jueves, 27 de octubre de 2011

Una ojeada al Arbol de la Ciencia.-

Por si el improbable lector no se ha dado cuenta, este año se cumple el centenario de la publicación de El Arbol de la Ciencia. Ya sabe de qué se trata, de esa novela-revulsivo que Pío Baroja escribió porque tenía las tripas revueltas con todas las miserias y las mezquindades de la España de su época.

Podía haber vomitado la bilis de su escepticismo sobre aquella lamentable sociedad carpetobetónica y darle la espalda: una sociedad cuya burguesía era de un egoísmo primario y espíritu mezquino, mientras que el pueblo bajo, ignorante y embrutecido, subsistía entre miserias materiales y morales. Pero no lo hizo. Baroja era un observador de la realidad social, un huraño tímido, un escéptico lúcido, e hizo lo que mejor sabía: escribir.
Leer El Arbol de la Ciencia (o la trilogía de La Lucha por la vida) es como leer un tratado de sociología, pero pasado por el prisma de un literato lúcido y sin fe en la humanidad. El lector caminará por las calles de aquel Madrid antisocial de andrajosos y rastacueros (si lee La Busca...), o por un poblachón manchego cerrado sobre sí mismo (si acompaña a Andrés Hurtado -el protagonista- en su ejercicio de médico rural, en El Arbol...). Donde quiera que Baroja extienda su vista, descubrirá que nuestros abuelos de hace un siglo formaban parte de un pueblo en plena degeneración racial a causa de la miseria física, el fanatismo religioso, la ignorancia cultural y el caciquismo político.


Al cabo de cien años de su publicación, El Arbol de la Ciencia casi parece premonitorio de estos tiempos. Uno sustituye con los actuales los datos estrictamente pertenecientes a aquella época histórica, y ve que el sustrato (la incultura como herramienta de control del pueblo, la cesura creciente entre masa popular y dirigentes sociales y económicos, el caciquismo político que controla los resortes del poder) son los mecanismos que siguen rigiendo esta España actual.
Un pequeño ejemplo del bipartidismo caciquil en Alcolea, donde Hurtado ejerce como médico, servirá: Los Ratones (liberales) y los Mochuelos (conservadores): Alcolea se había acostumbrado a los Mochuelos y a los Ratones, y los consideraban necesarios. Aquellos bandidos eran los sostenes de la sociedad; se repartían el botín: tenían unos para otros un "tabú especial", como el de los polinerios. Cuesta poco trabajo hacer la trasposición: miramos a nuestra casta política, sustituimos "Mochuelos" y "Ratones" por esos políticos actuales en los que estamos pensando, y nos encontramos como hace cien años.

Es cierto que ahora no existe un campesinado embrutecido por un trabajo de sol a sol, el fanatismo religioso y el analfabetismo; ni un proletariado urbano a jornal, muriendo de hemoptisis y miseria. Tampoco existe ese señorito pequeño-burgués de provincias que se alimentaba de las mezquindades del casino local y despreciaba cuanto ignoraba.

Ahora somos una enorme clase media tetanizada, acojonada, por todas las amenazas que los fraudes del sistema económico-financiero ciernen sobre nosotros. Ahora, si miramos a nuestro alrededor, no vemos los andrajos de la vecina puestos a orearse en el tendedero de la corrala. Ahora vemos el horror habitual de Somalia mientras nos llevamos la cuchara a la boca, durante el telediario; vemos cómo, en Libia, unos supuestos luchadores por la libertad torturan a muerte a un tirano grotesco y sanguinario que cayó en sus manos; además, oímos, consentimos y callamos cuando nos dicen que van a rescatar los bancos privados (una vez más, y las que haga falta) a costa de los dineros públicos para que no se les hunda el sistema financiero. Y la lista es larga...

Y si alguien se angustia ante la enormidad de los problemas, siempre nos queda la sobredosis de TDT, las tropecientas ligas de fútbol, o sacar a hombros al último torero (maestro Antoñete, lo llamaban sus devotos) gloriosamente abatido por la doble cornada de la edad y el tabaco.

