conloquendicausa
lunes, 4 de marzo de 2024
Dudas sin método.-
martes, 30 de enero de 2024
Descoloniza, que algo queda.-
Biblioteca de Móstar |
Cuando la santa y yo éramos más
jóvenes, solíamos ir a su pueblo en la Tierra de Campos leonesa, a casa de tía
Caridad. Había un vecino, en la casa de al lado, con quien a veces charlaba yo algún
rato. Minche se llamaba. Era agricultor de pocas luces, pero con alto autoconvencimiento
de su valía personal. Y era gran discutidor por saberse siempre en posesión de
conocimientos prácticos de la vida que a los que éramos de ciudad no se nos
alcanzaban. Porque ya se sabe que el
“oficinista”, aparte lo suyo de despacho y cafelito a las once, de cómo
funciona el crudo mundo real no se entera bien. Y allí estaba él, el bueno de
Minche, en mitad de la calle Santiago, hablando con aplomo y cierto desdén a
los que solía tacharnos de “madrileños”.
Por razones que ya he olvidado, aquel
día el hombre sostenía, con su aplomo habitual, que haber pasado por la universidad
(como era mi caso, y por eso me lanzaba puyas), no significaba ser inteligente
– lo que es cierto –, ni tener grandes conocimientos –, lo que suele ocurrir
con más frecuencia de lo que imaginamos –. Bien afianzado en estas dos
certezas, me dijo en tono apodíctico: “Cuántos hay que son menistros y
saben la metá menos que yo”.
Mira por dónde, el nuevo ministro
de la cosa esa de la cultura colonial y en proceso descolonizante, me ha hecho
recordar a Minche y su opinión sobre la valía intelectual de los “menistros”. Y
no es que este jubilata ponga en duda el alto intelecto y cultura, aparte
habilidad política, del actual ministro de la Cosa. Un servidor no tiene las
convicciones tan arraigadas como el bueno de Minche.
Es más, listo del carajo sí debe
ser el ministro Urtasun ese. Si no, difícilmente hubiera pasado de ser asesor
de Raül Romeva, uno de los fautores de la República Catalana independiente, -provisionalmente
en el limbo de los abortos políticos tras el primer vagido -, y al cabo del
tiempo, llegar a ministro socialista de esta Expaña de Sánchez que asiste
perpleja a los enjuagues políticos del susodicho para mantenerse en el poder.
Aunque sea en equilibrio inestable, pero en el poder, siguiendo el mein kampf
de su Manual de Supervivencia. Ya digo, hace falta tener un intelecto potente
para transitar del suprematismo independentista hasta llegar a ministro descolonizador
y justiciero indigenista sin mover una pestaña. La “filosofía” woke hace
maravillas de adaptación al medio.
Aunque el señor Bauman ya nos
habló de la inestabilidad ética de los individuos por necesidades de adaptación
a una sociedad cambiante, por estas tierras de garbanzos ya sabíamos la sutil
diferencia que hay de un “digo” a un “Diego”. Por eso, se puede ser
supremacista un día y, al siguiente, descolonizador de obras de arte en
beneficio de los pueblos colonizados y expoliados.
Ya se sabe, donde dije digo, digo
Diego, y mañana será otro día y ya iremos adaptando nuestra moral provisional a
las circunstancias que el medio aconseje.
Abierta la caja de los truenos,
todos los pueblos oprimidos culturalmente tienen derecho a recuperar su identidad
mediante la reclamación de las obras de arte expoliadas por el Estado represor.
Lo que me hace recordar – cosa de mayores en los aledaños de cumplir los
ochenta – a una compañera de trabajo, Bibi, cuando lo éramos en el Teatro Real.
Ella, de jovencita, una vez terminada la guerra, había trabajado en el Servicio
de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, una institución franquista de
recuperación de joyas y tesoros artísticos de familias adineradas que habían
sido expoliadas por los republicanos. “Jura por Dios y por su honor reconocer
como de su absoluta propiedad”, era la fórmula para entregar bajo palabra desde
una cubertería de plata a un Velázquez a quienquiera que afirmase ser propiedad
de su familia. Y ella recordaba a dos marquesas tirándose de los pelos, delante
de los asombrados funcionarios, por un collar de perlas que afirmaban
pertenecer al respectivo patrimonio familiar de cada una, expoliado por los
rojos.
También recuerdo, de mi época de
estudiante en la Complutense – cosa de la edad, que siempre le está dando a la
moviola o feedback, que dicen ahora – que el profesor de Estética Filosófica
nos invitó a los alumnos a su casa. Yo me negué a ir porque, por aquellas fechas,
yo era muy rojo y no quería bailarle el agua a aquel reaccionario. Pues bien,
mis compañeros me contaros que tenía pinturas de mucho valor, incluso un Goya,
fruto de la desamortización franquista. Lo cual, si se mira con los ojos de la
época, era una especie de justicia poética entregar a un catedrático de
Estética bienes culturales que había incautado la horda marxista.
Todo lo cual viene al caso porque
ponerse a descolonizar el patrimonio nacional en nombre del buenismo
anticolonialista va a ser como desañudar el nudo gordiano de la propiedad de
los objetos culturales, descontextualizándolos de los museos donde ahora se conservan.
Eso sin entrar a desentrañar la oculta intención de expoliar el patrimonio
nacional para vaciar de contenido uno de los sostenes del estado-nación, como
es su identidad cultural. Táctica muy socorrida en caso de conflicto bélico.
