domingo, 30 de diciembre de 2012

El consuelo de la estética.-




Sufrido lector que sueles leer esta bitácora, no te sorprenda un título tan cultureta. Mientras escribía esta entrada no he encontrado otro, así que sabrás perdonar las debilidades de este jubilata. No hacen daño a nadie, el lector puede esbozar una sonrisa comprensiva mientras ojea el texto, y a un servidor le sacan de un mal paso.


En estos tiempos desolados en los que la evidencia del desmantelamiento social a manos de ideólogos a sueldo no impide su ejecución, este jubilata, harto de sufrir en silencio la desfachatez de los lacayos neoliberales como quien sufre de almorranas, ha decidido refugiarse, siquiera en algunas ocasiones, en el placer que proporciona el disfrute de la belleza. Deja, de vez en cuando, las noticias sobre sanidad pública en derribo, educación clasista, fraudes y corrupciones múltiples, represión político-policial, desahucios, hambres a granel y otros apocalipsis presentes y venideros, y se regala con pequeños disfrutes estéticos.


Mientras le da a la tecla, este jubilata escucha los conciertos para chelo de Antón Dvorák (en Si menor, Op. 104) y de Schumann (en La menor. Op. 129), interpretados por Jacqueline Du Pré (Les introuvables de Jacqueline Du Pré, regalo de una amiga). Encerrado en su estudio, no le llega el vómito de decibelios de los villancicos comerciales que incitan a la felicidad del consumo y se dedica a sus cosas, o sea, a dar forma escrita a una experiencia estética de jubilata cultureta irredento.


Porque el caso es que, el otro día, la santa y yo nos acercamos al Prado y estuvimos viendo la exposición El joven Van Dick. Y esta visita me confirmó en mi preferencia por la pintura barroca, que hube de reconocer ya hace años, cuando andaba interesado en el constructivismo de la revolución rusa y me notaba yo más vanguardista que Duchamp. Y eso que la Gioconda duchampiana con su bigotito y perilla y su L.H.O.O.C. (Elle a chaud au cul, cosa muy fea que dicen los franceses), me parecía lo más rompedor con el arte burgués. Sin embargo –pequeño burgués que es uno en el fondo de sus tripas – siempre volvía a la querencia de los velázquez, los rubens, los caravaggio, los rembrand, los giordano, los tiziano. Siempre a uno le ha gustado la visión contradictoria y dinámica del barroco, con sus energías concentradas o en puro estallido, su arte sacro, mítico, de representación, o sus humildes naturalezas muertas como las de Sánchez Cotán, o las Vanitates de Pereda… En fin, que uno se disfraza de vanguardista y se lo cree, pero sigue fascinado por la visión del mundo barroco y envuelto en las luces y sombras de los tenebristas.


Ya se sabe que Van Dick no es tenebrista, pero sí es un maestro a la hora de componer escenas. Siendo estudiante, un profesor de arte nos enseño a ver las líneas dinámicas que aparecen en toda composición barroca. Ahí el observador puede apreciar la fuerza compositiva de los pintores de esta época. Escenas de aparente sosiego, pero donde sus personajes están sujetos a un dinamismo interno que amenaza con convertirlos en una explosión de movimientos agitados, de fuerzas centrífugas sometidas al freno de una escena central que atrae las miradas y los movimientos de los cuerpos allí representados.


Si uno observa despacio, por ejemplo, La Lamentación, la primera impresión que se recibe es la de una escena en reposo, con un cuerpo muerto como asunto central. Sin embargo llega a sorprenderse si observa con detenimiento la cantidad de energías concentradas que hay allí: aquel cuerpo pesa y se nota su pesantez en el brazo derecho que cae inerte, en las piernas que se desploman. La diagonal que marca el cuerpo, desde el torso hasta los pies, produce la sensación de que aquél se va a deslizar hacia el suelo, si no fuera porque la Virgen lo sujeta en su regazo. La mano derecha de la Virgen, sujetando la cabeza del Cristo produce una sensación de tensión y de esfuerzo contenido, que se nota en la línea del manto que marca el brazo y el hombro, hasta llegar al cuello, tensado en un escorzo de la cabeza girada hacia lo alto.


El improbable lector sabrá perdonar la andanada. Ya queda dicho que este jubilata tiene una vena cultureta que acostumbra a cultivar con mucha dedicación y que le libera de muchas frustraciones. En un mundo tan aburrido como el nuestro, donde sólo importa lo relacionado con el dinero y su acumulación, incluso en el urinario de Marcel Duchamp, ese ready-made (me gusta más: objet trouvé) al que llamó “La Fuente”, hay más ingenio que en las especulaciones bursátiles. Y es doblemente más útil, porque sirve de obra de arte y para mear, en caso de apuro.

domingo, 23 de diciembre de 2012

Desmontando el belén.-


Ya sé que no es muy original lo que voy a decir y, encima, lo hago con retraso, pero lo cierto es que hasta hace unos días no me enteré de que el papa Ratzinger ha publicado un libro sobre la vida de Jesús de Nazaret. No lo he leído, para qué engañar al improbable lector, así que hablo de oídas y cualquiera puede corregirme si escuché campanadas sin saber bien dónde y tuve el atrevimiento de opinar a humo de pajas. Un servidor no está ya para esas teologías, ni por desconocimiento de la materia, ni por curiosidad sobre el particular.

Pero sí llamó mi atención la afirmación del inquilino vaticano cuando aseguraba que en el portal de Belén no había ni buey, ni mula. No es que sea muy importante - a la hora de las creencias de los adeptos - el hecho de que allí hubiese un par de animalitos ungulados o no. Lo que sí es cierto es que lo de los rumiantes en el pesebre nos lo llevan contando desde la fundación de la religión cristiana y jode bastante enterarse tan tarde de que no hay tal: veintiún siglos después.

En lo que a un servidor se refiere, como quien dice, le han roto uno de sus más caros mitos de infancia. En el imaginario popular está presente el portalito de corcho con su pesebre, su buey y su mula, y mi niñez rural se identificaba más con aquella cuadra donde convivían humanos y cuadrúpedos que con la deslumbrante basílica de San Pedro, por ejemplo. Sin ir más lejos, en casa del abuelo de Navarra, las cuadras estaban debajo de la vivienda, con dos parejas de bueyes, una vaca para leche y una yegua. Mula no había, pero la yegua hacía el avío.

Alguna vez, siendo muy crío, me tumbé en uno de los pesebres y, la verdad, daba gusto con su lecho mullido de heno y ese calorcito animal que desprende el ganado. Verlo rumiar y sacudirse, acompasadamente, las moscas con el rabo producía una gran sensación de sosiego. Es ésta una escena bucólica que me acompaña desde entonces. Ya sé que es cosas de críos, pero durante años asimilé la casa del abuelo con el portal de Belén porque ambos tenían en común animales y personas en pacífica convivencia. Y ahora resulta que no, que no había buey, que no había mula. Y va el prócer vaticano y nos lo suelta así, con toda la crudeza de la racionalidad teutónica.

Por si acaso se equivocara –que no es el caso, porque es infalible – he ido a ver qué dicen los evangelios y resulta que debe tener razón el señor Ratzinger. Ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas, ni Juan dicen media palabra al respecto. Quizás la historieta esta de esos dos rumiantes empesebrados venga de los evangelios apócrifos, pero de eso no gastamos en casa; quiero decir, que no hay ningún ejemplar de ellos en la biblioteca doméstica, para contrastar.

