lunes, 4 de marzo de 2024

Dudas sin método.-

Llevo estas últimas semanas consumido por graves dudas. Dudas sobre si dejar morir por inanición esta bitácora, viva ya desde el 16 de enero de 2009 y ya con 569 entradas.

De la misma forma que ahora tengo dudas respecto a si dar matarile por abandono a este sumidero de ocurrencias mías, las tuve entonces, al iniciar la aventura, no fuese a meterme en un charco en el que no sabía cómo chapotear por falta de experiencia en eso de las redes sociales. 

Pasé de la timidez y la duda iniciales a la gozosa autoestima de escribidor por libre (digamos “freelance”, ya que hoy emplearemos angliparla, sin que sirva de precedente) y a una euforia que no justificaba en absoluto el hecho de ser leído por algunos lectores incautos. 

Una vez que tomé carrerilla en eso de publicar ocurrencias porque siempre alguien las leía, no pasaba semana en que no inyectara en la blogosfera opiniones que nadie me pedía – pero que alguien leía, como ya he dicho: experiencias de viajes, marchas montañeras, visitas a museos, lecturas que, por interesarme a mí, daba por supuesto que interesarían a todo quisque, a menos que el ocasional leedor mío fuese de pocas luces neuronales. 

En fin, no sé si los psicólogos tendrán estudiado el perfil de los "influencers", los "youtubers", los pulsadores compulsivos del “I like – I don’t like”, la caterva de "woke" inquisitoriales que exigen el ostracismo a perpetuidad de quien abandona el rebaño del bienpensar ovejuno, los conspiranoicos de todo jaez, los terraplanistas irredentos, los negacionistas beligerantes de toda especie (con razón o sin ella), los embadurnadores con sopas de los cuadros famosos y, en general, todo espécimen humano que quiere sobresalir de la masa y atraer la atención de los media, siquiera lo que duren un par de telediarios.

Ya digo, no sé si habrá algún manual de psicología que explique todos estos comportamientos, pero sí sé que, dada la atonía y mediocridad vital de millones de poseedores de un móvil con conexión, siempre habrá alguna ameba humana dispuesta a destacar dentro de este barrizal exhibicionista en que se han convertido las redes sociales. Y un servidor debe de estar contaminado de ese tonto afán de notoriedad efímera, no tanto por tener "followers" de esos, como por reafirmar mi autoestima de jubilata con obsolescencia programada. 

Lo que me hace recordar – lo de la obsolescencia, digo – aquello que dijo de nosotros la señora Christine Lagarde, la baranda del F.M.I. (esto va en francogálico): "Les personnes âgées vivent trop longtemps et il y a un risque pour l’économie mondiale, il faut faire quelque chose, rapidement”. Que viene a decir que los viejos vivimos demasiado tiempo y somos un riesgo para la economía mundial, y que a ver qué coños hacemos con ellos.

O sea, en román paladino: lo que yo estoy dudando si hacer con esta bitácora: darnos matarile por pasiva, como hizo la Ayuso con miles de viejos de las residencias geriátricas cuando el pánico de la pandemia. 

Mira por dónde, no sólo emborronamos con nuestras ocurrencias la blogosfera esa, sino que la sobreabundancia de viejos pone en riesgo el delicado sistema económico mundial. 

Esa consideración sería suficiente para que, ya que nos empeñamos en morirnos tarde – y, por ende, ser un coste social inasumible –, al menos fuésemos discretos y no molestáramos con nuestras ocurrencias, lanzadas a los vientos internáuticos. Ya que somos depredadores de pensiones que sobrepasan los años de vida laboral por culpa de la longevidad, al menos, seamos discretos y no opinemos. Que no se note que existimos.

Pero este jubilata no está por la labor de la existencia silenciosa, al menos en las redes sociales y entre amigos, que es hasta donde me llega la voz. Y eso porque, que a causa de los años apilados desde que me nacieron en 1945, está uno expuesto a todos los vientos de la bobería humana del buenismo imperante, a todas las mezquindades de los intereses personales disfrazados de alta política (llámense Sánchez o Puigdemont), a todas las decolonizaciones ministeriales, de un impostado progresismo auto inculpatorio con arrepentimiento y compunción ante un pasado depredador. Y en particular, expuesto a esa desesperanza en el género humano que la edad provecta trae de serie. 

O sea que, de momento, esta bitácora sigue…

martes, 30 de enero de 2024

Descoloniza, que algo queda.-

 

Biblioteca de Móstar

Cuando la santa y yo éramos más jóvenes, solíamos ir a su pueblo en la Tierra de Campos leonesa, a casa de tía Caridad. Había un vecino, en la casa de al lado, con quien a veces charlaba yo algún rato. Minche se llamaba. Era agricultor de pocas luces, pero con alto autoconvencimiento de su valía personal. Y era gran discutidor por saberse siempre en posesión de conocimientos prácticos de la vida que a los que éramos de ciudad no se nos alcanzaban.  Porque ya se sabe que el “oficinista”, aparte lo suyo de despacho y cafelito a las once, de cómo funciona el crudo mundo real no se entera bien. Y allí estaba él, el bueno de Minche, en mitad de la calle Santiago, hablando con aplomo y cierto desdén a los que solía tacharnos de “madrileños”.

Por razones que ya he olvidado, aquel día el hombre sostenía, con su aplomo habitual, que haber pasado por la universidad (como era mi caso, y por eso me lanzaba puyas), no significaba ser inteligente – lo que es cierto –, ni tener grandes conocimientos –, lo que suele ocurrir con más frecuencia de lo que imaginamos –. Bien afianzado en estas dos certezas, me dijo en tono apodíctico: “Cuántos hay que son menistros y saben la metá menos que yo”.

Mira por dónde, el nuevo ministro de la cosa esa de la cultura colonial y en proceso descolonizante, me ha hecho recordar a Minche y su opinión sobre la valía intelectual de los “menistros”. Y no es que este jubilata ponga en duda el alto intelecto y cultura, aparte habilidad política, del actual ministro de la Cosa. Un servidor no tiene las convicciones tan arraigadas como el bueno de Minche.

Es más, listo del carajo sí debe ser el ministro Urtasun ese. Si no, difícilmente hubiera pasado de ser asesor de Raül Romeva, uno de los fautores de la República Catalana independiente, -provisionalmente en el limbo de los abortos políticos tras el primer vagido -, y al cabo del tiempo, llegar a ministro socialista de esta Expaña de Sánchez que asiste perpleja a los enjuagues políticos del susodicho para mantenerse en el poder. Aunque sea en equilibrio inestable, pero en el poder, siguiendo el mein kampf de su Manual de Supervivencia. Ya digo, hace falta tener un intelecto potente para transitar del suprematismo independentista hasta llegar a ministro descolonizador y justiciero indigenista sin mover una pestaña. La “filosofía” woke hace maravillas de adaptación al medio.