Recuérdese el bombardeo de la biblioteca de Móstar, o el incendio de Persépolis
por Alejandro Magno. Solo que ahora se puede hacer con sutileza política,
mientras el pueblo soberano se toma sus cervecitas y observa, casi sin darse
cuenta, cómo se ceden competencias patrimonio del poder central para el trapicheo
de votos.
Pero eso son aguas profundas por
las que este jubilata no puede sumergirse a pulmón libre, pero piensa en ello
mientras lee las cosas de la prensa. Y saca sus lecciones.
lunes, 1 de enero de 2024
Papá Noel se lo curra.-
No me gustaría dejar pasar estas felices navidades sin hacerle un pequeño homenaje a Papá Noel quien, gracias al lobby juguetero (o quien quiera que sea) ha logrado desbancar comercialmente a los Reyes Magos, de forma que es el primero en llegar a los hogares españoles e ilusionar a la chavalería con sus regalos puestos a los pies del abeto de plástico doméstico. Que baje por las chimeneas o escale fachadas, a pesar de su sobrepeso y su saco repleto de juguetes, es un milagro del marketing que soslaya esos pequeños detalles realistas en beneficio de la ilusión de la chavalería, que es lo que de verdad importa. Lo de la tarjeta de crédito de los papás, con la que se paga a crédito la alegría infantil, también lo soslayamos por ser de un realismo burdo que no viene al caso.
Recordando, como ya dije en la entrada anterior, esa afición que se le despertó a este jubilata por aguar las fiestas navideñas al respetable a lo largo de varios años, he rebuscado en el baúl informático donde guardo mis escritos inútiles, y he encontrado éste que ofrezco a la curiosidad del improbable lector. Dice así:
- ¡Ho-ho-hóóó! – reía aquel Papá Noel de guardia en los grandes almacenes.
Ahuecaba la voz, como sacándola
del pozo de sus tripas y caminaba entre las estanterías. Su corpachón enorme,
dentro de su traje rojo, se movía con torpeza de buey por la sección de
juguetería.
Había suscrito un contrato en exclusiva con la asociación de jugueteros y la temporada navideña se prometía excelente. Para desbancar a los Reyes Magos había montado una campaña de marketing demoledora. Sus asesores de imagen le habían recomendado que destacase su condición de individuo caucásico nórdico, rubio encanecido, y defensor a ultranza de la cultura occidental. Frente a los Reyes Magos, de origen oriental y, por lo tanto, siempre sospechosos de tendencias islamistas, él garantizaba los valores tradicionales del capitalismo conservador y anglosajón.
Luego, para desesperación de los padres que acompañaban al pequeño, cogía a éste de la mano y se lo llevaba de estantería en estantería, incitándole a comprar cuantos juguetes señalaba con su compulsivo dedito ilusionado. Las vendedoras, que ya conocían sus tácticas, iban a pares detrás de él recogiendo las cajas con los juguetes y, ante la impotencia de los padres de la criatura, las llevaban a la caja registradora. Allí, entre sonrisas cariñosas de las cajeras y divertidos ho-ho-hos del Papá Noel, las tarjetas de crédito se iban exprimiendo ante la cara de terror de los papases y las mamases de los pequeños aprendices de consumidor.
Luego, moviendo su oronda humanidad, campanilleando y riendo por toda la planta, se perdía con discreción en los lavabos, donde celebraba sus éxitos comerciales libando de la petaca. Se apoyaba en el cartel de “prohibido fumar”, daba unas caladas apresuradas a un cigarrillo, se aireaba las barbas para que se fuera el olor a tabaco, y regresaba a la caza de niños compradores y papás embobados.
- ¡Feliz Navidad, Feliz Navidad! – gritaba con su voz de barítono trompa. Le daba con entusiasmo al campanillo -¡Tilín-tolón!- y empezaba a otear su próxima víctima. Definitivamente, aquellas navidades iba a vender hasta las estanterías. Sin la competencia de los Reyes Magos era pan comido. Además, sus clientes, los niños, eran una masa maleable y entusiasta, dispuesta a chantajear a sus progenitores con berridos y pataleos, a poco que les negaran sus caprichos. Él sólo tenía que acercarse a ellos de cuatro zancadas, como un ogro bonachón, abriendo la bocaza tragaldabas -¡¡Hóó-hóóó!!-, agitando la campanilla -¡Tilín-talán-tolón!- y plantarse delante con los brazos en jarras:
- ¿Qué le gustaría a esta niña, ehhh? – ponía cara pensativa y se rascaba la cabezota canosa mirando alrededor. -¡Huuumm!- decía como hablando consigo mismo. – A esta niña le gustaría..., le gustaría... ¡una barby esquiadora! –.
Lo normal es que la criatura tuviese en casa una docena larga de barbys, o de nancys, aparte de otras tantas muñecas que hacían pipí, decían papá-mamá, o les apretabas la barriguita y parían un bebé minúsculo. A lo mejor, la cría, lo que de verdad quería, era un fusil intergaláctico, como el de su hermanito. Pero Papá Noel era muy persuasivo y la niña ya no podía vivir sin su barby esquiadora y todos sus complementos deportivos.
- ¡Ho-ho-hóóó! – reía complacido Papá Noel cuando el padre, cariacontecido, echaba mano a la cartera. Las cajeras, agotadas de tanto trabajo, pero satisfechas de la venta, le daban tironcitos amistosos de las barbas y le palmeaban la espalda.
- Este año estás sembrao, abuelo – le decían, reidoras.