El problema, a mi parecer, es el siguiente: ¿Qué hacemos ahora con toda la iconografía belenística, desde los capiteles románicos hasta los crismas horteras que circulan cada navidad? Fieles a la realidad histórica, deberíamos suprimirlos ex ovo. No estaría de más que L´Observatore Romano, siendo consecuente con las doctrinas de su jefe, iniciase una campaña iconoclasta para borrar todo vestigio de aquella creencia popular en los animalitos del pesebre.

Claro que la cosa se complicaría bastante si empezáramos a cuestionar la parafernalia que rodea al belén, comenzando por la estrella-GPS, siguiendo por los reyes magos (andaluces, por más señas) y la matanza de los inocentes, y terminando por la misma fecha del natalicio. Es cosa sabida que Dionisus Exiguus (forma latina de llamarle “Dionisio el Canijo”), fue quien fijó la fecha del nacimiento de Cristo, equivocándose entre 4 y 7 años al fechar el reinado de Herodes I el Grande, bajo el cual se supone que nació. Y dicen, además, que no tuvo la ocurrencia de poner un año Cero a nuestra Era, con lo que hay un nuevo desfase temporal. Claro que el Exiguo era del S. VI y por aquel entonces en la cristiandad se desconocía este guarismo. En cuanto al natalicio el 24 de diciembre, por esas fechas los romanos celebraban las Saturnales y el comienzo del nuevo ciclo solar tras el solsticio de invierno. Ya es casual la coincidencia entre el sol naciente y el niño del pesebre.

Si uno ve la cosa con desapasionamiento, llega a la conclusión de que todo lo que rodea al portal es bastante azaroso y con pocos visos históricos, empezando por una virgen que pare un niño sin concurso de varón, y eso no habiéndose inventado aún la fertilización in vitro. Debe ser el signo de los tiempos: se empieza desmontando los derechos sociales y se termina deconstruyendo el mito del portal. A este paso, la gloria eterna va a ser cosa de cuatro privilegiados y el común de los creyentes no se va a comer un rosco.

En casa, siguiendo las enseñanzas de quien de esto sabe, este año hemos hecho une ERE en nuestro portal de Belén, así que el buey y la mula se comerán el turrón en las colas del INEM. Así, de paso, ayudaremos a la austeridad que tanto gusta a don Mariano. Es una putada de tamaño natural – lo reconozco –, pero si no lo hacemos, los amos de don Mariano se le ponen como basiliscos.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Doña Austeridad.-

Doña Austeridad se lía

Quién iba a decirnos que doña Austeridad se instalaría un día en nuestras vidas. Hasta no hace tanto tiempo, y como cualquier españolito despreocupado, en casa vivíamos un poco a lo viva-la-virgen, que son cuatro días. Y fueron cuatro días mal contados.

Una tarde había que ir al cine, pues al cine que nos íbamos. Un fin de semana nos apetecía cenar fuera, pues nada, a un restaurante. Llegaban las vacaciones y nos íbamos al extranjero, a ver cómo era el mundo exterior ("como España, ná", decíamos arrebatados de casticismo). Éramos así de irresponsables porque, encima, no íbamos a emigrar en busca de trabajo, como los jóvenes de ahora. Total, vivíamos despreocupadamente y disfrutábamos la vida por encima de nuestras posibilidades de felicidad.

No queríamos acordarnos -según enseña la santa madre Iglesia- que venimos a este valle de lágrimas a sufrir por ser pecadores, a jodernos la vida expiando un pecado original que otros cometieron. (Haciendo un inciso, lo del pecado original bíblico es como lo del desfalco financiero que sufrimos: los bancos especuladores hundieron el chiringo financiero y los ciudadanos pagamos los destrozos). Nosotros hacíamos como si no supiéramos que siempre hay quien pague la culpa primigenia cuando llega el desahucio del Paraíso prometido y no cumplido. Llegó el ángel flamígero y nos echó del paraíso capitalista a patadas en el culo.

Pues, eso, que nos acostumbramos a vivir en el paraíso capitalista, a comer de la fruta prohibida hasta que el árbol primordial dio sus frutos más agraces; hasta ese momento, nos lo habíamos pasado lo mejor posible. Fue entonces cuando doña Austeridad llamó a nuestra puerta. Venía muy recomendada, según nos dijo, por un tal don Mariano de quien teníamos las mejores referencias. Registrador de la Propiedad, era persona de orden, como se decía de las personas de bien, cuando los adictos a la Cosa del Régimen aquél. Régimen supuestamente periclitado y ahora redivivo

Hacerse cargo de la situación doméstica y malbaratar nuestras vidas fue todo uno. Doña Austeridad entró en nuestras vidas y las organizó de acuerdo con criterios de economía, rentabilidad y eficacia. Como el ama de llaves de Rebeca, como la señorita Rotenmeyer de Heidi, como el médico Pedro Recio Agüero con Sancho en la Ínsula Barataria, siempre con gesto adusto y agrio ademán, dice cómo debemos comportarnos. Nos dicta normas, nos exige sacrificios, nos amonesta si ponemos un pie fuera del recto camino de la recuperación económica.

Bendito sea el dinero
Doña Austeridad es un raro híbrido de exigencia calvinista, sentido de culpa judeo-cristiano y agiotismo made in Wall Street. “Hay que trabajar más y ganar menos” porque en el esfuerzo está la salvación – nos amonesta la Doña –. Hay que acumular poder y dinero, señal cierta de que dios nos predestina para la gloria eterna. Qué importa sufrir privaciones en ésta si tendremos la recompensa en la otra vida. Y cuando no, tenemos que asumir el sufrimiento en cuanto castigo purificador.

Si somos pobres es porque hemos vivido por encima de nuestras posibilidades; si nos encarecen los préstamos internacionales es por culpa de nuestros pasados derroches. Pero si sufrimos con paciencia la adversidad, si sufrimos los despojos con la resignación del santo Job, día llegará – posiblemente en el día del Juicio Final – en que nos será dicho: ven y siéntate a la diestra del Padre. Entonces, y sólo entonces – añade, ya en trance místico doña Austeridad – seréis dignos del paraíso donde los banqueros conservan sus capitales.

La verdad, a mi santa y a un servidor, las admoniciones de doña Austeridad por boca de su profeta el Registrador de la Propiedad, nos tienen en un sinvivir. Como somos gente de pocas teologías y pensiones en cuarto menguante, nuestra inmediata preocupación es decidir dónde compraremos el turrón para estas navidades: en Dia, en HiperUsera, en AhorraMás… No dejamos de estudiar con aplicación las ofertas en los súper del barrio. Si acaso no nos llegase para mazapán, nos queda el consuelo de saber que comiendo azúcar se caen los dientes, como nos decían de niños. Ya que jubilados y expoliados, al menos no quedemos desdentados.

sábado, 1 de diciembre de 2012

Liquidación por derribo.-


Quizás el improbable lector experimente, en estos últimos tiempos, la sensación de que vivimos en un país en proceso de liquidación por derribo. No se extrañe, un servidor tiene la misma impresión, lo mismo que la mayoría de las personas que le rodean.

“Que se hunda España, que ya la levantaremos nosotros”, dijo Montoro antes de ser ministro de la Cosa del desbarajuste económico. Tal genialidad, propia de un estadista avispado, la soltó un tiempo antes de que el pueblo soberano - por castigar en las urnas al inútil que escondía los platos rotos debajo de la alfombra de Moncloa -, se entregara atado de pies y manos a los desnortados que gobiernan actualmente esta nave en proceso de desguace. Hablo de Expaña, claro está.

