viernes, 31 de diciembre de 2010

Madrid, mendigar en navidad.-


El caso es que, estos días navideños, en las calles céntricas de la ciudad ha brotado una gran cosecha de mendigos. No es que los mendigos, indigentes, menesterosos y otros subproductos humanos, regurgitados por nuestra sociedad desigualitaria, estuviesen en embrión bajo las grietas del asfalto a la espera del tiempo propicio para florecer. No. Es que las fiestas navideñas, con su paga extraordinaria, con sus pulsiones consumistas a tope de revoluciones, con su fingido espíritu de amor cristiano a plazo fijo, y con toda la parafernalia aparejada para la ocasión, vienen a ser el caldo de cultivo donde florecen los miserables de la tierra y toman cuerpo y presencia.
Que se me perdone lo dicho hasta aquí y lo que sigue a continuación. No pretendo hacer un alegato contra la injusticia social - que debería ser tarea de todos los días - ni pretendo ponerme trágico para amargar el turrón al improbable lector desde esta bitácora de jubilata ocioso. Ni hablar. Es que, simplemente, me limito a constatar una realidad que se hace más evidente en estos días navideños: los mendigos nos salen de debajo de la alfombra.
Están ahí y a nadie que ande por la calle se le escapa su presencia, a poco que aparte la vista de las luces navideñas y de los escaparates.
Uno se hace cargo de que el mendigo, el que sobrevive a salto de mata, el que ayuna hoy y no come mañana, todos ellos, tienen que aprovechar estos días para rascar el bolsillo del paseante y, activando el mecanismo de su mala conciencia, hacer que éste vaya dejando un reguero de moneditas en los vasitos de plástico, latas, gorras mugrientas o cualquier receptáculo que el indigente utilice para recoger tan menguada cosecha. Y eso de la mala conciencia pequeño burguesa es un mecanismo que se dispara con más facilidad en estas fechas que el resto del año. Un servidor puede dar fe de haber sufrido sus efectos estas navidades.
Porque uno sale a pasear con su santa, Teresa, y camina por Goya, o por Preciados, dispuesto a ver esos escaparates tan atrayentes del Corte Inglés - pongamos por caso - y se encuentra al indigente tumbado en la acera, arrebujado en una manta mugrosa, no se sabe si durmiendo o muriéndose despacito; o al individuo con su cara pintada de payaso triste y un cartón entre las manos que dice "Tengo hambre"; o al joven inmigrante - tan joven que uno se asusta al pensar que éste ha renunciado tan pronto a luchar por una vida digna - con su chupa de adolescente y pelándose de frío, apoyado junto al escaparate del Museo del Jamón. Todos ellos esperando el magro maná de los centimitos que van cayendo del bolsillo del viandante apresurado.
Los ejemplares de infrahumanos (no lo digo por menostrecio, sino por negar sus derechos a la hipocresía del lenguaje políticamente correcto) abundan tanto y son tan variopintos que cada cual puede poner los ejemplos que más le apetezca. A un servidor, personalmente, quien más le impacta es un vejete renqueante sobre una muleta, con unos enormes ojos azules humildes, apostado en el paso de peatones frente al Banco de España, que se te acerca y suplica la limosna con palabras en lengua extraña. El hombre agita delante de tu cara un vasito furruñoso e insiste. Tú das un paso atrás con desagrado y él lo da hacia delante; tú te desplazas un paso hacia un lado y él hace otro tanto; tú miras con impaciencia hacia el semáforo, maldiciendo porque no se pone verde, y él sigue insistiendo con esa mirada azul y porfiada que parece reprocharte: Pero, hombre ¿No ves que estoy aquí? Si es solo una moneda...
Lo que he dicho antes: mala conciencia. Los desheredados del capitalismo es lo que tienen, que son material humano de desecho, antiestéticos, molestos y, encima, tienen un arma que utilizan sin pudor: hacerte sentir mal. Y, a fuerza de exhibir sus penurias y hacer que te sientas responsable de ellas, consiguen que sueltes medio euro a qualquiera de ellos.
Quizás no lo sepan, pero practican una especie de solidaridad gremial que da sus pequeños frutos. Ves tantos miserables de una sola tacada - entreverados con los escaparates corteingleses, con las apetitosas pastelerías, el lujo de las joyerías y las tiendas de moda - y tan necesitados todos ellos, que comienzan a dolerte las tripas de la conciencia.
A uno no lo miras, a otro haces como que no lo ves, al de más allá lo soslayas, y a todos ellos les niegas la existencia con tu indiferencia, pero la impresión de sus miserias se te va acumulando en el fondo de la retina y te baja hasta los entresijos de la conciencia con un regusto amargo. Al final, lo consiguen. Vas con tus bolsas de compra y empiezas a avergonzarte de terner una tarjeta de crédito en el bolsillo, y empiezas, también, a sentirte como un egoísta sin entrañas. Cuando no soportas más tu mala conciencia - de eso se trata - echas mano al bolsillo, sacar medio euro y lo sueltas a cualquiera de ellos, qué importa a cuál ¡Qué alivio! Ya no te duelen las tripas del alma, ya puedes ver escaparates con la conciencia tranquila y ya puedes acariciar la tarjeta de crédito que llevas en la cartera, junto al corazón.
Si los pobres de pedir se sindicasen en un Corral de Monipodio (como en Rinconete y Cortadillo) podrían reunirse al final de la jornada pedigüeña, poner en común la recaudación y, en un acto de justicia distributiva que les niega la sociedad, repartirse las monedas según el principio de a cada cual según sus necesidades. Y podrían - pero no son conscientes de ello - sacar mejor partido a su herramienta, esa de intranquilizar conciencias entre los que tenemos casa, sueldo, familia y la bandeja de turrones sobre la mesa.
Puestos, ya digo, a sindicarse en el gremio de los hambrientos de pan y respeto social, hasta podrían amargarnos las navidades yendo en catervas astrosas por los centros comerciales, gritando su hambre y exigiendo justicia. Pero, puestos a hacerlo, mejor que lo hagan en grupos numerosos, no les vaya a pasar lo que a quel mendigo que vi patear en el lujoso
mercado de San Miguel las otras navidades, proque se atrevió a pedir limosna dentro del recinto.
Por fortuna para nosostros, no son conscientes de la fuerza que puede dar el hambre puesta en común, y cada uno de ellos se encarga de su personal subsistencia. Cada uno va a lo suyo, tal como hacemos nosotros, los que comemos todos los días.
Yo, con un euro que le di a un desarrapado taciturno en vísperas de Navidad, ya me siento feliz hasta después de Reyes ¡Es tan barato!