Aunque el señor Bauman ya nos habló de la inestabilidad ética de los individuos por necesidades de adaptación a una sociedad cambiante, por estas tierras de garbanzos ya sabíamos la sutil diferencia que hay de un “digo” a un “Diego”. Por eso, se puede ser supremacista un día y, al siguiente, descolonizador de obras de arte en beneficio de los pueblos colonizados y expoliados.

Ya se sabe, donde dije digo, digo Diego, y mañana será otro día y ya iremos adaptando nuestra moral provisional a las circunstancias que el medio aconseje.

Abierta la caja de los truenos, todos los pueblos oprimidos culturalmente tienen derecho a recuperar su identidad mediante la reclamación de las obras de arte expoliadas por el Estado represor. Lo que me hace recordar – cosa de mayores en los aledaños de cumplir los ochenta – a una compañera de trabajo, Bibi, cuando lo éramos en el Teatro Real. Ella, de jovencita, una vez terminada la guerra, había trabajado en el Servicio de Defensa del Patrimonio Artístico Nacional, una institución franquista de recuperación de joyas y tesoros artísticos de familias adineradas que habían sido expoliadas por los republicanos. “Jura por Dios y por su honor reconocer como de su absoluta propiedad”, era la fórmula para entregar bajo palabra desde una cubertería de plata a un Velázquez a quienquiera que afirmase ser propiedad de su familia. Y ella recordaba a dos marquesas tirándose de los pelos, delante de los asombrados funcionarios, por un collar de perlas que afirmaban pertenecer al respectivo patrimonio familiar de cada una, expoliado por los rojos.

También recuerdo, de mi época de estudiante en la Complutense – cosa de la edad, que siempre le está dando a la moviola o feedback, que dicen ahora – que el profesor de Estética Filosófica nos invitó a los alumnos a su casa. Yo me negué a ir porque, por aquellas fechas, yo era muy rojo y no quería bailarle el agua a aquel reaccionario. Pues bien, mis compañeros me contaros que tenía pinturas de mucho valor, incluso un Goya, fruto de la desamortización franquista. Lo cual, si se mira con los ojos de la época, era una especie de justicia poética entregar a un catedrático de Estética bienes culturales que había incautado la horda marxista.

Todo lo cual viene al caso porque ponerse a descolonizar el patrimonio nacional en nombre del buenismo anticolonialista va a ser como desañudar el nudo gordiano de la propiedad de los objetos culturales, descontextualizándolos de los museos donde ahora se conservan. Eso sin entrar a desentrañar la oculta intención de expoliar el patrimonio nacional para vaciar de contenido uno de los sostenes del estado-nación, como es su identidad cultural. Táctica muy socorrida en caso de conflicto bélico. Recuérdese el bombardeo de la biblioteca de Móstar, o el incendio de Persépolis por Alejandro Magno. Solo que ahora se puede hacer con sutileza política, mientras el pueblo soberano se toma sus cervecitas y observa, casi sin darse cuenta, cómo se ceden competencias patrimonio del poder central para el trapicheo de votos.

Pero eso son aguas profundas por las que este jubilata no puede sumergirse a pulmón libre, pero piensa en ello mientras lee las cosas de la prensa. Y saca sus lecciones.

  

lunes, 1 de enero de 2024

Papá Noel se lo curra.-

 


No me gustaría dejar pasar estas felices navidades sin hacerle un pequeño homenaje a Papá Noel quien, gracias al lobby juguetero (o quien quiera que sea) ha logrado desbancar comercialmente a los Reyes Magos, de forma que es el primero en llegar a los hogares españoles e ilusionar a la chavalería con sus regalos puestos a los pies del abeto de plástico doméstico. Que baje por las chimeneas o escale fachadas, a pesar de su sobrepeso y su saco repleto de juguetes, es un milagro del marketing que soslaya esos pequeños detalles realistas en beneficio de la ilusión de la chavalería, que es lo que de verdad importa. Lo de la tarjeta de crédito de los papás, con la que se paga a crédito la alegría infantil, también lo soslayamos por ser de un realismo burdo que no viene al caso.

Recordando, como ya dije en la entrada anterior, esa afición que se le despertó a este jubilata por aguar las fiestas navideñas al respetable a lo largo de varios años, he rebuscado en el baúl informático donde guardo mis escritos inútiles, y he encontrado éste que ofrezco a la curiosidad del improbable lector.  Dice así:

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía aquel Papá Noel de guardia en los grandes almacenes.

Ahuecaba la voz, como sacándola del pozo de sus tripas y caminaba entre las estanterías. Su corpachón enorme, dentro de su traje rojo, se movía con torpeza de buey por la sección de juguetería.

 - ¡Ho-ho-hóóó! ¡Feliz Navidad! – repetía, con su voz de falso abuelo bonachón. Con su saco al hombro izquierdo, lleno de papeles arrugados para hacer bulto, y con una campanilla de regulares dimensiones en la mano derecha, iba y venía por los pasillos, a la caza de los niños que se extasiaban ante los juguetes.

Había suscrito un contrato en exclusiva con la asociación de jugueteros y la temporada navideña se prometía excelente. Para desbancar a los Reyes Magos había montado una campaña de marketing demoledora. Sus asesores de imagen le habían recomendado que destacase su condición de individuo caucásico nórdico, rubio encanecido, y defensor a ultranza de la cultura occidental. Frente a los Reyes Magos, de origen oriental y, por lo tanto, siempre sospechosos de tendencias islamistas, él garantizaba los valores tradicionales del capitalismo conservador y anglosajón.

 Con la confianza de que, en lo sucesivo, representaría en exclusiva los intereses del lobby juguetero, caminaba orondo por entre las estanterías de la sección de juguetes. De vez en cuando, se escondía en los retretes de la planta y se echaba un lingotazo de güisqui. Sacaba su petaca de un bolsillo secreto, detrás de sus barbas canosas, y se agasajaba con un chupito. El color rubicundo de sus mejillas y las chispitas de alegría alcohólica en los ojos, le daban, definitivamente, un aspecto de abuelo bondadoso y risueño que despertaba las sonrisas cómplices de las dependientas.

 Él, entre que andaba medio achispado y que a las dependientas les caía tan bien, de vez en cuando daba un achuchón a alguna de ellas. Aprovechaba que éstas se afanaban colocando juguetes o atendiendo las cajas registradoras; como al descuido las arrinconaba contra los mostradores e intentaba abrazarlas, haciendo como que había tropezado. Ellas, demasiado ocupadas en sus tareas, sonreían condescendientes y le daban un manotazo:

 - Aparta, abuelo, que ya se te ha pasado el arroz –, le decían, mientras corrían de un lado a otro para atender clientes.

