viernes, 31 de diciembre de 2010

Madrid, mendigar en navidad.-


El caso es que, estos días navideños, en las calles céntricas de la ciudad ha brotado una gran cosecha de mendigos. No es que los mendigos, indigentes, menesterosos y otros subproductos humanos, regurgitados por nuestra sociedad desigualitaria, estuviesen en embrión bajo las grietas del asfalto a la espera del tiempo propicio para florecer. No. Es que las fiestas navideñas, con su paga extraordinaria, con sus pulsiones consumistas a tope de revoluciones, con su fingido espíritu de amor cristiano a plazo fijo, y con toda la parafernalia aparejada para la ocasión, vienen a ser el caldo de cultivo donde florecen los miserables de la tierra y toman cuerpo y presencia.
Que se me perdone lo dicho hasta aquí y lo que sigue a continuación. No pretendo hacer un alegato contra la injusticia social - que debería ser tarea de todos los días - ni pretendo ponerme trágico para amargar el turrón al improbable lector desde esta bitácora de jubilata ocioso. Ni hablar. Es que, simplemente, me limito a constatar una realidad que se hace más evidente en estos días navideños: los mendigos nos salen de debajo de la alfombra.
Están ahí y a nadie que ande por la calle se le escapa su presencia, a poco que aparte la vista de las luces navideñas y de los escaparates.
Uno se hace cargo de que el mendigo, el que sobrevive a salto de mata, el que ayuna hoy y no come mañana, todos ellos, tienen que aprovechar estos días para rascar el bolsillo del paseante y, activando el mecanismo de su mala conciencia, hacer que éste vaya dejando un reguero de moneditas en los vasitos de plástico, latas, gorras mugrientas o cualquier receptáculo que el indigente utilice para recoger tan menguada cosecha. Y eso de la mala conciencia pequeño burguesa es un mecanismo que se dispara con más facilidad en estas fechas que el resto del año. Un servidor puede dar fe de haber sufrido sus efectos estas navidades.
Porque uno sale a pasear con su santa, Teresa, y camina por Goya, o por Preciados, dispuesto a ver esos escaparates tan atrayentes del Corte Inglés - pongamos por caso - y se encuentra al indigente tumbado en la acera, arrebujado en una manta mugrosa, no se sabe si durmiendo o muriéndose despacito; o al individuo con su cara pintada de payaso triste y un cartón entre las manos que dice "Tengo hambre"; o al joven inmigrante - tan joven que uno se asusta al pensar que éste ha renunciado tan pronto a luchar por una vida digna - con su chupa de adolescente y pelándose de frío, apoyado junto al escaparate del Museo del Jamón. Todos ellos esperando el magro maná de los centimitos que van cayendo del bolsillo del viandante apresurado.
Los ejemplares de infrahumanos (no lo digo por menostrecio, sino por negar sus derechos a la hipocresía del lenguaje políticamente correcto) abundan tanto y son tan variopintos que cada cual puede poner los ejemplos que más le apetezca. A un servidor, personalmente, quien más le impacta es un vejete renqueante sobre una muleta, con unos enormes ojos azules humildes, apostado en el paso de peatones frente al Banco de España, que se te acerca y suplica la limosna con palabras en lengua extraña. El hombre agita delante de tu cara un vasito furruñoso e insiste. Tú das un paso atrás con desagrado y él lo da hacia delante; tú te desplazas un paso hacia un lado y él hace otro tanto; tú miras con impaciencia hacia el semáforo, maldiciendo porque no se pone verde, y él sigue insistiendo con esa mirada azul y porfiada que parece reprocharte: Pero, hombre ¿No ves que estoy aquí? Si es solo una moneda...
Lo que he dicho antes: mala conciencia. Los desheredados del capitalismo es lo que tienen, que son material humano de desecho, antiestéticos, molestos y, encima, tienen un arma que utilizan sin pudor: hacerte sentir mal. Y, a fuerza de exhibir sus penurias y hacer que te sientas responsable de ellas, consiguen que sueltes medio euro a qualquiera de ellos.
Quizás no lo sepan, pero practican una especie de solidaridad gremial que da sus pequeños frutos. Ves tantos miserables de una sola tacada - entreverados con los escaparates corteingleses, con las apetitosas pastelerías, el lujo de las joyerías y las tiendas de moda - y tan necesitados todos ellos, que comienzan a dolerte las tripas de la conciencia.
A uno no lo miras, a otro haces como que no lo ves, al de más allá lo soslayas, y a todos ellos les niegas la existencia con tu indiferencia, pero la impresión de sus miserias se te va acumulando en el fondo de la retina y te baja hasta los entresijos de la conciencia con un regusto amargo. Al final, lo consiguen. Vas con tus bolsas de compra y empiezas a avergonzarte de terner una tarjeta de crédito en el bolsillo, y empiezas, también, a sentirte como un egoísta sin entrañas. Cuando no soportas más tu mala conciencia - de eso se trata - echas mano al bolsillo, sacar medio euro y lo sueltas a cualquiera de ellos, qué importa a cuál ¡Qué alivio! Ya no te duelen las tripas del alma, ya puedes ver escaparates con la conciencia tranquila y ya puedes acariciar la tarjeta de crédito que llevas en la cartera, junto al corazón.
Si los pobres de pedir se sindicasen en un Corral de Monipodio (como en Rinconete y Cortadillo) podrían reunirse al final de la jornada pedigüeña, poner en común la recaudación y, en un acto de justicia distributiva que les niega la sociedad, repartirse las monedas según el principio de a cada cual según sus necesidades. Y podrían - pero no son conscientes de ello - sacar mejor partido a su herramienta, esa de intranquilizar conciencias entre los que tenemos casa, sueldo, familia y la bandeja de turrones sobre la mesa.
Puestos, ya digo, a sindicarse en el gremio de los hambrientos de pan y respeto social, hasta podrían amargarnos las navidades yendo en catervas astrosas por los centros comerciales, gritando su hambre y exigiendo justicia. Pero, puestos a hacerlo, mejor que lo hagan en grupos numerosos, no les vaya a pasar lo que a quel mendigo que vi patear en el lujoso
mercado de San Miguel las otras navidades, proque se atrevió a pedir limosna dentro del recinto.
Por fortuna para nosostros, no son conscientes de la fuerza que puede dar el hambre puesta en común, y cada uno de ellos se encarga de su personal subsistencia. Cada uno va a lo suyo, tal como hacemos nosotros, los que comemos todos los días.
Yo, con un euro que le di a un desarrapado taciturno en vísperas de Navidad, ya me siento feliz hasta después de Reyes ¡Es tan barato!