sábado, 25 de diciembre de 2010

Cuento ejemplar navideño.-


Nunca recibió tantas muestras de solidaridad como aquellas navidades que pretendió vivirlas en solitario. Su mujer, cuya tediosa vida había llegado a la plenitud el día que consiguió parir la parejita, decidió, en un insospechado arranque de autosuficiencia, que cogía a los niños y pasaba la Nochebuena en familia, con su mamá, no sin antes colmar de reproches al marido adusto y misántropo que despotricaba ante el besugo de a 60 euros el kilo.

Él, al verse abandonado en tales fechas, con gesto compungido para ocultar una alegría que se le salía por las comisuras de los labios, le juró con toda desvergüenza que la echaría de menos en noche tan señalada.

Una tortilla francesa y una ensalada serían su cena, mientras escuchaba el Oratorio de Navidad de Juan Sebastián Bach. Un rato de lectura y la dicha de vivir el silencio serían actos satisfactorios que culminarían sus más íntimas y elementales necesidades.

Pero, ya a media tarde, la suegra le telefoneó para reprocharle el abandono en que dejaba a su familia, a la vez que, sin sutileza ninguna, se hacía en voz alta alguna reflexión sobre la lamentable suerte que había tenido al tocarle tal yerno, más raro que un gato verde y más antisocial que un drogata.

Compañeros de oficina hubo cuyo empeño en llevárselo a casa a cenar fue repelido con gruñidos que le valieron odios para el resto de su vida laboral. Amigos bondadosos y plastíferos estuvieron a punto de echarle la puerta abajo para secuestrarlo en nombre del amor fraterno que emponzoña en estas fechas el espíritu navideño. Hasta los vecinos de al lado, partícipes, a través del tabique, de las broncas familiares, se brindaron con melíflua hipocresía a sentarlo a su mesa. Incluso hubo alguna ONG, de esas que socorren a solitarios y desamparados en los fríos días invernales, que pretendió llevárselo a un comedor comunal donde compartir la sopa de la beneficencia, turrón de DIA y villancicos cantados con voz vinosa por los desheredados de la tierra.