 - ¡Ho-ho-hóóó! –, reía él con risa aguardentosa. Y, cuando veía algún niño incapaz de elegir entre veinte juguetes a la vez, se acercaba haciendo sonar su campanilla - ¡Tolón-talán!- y le daba unos caramelos.

Luego, para desesperación de los padres que acompañaban al pequeño, cogía a éste de la mano y se lo llevaba de estantería en estantería, incitándole a comprar cuantos juguetes señalaba con su compulsivo dedito ilusionado. Las vendedoras, que ya conocían sus tácticas, iban a pares detrás de él recogiendo las cajas con los juguetes y, ante la impotencia de los padres de la criatura, las llevaban a la caja registradora. Allí, entre sonrisas cariñosas de las cajeras y divertidos ho-ho-hos del Papá Noel, las tarjetas de crédito se iban exprimiendo ante la cara de terror de los papases y las mamases de los pequeños aprendices de consumidor.

Luego, moviendo su oronda humanidad, campanilleando y riendo por toda la planta, se perdía con discreción en los lavabos, donde celebraba sus éxitos comerciales libando de la petaca. Se apoyaba en el cartel de “prohibido fumar”, daba unas caladas apresuradas a un cigarrillo, se aireaba las barbas para que se fuera el olor a tabaco, y regresaba a la caza de niños compradores y papás embobados.

- ¡Feliz Navidad, Feliz Navidad! – gritaba con su voz de barítono trompa. Le daba con entusiasmo al campanillo -¡Tilín-tolón!- y empezaba a otear su próxima víctima. Definitivamente, aquellas navidades iba a vender hasta las estanterías. Sin la competencia de los Reyes Magos era pan comido. Además, sus clientes, los niños, eran una masa maleable y entusiasta, dispuesta a chantajear a sus progenitores con berridos y pataleos, a poco que les negaran sus caprichos. Él sólo tenía que acercarse a ellos de cuatro zancadas, como un ogro bonachón, abriendo la bocaza tragaldabas -¡¡Hóó-hóóó!!-, agitando la campanilla -¡Tilín-talán-tolón!- y plantarse delante con los brazos en jarras:

- ¿Qué le gustaría a esta niña, ehhh? – ponía cara pensativa y se rascaba la cabezota canosa mirando alrededor. -¡Huuumm!- decía como hablando consigo mismo. – A esta niña le gustaría..., le gustaría... ¡una barby esquiadora! –.

Lo normal es que la criatura tuviese en casa una docena larga de barbys, o de nancys, aparte de otras tantas muñecas que hacían pipí, decían papá-mamá, o les apretabas la barriguita y parían un bebé minúsculo. A lo mejor, la cría, lo que de verdad quería, era un fusil intergaláctico, como el de su hermanito. Pero Papá Noel era muy persuasivo y la niña ya no podía vivir sin su barby esquiadora y todos sus complementos deportivos.

- ¡Ho-ho-hóóó! – reía complacido Papá Noel cuando el padre, cariacontecido, echaba mano a la cartera. Las cajeras, agotadas de tanto trabajo, pero satisfechas de la venta, le daban tironcitos amistosos de las barbas y le palmeaban la espalda.

- Este año estás sembrao, abuelo – le decían, reidoras.

Y él, venga que te engatusa niños. Sí, hubiesen sido unas estupendas navidades, comercialmente hablando. Las mejores, si no fuera porque Papá Noel no estuvo a la altura de las circunstancias. Se le fue la olla cuando vio a aquel niño pelirrojo y con dientes de piraña; la criaturita pateaba entusiasmada sobre una maqueta de tamaño gigante, con sus trenes, sus montañas y sus túneles, mientras sus piecitos recorrían las vías. Con entusiasmo infantil imitaba el sonido del tren: Chúuu-chú-chú, Píííí.... Papá Noel lo cogió en volandas y le sujetó entre sus brazos.

- Nene malo, eso no se hace –, dijo a la criatura, poniendo cara de ogro traganiños.

El mocoso se revolvió, rabioso. Echó mano a un spyderman de la estantería más próxima y se lo estampó en un ojo. Papá Noel soltó al crío de golpe, quien se pegó una culada contra el parqué, rebotó, cayó de espaldas y se dio un coscorrón. El crío empezó a berrear con desconsuelo. Él, tapándose el ojo con un pañuelo, corrió a los servicios y se enjuagó con un poco de güisqui de la petaca. Su párpado se estaba poniendo de un curioso color amoratado, que para nada desmerecía del rojo vivo de su traje. En todo lo que alcanzaba su memoria, jamás le había ocurrido una cosa así a ninguno del gremio: ni a San Nicolás, ni a Santa Claus, ni siquiera a aquellos infelices de Reyes Magos.

– Peste de críos. Dónde andará Herodes –, dijo para sí, mientras se soplaba un lingotazo.

De regreso a la sección de juguetería, vio que había un considerable revuelo. El niño pelirrojo chillaba como un gorrinillo asustado; la madre, histérica, lloraba abrazando a su criaturita, que se amorataba a puro berrido, y el padre, bufando como un miura, quería moler a palos al encargado de planta.

Él se aproximó al grupo exhibiendo una sonrisa de abuelito de Heidi y agitando alegremente la campanilla -¡Tilán-tilón!-. Cuando iba a lanzar su famoso ho-ho-ho, que tanto gustaba a los niños, una nena, de grandes ojos aterrorizados, empezó a señalarle, acusadora.

– Ha sido ése. Ese, ese... El de colorao –, gritaba, agarrada a una pernera del pantalón de un guardia de seguridad, que había acudido al jaleo.

A estas alturas, todo el mundo estaba alborotado. El rebaño de padres, que pululaba por allí, sujetaba a sus retoños para que no se extraviasen entre las piernas de los empleados que corrían de un lado para otro. El Papá Noel, sudando a chorros dentro de su traje de franela roja, se apresuraba de grupo en grupo, atronando con su campanilla -¡Talán-talán-taláaan...!- y gritando como un poseso: ¡Hóóóooo! ¡Feliz navidad, feliz navidad, niños! Éstos, presa del pánico que les contagiaba la histeria de sus progenitores, se soltaban de la mano de sus padres y, en su huida, se estampaban contra las estanterías.

No recordaba bien cómo había terminado en la puta calle. Sólo sabía que lo habían sacado a empellones; claro que, antes, le echaron rodando escaleras mecánicas abajo. Había sido entre el papá bestia del crío pelirrojo y el encargado de planta, estaba casi seguro. Mientras él rodaba por las escaleras, toda la sección de juguetería aplaudía la faena; eso sí lo recordaba perfectamente, porque, entre trompo y trompo, había oído los chillidos de alegría de las cajeras.

