jueves, 30 de julio de 2009

Asfalto fresco.-

Es una forma de decir, claro está. Estos días nos han asfaltado la calle, un hecho que nos ha sorprendido a los vecinos, ya que el barrio de la Concepción es un barrio de clase media-media-de-medios-pelos, lleno de jubilatas y emigrantes; o sea, de una categoría social mediocre, tan mediocre que uno queda sorprendido de que los burocráticos ojos municipales hayan puesto su bondadosa mirada en él y lo premien con un asfaltado nuevecito. Aunque tampoco hay que exagerar, que no asfaltan todo el barrio, sino sólo algunas calles, entre ellas la nuestra. Una lotería.
¿Quién se acuerda de aquellas “operaciones asfalto” de cada verano? Qué tiempos aquellos, cuando nos quejábamos de que el ayuntamiento no hacía más que echar capa sobre capa de asfalto y nos dejaba las calles con su brillante negro mate, un agosto sí y otro también.
En estos últimos años, los que vivimos aquí nos habíamos resignado a ver cómo se agrietaba el asfalto de las calles, se abrían baches acá y acullá, se iban rompiendo baldosas de las aceras, se cegaban alcantarillas y, de paso, nos iban subiendo las tasas municipales, el IBI y otras menudencias impositivas. Como, además, sabíamos que las faraónicas obras de la M 30 habían dejado exhaustas las ubres municipales, no creíamos que quedase nada que ordeñar para la mejora de nuestro barrio.
Leí por ahí algo sobre un informe de Economía y Hacienda a propósito de la deuda municipal: 6.683,9 millones de euros a fecha diciembre de 2008. Lo que supone el 20,8% de la deuda total de la totalidad de todos los municipios españoles. Cuando me enteré que en casa debíamos 4.160 euros (2.080 € por ciudadano madrileño) por poco me declaro apátrida. Si no lo hice no fue por sentimiento patriótico o de pertenencia a ninguna tribu urbana o afinidad afectiva con esta megalópolis insufrible, no lo hice simplemente porque no tengo a dónde ir y toda mi vida laboral no ha dado para una segunda residencia. Ni siquiera en los gloriosos años del ladrillo áureo.
Ahora entiendo que la gente de mi barrio no salga de vacaciones con tanta alegría como otros años. Sólo de pensar que sobre cada cabeza gravita el peso de 2.080 euros de morosidad edílica es para no moverse de casa, aunque las noches estivales se pongan a 30º C. Es una lástima que haya que pasarse el ferragosto sin más recurso que el abanico y el paseo por el parque del Calero al anochecer. Si, al menos, la piscina municipal no llevase dos años en secano y no nos hubiesen agujereado el auditorio donde ponían el cine cada verano… Pero los designios municipales son inescrutables, y lo mismo te dejan sin piscina y cine, que te asfalta la calle sin que tengamos mayores merecimientos para ello.
En fin, el Ayuntamiento de Madrid es una divinidad caprichosa, y de nada sirve declararse ateo.

martes, 28 de julio de 2009

Sólo son cuentos.- Cosas de amores, 5

Paz conyugal.-
Por fin, sosegado su infierno doméstico, se ignoraban en silencio.

viernes, 24 de julio de 2009

De ida y vuelta.-

Este verano nuestras vacaciones serán así, de ida y vuelta. No haremos esos planes que nos llevaban a visitar países lejanos o próximos; o sea, que no saldremos ni siquiera de la península. El exotismo del viaje al extranjero, por lo menos este año, no está a nuestro alcance. Por eso hemos cambiado de estrategia. Que aprieta el calor, maleta y a salir corriendo de Madrid. Son viajes sobre la marcha, decididos a última hora, que nos liberan de la rutina estival en esta ciudad donde el asfalto es un sucedáneo de las calderas de Pedro Botero.
Porque, para cocerse a fuego lento no es necesario pasar por el tedioso trámite de morirse y someterse a ese tribunal sin apelación que dictamina una de estas dos opciones: o te manda a cantar gori-goris por toda la eternidad, revestido de túnica blanca y con coronita brillante sobre el occipucio, o bien te condena a las penas del infierno inferior, a cocerte en calderas de brea hirviente, como nos enseñaban a los niños en la doctrina.
Lo dicho, ya no es necesaria toda una vida de pecado para hervirte a fuego lento. Basta con que vivas en un barrio madrileño, como un servidor. El asfalto, resquebrajado de tanto uso, empieza a recalentarse; las paredes de los edificios haciendo el oficio de acumuladores de calor; los árboles mustios de sequedad, son un anticipo de ese calorín infernal prometido a los depravados. Lo malo es que todos lo sufrimos por aquello de que en esta sociedad se socializan las incomodidades y las penas, lo mismo que se ha hecho con el fracaso del sistema neoliberal.
Supongo que se debe a esta ideología reaccionaria que impera en esta ciudad lo de repartir males entre el común y acaparar provechos para unos pocos, pero lo cierto es que este verano, en nuestro barrio de la Concepción, no funciona el cine de verano y está cerrada la piscina municipal. Si se añade que la gente anda trabajando en precario, a ver quién es el guapo que hace las maletas y se va de vacaciones todo un mes. Y a tomar el fresco al cine del parque no puedes ir. Y la piscina del polideportivo es un agujero enorme de cemento.
En fin, que nosotros andamos de ida y vuelta. Unos días al fresco serrano y otros torrándonos las meninges al sol asfalteño de esta bonita ciudad.
Para mantener el optimismo dejo esta foto donde se ve el Peñalara desde las Presillas.