Deprimido por tantos atentados a su intimidad y angustiado por la opresión de una sociedad solidaria a plazo fijo, decidió tirarse por el viaducto, ya que éste sería el único acto estrictamente personal en el que nadie podría interferir.

Caminaba por la calle de Bailén cuando fue observado por una patrulla de la policía municial que, con profesional celo y perspicacia deductiva, fruto de largos años de servicio, se olió la tostada del suicidio e impidió cualquier intento de auto inmolación sobre el asfalto de la vía pública.

Le metieron en el coche celular y se lo llevaron a los calabozos de los juzgados. Allí, un picoleto de buen corazón le dió un café con leche de la máquina y le dejó a solas con sus pensamientos.

Por primera, y única vez en su vida, vivió unas horas de soledad.

domingo, 19 de diciembre de 2010

Impresionistas y otras impresiones.-


El caso es que esta semana pasada uno ha tenido en casa visita familiar a la que hemos agasajado con un chute de museos que la ha dejado culturizada por largo tiempo. Dijo, cuando llegó de Pamplona, que venía con intención de visitar algún museo y le tomamos la palabra más allá de lo que recomienda el deber de hospitalidad, hasta la pura saturación. Pobre criatura, la cantidad de museos y exposiciones que ha podido ver en estos días...
Últimamente Madrid parece empeñada en homenajear al impresionismo francés. Cuanto más gris e irrespirable se vuelve esta ciudad con la contaminación, y cuanto más sucia con las basuras a medio recoger, mayor es el empeño en mostrarnos las bellezas - siquiera en pintura - de la naturaleza en plena eclosión de colores y luces, los cielos azules y los aires transparentes. Cuanto más marrana está la ciudad, más impresionistas nos echamos al coleto que distraigan al personal de la cochambre municipal.
Si uno posa la vista sobre los raquíticos céspedes con calvas del parque del Calero (por ejemplo), lo que ve es el suelo público tachonado de marrón/mierda de perro por doquier y no esos verdes jugosos y esas pinceladas de colores vivos. Tenía razón quien dijo que va mucho de lo real a lo pintado. La realidad es más fea y más inmediata. Desengañémonos, nadie puede tener un Pissarro o un Monet en casa, pero tiene enormes posibilidades de pisar una cagada de chucho en la acera. La vida es vulgar y feucha, casi no hay ni que decirlo.
Renoir en el Prado, con multitudes ansiosas por hacer colas infinitas para consumir de visu su producción pictórica, y los Jardines impresionistas en el Thyssen y en la Casa de las Alhajas, despliegan toda la gama de colores luminosos y nos muestran la belleza cambiante de la naturaleza, los tonos dorados del atardecer, los primeros soles de la amanecida. Todo es belleza y armonía. Parece como si, de repente, a este Madrid estepario y habitualmente requemado por los soles meseteños y los hielos invernales, le hubiesen brotado todos los bosques, prados y florestas de la dulce Francia. Pero sólo en las salas de los museos.
Ya digo, es curiosa la concentración que estas semanas hay en Madrid de pintura impresionista. Incluso en la Fundación MAFRE, dentro de una interesante muestra de pintura norteamericana, una de las secciones está dedicada al impresionismo autóctono. Claro que uno, en su acreditada ignorancia, desconocía que existiesen impresionistas yanquis, tales como William Merritt Chase o John Henry Twachtman (que jamás lograré recordar).
Uno, que es europeo periférico, por educación y por inclinación es, además, eurocéntrico y se le nota en su barniz cultural. De las corrientes culturales norteamericanas, aparte conocer algunos célebres escritores, como cualquier aficionado a la literatura, apenas sabe de sus movimientos pictóricos. Conoce algo, como todo el mundo del pop art y de su profeta Andy Warhol. Sabe que fue un intento exitoso de transformar la Cultura (con mayúsculas y de élite) en cultura apta para el consumo de masas y que las célebres latas de sopa Campbell´s son un icono yanqui, al igual que la imagen de Marlyn Monroe: objetos de consumo masificado y de fama efímera: Arte de usar y tirar.También ha visto en las exposiciones algunos cuadros de Edgard Hopper, que reflejan la soledad del individuo en la sociedad moderna y que, a su parecer, tienen mucho más valor como testimonio humano que el colorido acrílico de los productos seriados de The Factory.