– ¡Leña al mono! ¡Leña al mono! –, vociferaba el personal de plantilla.

Le dolían varias costillas y tenía, no uno, sino los dos ojos amoratados. Lo que sí recordaba con claridad meridiana es que, el puñetazo en el ojo sano, se lo había dado el segurata de la planta. Éste se había empeñado en hacerle callar sus estruendosos ho-ho-hos y él, en legítima defensa de sus intereses comerciales, le había partido el campanillo -¡¡Tlóck!!- en la cabeza.

En la calle, junto a los escaparates de aquellos grandes almacenes, los tres Reyes Magos se ganaban la vida. Gaspar soplaba un trombón de varas y los otros dos trajinaban un par de saxofones. Con mejor intención que acierto, interpretaban Oh, Jingle Bells, con sendos gorritos de Santa Claus en la cabeza. La gente, presurosa y cargada con sus compras, apenas se paraba ante Sus Majestades, reconvertidos en músicos callejeros. Había quien se rascaba algunos cobres del fondo del bolsillo y los echaban en la corona de Melchor, que hacía las veces de cepillo.

Papá Noel les echó medio euro. De entre sus barbas, algo despeluchadas por la pasada trifulca, sacó la petaca y apuró el güisqui. Luego, se repeinó la barba, recompuso su casaca roja y se perdió entre la multitud de la calle Preciados.

Algunos niños, a su paso, le llamaban, ilusionados: – ¡Papá Noel! ¡Papá Noel!

– Peste de críos. Dónde estará Herodes –, gruñía él. Y daba un rodeo para evitarlos.

lunes, 18 de diciembre de 2023

A vueltas con las navidades.-

 

Quizás el improbable lector sea como este jubilata, un irresponsable que cada comienzo de año se hace promesas que siempre incumple, y a cada fin de año no se arrepiente de haberlas hecho para incumplirlas. 

No hay por qué tener mala conciencia: recuérdese el tópico de los políticos y sus promesas en campaña que es un prometer hasta meter. Una vez apesebrados en el despacho oficial, olvidan palabras que el viento se llevó. Aunque siempre queda el recurso a la maldita hemeroteca por si hay que defenestrarlos. 

Pero no pasa nada. Siempre surge un puesto de manager en una gran empresa para resarcirles de tan lamentable pérdida como es quedarse sin sinecuras de la cosa pública. Mira al ex-ministro Iceta, más contento que unas pascuas con el regalo que le ha hecho el señor Sánchez (el perdonador de injurias a cambio del bíblico plato de lentejas de siete votos), de embajador ante la ONU.

Pero no es de eso de lo que va esta bitácora navideña. Sólo lo decía por aquello de incumplir promesas y no arrepentirse de ello. Así, un servidor, nada más comenzar este año que va finiquitando, y mientras navegaba algo desnortado por las pasadas navidades, se hizo la firme promesa de no hablar de ellas en éstas que vamos sobrellevando con buen ánimo y con ayuda de los polvorones sanenrique y el surtido de mazapanes.

Lo cierto que no queriendo, pero recordando viejas navidades en las que solía vengarme escribiendo cuentos sobre el asunto con franca mala leche, he echado mano del archivo donde guardo todos aquéllos bajo el epígrafe poco edificante de “Jodida Navidad”. Y descubro que los primeros los escribí en 2001. Debió ser como una premonición del lamentable y puñetero siglo que acabábamos de estrenar.

Y digo los primeros porque fueron tres relatos breves que escribí de un tirón, creo que en la nochevieja, mientras el pueblo confiado tomaba las uvas y festejaba el primer año de este siglo. De éstos, solo publico aquí el segundo relato, que, visto con la perspectiva que dan los años, hasta puede resultar premonitorio. 

No es culpa de este jubilata si la musa Calíope le inspiró en un momento de despiste, o quizás fue Talía, puesto que lo que aquí sigue es una pincelada de la comedia de la vida:

Cuento ejemplar navideño nº 2:

 

"Cuentan viejos cronicones que, allá por los comienzos de nuestra Era, en un lugarejo de Palestina llamado Bethlehem, una pareja de okupas indocumentados se posesionó de un viejo establo con la burda excusa de que ella estaba grávida y a punto de parir. Las indagaciones de la policía militar hebrea pusieron de manifiesto que el individuo, ayudante de carpintero, decía llamarse Iuseph, mientras que su coima respondía al nombre de Marián, y la criatura que parió y depositó dentro del pesebre recibía el de Emmanuel. Tan nimio acontecimiento fue ocasión para que elementos subversivos, disfrazados de pastores, agrupados en una organización terrorista llamada Al-Fatah, iniciaran una revuelta en la cual el rabino Ha-Leví perdió su kipá a consecuencia de un manotazo que le dio en su venerable cogote uno de los revoltosos. La cosa no pasó a mayores gracias a la heroica intervención del ejército sionista que rodeó la aldea con tanques, eliminó a parte de los terroristas mediante ataques selectivos y arrasó el portal con ayuda de un par de excavadoras. Los okupas fueron arrojados al desierto y años después el tal Emmanuel, bajo el pseudónimo de Jesús, se dedicó a subvertir el orden establecido. Eso hasta que la autoridad competente le canceló el pío clavándole en un madero sin más contemplaciones. Desde entonces reina la paz en la zona. ¡Aprendan las venideras generaciones!"

  

miércoles, 6 de diciembre de 2023

Escribir, y si viene al caso, pensar.-

 

No existen más que dos reglas para escribir: tener algo que decir y decirlo. Eso decía Oscar Wilde, según leí una vez en algún libro. El consejo es bueno de puro simple: uno tiene algo que decir y lo dice, y punto. Claro que la cosa se complica un poquito cuando crees que tienes algo que decir, una idea que te ha venido mientras mirabas las caras aburridas de la gente que viaja en el metro, por ejemplo, y llegas a casa, te pones delante de la pantalla y ¡coño! no sabes cómo decirlo.

Otra solución, también de un literato de campanillas, es mojar una magdalena en el té y empezar a recordar hechos pasados. Eso le pasó al señorito Proust que, en cuanto bebió el primer sorbito de té, empezó a hilvanar recuerdos y le salió una novela río que dura siete volúmenes. Claro que a mí el té no me gusta, y será por eso que no me fluyen los recuerdos desde mi infancia en casa Lecaun. Aparte que nunca se cruzó en mi vida una Odette de Crecy que me estimulase las neuronas donde brota la escritura. Eso y la burla que hace Baroja del chorreón de recuerdos proustianos que él llama con socarronería “magdalenienses”.