Y él, venga que te engatusa niños. Sí, hubiesen sido unas estupendas navidades, comercialmente hablando. Las mejores, si no fuera porque Papá Noel no estuvo a la altura de las circunstancias. Se le fue la olla cuando vio a aquel niño pelirrojo y con dientes de piraña; la criaturita pateaba entusiasmada sobre una maqueta de tamaño gigante, con sus trenes, sus montañas y sus túneles, mientras sus piecitos recorrían las vías. Con entusiasmo infantil imitaba el sonido del tren: Chúuu-chú-chú, Píííí.... Papá Noel lo cogió en volandas y le sujetó entre sus brazos.
- Nene malo, eso no se hace –, dijo a la criatura, poniendo cara de ogro traganiños.
El mocoso se revolvió, rabioso. Echó mano a un spyderman de la estantería más próxima y se lo estampó en un ojo. Papá Noel soltó al crío de golpe, quien se pegó una culada contra el parqué, rebotó, cayó de espaldas y se dio un coscorrón. El crío empezó a berrear con desconsuelo. Él, tapándose el ojo con un pañuelo, corrió a los servicios y se enjuagó con un poco de güisqui de la petaca. Su párpado se estaba poniendo de un curioso color amoratado, que para nada desmerecía del rojo vivo de su traje. En todo lo que alcanzaba su memoria, jamás le había ocurrido una cosa así a ninguno del gremio: ni a San Nicolás, ni a Santa Claus, ni siquiera a aquellos infelices de Reyes Magos.
– Peste de críos. Dónde andará Herodes –, dijo para sí, mientras se soplaba un lingotazo.
De regreso a la sección de juguetería, vio que había un considerable revuelo. El niño pelirrojo chillaba como un gorrinillo asustado; la madre, histérica, lloraba abrazando a su criaturita, que se amorataba a puro berrido, y el padre, bufando como un miura, quería moler a palos al encargado de planta.
Él se aproximó al grupo exhibiendo una sonrisa de abuelito de Heidi y agitando alegremente la campanilla -¡Tilán-tilón!-. Cuando iba a lanzar su famoso ho-ho-ho, que tanto gustaba a los niños, una nena, de grandes ojos aterrorizados, empezó a señalarle, acusadora.
– Ha sido ése. Ese, ese... El de colorao –, gritaba, agarrada a una pernera del pantalón de un guardia de seguridad, que había acudido al jaleo.
A estas alturas, todo el mundo estaba alborotado. El rebaño de padres, que pululaba por allí, sujetaba a sus retoños para que no se extraviasen entre las piernas de los empleados que corrían de un lado para otro. El Papá Noel, sudando a chorros dentro de su traje de franela roja, se apresuraba de grupo en grupo, atronando con su campanilla -¡Talán-talán-taláaan...!- y gritando como un poseso: ¡Hóóóooo! ¡Feliz navidad, feliz navidad, niños! Éstos, presa del pánico que les contagiaba la histeria de sus progenitores, se soltaban de la mano de sus padres y, en su huida, se estampaban contra las estanterías.
No recordaba bien cómo había terminado en la puta calle. Sólo sabía que lo habían sacado a empellones; claro que, antes, le echaron rodando escaleras mecánicas abajo. Había sido entre el papá bestia del crío pelirrojo y el encargado de planta, estaba casi seguro. Mientras él rodaba por las escaleras, toda la sección de juguetería aplaudía la faena; eso sí lo recordaba perfectamente, porque, entre trompo y trompo, había oído los chillidos de alegría de las cajeras.
– ¡Leña al mono! ¡Leña al mono! –, vociferaba el personal de plantilla.
Le dolían varias costillas y tenía, no uno, sino los dos ojos amoratados. Lo que sí recordaba con claridad meridiana es que, el puñetazo en el ojo sano, se lo había dado el segurata de la planta. Éste se había empeñado en hacerle callar sus estruendosos ho-ho-hos y él, en legítima defensa de sus intereses comerciales, le había partido el campanillo -¡¡Tlóck!!- en la cabeza.
En la calle, junto a los escaparates de aquellos grandes almacenes, los tres Reyes Magos se ganaban la vida. Gaspar soplaba un trombón de varas y los otros dos trajinaban un par de saxofones. Con mejor intención que acierto, interpretaban Oh, Jingle Bells, con sendos gorritos de Santa Claus en la cabeza. La gente, presurosa y cargada con sus compras, apenas se paraba ante Sus Majestades, reconvertidos en músicos callejeros. Había quien se rascaba algunos cobres del fondo del bolsillo y los echaban en la corona de Melchor, que hacía las veces de cepillo.
Papá Noel les echó medio euro. De entre sus barbas, algo despeluchadas por la pasada trifulca, sacó la petaca y apuró el güisqui. Luego, se repeinó la barba, recompuso su casaca roja y se perdió entre la multitud de la calle Preciados.
Algunos niños, a su paso, le llamaban, ilusionados: – ¡Papá Noel! ¡Papá Noel!
– Peste de críos. Dónde estará Herodes –, gruñía él. Y daba un rodeo para evitarlos.
lunes, 18 de diciembre de 2023
A vueltas con las navidades.-
Quizás el improbable lector sea como este jubilata, un irresponsable que cada comienzo de año se hace promesas que siempre incumple, y a cada fin de año no se arrepiente de haberlas hecho para incumplirlas.