lunes, 20 de julio de 2009

Perro solo.-

¿Nunca os obsesionais? Releyendo algunas de las entradas de mi bitácora, me he dado cuenta de que yo sí; yo tengo una obsesión bastante tonta, y recurrente, como suelen ser las obsesiones. Se trata de mi empeño en exhibir mi quasi-ignorancia de lo que podría llamarse la cibercultura, esa pasión por las nuevas tecnologías y todas sus manifestaciones. Me refiero al empleo habitual y compulsivo de esos gadgets tecno, llámense iPhone 3G, i-world, iPod, vídeo juegos, redes sociales tipo Facebook o Twitter, Second Life (si sigue existiendo)… y tantos otros de los que ni conozco el nombre, ni sé su utilidad.
Hasta tal punto conforma la cibercultura un mundo con vida propia y dispone de tantos millones de adeptos, que hasta han inventado un nombre específico para designar a éstos: Geeks. Es más, incluso el Pequeño Larousse, en la edición que se prepara para 2010, define Geek como: Persona apasionada por las tecnologías de la información y de la comunicación, en particular por Internet. Pero parece que ser internauta habitual (que yo sí lo soy) no es suficiente. Hace falta, además, ser un apasionado de los comics, de la ciencia ficción, de los videojuegos, de los juegos de rol, de los mangas japoneses… El Geek, dicen, se refugia en el mundo imaginario; es un adulto que no quiere crecer. Toda una vida dedicada a la utilización de los cibercacharros y al mundo virtual de “La Guerra de las Galaxias” o “Star Trek”, o a identificarse con héroes virtuales como la Lisbeth Salander, de “Milenium, o –para no cansar– con el mundo élfico de Tolkien.
A mí la vida no me da para tanto, tengo otras aficiones que nada tienen que ver con toda esta parafernalia y ando sobrado de ellas. Ya lo he dicho otras veces, yo soy un veterano de la Olivetti Studio 88 (180 pulsaciones por minuto), y el rollo este de la cibertecnología me pilló en pleno proceso alopécico y con las neuronas reclamando la prejubilación. Ya es bastante con poner al día mi bitácora.
¿Y todo esto, a qué viene? Pues a propósito de la foto y el titular que he puesto como excusa. A que, si estuviese medianamente cibertecnificado (me chiflan los neologismos raros), cuando ando de viaje dispondría de un portátil con conexión WiFi y podría colgar mis entradas desde cualquier lugar y al momento, en vez de ir contando mis vacaciones por entregas y a toro pasado.
El perro solo y de aire tristón que aquí se ve lo encontré una mañana que iba paseando desde Abanillas hasta Luey, pueblo a 3 kilómetros de distancia. Llovía un poco aquella mañana, no había un alma a la vista – los perros no tienen alma, según Malebranche –, cuando se me cruzó el perro anónimo, solitario y triste. Se limitó a parar un momento, volver la cabeza, mirarme y seguir su camino. Me hubiese gustado hablar un rato con él, pero los lenguajes perruno y humano no tienen puntos de coincidencia lingüística, con lo que la incomunicación era inevitable.
Ya digo, nos cruzamos, me miró, le hice una foto y cada cual se fue por su lado.