Quizás, una de las cosas que más joda al ciudadano de a pie sea el soportar a políticos ineptos y lenguaraces. Pero es infinitamente más jodiente que éstos sean catastrofistas por puro interés, que se aprovechen de las desgracias colectivas, que se metan a profetas necios y, para acabar de desgraciar la cosa, como salvadores de la patria naufragante, sean una perfecta nulidad. Aunque, más que naufragar el barco, parece que están barrenándolo para que se vaya a pique más rápidamente. A lo mejor es porque están esperando a que se hunda del todo para reflotarlo, que eso no lo explicó el Montoro en su momento. Será por eso que nos piden paciencia.

A lo mejor, el término “canivalización” no existe en español, pero lo usará este jubilata para explicar la sensación que le produce ver el desmantelamiento de los logros sociales. Siguiendo un plan calculado, según nos dice Naomi Klein, el capitalismo del desastre impone sus principios neoliberales tras una grave crisis cualquiera (guerra, desastre natural, debacle social…) que ha dejado en estado de shock a la sociedad. En nuestro caso, el hundimiento del tinglado financiero y, especialmente en España, la burbuja inmobiliaria. De ser un encofrador en una obra, con más de 2000 euros al mes, a terminar en la cola del paro y sin ladrillo que echarse a la boca; de tener un piso a plazos, a verse desahuciado por el banco y con los muebles y la familia en la puñetera calle, es algo como para traumar a cualquiera y dejarle sin capacidad de reacción. Es como el toro dando vueltas en mitad de la plaza después que lo han trabajado los de los trajes de luces.

El símil vale porque somos muy taurinos por aquello del interés cultural. Cuando tienen al toro bien molido, con unas cuantas pullas en lo alto del espinazo, con dos o tres pares de banderillas desangrándole y agotado de dar cornadas al aire y mareado de tantos capotazos del matador, no hay más que centrarlo, esperar que doble la testuz y meterle la estocada hasta la cruz.

A partir de aquí comienza la canivalización, el despiece de la res y el provecho de los carniceros. Un día desmembramos del sistema de salud pública los hospitales y nos los merendamos entre cuatro amiguetes de la peña taurina Capio; otro día desmantelamos la enseñanza pública y aprovechamos los dineros públicos para fomentar el negocio en la privada. Como queda mucho toro para destazar, otro día ponemos tasas judiciales para que la gente no sea tan levantisca y se pase el día de juzgado en juzgado poniendo denuncias; además, subimos IVAs, IRPFs, tasas municipales, que el bicho todo lo aguanta. Como los bancos son bulímicos insaciables, gran parte del bicho se lo echamos directamente a las fauces, para que vayan satisfaciendo su apetito. Y así, hasta que del toro no quede más que la piel, que nos servirá de alfombra.

Y, como después de cornudo, apaleado, la joven gaviota Pilar Sol, del muy honorable PP valenciano, anda diciendo que familias necesitadas se gastan la renta garantizada de las ayudas oficiales en televisores de plasma. En la modesta opinión de este jubilata, la culpa es de los pobres que se gastan el dinero en chucherías. Si se lo hubiesen gastado en kalasnikovs, otra gaviota les cantara…

Pero, tranquilos, ésta no es la primera vez en nuestra historia que gobernantes indignos llevan a España como puta por rastrojo. Ya el agrio de don Francisco de Quevedo nos lo dejó escrito:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados
de la carrera de la edad cansados
por quien caduca ya su valentía…

De verdad, no hay PP que cien años dure..., ni cuerpo que lo resista.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Otsando existe (colofón apócrifo)


Sabe el improbable lector que en esta bitácora caben escritos de todo pelaje, así que dejo estas notas que descubrí de forma azarosa, por si alguno tiene interés en conocer al personaje al que se refieren:

"Nunca me he sentido tan a disgusto como el día que cayó en mis manos aquel manuscrito. Sobre todo, porque eso del manuscrito hallado, o traído a la luz, es un recurso ya muy manido. Es cierto que el genial don Miguel lo empleó para dar vida a su Alonso Quijano, caballero asténico y locoide, y que se utilizó con acierto en la novela gótica, como es el caso del Manuscrito hallado en Zaragoza; pero, tras honrosas excepciones literarias, también es cierto que cualquier escritor sin recursos lo emplea para justificar el comienzo de una historia la mayoría de las veces infumable.

"Por eso, precisamente, me produjo un enorme disgusto encontrar el manuscrito del que hablo; porque aun siendo cierto que lo encontré, no es menos cierto que, como recurso literario manoseado hasta la saciedad, pone en entredicho mi honorabilidad de escritor concienzudo, polifacético, ingenioso y otras virtudes personales que me callo por modestia.

"Y, en fin, aún resignándome a la mofa de los plumíferos pseudoliteratos que admiran en privado mi valía y maldicen en público mis éxitos, y en aras de mi amor a la literatura, contaré la extraña forma en que llegó a mí el dicho manuscrito... Aunque, por ser veraz y consecuente con la autenticidad de este suceso (esto es: fabulador de mundos imaginarios con marchamo de realidad onírica), debo decir que el término “manuscrito” debiera sustituirse por un neologismo (infoscripto) tal que expresase -en un solo termino semántico- una conjunción de casualidades tales como haber estado oculto en el abigarrado, complejo e inextricable inframundo de la Red; el haber sido escrito fragmentariamente por gentes inconexas entre sí; el ser una unidad sin coherencia temática, fruto de unos extravagantes enlaces informáticos; y, por no cansar más al personal, por haberlo descubierto yo durante una azarosa navegación por ese complejo universo que hemos dado en llamar Internet.

"Imagínese el sorprendido lector mi fascinación ante tal conjunción de factores aleatorios que daban como consecuencia la verídica historia de Ochando, D’Ochande, Otsando u Otxando, que por todos esos nombres fue conocido en su azarosa existencia. Personaje cuyos antecedentes genealógicos se remontan a la Edad Media, y son fruto de un ancestral rito mágico-genésico practicado en lo más profundo de la espelunca de Zugarramurdi, pero ocultos a la luz por la despiadada actuación del Inquisidor Torquemada, quien, conocedor de las cópulas contra natura de las sorguiñas con el Gran Cabrón, decidió borrar todo vestigio de la estirpe ochandiana.

"¿Cómo es posible que, tras tantos siglos de olvido, varios autores sin vinculación conocida, geográficamente distantes y poco dignos de crédito, fuesen capaces de rastrear su existencia hasta descubrir la existencia del Maestro Ochando, o D’Ochande –en horrible locución afrancesada- a comienzos del Siglo XX?

"Pues bien, yo lo descubrí. Y no fue fruto de azar, como el hecho de encontrar el “infoscripto” – que así lo denominaré de ahora en adelante –, sino fruto de un concienzudo trabajo de investigación que es tan característico en mi, y del que me siento justamente orgulloso.
"Cuando el infoscripto llegó a mi pantalla, lo leí con detenimiento y descubrí algunas cosas que me pusieron sobre la pista, no sólo del personaje, sino de sus misteriosos fabuladores. Por pura deducción, llegué a relacionar el término Otsando (lobezno) con Zugarramurdi, ya que no en vano sólo por aquellas anfractuosidades podía ocultarse aquel ejemplar de cánido carnicero. Evidentemente, si se hubiese referido a “lobo” en su acepción castellana, hubiese sido no Otxando, sino “Lupus”, “Lupes” o López, lo que geográficamente limitaba mi área de investigación, y me ponía, como quien dice (y permítaseme esta broma ingeniosa), en la boca del lobo.