No hay por qué tener mala conciencia: recuérdese el tópico de los políticos y sus promesas en campaña que es un prometer hasta meter. Una vez apesebrados en el despacho oficial, olvidan palabras que el viento se llevó. Aunque siempre queda el recurso a la maldita hemeroteca por si hay que defenestrarlos.
Pero no
pasa nada. Siempre surge un puesto de manager en una gran empresa para
resarcirles de tan lamentable pérdida como es quedarse sin sinecuras de la cosa
pública. Mira al ex-ministro Iceta, más contento que unas pascuas con el regalo que le ha
hecho el señor Sánchez (el perdonador de injurias a cambio del bíblico plato de
lentejas de siete votos), de embajador ante la ONU.
Pero
no es de eso de lo que va esta bitácora navideña. Sólo lo decía por aquello de
incumplir promesas y no arrepentirse de ello. Así, un servidor, nada más comenzar
este año que va finiquitando, y mientras navegaba algo desnortado por las pasadas navidades,
se hizo la firme promesa de no hablar de ellas en éstas que vamos sobrellevando
con buen ánimo y con ayuda de los polvorones sanenrique y el surtido de
mazapanes.
Lo
cierto que no queriendo, pero recordando viejas navidades en las que solía
vengarme escribiendo cuentos sobre el asunto con franca mala leche, he echado
mano del archivo donde guardo todos aquéllos bajo el epígrafe poco edificante
de “Jodida Navidad”. Y descubro que los primeros los escribí en 2001. Debió ser
como una premonición del lamentable y puñetero siglo que acabábamos de
estrenar.
Y digo los primeros porque fueron tres relatos breves que escribí de un tirón, creo que en la nochevieja, mientras el pueblo confiado tomaba las uvas y festejaba el primer año de este siglo. De éstos, solo publico aquí el segundo relato, que, visto con la perspectiva que dan los años, hasta puede resultar premonitorio.
No es culpa de este jubilata si la musa Calíope le inspiró en un momento de despiste, o quizás fue Talía, puesto que lo que aquí sigue es una pincelada de la comedia de la vida:
Cuento ejemplar navideño nº 2:
"Cuentan viejos cronicones que, allá por los comienzos de nuestra
Era, en un lugarejo de Palestina llamado Bethlehem, una pareja de okupas
indocumentados se posesionó de un viejo establo con la burda excusa de que ella
estaba grávida y a punto de parir. Las indagaciones de la policía militar
hebrea pusieron de manifiesto que el individuo, ayudante de carpintero, decía
llamarse Iuseph, mientras que su coima respondía al nombre de Marián, y la
criatura que parió y depositó dentro del pesebre recibía el de Emmanuel. Tan
nimio acontecimiento fue ocasión para que elementos subversivos, disfrazados de
pastores, agrupados en una organización terrorista llamada Al-Fatah, iniciaran
una revuelta en la cual el rabino Ha-Leví perdió su kipá a consecuencia de un
manotazo que le dio en su venerable cogote uno de los revoltosos. La cosa no
pasó a mayores gracias a la heroica intervención del ejército sionista que rodeó la
aldea con tanques, eliminó a parte de los terroristas mediante ataques
selectivos y arrasó el portal con ayuda de un par de excavadoras. Los okupas
fueron arrojados al desierto y años después el tal Emmanuel, bajo el pseudónimo
de Jesús, se dedicó a subvertir el orden establecido. Eso hasta que la autoridad
competente le canceló el pío clavándole en un madero sin más contemplaciones.
Desde entonces reina la paz en la zona. ¡Aprendan las venideras
generaciones!"
miércoles, 6 de diciembre de 2023
Escribir, y si viene al caso, pensar.-
No
existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Eso decía Oscar Wilde, según leí una vez
en algún libro. El consejo es bueno de puro
simple: uno tiene algo que decir y lo dice, y punto. Claro que la cosa se
complica un poquito cuando crees que tienes algo que decir, una idea que te ha
venido mientras mirabas las caras aburridas de la gente que viaja en el metro,
por ejemplo, y llegas a casa, te pones delante de la pantalla y ¡coño! no sabes
cómo decirlo.
Otra
solución, también de un literato de campanillas, es mojar una magdalena en el
té y empezar a recordar hechos pasados. Eso le pasó al señorito Proust que, en
cuanto bebió el primer sorbito de té, empezó a hilvanar recuerdos y le salió
una novela río que dura siete volúmenes. Claro que a mí el té no me gusta, y
será por eso que no me fluyen los recuerdos desde mi infancia en casa Lecaun. Aparte
que nunca se cruzó en mi vida una Odette de Crecy que me estimulase las
neuronas donde brota la escritura. Eso y la burla que hace Baroja del chorreón
de recuerdos proustianos que él llama con socarronería “magdalenienses”.
Arañando,
arañando en mis recuerdos de viejo lector, he venido a dar en otro de esos que
tenían cosas que decir y las decían, según la docta opinión del dandy Oscar
Wilde. Y es que me acabo de acordar de don Gustavo Flaubert, quien aseguraba
que el talento de escribir no consiste más que en la elección de las palabras.
Y añadía que el autor debe ser como Dios en el universo, presente en todas
partes y visible en ninguna de ellas. Lo de ser autor invisible creo que lo
cumplo, ya que, hasta ahora, de todo lo escrito aquí nada es de mi cosecha y,
por lo tanto, además de invisible es de justicia pensar que también soy
inexistente. En lo literario, se entiende, que en lo demás, como decía un
profesor que tuve de antropología filosófica: no soy nada, pero existo mucho.