viernes, 17 de julio de 2009

Gochos.-

Hablando con propiedad, y para que nadie vea en ello un menosprecio de sexo: gochas. Hay que hilar fino hoy en día con eso de las denominaciones según el género porque enseguida le acusan a uno de sexista. Los dos hermosos ejemplares que aparecen en la foto no son cerdos, sino cerdas; no son gochos (como dicen en León), son gochas. En mi tierra, Navarra, el nombre genérico es “cuto”, y, que yo sepa, no existe el específico para designar a las hembras. No es para menos. Llamarlas “cutas” suena mal y se presta a confusión malintencionada. Hay que pensar que, por muy “cerdas” o “gorrinas” que sean, nada les impide ser decentes. Lo de “gorrinas” es porque también se emplea en mi tierra el término “gorrín”, sobre todo cuando son animalitos pequeños, lechones de esos que terminan sus tiernos días en una fuente bien horneados, doraditos y churruscantes.
Y aunque sea salirse por la tangente, recuerdo que en Navarra existe una canción que se llama “El cuto divino”, que comienza: “En la hermosa ciudad de Tafalla ha rifado un cerdo el santo hospital…” Canción que acostumbramos a cantar Teresa y yo cuando vamos para Pamplona a ver a la familia. Por si acaso a alguien se le ocurre, gradeceré que nadie asocie al cuto divino con mi familia, que todos somos gente de pro…
Hecho este circunloquio, revenons à nos moutons. Porque no quería hablar de las múltiples denominaciones con que se designa a este animal, impuro para musulmanes y judíos, y fuente de placeres gastronómicos para cristianos en general, con independencia de la Iglesia a que se adscriban por asuntos de dogma de más o menos.
Lo que pasa es que las dos gochas, de las que quiero hablar en esta ocasión, me las encontraba yo cada mañana temprano, siempre durmiendo, cuando salía de paseo los días que hemos estado en la aldea de Cantabria donde nos alojábamos. El camino de junto a casa arrancaba con una fuerte pendiente que me hacía resoplar y me despejaba las últimas telarañas del sueño. La cuesta era dura, pero llegaba un momento en que se suavizaba y me permitía recuperar el aliento, momento que aprovechaba para echar un vistazo a mi alrededor. Del otro lado de la cerca del prado, veía, sucesivamente, ovejas pastando y dale que le das al rumio y a la esquila, dos perros que las cuidaban y me ladraban. Uno de ellos con poca convicción, como por cumplir; el otro bajaba a ladrarme hasta la misma cerca, junto a la que dormían las dos gochas. Había por allí, además de las ovejas, las gochas durmientes y los perros ladradores, un par de borriquillos que no me prestaban ninguna atención. Y siempre, siempre que pasaba junto a las marranas, las encontraba durmiendo. El resto de los animales estaban cada cual a lo suyo, pero ellas, duerme que te duerme.
Tumbadas una junto a la obra (“abarloadas” hubiera dicho Torrente Ballester), dormían plácidamente enfrentadas hocico junto a hocico, pezuña con pezuña, barriga con barriga. El caso es que el sol hacía más de una hora que había salido, pero ellas dormían con la placidez de los justos, con la tranquilidad de quien tiene la vida resuelta, con la satisfacción del deber cumplido… Esto último lo digo porque, por su envergadura, su exuberancia carnal, sus abundosas y colgantes mamas, se echaba de ver que eran hembras de cría y no estaban predestinadas al despiece de carnicería.
No hubo madrugada que no pasara por allí y las viese felizmente dormidas. Tanta placidez me decidió a hacerles una foto de recuerdo. Lo malo era el perro aquel que bajaba a ladrarme hasta la cerca, que las sobresaltaba antes de que yo preparase mi cámara y ellas se levantaban con un susto enorme que hacía temblar sus abundantes carnes. En un momento, pasaban de los brazos del Morfeo cerduno a la taquicardia y nunca conseguí retratar su plácido dormir.
Una noche, después de cenar, subimos el Josefo y yo dando un paseo hasta donde las gochas y estaban felizmente dormidas, tan dormiditas, tan amorosamente juntas, que hasta nos dio envidia. Entonces, Jose cogió la manguera y les echó agua para despertarlas. Ellas se levantaron sobresaltadas ¡groing! ¡groing!, protestaban. A nosotros la gamberrada nos dio mucha risa y corrimos camino abajo, no apareciera el dueño y nos diera de palos.
Estos días en Madrid, con el calor que se pasa por las noches, todavía me acuerdo de lo a gusto que dormían las gochas

Envidia cochina, lo reconozco.