Pues bien, intentando vencer los prejuicios culturales a los que se siente tan aferrado, un servidor fue a ver la exposición Made in USA en la Fundación MAFRE y tuvo ocasión de observar las corrientes culturales de aquel país a través de su pintura. Desde la pintura paisajística, inspirada en una visión romántica de aquellas tierras casi vírgenes, previas a la industrialización del país y a las grandes migraciones, que cambiaron definitivamente la relación del hombre con la naturaleza, hasta las últimas vanguardias del expresionismo abstracto, allá por los años 40 y 50 del pasado siglo.
Pero, de todas las secciones en que se divide la exposición, quizás la que más le ha impresionado ha sido la dedicada al "realismo urbano", a alguno de cuyos componentes llamaron "precisionistas" por su afán de reflejar la ciudad en su cruda realidad impersonal (prescindiendo de una visión humanizada) como un marco inhóspito e impersonal donde se desenvuelve la sociedad industrial. La técnica que se emplea para mostrar esa sensación de soledad del individuo frente a la megalópolis fabril es la que corresponde en estos casos: colores fríos y planos, esquematización y veticalidad inspiradas en los rascacielos y las chimeneas de las fábricas, volúmenes reducidos a pura geometría, calles trazadas a tiralíneas, ausencia de personas que den vida... Una visión crítica de su propia sociedad industrial. Y uno pensaba que en yanquilandia no hacían más que mirarse el ombligo... Ya digo, uno es que se pone a observar y se le tambalea el sombrajo de los prejuicios culturales.
Uno, desde que lo conoció hace algunos años, siente admiración por Hopper. Y no precisamente porque encuentre belleza en sus obras (para eso están los impresioneistas) sino por la sensación de soledad y distanciamiento que se percibe en sus figuras solitarias, indiferente, que aperecen ignorar al espectador mientras se enfrascan en sus propios pensamiento y soledades. En la exposicón puede verse su obra Domingo, en la que un individuo, sentado en la acera de una calle solitaria, con lo que parece una tienda cerrada a su espalda, fuma a la espera de que vayan pasando las horas de inactividad dominical. Es una escena simple y desoladora. Bien distinta de las representadas por esos pintores barrocos del Prado que te incitan a participar del asunto que se desarrolla dentro del cuadro, mediante el recurso a algún personaje que mira hacia el espectador y le invita con un gesto a introducirse en la escena. Aqui, no. Aquí el espectador es un intruso al que la escena parece decirle: No hay nada que ver, amigo ¡Siga su camino!
Y ya puestos a hablar de arte norteamiricano, en la Fundación Juan March hay una larga muestra del paisajista Asher B. Durand que merece una visita tranquila. Se habla allí de "paisajes terapeúticos", como cuando yo voy a mis marchas serranas. Según parece, el pintor sufría depresiones en Nueva York y le recomendaron disfrutar de la naturaleza. Los bosques, lagos y montañas tienen, según Durand, un poder curativo sobre el espíritu.
... Y por hoy, vale.
Por cierto, la entrada anterior, la de Allumer sa pipe iba un poco de coña. Con tanto ajetreo de visitas estos días pasados, no tuve tiempo de escribir nada, así que coloqué ese pequeño texto en francés. Me explico: Se trata de un ejercicio escolar, de cuando estudiaba en el Instituto Francés. Por entonces, el escritor francés Philippe Delerm puso de moda la literatura minimalista con su obra La première gorgée de bière et autres plaisirs minuscules, y el profe nos mandó escribir un texto minimalista. Yo lo escribí sobre el placer de fumar en pipa.
Pues eso. Que el improbable lector me perdone el desbarre.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Allumer sa pipe.-