"Otro dato, aparentemente incóngruo, que me llevó a rastrear la estirpe Ochando ya castellanizada, fue un trabajo de campo que hice en mi juventud, cuando visité las cuevas de Zugarramuridi y recogí muestras del folklore local. Los naturales del lugar me dijeron que, en las primeras décadas del Siglo XX, cuando los vehículos a motor, popularmente conocidos como "autos", sustituyeron el transporte de humanos a lomos de semoviente, empezó a circular (obsérvese que he dicho “circular”, otra broma ingeniosa de las mías) la siguiente coplilla:
“Venimos de Zugarramurdi
En el auto de Garraus
Y traimos malo el hipurdi (el culo)
De tanto venir sentaus

"En efecto, la popularización del transporte motorizado, unida a la mejora de la red de carreteras bajo la dictadura de Primo de Rivera, hizo que la familia Ochando emigrase a Donosti o San Sebastián, donde el joven y futuro maestro, conocido más tarde como el “Maestro Maduro del Sena”, o como “D’Ochande el Traidor”, estudió sus primeras solfas, compuso sus primeras piezas para el Orfeón Donostiarra y brilló con luz propia.

"Aunque la estrella del Maestro se eclipsó a consecuencia de los avatares políticos y militares de la Gran Guerra, lo cierto es que sus más de 2.000 composiciones pueden rastrearse en el archivo histórico del Orfeón Donostiarra –para su primera época- y en el del Conservatoire National de Paris –en lo referente a su madurez artística-. Lo cual muestra el escaso mérito investigador de los infonavegantes que colgaron irresponsablemente sus hallazgos en la Red, pues no había más que recurrir a dichos archivos sin necesidad de andarse con tantas alharacas.

"Y esto me lleva a la génesis del infoscripto de plurar y extravagante factura..."

(Aquí se interrumpe bruscamente el colofón apócrifo que yo, internauta anónimo, encontré colgado del más fabuloso relato que he leído jamás).
Y por si alguien está interesado, aquí dejo la dirección donde pude leerlo:

domingo, 18 de noviembre de 2012

Pornografía sin hilos.-

Comentario el de hoy absolutamente prescindible, pero queda a modo de protesta.
Más de una vez este jubilata ha confesado su ignorancia sobre cómo funcionan las tripas de Internet. Como cualquier ignorante, es atrevido y bucea sin descanso en ese maremagnum de la Red porque piensa que le pone en comunicación con el mundo. Recibe noticias que, por los cauces habituales (prensa escrita, televisión, radio), muchas veces, le son escamoteadas, ya que los media responden a intereses y consignas de quienes ejercen su propiedad o control. Lo que a ellos les interesa que yo sepa, a mí no me interesa; lo que a mí me importa, ellos no tienen interés en que yo lo conozca. Un desencuentro del que me zafo brujuleando por ese cosmos internáutico. Siempre con la precaución de no decir amén a todo lo que flota como plancton en el océano. Casi no hay ni que decirlo, porque no todo lo que pulula en este mundo virtual alimenta; gran parte intoxica, es falso, inexacto o inocuo, en el mejor de los casos (como la bitácora de quien esto escribe).

Hago esta declaración de principios, que nadie ha pedido, para que se sepa que este jubilata bloguero se toma la papilla virtual a pequeñas dosis y tiene una queja que hacer. La queja ni siquiera la hace al improbable lector que pasa por aquí, la lanza al aire de esta Nube donde dicen que flota toda la barahúnda de textos, imágenes, músicas que la humanidad cuelga a millones diariamente.

La cosa va de que uno está hasta las gónadas de ver cómo en su bitácora aparecen anuncios de contactos sexuales, de incitaciones a relaciones intranscendentes, de polvo para hoy y olvido para mañana, de invitaciones a chatear con hembras de culo turgente o tetas ubérrimas. Sin uno pretenderlo, se ha convertido en un terminal de la pornografía sin hilos. Cierto que se trata de un porno, digamos, suave, no explícito ni procaz. También es cierto que esos anuncios aparecen en algunas bitácoras donde entro para conocer opiniones que pueden enriquecer las mías, o informan sobre asuntos que me interesan. Se ve que muchos pagamos el peaje sin ser consultados.

Es la permanente invasión del sexo como mercancía u objeto de consumo, de mirar, usar y tirar, sin consentimiento del intermediario. Una expresión más del todo vale para hacer negocio, incluso las páginas de un jubilata bloguero e ignorante en tecnología. Uno se pregunta por qué ha de ser agente involuntario de un mercado indigno, por qué ha de ejercer de proxeneta pasivo. No todo vale, y este jubilata no vale para rufián. Por eso se queja.

Intentado que desconectaran de mi bitácora el programa que se instaló allí un día cualquiera, escribí un correo en plan bruto a una dirección que encontré, siguiendo el procedimiento habitual en estos casos. La contestación no acabé de entenderla, pero al parecer la cosa tenía que ver con el contador de visitas. Contador que se ofrecía gratuitamente, y así fue durante un par de años, pero resultó ser una trampa para introducir propaganda subrepticia: un día sale una tía sugerente incitándote a chatear con ella, otro día sale un tío que primero es gordo y después cachas por no sé qué milagrosa dieta, pero necesaria para eso del ligue a tiro hecho.

Lo cierto es que no sé cómo se desconecta esa basurilla que aparece en esta bitácora. El improbable lector sabrá disimular mi ignorancia. De haber tenido la pericia suficiente, no sólo hubiese desmontado esos troyanos de calzón quitado, sino que me hubiese gustado terminar esta entrada enlazando con el Youtube ese para dejar aquí una canción de Georges Brassens, Le pornographe, que al menos es divertida, o Pornographie, de Moustakys. No todo va a ser casquería en la Red, hombre.

sábado, 10 de noviembre de 2012

¿Dónde va el asno?


Antes de que el improbable lector me lo eche en cara, confesaré que el título no es mío. Es de Le Monde diplomatique: Où va cet âne?, y lo he tomado prestado porque hasta de un burro se puede sacar una enseñanza.

¿Qué hace un asno sobre una barca, en medio del mar? No hay más que mirarle la cara al animalito: no tiene ni puñetera idea. Lo han puesto allí, han soltado el barquichuelo en mitad de ninguna parte y el pobre jumento asiste perplejo y pasivo a su destino. ¿Podría ser ésta una imagen de nuestra sociedad? Este jubilata, también perplejo, no sabe la respuesta, pero se teme que sí, que somos un burro a la deriva.

A veces, la lectura de un artículo, si es enjundioso, a uno le obliga a hacerse preguntas que escapan a la vulgar lógica del pensamiento postmoderno y desestructurado que nos domina. Uno, que querría ser aprendiz de filósofo, ya que el caletre no le da para ser economista, se cuestiona ideas que no cotizan en bolsa. ¿Qué hace un burro, un país, un pueblo, en medio de una nada fluctuante, sin tomar una decisión sobre su propio destino? ¿Por qué coños se deja llevar mientras le desguazan logros como la educación pública y gratuita, o le roban para vender de saldo los hospitales públicos?

Uno mira la foto del burro embarcado y llega a la conclusión que éste no tiene más preocupación que mantenerse en pie sobre sus cuatro patas, mientras va a la deriva, dondequiera que le lleven las corrientes. Que esta sociedad no sea más que un asno en equilibrio provisional da que pensar. Preocupada por seguir de pie, no sabe hacia dónde va, ni quién la arrastra, ni por qué. Sobrevive y va tirando.