A
lo mejor, es un error de percepción eso de querer decir cosas y decirlas sin
más. A lo mejor, de lo que se trata es de pensarlas despacito, como leí una vez
en algo de Herr Walter Kaufmann: escribir es pensar en cámara lenta: vemos
lo que no veríamos a velocidad normal. Y por si acaso, he dedicado unos
minutos a pensar despacito, como en fotogramas. Pero como no sabía qué tenía
que pensar, he desistido una vez más.
Por
otro lado, si me fío de los que dijo una vez Herr Thomas Mann, debo estar en
vías de ser un gran escritor. Lo digo por lo difícil que me resulta componer un
texto medianamente fumable, ya que él afirmaba que el escritor es aquel al que
escribir le resulta más difícil que a los demás. Lo que es un consuelo,
viniendo de quien escribió Muerte en Venecia y aquellos amores melancólicos del
viejo escritor por el jovencito y bello Tadzio. Y no es que uno esté por amores
homosexuales adolescentes, ni, en general, por ningún otro, sino porque he
llegado a viejo, pero no a escritor.
Rebus
sic stantibus, que diría
mi vecino el depre, depresivo vocacional y sentencioso latinista, lo mejor es
no hacerse mala sangre y hacer lo que hace tanto famoso como pesebrea por los
medios de comunicación. Esto es: plagiar mediante el hábil procedimiento de
corta y pega, lucir sonrisa de triunfador ante las cámaras mientras presenta su
libro de moda lleno de vacuidades, y terminar arrasando la cuota de pantalla en
el Hormiguero.
Ya
lo dijo en una entrevista no hace mucho Julio Llamazares, que el noventa por
ciento de los títulos exhibidos en las librerías no corresponden a escritores
sino a gente que busca la fama. Si hay escritores que escriben para estar
solos, los otros escriben para estar en el candelero. No son escritores, son
intrusos.
Así que – con la venia del improbable lector – este jubilata, que no encuentra acomodo en el parnaso de los buenos escritores, ni un hueco en la fama fugaz del famoseo en letra impresa, regurgita aquí su egagrópila de lecturas no digeridas y toma el portante hasta la próxima.
martes, 7 de noviembre de 2023
Retazos.-
domingo, 8 de octubre de 2023
De mi diario personal.-
05/10/23 “Parte médico: anoche me chuté un
diazepam y un paracetamol y he dormido muy bien. Tercera noche que duermo en el
sillón abatible, y no duermo mal. Claro que cada noche me chuto el puñetero
diacepán y el inevitable paracetamol, lo que me hace recordar a mi padre, que no quería ver a un médico ni en pintura. Él se cuidaba los catarros con leche caliente y un buen
chorro de coñac y a sudar, y el dolor de tripas con una copita de pacharán.
“Solo que, tras el desayuno y las tareas
domésticas, he tenido un bajón y me tumbo en el sillón y he dormido casi dos
horas. Cuando a la vejez – inevitable, si es que quieres seguir vivo – se une
la enfermedad como la gripe Covid – una puta casualidad atrapada en cualquier
lugar – quedas jodido por un par de semanas, sin fuerzas más que para ir
sobreviviendo mientras la vida está del otro lado de la ventana.”
Disculpe el improbable lector por sacar a
la luz de esta bitácora mis entresijos personales. Y no sólo porque sean
personales; o sea, de ningún interés para el común de los lectores, sino porque
son el extracto de una vida tan común que no merece mayor atención salvo para
el interesado, ya que éste no tiene otra vida que valga más la pena ser
aireada.
Ya le gustaría, ya, a este jubilata, tener
una vida glamurosa y exhibicionista, tipo Telecinco, para salir en las portadas
del Hola o asistir como tertuliano de honor al Hormiguero. Pero lo cierto es –
y no me hago mala sangre por ello – que lo que escriba en su diario personal un
viejo con Covid tampoco es un estímulo informativo como para ser primera plana
y alimentar todas las redacciones durante una semana.
Por eso precisamente, porque son días de enclaustramiento,
paracetamol y abundante ingesta de agua del grifo – según habitual
recomendación médica – me he dedicado a mirarme el ombligo. Y no porque dentro
de mi ombligo encuentre nada de especial, aparte algunas pelusillas mentales,
sino porque ese rebujo de tripa mal añudada viene a ser, simbólicamente, el
centro de nuestro ser. Y cuando uno no tiene nada mejor que hacer, le da por la
introspección. Que aún recuerdo las lecciones del profesor Pinillos, en
aquellos lejanos tiempos en la Complu, cuando nos decía que la introspección es
una auto remembranza, una autorreflexión sobre sí mismo -perdón por lo
redundante-, un traer a la mente vivencias o conocimientos arrumbados en el
cajón de la memoria… Pero, bueno, tampoco eso viene al caso.
El caso es que, en mi introspección
umbilical, escarbo en mis notas del año pasado por ver a qué dediqué mi vida
tal día como el descrito más arriba, y encuentro lo siguiente:
05/10/22 “Hacía ya tiempo que no venía al centro de la ciudad en metro. Un
hombre negro con aspecto derrotado, pide una limosna y su negritud macilenta
pasa aparentemente inadvertida entre los viajeros con sus móviles (yo le doy un
euro a la segunda pasada), y luego aparece un hombre mayor con melenas grises
de poeta en decadencia que recita una poesía para aflorar los sentimientos de
la masa viajera y que le dé algo de dinero. Le conozco de otras veces, pero hacía
meses que no lo había visto. Como ya he dado mi limosna para la supervivencia
del pobre anterior, a éste hago como que no lo veo y sigo con mi lectura de la
Señora Dalloway.”