Il y a toujours quelque chose d’émouvant et hasardeux, semblable aux sentiments d’un aimant indécis, à l’élection d’une des pipes rangées dans son armoire pipière.
Les yeux glissent amoureux sur chacune d’elles en les caressant mentalement, songeant sa texture, son allure sinueux, la légèreté de son poids. Et ces petits objets de désir, comme concubines dans son gynécée, s’insinuent prêtes à offrir un instant de plaisir au fumeur.
On prend une, en bruyère, et les bouts des doigts parcourent doucement, d’un geste délicat, sa surface. Les formes arrondies de la pipe, sa surface polie, comme une peau lisse et tiède, semblent un sein féminin doux et chaud prêt à la caresse d’une main connaisseuse.
On pose à l’intérieur de la pipe le tabac à petites pincées en le serrant d’un geste moelleux. Quelques petits brins restent prisonniers entre les ongles et la chair des doigts index et pouce, dégageant un subtil arôme, prémonitoire du plaisir de la première bouffée de fume parfumé.
L’allumette, flambeau minuscule, allume le feu au four de la pipe, et un tout petit volcan odorant lance des fumerolles parfumées qui entourent le fumeur dans un nuage bleuté.
Alors on ferme les yeux, on aspire profond et le fume odorant envahit les poumons. Par un second à peines, le fumeur perde la conscience, un tout léger étourdissement lui transporte au paradis et il se sent flotter.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Según costumbre, hablando de oídas.-


Uno se apresura a confesarlo: lo que escribe en esta bitácora no es en absoluto original, porque siempre habla de oídas y no sería decente presumir de un pensamiento fundado en la reflexión profunda. Uno oye cosas y, luego, habla. Si los textos que aquí se vuelcan tuviesen alguna originalidad, seguro, seguro, estarían protegidos por mil royalties, por varios cerrojos de derecho de autor. Es norma de obligado cumplimiento que nadie muestre su originalidad gratuitamente. Pensar, elucubrar o tertuliar en la radio, la tele o el periódico son actividades que están sometidas a precio. Aunque carezcan de originalidad, con tal de que lo parezca, vale. En la bitácora, no (por lo menos, en ésta); no se pretende pasar el gato de la vulgar opinión por la liebre de la originalidad.
La bitácora es un campo franco donde uno puede disparar sus opiniones en cualquier dirección sin necesidad de pasar por inteligente, ni de blindar sus originalidades mediante cláusulas que le garanticen una contraprestación económica. Lo cual supone una doble ventaja: primera, que el improbable lector ya sabe que el fulano de la bitácora la usa como desahogo mental; segunda, que el dicho fulano sabe que el lector no espera gran cosa de sus opiniones, lo que le tranquiliza enormemente y le permite hablar de lo divino y lo humano sin temor a defraudar.
Lo dicho viene al caso, aunque traído por los pelos, porque uno querría hablar de la audición, este domingo pasado, de un concierto en el Auditorio Nacional. En estos tiempos en que los poderes públicos malbaratan el patrimonio estatal y los derechos ciudadanos al pie del altar del Moloch al que llaman “Mercados”, la audición de una sinfonía de Haydn es un bálsamo que le recompone a uno los entresijos del alma atribulada.
Con la sociedad alborotada estos días porque unos miles de personas no pueden (en este puente de la Consti) huir en avión de sus mediocres vidas por unos días; con un gobierno que los pone encima de la mesa frente al colectivo de controladores aéreos, privilegiado y odiado pero en funciones de chivo expiatorio muy a propósito para la ocasión; con un colectivo – éste desfavorecido socialmente - que hemos dado en llamar “parados de larga duración”, al que se le niega hasta el subsidio de subsistencia; con un Gargantúa insaciable – “pasar a manos privadas” dicen que lo llaman – que devora los restos de ese pastel que llamábamos estado del bienestar (contratos fijos, salud pública, educación, infraestructuras, Aenas volátiles)…, no nos queda otra que buscar un alivio momentáneo allá donde lo haya, o donde se halle.