El artículo al que me he referido hace una contraposición de esta imagen de pasividad asnal con otra bien conocida: La balsa de la Medusa, de Géricault. Los náufragos, hacinados en la balsa, ya al borde de la inanición, tienen un atisbo de esperanza: acaban de divisar en lontananza a un barco que viene al rescate. La tragedia de estos náufragos derrocha energía y dinamismo y, lo que es más importante, esperanza. Van a alguna parte, su viaje tiene un objetivo: salvar la vida, llegar a puerto y pisar tierra firme.

Así que uno vuelve a preguntarse por qué el asno, la sociedad, no tiene una dirección hacia la que ir. Su destino es tan inseguro como las fluctuaciones de la prima de riesgo, el trabajo precario o las relaciones personales. Debe de ser por eso que Zygmunt Bauman dice que somos una sociedad líquida. Una sociedad sin asideros que nos den certezas en el mundo de las relaciones afectivas, en el mundo laboral, en la marcha de la economía o la política. Somos una sociedad a cuatro patas que deriva en un mar de inestabilidades, incapaz siquiera de rebuznar, no sea que con el esfuerzo el barquichuelo zozobre.

Si la imagen sirviese como paradigma de nuestra sociedad, casi, casi, aquélla le cuadraría mejor al gobierno que se supone dirigirla. Un gobierno que, afianzado sobre sus cuatro pezuñas, es incapaz de llevar a buen puerto la barquichuela de este país. Un borrico que, ni siquiera como el de la fábula de Samaniego, acierta a tocar la flauta, aunque sea por casualidad. Lo que sí hace, y muy bien, es rebuznar por sus muchas bocas. Sirvan de ejemplo las declaraciones de la ministra de Empleo, cuando dice –con ya más de 5 millones de parados– que la economía empieza a ir bien. O esas vacuidades ingeniosas de tertuliano avezado con que nos regala el ministro de Educación en cuanto le ponen un micrófono al alcance de la boca. Si al menos se pusieran un ronzal…

Quién sabe. A lo mejor, el burro termina tirándose al agua, alcanzando la orilla a nado y coceando a quienes lo embarcaron en semejante malaventura. Sería como la aventura asnil del Quijote: No en balde rebuznaron uno y otro alcalde…

sábado, 3 de noviembre de 2012

Identidad.-

“... reparo de repente en las espaldas del hombre que va delante de mí. Eran las espaldas vulgares de un hombre cualquiera, la chaqueta de un traje modesto en una espalda de transeúnte ocasional. Llevaba una cartera vieja debajo del brazo izquierdo, y apoyaba en el suelo, al ritmo de sus pasos, un paraguas enrollado que sujetaba con la mano derecha por el mango.” (Fernando Pessoa: Libro del Desasosiego)
Su aire me resultaba vagamente conocido. Alguien de mi barrio, lo más seguro. Alguien con quien me cruzo con frecuencia pero a quien nunca he prestado atención. Por eso, esta vez, esta mañana lluviosa, le observo un poco a escondidas y ajusto mis pasos a los suyos.
Esa forma de caminar, ese andar apresurado, me resultan familiares. Doy unas zancadas rápidas y me pongo apenas a dos metros detrás suyo. Pues sí, definitivamente, el tipo de la cartera me suena mucho. Lleva el pelo corto y tiene una calvicie incipiente. Se para en un semáforo y me pongo un poco detrás de él, a su izquierda, y observo su perfil. Tiene una barba entrecana, un tanto descuidada, orejas grandes y, por lo que puedo observar de refilón, los ojos hundidos y la nariz afilada.
Juraría que le conozco, y mucho. Pero en esos momentos soy incapaz de recordar quién es. Muchas veces me lo han dicho en casa, soy un despistado y no reconocería ni a mi sombra. Pero esta vez la curiosidad me puede y le sigo discretamente, observando todos sus movimientos.
Sube por la acera como si no existiese la gente. De eso me doy cuenta enseguida. Con su caminar apresurado va sorteando al jubilado que anda despacio, con los deberes ya hechos; luego, a la señora gruesa que ocupa media acera con las bolsas de la compra; más allá al niño que corretea sin una dirección previsible. Él va abstraído y, aparentemente, no ve personas sino obstáculos que entorpecen su caminar. Les dedica una atención momentánea, suficiente para adelantarlos sin rozarse con ellos, y sigue su camino.
Yo, detrás suyo, observándole, me pregunto por qué pierdo el tiempo siguiendo a un tipo sin interés. Además, el hombre de la cartera empieza a dar muestras de sentirse observado. Empuña el paraguas como si fuera un garrote y aprieta el paso.
Pero no me importa, un sentimiento de inquietud y urgencia me empujan a identificar a aquel individuo. Le sigo los pasos, ya sin disimulo, y me repito con insistencia: lo conozco, sé que lo conozco, pero no sé de qué...
Él hace rato que se ha dado cuenta. Por un momento, ha tenido un gesto de duda y a continuación, de forma casi imperceptible, se ha distendido. Ya no empuña el paraguas con agresividad, incluso afloja el paso y se demora ojeando los escaparates al pasar. Observo su juego; está claro que quiere descubrir, a través del reflejo de las vitrinas, al extraño que le sigue. De observador anónimo paso a observado, e imagino lo que piensa el otro de mí, que soy un tipo vulgar. Igual que él.
Casi a la par, terminamos de subir la calle. En la esquina con Alcalá, junto a la boca del metro, se vuelve hacia mí y, con un gesto, me indica un bar. Entramos y nos sentamos en un extremo de la barra. Él no está sorprendido, me conoce, y por decirlo de alguna forma, me usurpa.
Entonces caigo en la cuenta... Ese tipo vulgar que me invita a un café son yo mismo. Soy un desconocido de mí mismo, como tanta gente corriente.

sábado, 27 de octubre de 2012

El obligado tributario.-


Cuando el interesado – este jubilata – abrió la notificación del ayuntamiento de Madrid y leyó lo anterior, creía estar ante el título de un relato de humor negro, o que se trataba de una broma con ese peculiar sentido de humor de las autoridades municipales. Pero no, con la seriedad propia de todos los actos administrativos, al destinatario de la notificación le llaman “El obligado tributario”.

La cosa va de lo siguiente: a uno le envían una papela con una referencia catastral kilométrica que, de entrada, causa sorpresa con sus veinte dígitos alfanuméricos, más tres espacios en blanco, en la que consta la “Tasa por prestación del servicio de gestión de residuos urbanos”.

Con esa falta de pensamiento lógico que tenemos los que no hemos estudiado ciencias y fiamos más de la imaginación que del raciocinio, me da por pensar la desproporción que existe entre la desmesura del código catastral y y el nombre de la tasa (con más títulos que un Grande de España), por un lado, y los 63 metros cuadrados (contados los espacios comunes) en los que vivimos mi santa y yo.

Mezclando magnitudes (como la alcaldesa de Madrid con las peras y manzanas de las parejas “gagys”), tenemos 63 metros de vivienda, 20 dígitos catastrales y 54 euros del ala a pagar. Lo que da 0,88 euros por cada metro cuadrado o, si se prefiere, 2,7 euros por dígito catastral. O, haciendo otras cuentas igualmente inútiles, 3,15 metros cuadrados por cada dígito catastral.