Por
lo menos, hace un año gozaba de buena salud y podía viajar estabulado en un
vagón de metro, cosa que siempre tiene su interés sociológico. Porque, así a
bulto, un observador atento cae en la cuenta de que existen en el metro dos
grupos sociales bien definidos: la masa indiferenciada, abducida por las
pantallas de sus móviles, que tampoco tiene mayor interés, y los sobrevivientes
en un medio hostil, que arrancan alguna moneda de los bolsillos de los
anteriores, bien con el limosneo, bien con su retórica victimista, bien con sus
habilidades de músico callejero. Un servidor, lo confieso, pertenece al primer
grupo, pero observo a los individuos del segundo cuando se ponen a tiro, bien
parapetado tras un libro al que dedico todo mi interés mientras que con un ojo
observo sus maniobras de aproximación.
Aún
escarbo más en mis diarios, a ver cómo me fue la vida tal día hace un par de
años y me encuentro con una situación parecida a la de estos días. Transcribo
parte, para que el improbable lector vea qué puñetera es la vida:
05/10/21.
“Esta pasada ha sido una noche de insomnio y mocos.
Me acosté a las 12, después de la película, estornudando y moqueando, y a las
04:20 me he despertado en pleno moqueo. He tomado una ducha para relajarme y
fui a dormir al sofá, sentado, con los pies sobre la mesa y el collarín al
cuello. No conseguía conciliar el sueño, así que me tumbé a lo largo del sofá.
En torno a las 06:30 me desperté y volvía a la cama. Antes de las ocho ya
estaba en pie, apalizado, mocoso y con dolor de cabeza. ¡Que paciencia hay que tener
a veces para soportar las molestias de la vejez!
“Y mientras, comenzaremos un
largo fin de semana hasta el martes día 12. El barrio se vacía, la ciudad se
vacía y todos disfrutan de enormes atascos en las carreteras para huir de la
confortable vida ciudadana y para apretujarse en playas y lugares de turismo.
“Encima, estoy leyendo las
nivolas de Unamuno (ahora Abel Sánchez) con esos personajes trágicos,
angustiados por sus pasiones malsanas que les devoran el alma. Lo más propio
para un anciano griposo que ha de pasar los días encerrado, físicamente
decaído, y, encima, a punto de cumplir los 76 años. ¡Maldita la gracia cumplir
esa edad hecho unos zorros!”
En fin, querido, paciente e
improbable lector, que he decidido no seguir escarbando en mis diarios, no vaya
a encontrarme más de lo mismo, que a ti te enfadará su lectura y a mí me
molesta su recuerdo. Queda en paz, que otro día encontraré cosa de más enjundia
para contarte si te das una vuelta por esta bitácora.
miércoles, 27 de septiembre de 2023
Re-existencias.-
No vaya a pensar el improbable lector que lo de re-existencias es palabra de mi cosecha. Es el título de la instalación que visito en el palacio de Velázquez del Retiro.
A lo que entiende este jubilata, se trata de un sutil juego conceptual, ya que se alude a los términos “existencia” y “resistencia”. Ambas coexisten en un mismo objeto en su doble vertiente de vida útil – cuando la tuvo, hasta que fue arrumbado en un almacén por pérdida de su funcionalidad – y su resistencia a ser un trasto inútil por gracia del artista que ve en él una nueva forma de expresión artística. Por eso vuelve, o más bien es traído, a la existencia. Una re-existencia, cuando menos temporal, piensa un servidor, que ha visitado el palacio de Velázquez recién regresado de sus caminatas veraniegas por los robledales del valle de Lozoya.
Pues eso, amigo lector de esta bitácora,
que en el palacio de Velázquez hay una instalación de esas que el curioso ve y,
como no sabe bien cual es la enjundia del asunto, recurre a los carteles explicativos. Al
final, tampoco entiende gran cosa de ellos, aunque le queda una nebulosa idea
de lo que allí se pretende plasmar.
Como es usual en el arte actual, pretender un disfrute estético es despropósito de cuatro estetas mal informados. Mejor que se dieran un garbeo por el Museo del Prado y no por estos espacios que exploran las posibilidades de lo cotidiano recurriendo al mantra del ecologismo con la reutilización de objetos que fueron de uso habitual. Simplemente, lo estético no existe y no hay por qué ir a buscarlo a estos templos de lo efímero.
La posmodernidad es nuestra guía espiritual cuando damos un valor ocasional
a los objetos, hasta ahora inútiles, exhibidos en la instalación que tratamos
de desentrañar. Objetos ocasionales que volverán al almacén de donde proceden y serán sustituidos
por otros que nos harán reflexionar durante su breve re-existencia en la sala de
exposiciones. Eso hasta que, satisfecha la curiosidad del público consumidor de novedades, vaya con
sus selfis en busca de otro espectáculo.
Re-existencias Bayanihan (que así se llama la muestra o instalación), si lo entiendo bien, propone la reutilización de estos materiales escenográficos en desuso, haciendo referencia a la forma alternativa de existir de las comunidades colonizadas más allá de la imposición cultural de los colonizadores.
