: se empieza desmontando los derechos sociales y se termina deconstruyendo el mito del portal. A este paso, la gloria eterna va a ser cosa de cuatro privilegiados y el común de los creyentes no se va a comer un rosco.

En casa, siguiendo las enseñanzas de quien de esto sabe, este año hemos hecho une ERE en nuestro portal de Belén, así que el buey y la mula se comerán el turrón en las colas del INEM. Así, de paso, ayudaremos a la austeridad que tanto gusta a don Mariano. Es una putada de tamaño natural – lo reconozco –, pero si no lo hacemos, los amos de don Mariano se le ponen como basiliscos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Doña Austeridad.-

Doña Austeridad se lía

Quién iba a decirnos que doña Austeridad se instalaría un día en nuestras vidas. Hasta no hace tanto tiempo, y como cualquier españolito despreocupado, en casa vivíamos un poco a lo viva-la-virgen, que son cuatro días. Y fueron cuatro días mal contados.

Una tarde había que ir al cine, pues al cine que nos íbamos. Un fin de semana nos apetecía cenar fuera, pues nada, a un restaurante. Llegaban las vacaciones y nos íbamos al extranjero, a ver cómo era el mundo exterior ("como España, ná", decíamos arrebatados de casticismo). Éramos así de irresponsables porque, encima, no íbamos a emigrar en busca de trabajo, como los jóvenes de ahora. Total, vivíamos despreocupadamente y disfrutábamos la vida por encima de nuestras posibilidades de felicidad.

No queríamos acordarnos -según enseña la santa madre Iglesia- que venimos a este valle de lágrimas a sufrir por ser pecadores, a jodernos la vida expiando un pecado original que otros cometieron. (Haciendo un inciso, lo del pecado original bíblico es como lo del desfalco financiero que sufrimos: los bancos especuladores hundieron el chiringo financiero y los ciudadanos pagamos los destrozos). Nosotros hacíamos como si no supiéramos que siempre hay quien pague la culpa primigenia cuando llega el desahucio del Paraíso prometido y no cumplido. Llegó el ángel flamígero y nos echó del paraíso capitalista a patadas en el culo.

Pues, eso, que nos acostumbramos a vivir en el paraíso capitalista, a comer de la fruta prohibida hasta que el árbol primordial dio sus frutos más agraces; hasta ese momento, nos lo habíamos pasado lo mejor posible. Fue entonces cuando doña Austeridad llamó a nuestra puerta. Venía muy recomendada, según nos dijo, por un tal don Mariano de quien teníamos las mejores referencias. Registrador de la Propiedad, era persona de orden, como se decía de las personas de bien, cuando los adictos a la Cosa del Régimen aquél. Régimen supuestamente periclitado y ahora redivivo

Hacerse cargo de la situación doméstica y malbaratar nuestras vidas fue todo uno. Doña Austeridad entró en nuestras vidas y las organizó de acuerdo con criterios de economía, rentabilidad y eficacia. Como el ama de llaves de Rebeca, como la señorita Rotenmeyer de Heidi, como el médico Pedro Recio Agüero con Sancho en la Ínsula Barataria, siempre con gesto adusto y agrio ademán, dice cómo debemos comportarnos. Nos dicta normas, nos exige sacrificios, nos amonesta si ponemos un pie fuera del recto camino de la recuperación económica.

Bendito sea el dinero
Doña Austeridad es un raro híbrido de exigencia calvinista, sentido de culpa judeo-cristiano y agiotismo made in Wall Street. “Hay que trabajar más y ganar menos” porque en el esfuerzo está la salvación – nos amonesta la Doña –. Hay que acumular poder y dinero, señal cierta de que dios nos predestina para la gloria eterna. Qué importa sufrir privaciones en ésta si tendremos la recompensa en la otra vida. Y cuando no, tenemos que asumir el sufrimiento en cuanto castigo purificador.

Si somos pobres es porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; si nos encarecen los préstamos internacionales es por culpa de nuestros pasados derroches. Pero si sufrimos con paciencia la adversidad, si sufrimos los despojos con la resignación del santo Job, día llegará – posiblemente en el día del Juicio Final – en que nos será dicho: ven y siéntate a la diestra del Padre. Entonces, y sólo entonces – añade, ya en trance místico doña Austeridad – seréis dignos del paraíso donde los banqueros conservan sus capitales.