Fiado uno de su pensamiento no científico, y suponiendo que se mantenga la misma proporción, cualquiera que sea el inmueble, se pregunta cómo será de enormemente largo el código catastral de la catedral de la Almudena, si en casa es de un dígito cada tres metros, coma quince. Pena me da monseñor Rouco, los cepillos que tendrá que recaudar para hacer frente al pago de la tasa a 2,7 por dígito.

En cuanto al nombre de la tasa, “prestación del servicio de gestión de residuos urbanos”, podían haber sido un poco menos prolijos y llamarlo llanamente “tasas de basura”, como hace la gente de a pie. Se ahorrarían un montón de tinta en el impreso (cientos de miles de notificaciones en esta ciudad) y se ajustaría más a esa mengua de los servicios de limpieza. Habría cierta paridad entre la brevedad del nombre y la escasez de limpieza urbana que estamos sufriendo. Pero no, cuanto más complejo es el nombre de la tasa por un servicio escaso, mayor es la cochambre que se ve por las calles.

Pero no molesta tanto el lío de metros cuadrados, tasas de nombre complejo y resultados ineficaces, y dígitos alfanuméricos interminables, como el llamar al pagano “El obligado tributario”. Creo que, puestos a sacarle las perras, al menos podrían llamarle, simplemente, ciudadano. No está de más guardar las formas con el personal y no remejer en la herida sin mayor necesidad.

Aunque, con lo farragosa que es la administración, debe ser un problema de coordinación entre departamentos, ya que el señor Subdirector General de Recaudación de la Agencia Tributaria me reclama 352,43 euros por el impuesto sobre bienes inmuebles (los mismos 63 metros cuadrados de antes), pero me dirige una carta personal llamándome estimado ciudadano. Ves, así da gusto. Te sangran como a un gorrino por San Martín, pero sin apear el tratamiento.

Eso si, cagamentos, cuando recibí las dos notificaciones, he echado con más abundancia que todas las mierdas de perro juntas que acostumbro a ver por el barrio. Heces perrunas que la Tasa por Prestación de Servicios de Gestión de Residuos Urbanos ignora olímpicamente. Y no habría por qué, que si los perros son domésticos, sus deyecciones son perfectamente asumibles a residuos urbanos.

Quienes no son – urbanos –, son sus propietarios, que socializan la caca de can, como los bancos socializan sus pérdidas.

sábado, 20 de octubre de 2012

Un punto filipino.-


Ser un punto filipino es una locución anticuada que se empleaba mucho en mi cada vez más lejana juventud. Solía decirse de la persona que es desvergonzada y poco escrupulosa. También, según he leído, se decía de aquellos peninsulares que vivían en Filipinas sin oficio ni beneficio conocidos, pero dándose mucho postín. De cualquier forma que sea, la primera acepción  era la más popular.

Algo tenemos en común españoles y filipinos. No sólo porque Filipinas fue colonia española hasta que los yanquis, so capa de derecho a la independencia del archipiélago, lo descolonizaron de aquella España obsoleta de fines del XIX para colonizarlo en provecho propio. Lo que, aun no viniendo a cuento, me recuerda a aquel profesor de geometría de mis tiempos bachilleres, quien nos decía que dos líneas paralelas prolongadas en el infinito terminarían por encontrarse. Si es cierta tal teoría no lo sé, que soy de letras.

Pero en mis últimas lecturas paralelas, descubro que sí, que Filipinas y España tienden a encontrarse, no en el infinito, sino en un tiempo más o menos próximo. Y diré por qué, que uno no quiere hablar a humo de pajas y, aunque mal trabadas, este jubilata tiene sus razones.

Leo en Le Monde diplomatique que el gobierno filipino ha establecido unas Zonas Económicas Especiales agro-industriales (biodiesel a partir de la caña de azúcar) para atraer capitales extranjeros en condiciones privilegiadas: ventajas fiscales con exoneración de impuestos de 6 a 8 años; capacidad para repatriar sus capitales y maquinaria sin contraprestación; empleo de su propia policía; por supuesto, nada de sindicatos ni derechos de huelga. Estas zonas económicas especiales son grandes extensiones de territorios declarados previamente “improductivos”, muchos de ellos tras expulsar de sus tierras a los campesinos que mantenían una producción agrícola de subsistencia. El artículo, por si al improbable lector le interesa, es mucho más denso y puede leerse en el número 703-59e. année. Octobre 2012 (pp. 6-7), de esa publicación. Yo lo traigo a colación para ilustrar el paralelismo que pretendo.

En esta España llevamos ya meses oyendo hablar de Eurovegas y no aburriré al improbable lector con información que puede encontrar en las hemerotecas y en la Red, sin ir más lejos. Pero sale de ojo que, entre las Zonas Especiales Económicas de Filipinas y el Eurovegas, de previsible instalación en los eriales madrileños, hay tantos paralelismos que parecen calcados, salvadas algunas diferencias como es el tipo de explotación en uno u otro caso: exenciones fiscales, suspensión de algunas leyes molestas  y supresión de derechos laborales; Todo ello vienen a ser como el lubricante que estimula el buen funcionamiento de la máquina capitalista.

El gobierno filipino apuesta por los nuevos carburantes, aun a costa de la remontada de los precios de los productos agroalimentarios y del hambre de sus campesinos. Los jerifaltes de aquí apuestan por casinos, hoteles, campos de golf y otros derivados del ladrillo que tanto añoran y trajo años de gloria especulativa y corrupción. Uno y otros, dicen, pretender incrementar la actividad productiva y crear puestos de trabajo. Dos ejemplos paralelos que, prolongados en el tiempo, terminan coincidiendo en un interés sin escrúpulos por explotar recursos con el mínimo coste y las máximas ganancias.

Mira por dónde, aun estando tan lejanos geográficamente, y ya sin el viejo galeón de Manila que nos una, tenemos un bonito paralelismo convergente. Filipinas, país en vías de desarrollo, acabará cruzándose con España, país en vías de subdesarrollo. Y coincidirán en aquel punto donde la voracidad capitalista fagocita derechos sociales y los intereses privados prevalecen sobre los públicos al desagregar parte del territorio nacional para imponer la ley del gang, previo el vacío legal amigablemente consensuado. 

Ya sé que tampoco esto viene al caso, pero este jubilata no entiende el crujir de dientes patriótico-político-mediático  por aquello de una futurible Cataluña CiUma(r)sista y ex-pañola, mientras, por otro lado, se exhibe esa desvergonzada despreocupación ante la extraterritorialidad de los eriales madrileños donde montarán el chiringuito de la ruleta, bajo imperio de la ley del oeste.  A ver por qué hay que españolizar las gentes cataláunicas y desespañolizar parte de las tierras madrileñas, por muy secarral que sean; deberían explicárselo al personal, que lo tienen hecho un lío.

Mientras patriotizan o despatriotizan solares patrios, el apaño de Eurovegas sigue su curso. Y si no acabábamos de creérnoslo, ahí está el mister Adelson banqueteado por doña Espe en su mansión de Malasaña y recibido por el baranda monclovita. Es sabido que dios los cría y ellos se juntan para hacer de su capa un sayo; mientras, el pueblo soberano anda como puta por rastrojo. 

Un punto filipino, oiga, el míster de las tragaperras. Claro que los políticos del ladrillo y pasta fácil no le van a la zaga.

jueves, 11 de octubre de 2012

Irse de manifa.-



Cuenta Apiano (historiador alejandrino del S. II d.n.e.) en su Historia Romana, Guerras Civiles, que, cuando a Julio César lo nombraron pretor en Hispania, sus acreedores lo retuvieron en Roma por temor a que se les fuera sin pagar las deudas millonarias. Él comentó a sus amigos que necesitaba 25 millones de sestercios para no tener nada. Como se ve, Julio César se pasó de cínico. Vino a Hispania, hizo la guerra a los pueblos peninsulares y, con el botín, pagó sus deudas y se hizo rico.