3 comentarios:

  1. Secundino Formigal i Ventrull31 de diciembre de 2010, 20:13

    Muy bien, Sr. D. Conloquendicausa, pero ¿cree que de verdad hay hambre tras muchos de los protagonistas de su narración? Aquí, en provincias, desde donde le comento, los pedigüeños (mayormente señoras) no son más que los topmanteros con cartón, peones de una red mafiosa. El capitalismo es que está en todo; pero la mafia también, y adivine usted de dónde procede... Sí, sí, de los países que, precisamente, fueron poco capitalistas...

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  2. Se ve que el autor de esta entrada junto al corazón lleva algo más que la tarjeta de crédito: empatía, solidaridad y caridad. Y si se cuenta con gracia y sin eufemismos, mejor que mejor.
    Un saludo.

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  3. Comparto en gran medida la opinión de D- Secundino. Muchos de estos mendigos es muy probable que sean sólo peones de esas mafias de las ex-repúblicas socialistas, que nos han invadido en cuanto se han pasado al capitalismo.
    Pero creo que para opositar a peón de estas mafias hay que estar muy desesperado, muy derrotado.
    Como el estado del bienestar se vaya desmoronando, la oposición a peón pedigüeño de mafia del Este va a ser más difícil que la de registrador de la propiedad-
    Feliz Año

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