Arañando, arañando en mis recuerdos de viejo lector, he venido a dar en otro de esos que tenían cosas que decir y las decían, según la docta opinión del dandy Oscar Wilde. Y es que me acabo de acordar de don Gustavo Flaubert, quien aseguraba que el talento de escribir no consiste más que en la elección de las palabras. Y añadía que el autor debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes y visible en ninguna de ellas. Lo de ser autor invisible creo que lo cumplo, ya que, hasta ahora, de todo lo escrito aquí nada es de mi cosecha y, por lo tanto, además de invisible es de justicia pensar que también soy inexistente. En lo literario, se entiende, que en lo demás, como decía un profesor que tuve de antropología filosófica: no soy nada, pero existo mucho.

A lo mejor, es un error de percepción eso de querer decir cosas y decirlas sin más. A lo mejor, de lo que se trata es de pensarlas despacito, como leí una vez en algo de Herr Walter Kaufmann: escribir es pensar en cámara lenta: vemos lo que no veríamos a velocidad normal. Y por si acaso, he dedicado unos minutos a pensar despacito, como en fotogramas. Pero como no sabía qué tenía que pensar, he desistido una vez más.

Por otro lado, si me fío de los que dijo una vez Herr Thomas Mann, debo estar en vías de ser un gran escritor. Lo digo por lo difícil que me resulta componer un texto medianamente fumable, ya que él afirmaba que el escritor es aquel al que escribir le resulta más difícil que a los demás. Lo que es un consuelo, viniendo de quien escribió Muerte en Venecia y aquellos amores melancólicos del viejo escritor por el jovencito y bello Tadzio. Y no es que uno esté por amores homosexuales adolescentes, ni, en general, por ningún otro, sino porque he llegado a viejo, pero no a escritor.  

Rebus sic stantibus, que diría mi vecino el depre, depresivo vocacional y sentencioso latinista, lo mejor es no hacerse mala sangre y hacer lo que hace tanto famoso como pesebrea por los medios de comunicación. Esto es: plagiar mediante el hábil procedimiento de corta y pega, lucir sonrisa de triunfador ante las cámaras mientras presenta su libro de moda lleno de vacuidades, y terminar arrasando la cuota de pantalla en el Hormiguero.

Ya lo dijo en una entrevista no hace mucho Julio Llamazares, que el noventa por ciento de los títulos exhibidos en las librerías no corresponden a escritores sino a gente que busca la fama. Si hay escritores que escriben para estar solos, los otros escriben para estar en el candelero. No son escritores, son intrusos.

Así que – con la venia del improbable lector – este jubilata, que no encuentra acomodo en el parnaso de los buenos escritores, ni un hueco en la fama fugaz del famoseo en letra impresa, regurgita aquí su egagrópila de lecturas no digeridas y toma el portante hasta la próxima.

martes, 7 de noviembre de 2023

Retazos.-

En la extinta biblioteca MANUEL ALVAR

Anda esta bitácora un poco en dique seco, como aquellos viejos barcos de casco de madera a los que había que carenar para que no se apolillaran. Ya sabe el improbable lector, la broma hacía malas jugadas y te podía apolillar las cuadernas hasta convertirlas en un colador. Pues a este jubilata, parecido. 

Ese pliegue del cerebro donde se supone que se aloja el geniecillo de la imaginación debe estar apolillado por una especie de bivalvo vermiforme (uno está ya tardo en escribir, pero se documenta) que los marinos llamaban broma y los científicos conocen como teredo navalis. 

 Tierra adentro, mientras navego en el metro, línea 5, de regreso de la clase de ajedrez en la UNED Senior, leo hasta que entra un predicador, abre su biblia y empieza a leer versículos: Mateo, en el cap. tal, vers. cual, dice… Isaías, en el cap. tal, vers. cual, dice…, y así varias citas… Termina con una jaculatoria y espera que el vagón enfervorecido en pleno conteste: ¡Amén! Su fervor religioso recibe como respuesta un silencio indiferente. "Almas para el infierno", debe pensar el místico aquel. Llegamos a Banco, se baja y va al siguiente vagón a salvar almas menos contumaces. Yo vuelvo a abrir mi libro y sigo leyendo los cuentos de Octave Mirbeau, que era bastante anticlerical, por cierto. 

 También, por cierto, y al hilo del ajedrez. En tres años largo que llevo jugando al ajedrez, con docenas y docenas y docenas (muchas, muchas docenas) de partidas perdidas, nunca me he sentido tan humillado y frustrado como con la partida que he perdido frente a un compañero de curso. En la competición que el profe llama torneo en casita, media hora me ha tenido al teléfono ese compañero que jugaba con blancas, para explicarle cómo debía preparar la partida a partir de Lichess.org, y, por una jugada mal pensada, al quitar yo una torre en la octava, que protegía mi rey, me ha dado un mate como una puñalada trapera. He tenido que echar mano de todas mis reservar de resiliencia para no tirarme a las vías del metro. 

 “Ya, pues vale…”, dirá el improbable lector con hastío baudelairiano, hipócrita lector – mi semejante – ¡mi hermano!, “¿Y a qué viene todo esto?”, preguntará. Francamente, son remiendos de una larga serie de ellos que usaré hasta completar un texto suficiente como para publicar en mi bitácora. Simplemente, buscaba un atajo para arrancar a escribir. Este jubilata, como Lope en su soneto a Violante, ya puede decir: burla, burlando, van los tres delante. 

No sé si el sufrido, aunque improbable lector, observa la vida mientras anda por la calle. Un servidor, que es poco observador, a veces se tropieza con ella, con la vida callejera, digo, y no acaba de entenderla bien. 

Viene al caso porque a veces, las formas de mendicidad que veo por la calle me desconciertan. En la calle Alcalá, la otra mañana, cerca del cruce con Goya, una mujer joven, aún no muy deteriorada, sentada sobre unos cartones, con una maleta vieja al lado, con el brazo derecho sujetaba a un perrillo envuelto en una manta, como quien abraza aun bebé, y en la mano izquierda un móvil al que dedicaba su atención. Me pregunto si las limosnas de la gente son suficientes para comprar comida para el perro y para cargar el móvil, y qué sentido tiene cargar con esos símbolos costosos de la sociedad de consumo cuando uno depende de la caridad ajena para vivir en el mínimo nivel de supervivencia. 

 En fin, en la Gran Vía y  a plena luz, algún sin techo duerme sus hambres sobre un colchón de desecho, arropado con una manta astrosa, bajo un gran escaparate de esos grandes almacenes de ropa de moda low cost (me gustaría escribir bon marché, pero es una antigualla) de usar en temporada y abandonar en un contenedor de ropa de esos que han instalado por las calles. 