Y uno (qué cómodo ese “uno”, esa forma impersonal de denominarse y hablar como si se tratase de otro) que no es hombre de acción como el Avinareta barojiano; ni disfruta de una ideología maciza y sin fisuras que le permita ir por la vida pisando como con bota militar; y ni siquiera tiene la inocencia de la credulidad domesticada – tan útil para no complicarse la vida –; ese uno, digo, cada vez que puede, se refugia en la trasnochada estética. Estética de andar por casa, claro; estética de clase media: una exposición por aquí, un concierto por allá, un libro, una paseata por la otoñada campestre… Retazos del placer estético a precio módico. Y de eso habla en su bitácora, y lo habla de oídas.
El caso es que Joseph Haydn escribió 106 sinfonías, doce de ellas en la capital inglesa, las llamadas sinfonías londinenses. Es un caso de trabajador prolífico que supo adaptarse a las necesidades del momento. Digamos que “hizo la reconversión industrial” cuando cambiaron las reglas del mercado de la música, aunque suene raro emplear esta terminología para hablar de un músico del S.XVIII. Piénsese que Herr Haydn es hechura del Antiguo Régimen; que vivió una larga carrera musical bajo la protección de la rica familia Esterházy, siendo su maestro de capilla. Cuando le pusieron en la calle, al cabo de 30 años de servicio, un empresario musical le ofreció dar conciertos en Londres, con lo que pasó de ser un sirviente de familia aristocrática a empresario autónomo, dando conciertos en el King´s Theatre de Londres, con gran éxito de público y amejoramiento de su caché y engrosamiento de bolsa.
De este periodo es la sinfonía 102 que escuchamos el domingo y bien me gustaría decir unas palabras sublimes sobre esta obra, o describir la emoción estética que sentí al verla dirigida por Giovanni Antonini, quien parecía tener a la orquesta en la punta de los dedos. Pero me temo que ni yo tengo capacidad para hipérboles musicales, ni el improbable lector me lo iba a aguantar. Sí diré que, de oírla en casa, enlatada en un CD, a oírla en la sala de conciertos va un mundo de cualidades sonoras y matices auditivos que no hay tecnología que lo logre igualar.
Porque el melómano ocasional, cuando encuentra entradas para una audición, no sólo escucha música, sino que la ve brotar de entre las manos del director. Éste es un demiurgo en proceso de creación de un mundo sonoro al que imprime su soplo creador. Un gesto, un movimiento de sus manos, hacen que las notas cosificadas en la partitura cobren vida y discurran como un soplo, se encrespen como oleaje, se rompan en un chisporroteo de luces sonoras, se conviertan en un murmullo armonioso o en un grito de emociones. El espectador se ve envuelto en un mundo sonoro que le transporta – por poco tiempo, bien es verdad – a un mundo ideal donde no cabe la vulgaridad del transcurrir diario. Un mundo donde, como decía un amigo de hace muchos años, se transita de la ética a la estética sin pasar por la mística.
Y, cuando uno pone los pies sobre la tierra y coge el periódico dominical y lee que Ánsar nos amenaza con volver a la política para perpetrar la restitutio Patriae en plan Isla Perejil, uno se teme que hay gente que carece de ética y de estética… y de sentido del ridículo.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El tratro y la vida.-