En el mundo de Baroja, la taberna, el prostíbulo y los toros eran las válvulas por donde la sociedad liberaba sus tensiones. Ahora somos más refinados: Los corteingleses están llenos de ropa de temporada, ya leemos en e-book y el dispensador de condones está junto al de cocacolas.

Quizás, el improbable lector, que leyó a Baroja, tenga la impresión de que éste era un hombre de carácter agrio y pesimista. A mí me parece que eso se debe a que probó el fruto del árbol de la ciencia; un fruto amargo como la verdad (Pues la verdad amarga, tal bocado / mi boca escupa con enojo y ira, dice Quevedo, otro atraviliario).

Por eso, según Baroja, algo se nos ha escamoteado en el texto del Génesis, cuando dice: Y Dios seguramente añadió: "Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar que os destruirá" ¿No es un consejo admirable? - Sí, un consejo digno de un accionista de Banco - repuso Andrés.

Pues yo, la verdad, si lo pienso despacio (a salvo todos los matices y todos los avances materiales), allá en el fondo de nuestra sociedad no veo tanta diferencia con la de hace cien años. Lo que nos falta es un Baroja lúcido y pesimista que nos lo cuente...y queramos oírlo.

viernes, 21 de octubre de 2011

Por los caminos de Soria.-

Este sábado pasado hicimos una caminata por los páramos sorianos con la Agrupación Aire Libre del Ateneo de Madrid. Nos movimos por tierras próximas a Medinaceli; tierras resecas, calizas, con extensas parameras en cuyos campos aún amarillean los tallos de las mieses cosechadas el verano pasado.

Comenzamos a caminar en Arbujuelo y enseguida se aprecia que sus tierras son pobres, de sustratos calizos y terrenos arcillosos. La sequía de estos últimos meses hace de estos parajes unos lugares aparentemente inhóspitos. Pero, caminando por estos andurriales, uno se entera que en su subsuelo guardan la segunda reserva natural de agua más grande de la provincia. Al exterior, las calizas dan paisajes resecos, requemados por los calores meseteños, a menos que uno se meta por los barrancos donde afloran las aguas y el verdor aparece por doquier. Pero por los caminos de Arbujuelo no vemos más que matorral bajo, una especie de matas de sabina rastrera. Los campos que están arados son de color pardo-rojizo y, a veces, afloran yesos. Son tierras muy duras para la subsiscencia; no es extraño que los pueblos se hayan ido abandonando por falta de recursos.

Camino adelante, Lomeda es un curioso pueblo en esqueleto. Su caserío es como una osamenta desguarnecida de sustancia y vida. Habitantes hace años que ya no tiene, pero aún se usa para guardar ganado. Tiene la curiosidad este pueblo de su planta en cuadro, en torno a un enorme espacio a modo de plaza. Si se entra en sus casas abandonadas, se ve que las habitaciones han servido para guardar ganado ovino. Toda la explanada que hace de plaza está cubierta de cagalitas de oveja o cabra.
La iglesia, en la parte alta de la plaza, está también abandonada a su suerte. Tiene un modesto retablo desvencijado, un baldaquín con sus cortinajes raídos y medio podres y un coro en difícil equilibrio al fondo de la nave, bajo el que hay una pila bautismal semi empotrada en un rincón del suelo y cubierta con una tapa. Al exterior tiene una regular espadaña tallada en buena piedra, que contrasta con la modestia del conjunto del edificio.
Velilla de Medina, el siguiente pueblo, sí está habitado. Pasa por allí un riachuelo abundante (río Blanco) que alimenta el lavadero, que se ve reconstruido y es lugar agradable para el descanso y la charla. Tiene el pueblo varias fuentes y agua abundante. A la salida, a orillas de un campo en barbecho, una modestísima cruz de fierro con una chapa metálica adosada, toda furruñosa, donde se inscribe el siguiente texto en letras caladas en la chapa: "Cirilo Lopez / falleció de una exha / lación el / 15 de Julio /1901 RIP". Lo de que muriese de una exhalación resulta chocante, hasta que alguien, conocedor de estas tierras, nos dice que la "exhalación" que mató al bueno de Cirilo fue un rayo. Término del que ya habíamos olvidado su significado.
Tiene este pueblo otra curiosidad fúnebre más, y es que junto al modesto cementerio hay una especie de corralito cerrado por tapial (apenas 4 x 4 metros cuadrados), con una puerta desvencijada: allí se enterraba a los suicidas, a los que se les negaba suelo sagrado y la compañia de los otros difuntos, muertos en gracia, se supone.

