Es cosa de la edad, ya se sabe, y por eso nos sometemos gustosos al Gran Hermano que vigila nuestro bienestar en la distancia, la santa y yo.
Desde hace un par de años, por aquello de las limitaciones físicas que impone la ancianidad, nos hicimos cofrades de la meritoria hermandad de la santa Teleasistencia. Esa diosa benevolente que extiende telemáticamente su mirada bondadosa sobre los ancianitos y les dedica, vía telefónica, palabras amables, se interesa por el estado de salud de los cofrades y reparte consejos bienintencionados.
Y, si un día te sobreviene una avería doméstica, tipo caída con coscorrón (tan frecuente), un accidente fortuito o cualquier otro percance de esos que
nuestros cuerpos de articulaciones herrumbrosas no están para resolver por sus
medios naturales, basta pulsar la medallita que llevas al cuello. Al poco se te
aparecerá, si no la Virgen, que tiene otro régimen de asistencia a lo divino, un
funcionario en misión de ángel emisario que te socorre, llama a los servicios
de urgencias, o te da palabras de ánimo. Cofradía más milagrera y eficaz no se
puede pedir en estos tiempos tan egocéntricos y descreídos.
Eso sin contar las llamadas telefónicas de control rutinario que recibes un
poco al azar y que dependen de la voluntad de tu ángel custodio, más que de tu
voluntad o necesidad. Llamadas que, al parecer de este jubilata, son un tanto
aleatorias, del tipo: voy a llamar a fulanito o a menganita, que llevamos siete
días sin echarles el ojo telemático, a ver de qué pie cojean. Otras veces la
llamada se hace a modo de insaculación, meten la mano en la tecla y sale en el
sorteo el abuelo zutano o la señora perengana, agraciados con una llamada
rebosante de amabilidad.
Al cofrade que esto relata, le suelen llamar de forma sorpresiva, mientras
viaja en metro, asiste a los cursos de la Senior, visita una exposición, va
caminando disciplinadamente sus 10.000 pasos diarios, hace la compra en el
súper o cualquier otra actividad obligada de un jubilata hiperactivo. Incluso,
a veces, el custodio teleasistente hasta me pilla en casa y todo. En este caso,
es cuando la conversación es más reposada por mi parte y le cuento lo que
espera oír de un anciano agradecido de la atención que le dispensan.
Si te pones en plan abuelo dicharachero, como hago yo para aliviarles de la
rutina, puede que se admiren de tu optimismo, aprendido en un manual de
autoayuda, y hasta se crean que tu actitud positiva nace del fondo de las
entretelas de tu energía vital. Si, para epatarlos, añades que tu actitud
positiva es porque la vida te va consumiendo despacio, pero sin maltratarte,
cuelgan con la convicción de que eres un estoico de buena pasta.
Porque esa es otra, el tono de conversación con el custodio telemático
requiere ajustarse a unas pautas que reflejen un estado de ánimo que tenga
connotaciones de normalidad anímica, de cierto ligero optimismo o de manifiesto
reboso de salud mental. No sé si me explico bien. A un servidor, el custodio o
la custodia que me llaman, en términos generales, me parece que ya tienen
bastante tarea con darme conversación amistosa cuando ni siquiera conocen mi
cara.
Es algo que me parece muy meritorio, interesarse por un anciano que a lo
mejor es un cascarrabias misántropo o un depresivo profesional, o más simple
que el bobo de Coria; y no menos meritorio es darle palique, animos, consejos
sencillos de supervivencia del tipo: no abra la puerta a desconocidos; si sale
a la calle, lleve poco dinero; cruce por los pasos de cebra; no resbale en una
caca de perro. Y otros consejos saludables para desenvolverte en un medio
hostil como es la gran ciudad para un ser renqueante, con sus facultades
físicas próximas a la fecha de caducidad.
Además, la conversación con el funcionario filántropo suele transcurrir en
unos niveles de amabilidad próxima al lenguaje admonitorio que se suele emplear
con los niños. De forma que, siendo ochentón, te sientes retrotraído a la
infancia, caminando de la mano de una persona mayor que te aúpa cuando cruzas
un charco. O te sientes como un niño de guardería al que su papá para ante el
semáforo y le dice que no se cruza hasta que no aparezca la luz verde. Lo
suelen llaman sobreprotección o edadismo, pero eso siempre es mejor que pedrada
en ojo de boticario.
Y encima tan contentos. Que tenemos año recién estrenado y a saber con qué
intenciones viene…
Estimado y aún así querido Juanjo, no sé dónde me hablaron hace un tiempo de esta servicio, quizá hasta fué en tu casa, no sé; a mí no se me ha ofrecido tal artilugio y creo que puede tener su aquél, sobre todo por lo que dices de no saberse con qué intenciones viene este año que ya está aquí . Mira que llamarte en pleno metro, pues vaya, a fe que, qué prisa tendrán en tenerte controlado. Pero ya veo que lo tomas a chacota y eso es lo que mejor me ha parecido de tu noticia. A mí mi hija me trata como si fuera ese pobre señor que es cogido de la mano para cruzar un charco con lo que me retrotraigo a mis 10 añitos o así. También lo tomo a chacota y ella no lo entiende o se siente rechazada, no pensando que el que se siente fatal es un servidor. A mí me parecen muy raros sus ofrecimientos y ella piensa que soy un acabase: la distancia es abisal. No digo que yo no tenga alifafes de pascuas a ramos o algo más.Pero que no me gusta que me capitidisminuyan, no me gusta ni un pelo. Te mando un abrazo y ya me seguirás contando tus planes telefónicos.
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