Y eso ante la indiferencia general, como si fuese una peculiaridad más del paisaje urbano. Incluso, hasta hace un contraste pintoresco el desfile de posmodernos pintureros y el mendigo zarrapastroso, cada cual en su mundo, aunque compartiendo la misma acera. 

Como estas calles del centro de la Mantua Carpetana son un muestrario de la corte de los milagros, me cruzo con un maromo ya cincuentón que se ha implantado dos balones a modo de tetas que amenazan con romper el top que las cubre. Eso sí, camina con contoneo desafiante ante vulgares mortales de clase media, como un servidor. 

Abundan los mocitos de equívoco aspecto feminoide (están en su medio natural), muchachas luciendo carnes prietas y desinhibidas, y alguna otra menguada, cuyos recursos sexuales son escaso por negligencia de la naturaleza, pero que luce su escasez de mamas y calza unas botas plateadas hasta la rodilla, con sonrisa de ser la princesa Diana de Gales en sus años de esplendor. 

Para qué seguir con el faunario humano. Lo mismo que en el soneto de Lope a Violante, contad si son catorce y está hecho.

domingo, 8 de octubre de 2023

De mi diario personal.-

 



05/10/23 “Parte médico: anoche me chuté un diazepam y un paracetamol y he dormido muy bien. Tercera noche que duermo en el sillón abatible, y no duermo mal. Claro que cada noche me chuto el puñetero diacepán y el inevitable paracetamol, lo que me hace recordar a mi padre, que no quería  ver a un médico ni en pintura. Él se cuidaba los catarros con leche caliente y un buen chorro de coñac y a sudar, y el dolor de tripas con una copita de pacharán.    

“Solo que, tras el desayuno y las tareas domésticas, he tenido un bajón y me tumbo en el sillón y he dormido casi dos horas. Cuando a la vejez – inevitable, si es que quieres seguir vivo – se une la enfermedad como la gripe Covid – una puta casualidad atrapada en cualquier lugar – quedas jodido por un par de semanas, sin fuerzas más que para ir sobreviviendo mientras la vida está del otro lado de la ventana.”

Disculpe el improbable lector por sacar a la luz de esta bitácora mis entresijos personales. Y no sólo porque sean personales; o sea, de ningún interés para el común de los lectores, sino porque son el extracto de una vida tan común que no merece mayor atención salvo para el interesado, ya que éste no tiene otra vida que valga más la pena ser aireada.

Ya le gustaría, ya, a este jubilata, tener una vida glamurosa y exhibicionista, tipo Telecinco, para salir en las portadas del Hola o asistir como tertuliano de honor al Hormiguero. Pero lo cierto es – y no me hago mala sangre por ello – que lo que escriba en su diario personal un viejo con Covid tampoco es un estímulo informativo como para ser primera plana y alimentar todas las redacciones durante una semana.

Por eso precisamente, porque son días de enclaustramiento, paracetamol y abundante ingesta de agua del grifo – según habitual recomendación médica – me he dedicado a mirarme el ombligo. Y no porque dentro de mi ombligo encuentre nada de especial, aparte algunas pelusillas mentales, sino porque ese rebujo de tripa mal añudada viene a ser, simbólicamente, el centro de nuestro ser. Y cuando uno no tiene nada mejor que hacer, le da por la introspección. Que aún recuerdo las lecciones del profesor Pinillos, en aquellos lejanos tiempos en la Complu, cuando nos decía que la introspección es una auto remembranza, una autorreflexión sobre sí mismo -perdón por lo redundante-, un traer a la mente vivencias o conocimientos arrumbados en el cajón de la memoria… Pero, bueno, tampoco eso viene al caso.

El caso es que, en mi introspección umbilical, escarbo en mis notas del año pasado por ver a qué dediqué mi vida tal día como el descrito más arriba, y encuentro lo siguiente:

05/10/22 “Hacía ya tiempo que no venía al centro de la ciudad en metro. Un hombre negro con aspecto derrotado, pide una limosna y su negritud macilenta pasa aparentemente inadvertida entre los viajeros con sus móviles (yo le doy un euro a la segunda pasada), y luego aparece un hombre mayor con melenas grises de poeta en decadencia que recita una poesía para aflorar los sentimientos de la masa viajera y que le dé algo de dinero. Le conozco de otras veces, pero hacía meses que no lo había visto. Como ya he dado mi limosna para la supervivencia del pobre anterior, a éste hago como que no lo veo y sigo con mi lectura de la Señora Dalloway.”

Por lo menos, hace un año gozaba de buena salud y podía viajar estabulado en un vagón de metro, cosa que siempre tiene su interés sociológico. Porque, así a bulto, un observador atento cae en la cuenta de que existen en el metro dos grupos sociales bien definidos: la masa indiferenciada, abducida por las pantallas de sus móviles, que tampoco tiene mayor interés, y los sobrevivientes en un medio hostil, que arrancan alguna moneda de los bolsillos de los anteriores, bien con el limosneo, bien con su retórica victimista, bien con sus habilidades de músico callejero. Un servidor, lo confieso, pertenece al primer grupo, pero observo a los individuos del segundo cuando se ponen a tiro, bien parapetado tras un libro al que dedico todo mi interés mientras que con un ojo observo sus maniobras de aproximación.

Aún escarbo más en mis diarios, a ver cómo me fue la vida tal día hace un par de años y me encuentro con una situación parecida a la de estos días. Transcribo parte, para que el improbable lector vea qué puñetera es la vida:

05/10/21. “Esta pasada ha sido una noche de insomnio y mocos. Me acosté a las 12, después de la película, estornudando y moqueando, y a las 04:20 me he despertado en pleno moqueo. He tomado una ducha para relajarme y fui a dormir al sofá, sentado, con los pies sobre la mesa y el collarín al cuello. No conseguía conciliar el sueño, así que me tumbé a lo largo del sofá. En torno a las 06:30 me desperté y volvía a la cama. Antes de las ocho ya estaba en pie, apalizado, mocoso y con dolor de cabeza. ¡Que paciencia hay que tener a veces para soportar las molestias de la vejez!

“Y mientras, comenzaremos un largo fin de semana hasta el martes día 12. El barrio se vacía, la ciudad se vacía y todos disfrutan de enormes atascos en las carreteras para huir de la confortable vida ciudadana y para apretujarse en playas y lugares de turismo.

“Encima, estoy leyendo las nivolas de Unamuno (ahora Abel Sánchez) con esos personajes trágicos, angustiados por sus pasiones malsanas que les devoran el alma. Lo más propio para un anciano griposo que ha de pasar los días encerrado, físicamente decaído, y, encima, a punto de cumplir los 76 años. ¡Maldita la gracia cumplir esa edad hecho unos zorros!”