La verdad, a mi santa y a un servidor, las admoniciones de doña Austeridad por boca de su profeta el Registrador de la Propiedad, nos tienen en un sinvivir. Como somos gente de pocas teologías y pensiones en cuarto menguante, nuestra inmediata preocupación es decidir dónde compraremos el turrón para estas navidades: en Dia, en HiperUsera, en AhorraMás… No dejamos de estudiar con aplicación las ofertas en los súper del barrio. Si acaso no nos llegase para mazapán, nos queda el consuelo de saber que comiendo azúcar se caen los dientes, como nos decían de niños. Ya que jubilados y expoliados, al menos no quedemos desdentados.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Liquidación por derribo.-


Quizás el improbable lector experimente, en estos últimos tiempos, la sensación de que vivimos en un país en proceso de liquidación por derribo. No se extrañe, un servidor tiene la misma impresión, lo mismo que la mayoría de las personas que le rodean.

“Que se hunda España, que ya la levantaremos nosotros”, dijo Montoro antes de ser ministro de la Cosa del desbarajuste económico. Tal genialidad, propia de un estadista avispado, la soltó un tiempo antes de que el pueblo soberano - por castigar en las urnas al inútil que escondía los platos rotos debajo de la alfombra de Moncloa -, se entregara atado de pies y manos a los desnortados que gobiernan actualmente esta nave en proceso de desguace. Hablo de Expaña, claro está.

Quizás, una de las cosas que más joda al ciudadano de a pie sea el soportar a políticos ineptos y lenguaraces. Pero es infinitamente más jodiente que éstos sean catastrofistas por puro interés, que se aprovechen de las desgracias colectivas, que se metan a profetas necios y, para acabar de desgraciar la cosa, como salvadores de la patria naufragante, sean una perfecta nulidad. Aunque, más que naufragar el barco, parece que están barrenándolo para que se vaya a pique más rápidamente. A lo mejor es porque están esperando a que se hunda del todo para reflotarlo, que eso no lo explicó el Montoro en su momento. Será por eso que nos piden paciencia.

A lo mejor, el término “canivalización” no existe en español, pero lo usará este jubilata para explicar la sensación que le produce ver el desmantelamiento de los logros sociales. Siguiendo un plan calculado, según nos dice Naomi Klein, el capitalismo del desastre impone sus principios neoliberales tras una grave crisis cualquiera (guerra, desastre natural, debacle social…) que ha dejado en estado de shock a la sociedad. En nuestro caso, el hundimiento del tinglado financiero y, especialmente en España, la burbuja inmobiliaria. De ser un encofrador en una obra, con más de 2000 euros al mes, a terminar en la cola del paro y sin ladrillo que echarse a la boca; de tener un piso a plazos, a verse desahuciado por el banco y con los muebles y la familia en la puñetera calle, es algo como para traumar a cualquiera y dejarle sin capacidad de reacción. Es como el toro dando vueltas en mitad de la plaza después que lo han trabajado los de los trajes de luces.

El símil vale porque somos muy taurinos por aquello del interés cultural. Cuando tienen al toro bien molido, con unas cuantas pullas en lo alto del espinazo, con dos o tres pares de banderillas desangrándole y agotado de dar cornadas al aire y mareado de tantos capotazos del matador, no hay más que centrarlo, esperar que doble la testuz y meterle la estocada hasta la cruz.

A partir de aquí comienza la canivalización, el despiece de la res y el provecho de los carniceros. Un día desmembramos del sistema de salud pública los hospitales y nos los merendamos entre cuatro amiguetes de la peña taurina Capio; otro día desmantelamos la enseñanza pública y aprovechamos los dineros públicos para fomentar el negocio en la privada. Como queda mucho toro para destazar, otro día ponemos tasas judiciales para que la gente no sea tan levantisca y se pase el día de juzgado en juzgado poniendo denuncias; además, subimos IVAs, IRPFs, tasas municipales, que el bicho todo lo aguanta. Como los bancos son bulímicos insaciables, gran parte del bicho se lo echamos directamente a las fauces, para que vayan satisfaciendo su apetito. Y así, hasta que del toro no quede más que la piel, que nos servirá de alfombra.

Y, como después de cornudo, apaleado, la joven gaviota Pilar Sol, del muy honorable PP valenciano, anda diciendo que familias necesitadas se gastan la renta garantizada de las ayudas oficiales en televisores de plasma. En la modesta opinión de este jubilata, la culpa es de los pobres que se gastan el dinero en chucherías. Si se lo hubiesen gastado en kalasnikovs, otra gaviota les cantara…

Pero, tranquilos, ésta no es la primera vez en nuestra historia que gobernantes indignos llevan a España como puta por rastrojo. Ya el agrio de don Francisco de Quevedo nos lo dejó escrito:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía…

De verdad, no hay PP que cien años dure..., ni cuerpo que lo resista.