Nosotros no somos el César invicto, sino un pueblo expoliado por los políticos en el poder y los banqueros, empeñados en que necesitamos un rescate muchas veces mil millonario para pagar deudas que no generamos para, al final, no tener nada. Ni sanidad pública, ni escuela pública, ni derechos laborales, ni salario suficiente, ni siquiera, un Estado que nos proteja de los desmanes de quienes lo controlan en beneficio de sus amos. Porque amos del Estado son quienes nos rescatan y le obligan a votar unos presupuestos destinados a pagar la deuda financiera antes que atender las necesidades de los ciudadanos.

Con las entendederas saturadas de macroeconomías que no digiere y embrutecen su recto juicio (seguro lo hacen a propósito), este jubilata se ha ido a la manifa del pasado domingo a pedir un referéndum, y ha hecho compañía a estudiantes, profesores de camiseta verde, trabajadores de Tele Madrid (“Queremos informar, no manipular”), sindicalistas, sanitarios, jubilatas y una variopinta peña de ciudadanos unidos por un cabreo común.

Un servidor traía incorporado su propio cabreo personal. De hecho, no tiene inconveniente en reconocer que era una pataleta contra el ínclito de la Moncloa. Ese don Rajoy, que raja como si la diosa Razón hablara por su boca, tuvo la ocurrencia de agradecer a los ciudadanos de pantufla y tele que no salieran a rodear el congreso, el pasado 25-S, y les/nos llamó gente de bien (o algo similar).

No sé qué tipo de silogismo le llevó a la conclusión de que quienes se quedan/quedamos en casa es porque están/estamos de acuerdo con su política. Debió ser algo así como: Quien no se manifiesta en contra, está a favor de los recortes. Millones de personas no se manifestaron el 25-S, ergo millones de personas están conformes con mi política. Lo que, si no recuerdo mal, es un silogismo en barbara, pero es una interpretación abusiva de una situación normal: no todo el mundo puede echarse a la calle a la vez. El día que don Mariano lo consiga, y lleva camino, no tendrá a cuatro perroflautas zarandeando las vallas del Congreso, tendrá una revolución de tamaño natural. Si eso llegase a ocurrir (no lo permitan los santos que SS. Benedicto doctora en presencia de doña Sorayita), no estaría el horno político para frasecitas falaces, ni el país para silogismos.

Uno echa de menos que, desde el banco azul gaviota del Congreso, se presten oídos al clamor de las calles, al menos tanto como a las amenazas de los financieros. Tampoco se trata de declamar desde la tribuna de oradores –que don Mariano no da el tipo, por mucho pathos que le ponga–, con gesto heroico y melena al viento:

“Oigo, patria, tu aflicción/ y escucho el triste concierto/
Que forman, tocando a muerto,/ la campana y el cañón”.


Más bien vivimos la situación contraria, donde el poder es sordo a las quejas de los ciudadanos, hasta el punto que Antonio Gala ha dicho algo sobre la inutilidad de manifestarse en la calle cuando un tonto no quiere oír. Entre un padre de la patria afligido y un político tonto de capirote hay mucho camino. Sólo aspiramos a tener unos políticos mesurados y escrupulosos con el bien común, y que la deuda la pague quien la generó.

A estas y parecidas elucubraciones le daba yo vueltas en el magín durante la manifa del domingo pasado, mientras la gente a mi alrededor coreaba: “El próximo parado / que sea un diputado”.

¡Qué país, Miquelarena!

viernes, 5 de octubre de 2012

Las hijas de Bernarda.-



Un amigo me envía esta foto con el título de “Viernes negro”. A mí me parecen más bien las féminas de la casa de Bernarda Alba. Doña Bernarda, en el extremo más lejano del banco, mira con no disimulado recelo a sus retoños. Éstas se acicalan con peineta y rancia mantilla española a la vez que lucen cacha esplendorosa, porque lo casto y de derechas no quita lo jacarandoso de la carne pecadora y la erótica del poder.

Angustias, Magdalena, Amelia y Martirio, van de riguroso negro, como corresponde al mujerío de carpetovetónica raigambre. Adela, la pequeña díscola, no aparece en la foto de familia. Quizás porque, malaconsejada por sus amistades perroflauta, andaba zascandileando por los alrededores del Congreso el 25-S y terminó en la comisaría tras los palos preceptivos al caso. Una mujer decente - quizás pensó doña Bernarda - no debe dejarse influenciar por la plebe revolucionaria, ni dar un golpe de estado a pecho descubierto. No es propio de mujeres decentes sacar el pecho en público, y los males que le sobrevengan se los tiene merecidos.

Esta foto de familia, si se mira con ojos poco inocentes, es un trasunto de la Carpetovetonia actual por una razón evidente. Porque, para completar el imaginario dramático patrio, falta Pepe el Romano. Si el mujerío que aquí se representa lo consideramos como la quintaesencia de la clase política, Pepe el Romano es la fuerza bruta masculina, la testosterona sin control, el pueblo encabronado. Aun temiéndolo, es el objeto de deseo de las féminas enlutadas en cuanto que aquél posee lo que a ellas les gustaría tener entre las piernas: su voto.

Si Freud hablaba de la envidia del pene en las mujeres, puestos a hacer psicopolítica-ficción, se puede hablar de la envidia del voto en los políticos. El voto, si se atiende a su anatomía política, es una excrecencia genésica que le nace al Pepe el Romano (“el pueblo cabrón”, según don Santos Banderas) cada cuatro años. El introducirlo en una urna es una imagen sexual obvia. Una urna es una matriz en la que entran miles de votos-espermatozoides y éstos sirven para fertilizar la casta política y engordarla de prebendas y mando en plaza durante el periodo que dure su gestación, o gestión, que viene a ser lo mismo.

Si, en pura teoría, aceptamos que la clase política queda representada por este ramillete de hembras de peineta y rosario, y si aceptamos que el pueblo soberano está representado por Pepe el Romano, ese chulapo que se quiere casar con la rica, pero corteja a la guapa, llegaremos a la conclusión que esto no es un drama (como en García Lorca) sino el retablillo de Maese Pedro. Un montón de figurillas de palo y alambre que escenifican una historia de reyes, damas y morisma en la que cada cual hace su papel sin solución de continuidad. Historia que, como siempre se resuelve a su favor, les da gustirrinín a las bernardas del banco político.