Avenales es otro pueblo abandonado donde algún vecino ha remozado la casa para los fines de semana; pero el resto son edificios construidos en sillarejo mal trabado, sin techumbres, con las casas desventradas y sus ventanas abiertas a todos los soles y aguas. A través de ellas puede verse un cielo de un azul límpido. A la entrada de este pueblo hay una buena fuente con su alberca, una pequeña pradera verdeante y unos cuantos chopos que están amarilleando. Es un oasis de verdor en la paramera reseca y dura.

Desde el pueblo se baja por un caminito hacia el Barranco de Avenales, enmarcado por roquedos donde pueden verse nidales de buitres. Sus vertientes están cubiertas de encinas y, en el fondo del valle, agreste e intransitable, choperas que explotan en amarillos y dorados intensos.

Terminamos nuestra caminata en Somaén. El paraje es muy hermoso, el pueblo tiene belleza rústica en su conjunto, pero el nuevo caserío remozado que trepa por la ladera es un reflejo de la visión que los urbanitas acomodados tiene de lo que debe ser una vivienda rural. Se han reutilizado materiales de la zona y las casas tienen ese aspecto ruralizante de quien se ha traído la capital al campo. Pueden verse grandes ventanales donde se han montado viejas rejas de antiguos conventos y hasta han reproducido un campanil con su campano y todo.

La verdad, nada que ver con con las viejas casas de labranza que hemos visto en nuestro caminar; ni en sus materiales (sillarejos irregulares trabados con barro y yeso, maderamen de chopo, ventanucos, pequeñas estancias de techo bajo, cuadras para el ganado). Ni funcional ni estéticamente tienen mucho en común. Ahora bien, a nadie le disgustaría tener una casa así de confortable en un paraje tan hermoso.

viernes, 14 de octubre de 2011

Eso de cumplir años.-

Realmente, cumplir años no es noticia importante. Acabo de cumplir 66, me asomo a la ventana a ver si el mundo ha cambiado en algo por este hecho, pero descubro que es un día como cualquier otro. Verdaderamente, no es noticia que importe demasiado, aunque a este jubilata le ha ocurrido lo que a todo el mundo: a uno le nacen un buen día y le ponen en la obligación de vivir una existencia de la que no tenía noticias y por el tiempo que le toque vivirla. Pero, ya que a uno le nacen, al menos deberían pedirle opinión sobre si prefería un determinado periodo histórico, una determinada familia o un determinado país. Ni siquiera le preguntaron lo más obvio: si quería vivir. Le pusieron en el mundo, le dieron un empujoncito y le dijeron: ahí te las vayas apañando.

Pero, si alguien expresó con claridad ese sentimiento de impotencia ante un hecho crucial de cada ser vivo, ese fue don Miguel de Unamuno en sus Recuerdos de Niñez y Mocedad: "Yo no recuerdo haber nacido. Esto de que yo naciera -y nacer es mi suceso cardinal en el pasado, como morir será mi suceso cardinal en el futuro-, eso de que yo naciera es cosa que sé de autoridad y, además, por deducción. Y he aquí cómo del acto más importate de mi vida no tengo noticia intuitiva y directa, teniendo que apoyarme, para creerlo, en el testimonio ajeno".