Más o menos debe ser eso... Solo que el
visitante no acaba de ver la relación conceptual entre los viejos muebles arrumbados en un almacén y
reutilizados como objeto de observación o llamada de atención a la conciencia
ecológica a través de la reutilización, y las comunidades colonizadas
culturalmente (Bayanihan es palabra en tagalo que viene a significar un
quehacer colectivo en bien de la comunidad). Lo que parece relacionarse con el
término “decolonial” allí usado también, al que debería dedicar siquiera un párrafo explicativo según mi leal entender,
pero no lo hago por no embarullar aún más.
Como también se habla en esta instalación algo sobre la hibridación trasversal de varias disciplinas en lo que el Reina llama apuntes para un tiempo aparte, hay unos grandes paneles pintarrajeados de colores vivos que tienen algo que ver con la educación lúdica de la infancia, creo, y dice el texto, que no copié completo: …para niñ+s de de 6 a 12 años. La expresión del género es un tabú queer que niega el sexo de los infantes para igualarlos como cachorr+s human+s no sometidos, siguiera en ese lenguaje común asexuado, a la antigualla de los roles masculino y femenino.
Por no cansar al paciente lector: estas efímeras instalaciones, que el jubilata ve un poco así como de usar y tirar – pero es opinión no autorizada –, son una fuente de reflexión sobre la sociedad fluctuante, sin esqueleto moral que la sustente, que nos hemos dado y gozamos como el mejor de los mundos posible.
Y como fuente de inspiración, de la montaña de residuos que generamos podemos traer a la re-existencia aquellos que nos convengan para montar nuevas instalaciones. Estas actuarán como un revulsivo temporal de nuestro espíritu depredador de los recursos naturales y nuestra mala conciencia de colonizadores.
Ante ellos nos haremos bonitos selfis para colgar en las redes sociales y diremos como dice Cervantes que hizo aquel valentón ante el túmulo de Felipe II: …miró al solayo, fuese y no hubo nada.
Pues nosotros, igual.
viernes, 1 de septiembre de 2023
Caminos, 3. Huellas.-
Quien inventó la palabra “basuraleza” sabía bien lo que se decía al definir esos paisajes salpicados de pequeñas basuras que los humanos dejamos como un rastro de nuestro paso por la naturaleza. El caminante, en su deambular, se desplaza por un paraje naturalmente hermoso pero que se advierte un tanto descuidado. Para quien camine y no observe, el lugar está aparentemente limpio, a condición de no prestar demasiada atención a las pequeñas basuras diseminadas por el entorno.
A cada paso que el caminante da, o a cada vistazo que echa en torno al camino que sigue, encuentra el suelo tachonado de pequeños residuos en
proceso de degradación, tales como plásticos, envases, bolsas, envoltorios, tampones usados, un pañal con las cacas del niño, vidrios, latas, papeles pringosos o
no, clínex que señalan descargas de vejiga, mierdas de perros, colillas…
Todo ello diseminado un poco por
todas partes, entre las hierbas agostadas del suelo, entre los matorrales,
agarrado a las ramas bajas de la maleza, sin formar montones de residuos, sino
extendidos por el entorno al alcance de la vista. Es como si un sembrador los hubiera diseminado al azar, lanzándolos con
la mano para extenderlos como si se tratara de una sementera de desechos de
materiales que en su día fueron objeto de consumo y hoy ya son inservibles.
Nunca, en estos años pasados, se me había ocurrido pasear por el sedero junto al arroyo de la Saúca en Pinilla del Valle. Trascurre paralelo al arroyo, protegido por los grandes y viejos chopos que sombrean el lugar, hasta el túnel bajo la carretera y que lleva del otro lado, donde llega el camino que baja del puerto de Malagosto. Aunque el arroyo ya baja casi seco, tiene tramos con agua que aún se mantiene viva y su vista alegra la placidez del lugar, dándole esa sensación de frescor que se defiende, gracias a la espesura de la vegetación, de la canícula sin tregua de este verano inclemente que estamos padeciendo. Eso hasta que uno se topa con la “basuraleza”, esa mezcla de cochambre, fruto de la desidia humana, y paraje natural mancillado.
Estos de agosto no son días para
hacer grandes marchas a causa del calor, así que doy paseos que pueden llevarme unos ocho
kilómetros entre ida y regreso, por caminos llanos, para volver pronto a
casa. El de hoy me ha llevado a Pinilla, que es un paseo de unos 4 kilómetros
desde Rascafría. Pero como me ha sabido a poco, recorro el pueblo por las
afueras, junto al arroyo, hasta dar con un sitio de una belleza agreste, como
la de lugar abandonado por los humanos cuando dejó de ser útil a sus
necesidades de vida rural: En una pared de piedra, un caño seco, y a sus pies
un abrevadero en tres cubetas horizontales toscamente labradas en buen granito.
Al lado del abrevadero, un par de mesas de piedra absolutamente rústicas. Los
tableros bien podían tener medio metro de grosor, sin tallar, apoyados sobre
pies derechos, también de granito apenas desbastado, con unos bancos de la
misma materia sin apenas trabajar. Allí leo un par de capítulos del Elogio
del caminar de Le Breton por el simple placer de la lectura en solitario,
en silencio, en un lugar agreste y umbrío, aunque descuidado.
Hay, entre la civilización
rural/urbanizada con sus buenas casas de verano y sus calles limpias y bien
pavimentadas, por un lado, y por otro el campo con sus prados, delimitados por
viejas paredes de piedra rústica, y su arboleda, un lugar de nadie como aquel donde
yo estuve. Un no lugar, que diría Monsieur Augé, que los humanos anónimos no
identifican ni como el pueblo donde viven, ni como la naturaleza del entorno,
sino justamente una frontera imprecisa entre ambos y lejos de los servicios de
limpieza municipales. Allí, el bípedo anónimo va diseminando las pequeñas
cochambres que, en su efímera vida útil, han sido recipientes, envoltorios u
objetos de usar y tirar.