En fin, querido, paciente e improbable lector, que he decidido no seguir escarbando en mis diarios, no vaya a encontrarme más de lo mismo, que a ti te enfadará su lectura y a mí me molesta su recuerdo. Queda en paz, que otro día encontraré cosa de más enjundia para contarte si te das una vuelta por esta bitácora.  

 

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Re-existencias.-

 


No vaya a pensar el improbable lector que lo de re-existencias es palabra de mi cosecha. Es el título de la instalación que visito en el palacio de Velázquez del Retiro. 

A lo que entiende este jubilata, se trata de un sutil juego conceptual, ya que se alude a los términos “existencia” y “resistencia”.  Ambas coexisten en un mismo objeto en su doble vertiente de vida útil – cuando la tuvo, hasta que fue arrumbado en un almacén por pérdida de su funcionalidad – y su resistencia a ser un trasto inútil por gracia del artista que ve en él una nueva forma de expresión artística. Por eso vuelve, o más bien es traído, a la existencia. Una re-existencia, cuando menos temporal, piensa un servidor, que ha visitado el palacio de Velázquez recién regresado de sus caminatas veraniegas por los robledales del valle de Lozoya.  

Pues eso, amigo lector de esta bitácora, que en el palacio de Velázquez hay una instalación de esas que el curioso ve y, como no sabe bien cual es la enjundia del asunto, recurre a los carteles explicativos. Al final, tampoco entiende gran cosa de ellos, aunque le queda una nebulosa idea de lo que allí se pretende plasmar.


Como es usual en el arte actual, pretender un disfrute estético es despropósito de cuatro estetas mal informados. Mejor que se dieran un garbeo por el Museo del Prado y no por estos espacios que exploran las posibilidades de lo cotidiano recurriendo al mantra del ecologismo con la reutilización de objetos que fueron de uso habitual. Simplemente, lo estético no existe y no hay por qué ir a buscarlo a estos templos de lo efímero. 

La posmodernidad es nuestra guía espiritual cuando damos un valor ocasional a los objetos, hasta ahora inútiles, exhibidos en la instalación que tratamos de desentrañar. Objetos ocasionales que volverán al almacén de donde proceden y serán sustituidos por otros que nos harán reflexionar durante su breve re-existencia en la sala de exposiciones. Eso hasta que, satisfecha la curiosidad del público consumidor de novedades, vaya con sus selfis en busca de otro espectáculo.

Re-existencias Bayanihan (que así se llama la muestra o instalación), si lo entiendo bien, propone la reutilización de estos materiales escenográficos en desuso, haciendo referencia a la forma alternativa de existir de las comunidades colonizadas más allá de la imposición cultural de los colonizadores. 

Más o menos debe ser eso... Solo que el visitante no acaba de ver la relación conceptual entre los viejos muebles arrumbados en un almacén y reutilizados como objeto de observación o llamada de atención a la conciencia ecológica a través de la reutilización, y las comunidades colonizadas culturalmente (Bayanihan es palabra en tagalo que viene a significar un quehacer colectivo en bien de la comunidad). Lo que parece relacionarse con el término “decolonial” allí usado también, al que debería dedicar siquiera un párrafo explicativo según mi leal entender, pero no lo hago por no embarullar aún más.


Como también se habla en esta instalación algo sobre la hibridación trasversal de varias disciplinas en lo que el Reina llama apuntes para un tiempo aparte, hay unos grandes paneles pintarrajeados de colores vivos que tienen algo que ver con la educación lúdica de la infancia, creo, y dice el texto, que no copié completo: …para niñ+s de de 6 a 12 años. La expresión del género es un tabú queer que niega el sexo de los infantes para igualarlos como cachorr+s human+s no sometidos, siguiera en ese lenguaje común asexuado, a la antigualla de los roles masculino y femenino.

Por no cansar al paciente lector: estas efímeras instalaciones, que el jubilata ve un poco así como de usar y tirar – pero es opinión no autorizada –, son una fuente de reflexión sobre la sociedad fluctuante, sin esqueleto moral que la sustente, que nos hemos dado y gozamos como el mejor de los mundos posible. 

Y como fuente de inspiración, de la montaña de residuos que generamos podemos traer a la re-existencia aquellos que nos convengan para montar nuevas instalaciones. Estas actuarán como un revulsivo temporal de nuestro espíritu depredador de los recursos naturales y nuestra mala conciencia de colonizadores. 

Ante ellos nos haremos bonitos selfis para colgar en las redes sociales y diremos como dice Cervantes que hizo aquel valentón ante el túmulo de Felipe II: …miró al solayo, fuese y no hubo nada.

Pues nosotros, igual.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Caminos, 3. Huellas.-

 


Quien inventó la palabra “basuraleza” sabía bien lo que se decía al definir esos paisajes salpicados de pequeñas basuras que los humanos dejamos como un rastro de nuestro paso por la naturaleza. El caminante, en su deambular, se desplaza por un paraje naturalmente hermoso pero que se advierte un tanto descuidado. Para quien camine y no observe, el lugar está aparentemente limpio, a condición de no prestar demasiada atención a las pequeñas basuras diseminadas por el entorno. 

A cada paso que el caminante da, o a cada vistazo que echa en torno al camino que sigue, encuentra el suelo tachonado de pequeños residuos en proceso de degradación, tales como plásticos, envases, bolsas, envoltorios, tampones usados, un pañal con las cacas del niño, vidrios, latas, papeles pringosos o no, clínex que señalan descargas de vejiga, mierdas de perros, colillas…

Todo ello diseminado un poco por todas partes, entre las hierbas agostadas del suelo, entre los matorrales, agarrado a las ramas bajas de la maleza, sin formar montones de residuos, sino extendidos por el entorno al alcance de la vista. Es como si un sembrador los hubiera diseminado al azar, lanzándolos con la mano para extenderlos como si se tratara de una sementera de desechos de materiales que en su día fueron objeto de consumo y hoy ya son inservibles.


Nunca, en estos años pasados, se me había ocurrido pasear por el sedero junto al arroyo de la Saúca en Pinilla del Valle. Trascurre paralelo al arroyo, protegido por los grandes y viejos chopos que sombrean el lugar, hasta el túnel bajo la carretera y que lleva del otro lado, donde llega el camino que baja del puerto de Malagosto. Aunque el arroyo ya baja casi seco, tiene tramos con agua que aún se mantiene viva y su vista alegra la placidez del lugar, dándole esa sensación de frescor que se defiende, gracias a la espesura de la vegetación, de la canícula sin tregua de este verano inclemente que estamos padeciendo. Eso hasta que uno se topa con la “basuraleza”, esa mezcla de cochambre, fruto de la desidia humana, y paraje natural mancillado.