Claro que, a fuerza de repetirla con los mismos ganadores y los mismos perdedores, es posible que alguien se harte, decida cambiar el final de la historia y la termine como el rosario de la aurora, como cuando el Caballero de la Triste Figura tiró de mandoble y no dejó títere con cabeza. Todo el mundo sabe que el dueño del retablo, que se hacía llamar Maese Pedro, no era otro que Ginés de Pasamonte, afamado ladrón. Don Quijote hizo muy santamente en desbaratarle el tinglado

Dicho sea lo que antecede sin señalar, que este jubilata se ha entretenido inocentemente haciendo ginecología política por darle un rato al manubrio del ludibrio del bodrio mientras llega, o no, el puñetero rescate ese.

sábado, 29 de septiembre de 2012

El arte y la vida.-

El domingo pasado fui a dar una vuelta por el mercadillo de numismática de la Plaza Mayor. Durante muchos años he sido modesto aficionado a la numismática y conservo, de aquella afición, una colección bastante regular del centenario de la peseta, pero hace ya tiempo que renuncié a continuarla. No está la Magdalena para tafetanes, ni la jubilación para dispendios superfluos, así que me limito a dar una vuelta de vez en cuando, comprar una colección de la emisión anual de euros del Banco de España y observar ese mundillo.
Cada vez que me acerco por allí acabo echando una parrafada con un viejo amigo que se gana la vida como caricaturista y dibujante de retratos. Nos conocimos en la vieja escuela de Artes Aplicadas de la avenida Ciudad de Barcelona, donde él estudiaba grabado y yo restauración documental. Él es de origen irakí y huyó, siendo joven, de las levas que hacía el dictador Sadán, en los años ochenta del siglo pasado, para alimentar con carne de cañón su guerra contra Irán. Él tenía problemas de comprensión del español y yo le pasaba apuntes de las clases teóricas comunes a ambas especialidades. Mi amigo, a cambio, me hacía caricaturas y me regalaba grabados que aún conservo por algún cajón y que he vuelto a rescatar.
Grabados en tonos grises y negros donde palomas blancas son atravesadas por dardos o huyen de las rejas, en los que se notaba una cierta influencia picasiana. Influencia relativa, ya que me contaba que en los viejos monumentos mesopotámicos de su país estas formas descarnadas y geométricas podían verse en las cerámicas que adornaban las paredes de antiguos templos y palacios.
Nuestra amistad, con intermitencias, lleva en pie unos treinta años. De este amigo irakí siempre me han impresionado los sufrimientos sin cuento que ha vivido en su familia y país, y la sensibilidad artística. Mezcla de ambos – sufrimiento y sensibilidad - es su percepción pesimista del mundo, su convencimiento de que el arte no es mercancía de prestigio para ricos ociosos, y el sentido ético y testimonial del arte.
Charlando el otro domingo, mientras esperaba que algún turista se dejara retratar, me habló del arte como compromiso testimonial con la realidad social. El artista es un testigo que ha de plasmar, a través de su obra, la realidad en su crudeza, el fraude de las expectativas que la humanidad pone en su destino. La lucidez es una obligación del artista y su obra es el documento que refleja, por medio de la percepción artística, el destino de los humanos.
Mi amigo irakí es hombre que ha investigado las diversas técnicas y tendencias de expresión artística y ha experimentado, no solo en el campo del grabado, sino de la pintura, la composición mixta, los materiales plásticos y aquellas formas de expresividad que pueden ser vehículo para plasmar su visión del mundo. Aunque se le puede ver cada domingo en la Plaza Mayor con sus bártulos de caricaturista, lo cierto es que tiene obras colgadas en diversos museos del mundo árabe y ha hecho exposiciones en galerías.
Sin embargo, no es su carrera lo que más me llama la atención, sino esa afabilidad que tiene en el trato, esa ausencia total de odio o rencor, ese sentirse comprometido a usar su arte como herramienta de clarividencia, su necesidad de dar sentido a la vida a través de su trabajo artístico. Es, a mi parecer, un hombre modesto con una visión honrada de la vida.
Uno, que no pasa de ser un jubilata como tantos otros, agradece tener algunos amigos de apariencia corriente pero de una gran riqueza personal. Agradece que, en este muladar macroeconómico donde hozan los gorrines del dinero suculento, haya testigos discretos que levanten la vista del lodazal para ver las puestas de sol. Agradece, en fin, tener amigos, sean como fueren. Y que las amigas me perdonen el malhadado genérico…

viernes, 21 de septiembre de 2012

El mudito.-

No sé si el improbable lector que tropiece con esta bitácora recordará quién era Carolina Coronado. Era - por si no lo recuerda se lo digo yo - una poetisa romántica, nacida en Almendralejo, en 1820, y casada con un diplomático norteamericano tras romper su promesa de castidad perpetua.
Como genuina romántica, era cataléptica y sufrió varios episodios de muerte aparente, de lo cual le quedó el temor a que la enterrasen durante uno de ellos. Ya se sabe que los románticos estaban sometidos al fatum de la levedad existencial y acostumbraban a morir jóvenes y, a ser posible, trágicamente: Bécquer murió tísico, Larra de un tiro que se descerrajó. El marido de doña Carolina, aunque ni poeta, ni escritor, también murió tras un no muy largo matrimonio.
Hace unos pocos años conocí a una muchacha que era sobrina tataranieta de la poetisa, quien me contó alguno de los recuerdos familiares que le habían transmitido de su lejana abuela. Entre ellos aquel terror a sufrir un enterramiento anticipado. Por eso, cuando murió el marido, lo embalsamó y lo conservó en casa, no fuera a resucitar. Como el cadáver estaba tan quietecito y silencioso, ella le llamaba cariñosamente “El mudito”.
Mira por donde, nosotros, tan poco románticos y sí muy apegados a la vulgar realidad del neoconservadurismo, resulta que también tenemos un “mudito” en el panteón patrio de la Moncloa. Eso, al menos, dicen quienes saben de esas cosas de la política y los políticos, que tenemos un presidente de gobierno mudo o, cuando menos, insensible como un cadáver.
Recordando a la poetisa romántica y su “mudito”, me imagino el palacio de la Moncloa como un panteón donde está enterrado un don Mariano mudito, posiblemente cataléptico y muriéndose a ratos, cada vez que el país da un tropezón o se desbarajustan los palos del sombrajo político que nos tiene montado.
Puestos a imaginar, me imagino el pasmo cuando la doña Espe le espetó que dejaba vacante el puesto de lideresa ("No me echas tú, me voy yo"), poco antes de decírselo ella a la prensa. Me imagino (como no soy ducho en cosas de política, sólo puedo imaginarme cosas) el estado de catalepsia en que debe estar don Mariano con lo de: rescate puede que sí, rescate puede que no… Me imagino la caída de pulso del inquilino monclovita cuando el Mas ese de CIU (3% de mordida patriótica) le puso el otro día ante el trágala de Pasta o Patria lliure. Y me imagino que la mudez le impide reaccionar ante las manifestaciones de descontento por parte de los ciudadanos día sí, día también.
Y, para no alargarme en mudeces y catalepsias, me imagino el día, próximo a llegar, en que el gobierno baje las pensiones. El pasmo que refleje la cara de don Mariano ese día puede que sea similar al que nos presentaron las teles yanquis cuando a Busch II el Nefasto le comunicaron que acababan de cargarse el Trade World Center aquel. Será la última frontera de promesas incumplidas y ya podrá descansar en su catafalco moncloario con el gesto de perplejidad que se le pone cuando le preguntan por qué prometió una cosa y hace la contraria.
Este jubilata, también perplejo ante los avatares de la política y la economía, imagina la fortuna de los españoles si el ilustre y parcialmente difunto de la Moncloa entrara en estado de catalepsia permanente para lo que queda de legislatura. A lo mejor no habría rescate; a lo mejor no bajaban las pensiones; a lo mejor la gente se quedaba más tranquila. A lo peor el país andaría más bajo, si cabe, de pulsaciones, pero, al menos, no se nos saldría el corazón por la boca cada vez que el mudito sale del estado de hibernación y recorta, y recorta, y recorta…
Aparte de eso, ni punto de comparación. Dónde se va a comparar a doña Carolina Coronado, dama tan bella como la pintó Madrazo, con el señor Rajoy y esa expresividad suya de registrador de la propiedad.