miércoles, 15 de julio de 2009

De regreso


De vuelta a casa tras unas cortas vacaciones, venía yo pensando que esto de alimentar un blog resulta un poco coñazo. Como no tengo ordenador portátil, los días que estoy fuera de mi domicilio me resulta imposible dejar comentarios sobre lo que veo o se me ocurre pensar, así que la bitácora se ha quedado en encefalograma plano durante un montón de días y, claro, los pocos lectores que tengo pasan de largo. La fama –pequeña o grande –es efímera.
Al final, este invento viene a ser como las antiguas locomotoras de vapor que, para que anduviesen, había que ir paleando carbón sin parar. Lo que resulta un coñazo, ya lo he dicho. Así que no le veo la gracia a esto de las nuevas tecnologías, que te esclavizan, si quieres estar à la page, como dicen los franceses, o te olvidan como el desodorante.
Pero no me importa. Durante diez días he estado en paradero desconocido, perdido en una aldea de Cantabria, entre prados, vacas, caballos, perros, gatos, moscas que vivían su vida indiferentes al tráfago de las nuevas tecnologías. Y como yo soy más campestre que urbanita, ni me he acordado durante todo este tiempo de que mi bitácora estaba languideciendo de pura inanición.
Eso de levantarme a las siete de la mañana, calzarme las deportivas y echarme al monte a recorrer caminos me ha dejado como un reloj. Abría la ventana y veía los montes llenos de bosques y los prados habitados por sus vacas rumiando la placidez del lugar. Si no llovía, cosa de un par de días o tres, podía ver desde la terraza el mar al fondo. Mirando hacia el Oeste, alcanzaba a ver Peñamellera y los Picos de Europa. Nada que se pareciese a mi barrio, donde desde la ventana no veo más que los bloques de casas que tengo enfrente, y si miro al suelo, no veo más que asfalto recalentado y coches ruidosos.
Confieso que, además de campestre, soy un poco raro. Tenía San Vicente de la Barquera, con su hermosa playa, a 10 kilómetros del alojamiento y no me he puesto el bañador, ni siquiera el pisado la arena. Y eso que ocasiones no han faltado. La Franca, Unquera, Pechón, Santoña…, hemos recorrido bonitos lugares de costa, pero lo del baño es algo que no me pedía el cuerpo.
Pero no hay que preocuparse. Queda todavía mucho verano y seguro que habrá ocasión de acercarse al mar y darse un chapuzón, aunque solo sea para que uno termine pareciendo una persona normal, un turista que cumple el reglamento: tomar el sol, poner a remojo el ombligo, una cervecita en los chiringuitos playeros, paella y siesta.
De verdad que me voy a reformar y comportarme como uno más de los miles de veraneantes que siguen el procedimiento de los manuales del buen turista.