Como un servidor no iba a ser más que don Miguel, tampoco tiene conciencia de haber nacido, y los pocos recuerdos de aquel acto primigenio los conoce por viejos testimonios de personas allegadas, ya muertas. Son recuerdos asumidos como propios, pero prestados por quienes estuvieron presentes y luego me lo contaron. Así, sé que nací un 12 de octubre por la tarde (respecto a la hora exacta, no sé decirlo) en una casa de labranza que, según los historiadores locales, fue la casa natalicia del general Marcelino Oráa. Cuando mi madre se puso de parto, el abuelo mandó a mi tío José con la yegua a buscar al médico de la cendea, que vivía en Galar. También sé que aquella tarde se fue la luz, pero no estoy seguro de que aquello fuese un hecho premonitorio. De creer en la predestinación o en los augurios, aquél no hubiese resultado nada favorable, aunque bien pudo ser un indicio de la vida sin lustre que me esperaba.

No es una queja. Uno no se queja de su modesta vida. Mira a su alrededor y se da cuenta de que está dentro de la norma. Con el trascurso del tiempo he aprendido que la mayoría de los personajes importantes que conozco, y que admiraba cuando era joven anteayer, son, si se les miran los entresijos, de una mediocridad acreditada. Mascarones o puros simulacros, como esos santos de iglesia que tienen un alma hecha de tronco de peral o manzano, tallados para disimular su vulgar origen, y a quienes se les cuelgan milagros -como si de intermediarios divinos se tratase- donde antes colgaban peras o manzadas cuando eran árboles vivos y sus frutos eran de más sustancia y utilidad.

Por compensar esa autoconciencia de mediocridad, hubo un tiempo en que admiraba a los grandes hombres quienes, conscientes del decisivo papel jugado por sus personas en el fragmento de historia que les correspondió vivir, decidieron dejar constancia de su influencia en la sociedad que los hubo de soportar. Y aunque ningún plebiscito refrendara la bondad de sus actos o la conveniencia de su mera existencia como hombres públicos, tuvieron tan alta estima de sí mismos que ésta era suficiente justificación para que yo les creyera.

Creencia nacida, por una parte, de mi ingenuidad innata, y por otra, de la conciencia de haber seguido yo una trayectoria vital, cuyos horizontes han sido de una mediocre y previsible linealidad existencial tal como el conjunto de mi vida, hasta el momento presente, se ha encargado de confirmar.

Y no quisiera trasmitir al improbable lector la falsa sensación de ser un individuo amargado, resentido o depresivo, obsesionado por la nimiedad de su propia existencia, sino que la vulgar realidad me empuja a ser sincero, siquiera en eso.

Mediocre es el mundo que habitamos; mediocre es la obsesión por el dinero y mediocre es el común de nuestras aspiraciones individuales. También nuestros políticos son unos mediocres, títeres de mala madera de chopo, manipulados por financieros que, a su vez, son marionetas de trapo codiciosas, arrastradas por ese oleaje incontrolado del dinero fluctuando alocadamente de un lugar para otro en esta charca de infusorios que es la sociedad que nos toca vivir.

Llegado a la conciencia de esa mediocridad universal -salvo contadas y meritorias excepciones- este jubilata es consciente de llevar ya vividos tres cuartos de su vida (salvo que los hados dispongan otra cosa) como infusorio anónimo, y piensa seguir chapoteando en la charca todo el tiempo que le sea posible. Eso sí, con una chispa de lucidez.

jueves, 6 de octubre de 2011

Patas para un banco.-

Recuerdo... (Inciso: los jubilatas recordamos mucho otros tiempos y, si nos apuran, estaríamos dispuestos a jurar que nada como aquellos tiempos pasados); recuerdo, digo, que mi infancia y juventud estuvieron gobernadas por el omnipresente nacional-catolicismo: una amalgama de ideología nacionalista excluyente y de moralina religiosa oscurantista. Hablar mal del Régimen o tocarse "ahí" eran graves ofensas al invicto caudillo y al dios cristiano, y estaba castigado con penas de cárcel y de perpetuo infierno. Un agobio enorme, oiga, como si le faltara a uno el oxígeno, encerrado en un ascensor bloqueado entre dos pisos.

