El lector disimule el arranque del título. Luego le digo lo de las alcándaras.
En una entrevista, decía Torrente Ballester (la entrada de hoy va de eso)
que sus personajes pensaban, mientras que lo usual en la narrativa del momento en
que él hablaba, era que los personajes actuasen con los “riñones”, y que por eso decían de él - porque sus personajes "pensaban" - que
era un escritor intelectual.
Hace ya muchos años que leí de sus novelas todo lo que caía en mis manos y
no recuerdo tan intelectuales sus personajes como para darle al autor ese
trato, con independencia que él lo fuera por mérito propio. Bueno, sí. Quizá su Don Juan, quien recurría a su intelecto, ya que sexualmente
era neutro, para enamorar hasta el deliquio a las féminas que caían bajo sus
encantos.
Es cierto que el protagonista de la Saga/Fuga de JB, José Bastida, era
profesor de gramática, pero no era su cultura lo que aguzaba su intelecto, sino
las hambres que pasaba para sobrevivir. Al fin y al cabo, era un maestro represaliado
que andaba lampando, aparte que era algo patizambo y contrahecho, lo que era un
añadido a su incapacidad para adaptarse a la burguesía provinciana de
Castroforte de Baralla.
Lo anterior viene al caso porque, hace un par de semanas, estuve viendo una
exposición sobre Torrente Ballester en la Biblioteca Nacional. Más que
curiosidad por el escritor, del que, ya digo, conocía su trayectoria como novelista
y leí durante años todo lo que se publicaba, fui allí para alimentar el
recuerdo de una añoranza lectora de ciertos años de mi juventud/madurez. Por
entonces la lectura era en mí una pasión irrefrenable. Alimentar la voracidad
lectora mientras transitábamos aún por los tiempos de grisalla social y la
mediocridad del panorama de eso que se dio en llamar el franquismo sociológico
y su retahíla de añorantes. Fue una forma de sobrevivir a los medios pelos de
una vida bastante plana que la literatura ayudaba a sobrellevar.
Sólo dos novelas me han absorbido el seso hasta el punto de la compulsión
lectora más enfermiza: una fue la Saga/Fuga y la otra fue El Nombre de la Rosa,
tan dispares. La primera la recuerdo como una obsesión, devorando páginas y
páginas durante días, a cada momento que tenía libre, de forma que yo también
levitaba – como Castroforte de Baralla – dentro de las páginas, siguiendo las
peripecias de don Joseiño y aquellos personajes capaces de montar un homenaje
tubular en perpetuo crecimiento, o los amores del poeta Joaquín María Barrantes
(el de las altas alcándaras). Fue terminar el último párrafo de la última
página, …hasta que en el Reloj del Universo sonara la hora del regreso, para, sin solución de continuidad, abrir el libro por la primera página y comenzar
a releer: ¡Veciños, veciños, roubaron
o Corpo Santo!
Del Nombre de la Rosa recuerdo haberla leído prácticamente en una noche, de
claro en claro, como decía Cervantes que leía Alonso Quijano sus libros de
caballerías. Fue en Salamanca, en casa de mi cuñado, que me dejaron un ejemplar
de la novela, recién publicada, y a mí me envenenó con avidez lectora, como
Jorge de Burgos envenenó la Poética de Aristóteles para que todos los que
accediesen a ella pagaran con la vida su atrevimiento. Fue, eso se dice, en la
abadía Sacra de San Michele (si mis noticias son ciertas), donde se desarrollaron
aquellos sucesos y misteriosas muertes de monjes, y fue mi imaginación quien
vivió aquella noche, del ocaso al orto, envenenada por aquella historia que
inventó Umberto Eco.
En cuanto a lo de las alcándaras, ahora sí, fue uno de los logros poéticos
del vate Barrantes en endecasílabos pareados: De las altas alcándaras caía /
el puñetero rosicler del día. No fue gran poeta, a decir de los
contemporáneos, pero fue admirado por los castrofortinos a causa de su defensa cantonalista
frente al batallón de estudiantes de Villasanta de la Estrella. Pero en cuanto
a su martirio patriótico, que es lo que quedó en el recuerdo popular, es algo
no aclarado por la historia. Dicen que, en realidad, fue su amante Ifigenia, despechada
por los amores de éste con Coralina Soto - un mito erótico castrofortino -, la que le descerrajó el tiro mortal
que lo aupó a la gloria local.
Este jubilata, aupado en la alcándara o varal de esta bitácora, rememora
aquellos tiempos en que la lectura y la vida corriente no tenían una frontera
bien definida. Uno saltaba de una a otra según las obligaciones del día a día
dejaban resquicios para que la imaginación se colara por las páginas de tantos
libros como había que leer.
No diré lo de “letraherido” porque es muy cursi y pretencioso decirlo de sí mismo, pero
un chute de letras en vena cada vez que me daba el mono de la lectura, sí que
es cierto.
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