Uno no va mucho al teatro, por razones que no vienen al caso, siendo, como es, el espectáculo que más le gusta. Uno ya sabe desde siempre que el teatro es un artificio, como lo es el cine. Aun así, prefiere el primero al segundo porque lo considera más “natural” y próximo al espectador.
De técnicas cinematográficas – que se le perdone la ignorancia – uno no sabe gran cosa; apenas que un fragmento de escena puede repetirse durante horas hasta conseguir que salga bien; luego, al montarla, se pega a la anterior y a la posterior y ya tiene uno una secuencia aparentemente perfecta y siempre igual a sí misma, no importa cuántas veces se proyecte sobre la pantalla.
En el teatro, no. El actor se la juega a cada representación, y el espectador está allí presente, acechándole, y se remueve inquieto en su butaca si las cosas no salen como debieran. No puede decirle el actor, si se trabuca: “Un momento, hombre, que repito la escena. A ver si ahora le gusta más”. Actualmente somos más circunspectos y apenas nos quejamos, pero en tiempos, ya se sabe, los espectadores no se andaban con miramientos y les tiraban tomates.
Por lo demás, tan artificioso es el teatro como el cine. El escenario teatral no deja de ser un espacio vacío, cúmulo de convenciones a las que llamamos decorados, que aceptamos por realidades. Los actores fingen un personaje que, por gracia de la acción, se transmuta en una persona viviendo su propia vida; viene a ser, como quien dice, un juego de muñecas rusas insertadas una dentro de otra: el actor dentro de la piel del personaje al que transciende como ser de ficción para convertirlo en una persona tan real como estemos dispuestos a creernos. Y el remedo de vida representada, mientras dura la obra, es tan semejante a la realidad que el espectador hace un acto de fe y se lo cree.
Con la única condición, claro está, de que nos encante, de que sea mágico. Esto es, por arte de birlibirloque el espectador se ve trasladado a un mundo maravilloso donde todo es ficción/realidad; lo sabe y no le importa, así que renuncia momentáneamente a su propia existencia y se mete en los entresijos de vidas ajenas que sabe fingidas pero verídicas y, por eso mismo, creíbles.
Ya digo, el teatro es una forma de encantamiento, como lo fue el retablillo de maese Pedro para don Quijote. Don Gaiferos, rescatando a su dama Melisendra de la morisma, era tan real que el caballero de la Triste Figura, por ayudarlos en su huída, sacó su espada y repartió mandobles hasta no dejar títere con cabeza. También a un servidor, de haber podido, le hubiese gustado saltar al escenario y convertirse en un personaje dieciochesco en la Francia que transitaba de la Monarquía a la Revolución. ¡Ah!No lo había dicho antes: la obra que estuvimos viendo fue Beaumarchais, de Sacha Guitry, interpretada por Joseph Mª Flotats.
De Pierre Augustin Caron de Beaumarchais uno sabia, desde el lejano bachillerato, que era dramaturgo y había escrito El barbero de Sevilla y Las bodas de Fígaro, y poco más. Así que indaga un poco en la vida de este personaje/persona y se encuentra con un hombre de origen modesto – hijo de un relojero – que estuvo al servicio de los dos Luises, XV y XVI, y fue espía, naviero, traficante de armas, prisionero en las cárceles reales, sufrió procesos judiciales muy sonados en su época, defendió la independencia americana y coqueteó con la Revolución francesa y casi le cuesta la cabeza. Una vida digna de representarse sobre un escenario.
Pero, como uno no tiene aptitudes de crítico teatral, poco puede decir salvo la admiración que siente por Flotats y su refinamiento cultural. Ya hace un par de años, tuvo ocasión de verle en La Cena, vis a vis con Carmelo Gómez. Representaban a dos conocidos personajes que vivieron la caída de la monarquía, la Revolución Francesa, el Imperio Napoleónico y la Restauración. Ocuparon altos cargos con Napoleón: el siniestro Fouché, director de la policía, y el taimado Tayllerand, ministro con Napoleón y restaurador de la monarquía en la personal de Luis XVII. Dos personajes, el uno siniestro y el otro depravado que se entendieron muy bien y a los que retrató certeramente Chateaubriand en sus Mémoires d´outre-tombe (por casa hay una edición de Garnier, 1989): “De repente, entró el vicio apoyado en la traición”, dice de ellos cuando los vio en la antecámara del rey.
Pues bien, La Cena nos contó cómo ambos enemigos políticos se alían en defensa de sus personales intereses. Después de ver a Flotats encarnado a Tayllerand en la escena, nunca me he podido imaginar al viejo diplomático dieciochesco más que bajo su aspecto y sus ademanes. Y me temo que, tras verle interpretando a Beaumarchais, cada vez que oiga Las bodas de Fígaro, de Mozart, o El barbero de Sevilla, de Rossini, no podré dejar de identificar en una misma persona a Flotats, Beaumarchais y Fígaro.
Ese Fígaro, enamorado de Rosina, de quien el conde de Almaviva quiere beneficiarse, le echa en cara al noble: “Porque sois un gran señor os creéis un gran genio… Nobleza, fortuna, riquezas… ¿qué habéis hecho para tener tantos bienes? Os habéis tomado la molestia de nacer, y nada más”. Fígaro trae al escenario aires de fronda y revolución, ya que critica al estamento nobiliario en tiempos de una monarquía absoluta. Beaumarchais habla por boca de su personaje y denuncia la injusticia de una sociedad estamental, donde el nacimiento condiciona a las personas. Puro reflejo de la vida.
En estos tiempos, Fígaro les hubiese echado en cara a quienes controlan los capitales especulativos: “Porque sois poderosos os creéis con derecho a saquear las naciones y empobrecer a los pueblos…”
Releo lo anterior y me doy cuenta de que llevo un rato divagando…Pero ¿Quién podría decir que el teatro no es reflejo de la vida?