Criados en aquella ideología de tonos grises, por fin entró una bocanada de aire fresco el día que llegamos a la democracia, tras pagar el peaje de la Transición. Esa transición a la que siempre ponderaron como modélica y que -por lo que se ve- fue un apaño conveniente para los que estaban en el ajo. Nosotros, ya pueblo soberano, aunque poco avisado de lo que nos estaba ocurriendo, no cabíamos en la camisa de puro gozo. Por si fuera poco, un buen día, en el Politburó de Bruselas dijeron que Europa ya no acababa en los Pirineos y nos dieron entrada en aquel selecto club. Pasamos de súbditos franquistas a ciudadanos europeos: un salto en el vacío. Pero el ascensor se había puesto en marcha.

Personalmente, el día que me supe ciudadano europeo me puse eufórico y andaba como chico con zapatos nuevos. Se acabaron los corsés ideológicos (polítos y religiosos) y decirse europeo era ser uno de los pocos privilegiados de este mundo. Pero duró lo que duró...

Los que antes creímos en la idea de Europa, creíamos formar parte de una Europa de los ciudadanos. Estábamos equivocados. Ahora sabemos que entramos a formar parte de la Europa de los mercaderes. No nos igualábamos en derechos, nos igualaban en cuanto que consumidores de un mercado común. Los mercaderes compraban en Alemania y vendían en España; o al revés, según conviniera. Puestos a vender, nosotros también vendíamos. Vendíamos nuestras costas e ingentes toneladas de ladrillo. Mientras duró... Aún seguimos vendiendo turismo. Mientras dure...

De aquellos polvos de aparente riqueza nos quedan estos lodos de recesión económica. De nuevos ricos que nos creíamos (y vivíamos como tales) pasamos a formar parte de los denostados PIGS que gastan lo que no tienen y viven a costa del honrado pueblo alemán (a la Merkel me remito), que paga nuestras deudas con su laboriosidad, y de los préstamos financieros de los Mercados. Esos Mercados sin rostro a los que, al parecer, tan preocupados tenemos con nuestra incapacidad para devolverles las riquezas que en nosotros invierten desinteresadamente.

No sé si el improbable lector ha caído en lo gracioso del caso: si antes nos dominaba una ideología autoritaria, ahora nos domina la dictadura del mercado con su ideología de agiotismo perpetuo, un engendro de mil fauces que dan en llamar Economía de Mercado. Es tanto o más omnipresente que el obsoleto franquismo lo fue en sus tiempos. La economía de mercado rige nuestras vidas, nuestro trabajo, nuestras cuentas de ahorros, todos nuestros afanes. Economía financiera (tanto da decir "de mercado") ha convertido a los trabajadores en mercado laboral, a los países en tributarios de deuda soberana, a las instituciones políticas "democráticas" en mamporreros de los especuladores bursátiles, a los seres humanos en mercancías, al mundo en un basurero.


Economía de mercado, para un ciudadano de a pie -como es este jubilata- es ese dios Moloch Baal de fauces siempre abiertas al que hay que apaciguar ofreciéndole en sacrificio largas listas de parados, logros sociales que suponíamos inalienables, rescates de Cajas de Ahorros hundidas por administradores codiciosos, salarios anémicos. Y, cuando así lo exija, nuestra dignidad, la poca que nos quede después de alimentar hasta la náusea a ese dios tragaldabas.

La economía de mercado es un dios omnipresente, omnipotente, que habla todas las lenguas del mundo y rige todos sus destinos: desde el subsahariano de patera hasta el broker de la City, pasando por el jubilata de pensión congelada, o el político neocon que cierra hospitales para ajustarse a la ortodoxia presupuestaria, todos estamos a merced de tal dios.

Un servidor, ingenuamente, se confiesa siervo forzoso del Moloch Mercado. Acepta, resignado, su destino de víctima, aunque no profesa -que se la imponen- la fe del Mercado. Pero ¡coño! dejen ya de hablarme a todas horas de economía de mercado, de agencias de rating, de hedge funds, de deuda soberana, de recortes presupuestarios, de foreng curency, de rescates, de IBEX 35, de G-8, de PIB, de IPC, de FMI, de BCE y de toda esa bárbara jerga economicista que embota el entendimiento y acojona el espíritu.

Porque, sépanlo ustedes: este jubilata, en su supina ignorancia de asuntos económicos, tiene el íntimo convencimiento de que lo hacen para liarle. Y por ahí sí que no pasa.