Por olvidar situación tan lamentable, callejeo por el pueblo y me paro ante la pequeña estatua en bronce, levantada en homenaje al hombre del campo. En su pedestal, una poesía de Vicente Alexandre:
Sobre esta cima
solitaria os camino
campos que
nunca volveréis por mis ojos.
Piedra del sol
inmensa, entero mundo
y el ruiseñor tan débil
que en su borde la hechiza.
Desengáñate, improbable lector: no es lo mismo
dejar la huella de tus pasos en el camino que cocear un paisaje.
domingo, 13 de agosto de 2023
Fiestas en Rascafría-
No todo iban a ser idílicos paseos por el monte entre el arrullo de los arroyos y el arrítmico son de los cencerros vacunos. No todo iba a ser tañer – siquiera metafóricamente – la flauta pastoril como Títiro bajo la encina mientras apacienta su ganado. También la puñetera realidad se impone y exige su tributo en forma de ruidosos decibelios, contaminación lumínica e incivismo antihigiénico en forma de decenas de meadas en nuestra sufrida calle. Total, que hablo de Rascafría en fiestas y de la carta que he escrito al alcalde o a quien haya tenido ganas de leerla sin que le asome una burla a los labios ante las quejas (que se suelen repetir cada año) de este jubilata.
Risum teneatis, decían los latinos.
Tú, improbable lector, no te rías de este quejoso, que solo pretende un
pequeño desahogo.
“Sr. Alcalde,
Como
en años anteriores, y supongo que con el mismo resultado, me dirijo a los
responsables de ese ayuntamiento de Rascafría, no para protestar, que es tiempo
perdido, sino para hacerles algunas reflexiones a propósito de las fiestas
patronales.
Bien
está que el municipio ofrezca a los vecinos unos días de celebración y corra
con los gastos de la misma. Gastos que, si bien se mira, son fruto de los
impuestos de todos los ciudadanos. Así que bien está la redistribución de
recursos en forma de diversión popular, que es una forma equitativa e
igualitaria de reparto de la riqueza común allegada a través de la fiscalidad,
sea ésta estatal, autonómica o municipal.
Bien
está que el común de los ciudadanos se explaye entre abundancia de músicas,
alcohol y luminarias puesto que de sus bolsillos salen y son una forma de
expresión de la cultura popular. Las saturnales suelen ser un buen escape de
las obligaciones diarias y liberan de las tensiones acumuladas a lo largo del
año de trabajo y esfuerzo.
Un
servidor lo acepta, todo ello, y espera con paciencia y diacepanes nocturnos a
que pasen los días de jolgorio y recuperemos la tranquilidad habitual.
Respecto
al propósito de esta carta, del que ya he hablado más arriba, no es otro que
hacerles alguna reflexión por parte de este jubilado, que tampoco querría
molestar más que el tiempo suficiente para que la lean y olviden su contenido.
¿Han
pensado en las músicas atronadoras, pasadas de decibelios, con que nos castigan
hasta las cuatro de la madrugada y más allá a quienes no tenemos ni ganas ni
edad para “disfrutarlas”?
No
parece que la contaminación acústica nocturna sea una forma justa de redistribución
de los recursos municipales, pues sólo una parte de los vecinos – en su mayoría
jóvenes – lo disfrutan, mientras que el resto de los ciudadanos lo sufrimos con
resignación. Aparte lo cual, me temo, contravienen la legislación que ampara el
derecho de todo ciudadano a las horas de descanso y silencio – sea esta
legislación estatal, autonómica o municipal, que lo ignoro.
¿Se
han parado a pensar en la evacuación multitudinaria de orines en la vía
pública? ¿No se les ocurrió instalar retretes químicos para que la enorme
ingesta de cerveza y otros bebibles se canalizase al fin de su ciclo por
evacuatorios a propósito?
Recomiendo
a los cargos responsables de la limpieza y policía de las vías públicas se den
una vuelta por la C/ Ibáñez Marín, desde su comienzo hasta el puente de la
Manola. Y no para que caigan en la cuenta del pésimo estado de su pavimento,
cuya reparación queda pospuesta, elecciones municipales tras elecciones
municipales, según demuestra la experiencia ad nauseam.
De
lo que se trata puntualmente durante las fiestas, es de los litros de orines
que se vierten entre los coches allí aparcados, contra los muros o a sus pies
por parte de ciudadanos y ciudadanas (que en esto hay paridad porque la
necesidad es igual para todos), obligados sin distinción de género a evacuar
sus vejigas de forma tan poco digna.
Es
algo que deberían tomar en consideración y ponerle remedio. Si no para estas
fiestas, que para cuando les llegue esta nota ya se habrán pasado, para años
sucesivos. Que las cosas del bien público tienen remedio, aunque sea con
retraso.
Por
último, sólo me queda pedirles disculpas por hacerles perder su precioso
tiempo, encaminado siempre, según entiendo, al logro del bien común. Todo lo
antedicho tómenlo como el desahogo de un jubilado con bajos niveles de
adaptación a los tiempos que corren, y les ruego sean comprensivos y actúen en
consecuencia.
Con
toda mi consideración, J. J. A. A.”