Estos de agosto no son días para hacer grandes marchas a causa del calor, así que doy paseos que pueden llevarme unos ocho kilómetros entre ida y regreso, por caminos llanos, para volver pronto a casa. El de hoy me ha llevado a Pinilla, que es un paseo de unos 4 kilómetros desde Rascafría. Pero como me ha sabido a poco, recorro el pueblo por las afueras, junto al arroyo, hasta dar con un sitio de una belleza agreste, como la de lugar abandonado por los humanos cuando dejó de ser útil a sus necesidades de vida rural: En una pared de piedra, un caño seco, y a sus pies un abrevadero en tres cubetas horizontales toscamente labradas en buen granito. Al lado del abrevadero, un par de mesas de piedra absolutamente rústicas. Los tableros bien podían tener medio metro de grosor, sin tallar, apoyados sobre pies derechos, también de granito apenas desbastado, con unos bancos de la misma materia sin apenas trabajar. Allí leo un par de capítulos del Elogio del caminar de Le Breton por el simple placer de la lectura en solitario, en silencio, en un lugar agreste y umbrío, aunque descuidado.

Hay, entre la civilización rural/urbanizada con sus buenas casas de verano y sus calles limpias y bien pavimentadas, por un lado, y por otro el campo con sus prados, delimitados por viejas paredes de piedra rústica, y su arboleda, un lugar de nadie como aquel donde yo estuve. Un no lugar, que diría Monsieur Augé, que los humanos anónimos no identifican ni como el pueblo donde viven, ni como la naturaleza del entorno, sino justamente una frontera imprecisa entre ambos y lejos de los servicios de limpieza municipales. Allí, el bípedo anónimo va diseminando las pequeñas cochambres que, en su efímera vida útil, han sido recipientes, envoltorios u objetos de usar y tirar.


Por olvidar situación tan lamentable, callejeo por el pueblo y me paro ante la pequeña estatua en bronce, levantada en homenaje al hombre del campo. En su pedestal, una poesía de Vicente Alexandre:

Sobre esta cima solitaria os camino

campos que nunca volveréis por mis ojos.

Piedra del sol inmensa, entero mundo

y el ruiseñor tan débil 

que en su borde la hechiza.

Desengáñate, improbable lector: no es lo mismo dejar la huella de tus pasos en el camino que cocear un paisaje.

 

 

domingo, 13 de agosto de 2023

Fiestas en Rascafría-

 


No todo iban a ser idílicos paseos por el monte entre el arrullo de los arroyos y el arrítmico son de los cencerros vacunos. No todo iba a ser tañer – siquiera metafóricamente – la flauta pastoril como Títiro bajo la encina mientras apacienta su ganado. También la puñetera realidad se impone y exige su tributo en forma de ruidosos decibelios, contaminación lumínica e incivismo antihigiénico en forma de decenas de meadas en nuestra sufrida calle. Total, que hablo de Rascafría en fiestas y de la carta que he escrito al alcalde o a quien haya tenido ganas de leerla sin que le asome una burla a los labios ante las quejas (que se suelen repetir cada año) de este jubilata.

Risum teneatis, decían los latinos.  Tú, improbable lector, no te rías de este quejoso, que solo pretende un pequeño desahogo.

 

“Sr. Alcalde,

Como en años anteriores, y supongo que con el mismo resultado, me dirijo a los responsables de ese ayuntamiento de Rascafría, no para protestar, que es tiempo perdido, sino para hacerles algunas reflexiones a propósito de las fiestas patronales.

Bien está que el municipio ofrezca a los vecinos unos días de celebración y corra con los gastos de la misma. Gastos que, si bien se mira, son fruto de los impuestos de todos los ciudadanos. Así que bien está la redistribución de recursos en forma de diversión popular, que es una forma equitativa e igualitaria de reparto de la riqueza común allegada a través de la fiscalidad, sea ésta estatal, autonómica o municipal.

Bien está que el común de los ciudadanos se explaye entre abundancia de músicas, alcohol y luminarias puesto que de sus bolsillos salen y son una forma de expresión de la cultura popular. Las saturnales suelen ser un buen escape de las obligaciones diarias y liberan de las tensiones acumuladas a lo largo del año de trabajo y esfuerzo.

Un servidor lo acepta, todo ello, y espera con paciencia y diacepanes nocturnos a que pasen los días de jolgorio y recuperemos la tranquilidad habitual.

Respecto al propósito de esta carta, del que ya he hablado más arriba, no es otro que hacerles alguna reflexión por parte de este jubilado, que tampoco querría molestar más que el tiempo suficiente para que la lean y olviden su contenido.

¿Han pensado en las músicas atronadoras, pasadas de decibelios, con que nos castigan hasta las cuatro de la madrugada y más allá a quienes no tenemos ni ganas ni edad para “disfrutarlas”?

No parece que la contaminación acústica nocturna sea una forma justa de redistribución de los recursos municipales, pues sólo una parte de los vecinos – en su mayoría jóvenes – lo disfrutan, mientras que el resto de los ciudadanos lo sufrimos con resignación. Aparte lo cual, me temo, contravienen la legislación que ampara el derecho de todo ciudadano a las horas de descanso y silencio – sea esta legislación estatal, autonómica o municipal, que lo ignoro.

¿Se han parado a pensar en la evacuación multitudinaria de orines en la vía pública? ¿No se les ocurrió instalar retretes químicos para que la enorme ingesta de cerveza y otros bebibles se canalizase al fin de su ciclo por evacuatorios a propósito?

Recomiendo a los cargos responsables de la limpieza y policía de las vías públicas se den una vuelta por la C/ Ibáñez Marín, desde su comienzo hasta el puente de la Manola. Y no para que caigan en la cuenta del pésimo estado de su pavimento, cuya reparación queda pospuesta, elecciones municipales tras elecciones municipales, según demuestra la experiencia ad nauseam.

De lo que se trata puntualmente durante las fiestas, es de los litros de orines que se vierten entre los coches allí aparcados, contra los muros o a sus pies por parte de ciudadanos y ciudadanas (que en esto hay paridad porque la necesidad es igual para todos), obligados sin distinción de género a evacuar sus vejigas de forma tan poco digna.

Es algo que deberían tomar en consideración y ponerle remedio. Si no para estas fiestas, que para cuando les llegue esta nota ya se habrán pasado, para años sucesivos. Que las cosas del bien público tienen remedio, aunque sea con retraso.

Por último, sólo me queda pedirles disculpas por hacerles perder su precioso tiempo, encaminado siempre, según entiendo, al logro del bien común. Todo lo antedicho tómenlo como el desahogo de un jubilado con bajos niveles de adaptación a los tiempos que corren, y les ruego sean comprensivos y actúen en consecuencia.

Con toda mi consideración, J. J. A. A.”