sábado, 4 de julio de 2009

Fuera de onda.-

No es que me lo haya dicho nadie, es que lo he averiguado yo solito: estoy fuera de onda. A ver si me explico. Un servidor ya sabía que en eso de las tecnologías punta andaba muy desfasado, lo que no tiene nada de especial si se consideran mi edad y mi formación: sesentón y de letras.
Cuando hacía el bachillerato tenía problemas con la física, la química y las matemáticas. Era incapaz de hacer la conversión de grados Fahrenheit a grados Celsius, por ejemplo. Hacer formulaciones químicas era para mí como escribir un poema en caracteres de chino mandarín, y a lo más que llegué fue a identificar H20 con el agua del grifo. En cuanto a las matemáticas, resolver una raíz cuadrada era tan difícil como hacer la cuadratura del círculo, y no digo nada de las ecuaciones de segundo grado: eso de despejar las incógnitas x y z era asunto al que no llegaba mi cociente intelectual ni de lejos.
En cuanto a lo de sesentón, ahí sí que declino toda responsabilidad. Me nacieron recién terminada la segunda guerra mundial y desde entonces ya han llovido muchas guerras y he cumplido muchos quinquenios. Soy de los que trabajaron toda su vida con la Olivetti Studio 88 y escribía sobre el teclado con el método ciego, 180 pulsaciones por minuto. Un krak. Pero aquello es pura obsolescencia.
Con estos antecedentes, no tiene nada de extraño que de tecnologías electrónicas ande más bien escaso. Manejo el ordenador, el móvil y el mando de la tele con cierta soltura, pero de ahí no paso.
Total, que uno sabe de sobras que está fuera de onda en lo que respecta a las nuevas tecnologías, así que es consciente de ello y lo acepta. Pero lo que más me descuadra es que también estoy fuera de onda en muchas modas –por llamarlo de algún modo– sociales. Y ahora explico a qué me refiero.
El otro día recibimos en casa una invitación de boda. Formato cuadrangular, cartulina de grano blanco, una franja horizontal azul celeste y una flor de factura infantilista (creo que me ha salido un neologismo), con un taladro en su centro geométrico, ensartada por una cinta azulita con motitas blancas, lo que permite deslizar la florecilla todo a lo largo de la susodicha cinta. Chuli. Guay.
La invitación de boda nos informa que Fulanito y Fulatina tienen el placer de comunicarnos que se casan, cosa que me parece estupenda. Yo ya lo hice hace 36 años y no me he roto nada. La cosa se complica cuando te dicen que la ceremonia será el día D, hora H en la parroquia Tal de tal pueblo cercano a Madrid y el banquete será en el restaurante Cual de un pueblo que está 20 kilómetros más allá de donde se casan. O sea, a 50 kilómetros de mi casa. Pero no es sólo eso; es que, además, se casan en pleno ferragosto, cuando las clases medias estamos en paradero desconocido, huyendo de la calorina esteparia madrileña.
Bien pensado, tampoco esto tiene nada de especial. La familia –porque de familia se trata– te convoca a bodas, bautizos, comuniones, funerales, en los momentos más inoportunos. O sea, que todo lo dicho anteriormente no es una moda social, sino un más de lo mismo, pero tenía que decirlo.
Decía lo de la moda porque, dentro del tarjetón, viene una discreta tarjeta como las de visita. Y en esta tarjeta viene un número de cuenta corriente con sus veinte dígitos (Entidad, Sucursal, Dígito Control, Nº de Cuenta propiamente dicho). Pues eso, que acabo de enterarme que esto es lo más fashion en cuestión de bodas. Lo de la lista de bodas, una antigualla. Lo de dar dinero a los novios en el banquete, entre un “Que se besen” y otro “Que se besen”, una ordinariez. Ahora lo más cool es ingresar discretamente el aguinaldo en la cuenta de los recién casado. Es más discreto, no hay que llamar al furgón blindado para que se lleve el saco con los dineros, la madre de la novia no tiene que cargar con los fajos de billetes toda la noche… Todo son ventajas. Pero a mí me suena a impuesto revolucionario, a mercantilismo, a transacción económica asimétrica (langostinos a cambio de pasta), a “pesca milagrosa” tipo FARC. Te ponen en una lista porque sí, te invitan a una ceremonia tediosa y que suele acabar en divorcio, te mandan a comer los entremeses y el entrecot (¡con estos calores!) a 50 kilómetros de casa, te obligan a soportar todas las geniales vulgaridades alcohólicas durante las horas del banquete (“El polvo de esta noche ya no es ilegal”, gritaban a los novios en la última boda que asistí el verano pasado). Encima, como vas en tu coche, si bebes, te está esperando la Guardia Civil con el aparatito de soplar.
Todo un programa. Y yo ignorante de las nuevas tendencias…

jueves, 2 de julio de 2009

Rarezas de ocioso.-

Cuando me monté esta bitácora (blog lo llaman los conocedores) no tenía más propósito que encauzar por ella parte de mis ocios de jubitala marchoso. Hacer anotaciones en ella (post, las llaman los que saben) ocupa bastante tiempo, ya que uno, en primer lugar, debe pensarse qué coños va a escribir y, en segundo lugar, cómo lo va a escribir. Aquello de si lo que escribe va a interesar al navegante internauta, ni se lo plantea, Puede hacerlo, si quiere, pero es seguro que llegará a conclusiones muy desalentadoras respecto a la popularidad de su bitácora.
Para justificar el vertido de las excrecencias mentales de uno –que apenas interesa a cuatro descarriados– en el universo internaútico, nada mejor que tomar como ejemplo el universo exterior más próximo a nuestro planeta. Hay tal cantidad de chatarra cósmica, de basura espacial flotando sobre nuestras cabezas, con grandes posibilidades de descrismarnos, que verter un poco de residuos mentales en el universo virtual de Internet no debe considerarse ni antiecológico ni perjudicial para la salud.
Es que si se clasificase como delito ecológico, dañina para la salud mental, toda la basura que flota en el gran océano internaútico, Internet sería un mundo tan cancerígeno que ríase usted de Chernobil. Por eso, como hemos decidido que en el pozo sin fondo de la Red se pueden hacer vertidos incontrolados de sustancias mentales sin que hayan pasado el test de calidad intelectual, yo voy a lo mío y hablaré de mis últimas lecturas.
Hay que ver lo que da de sí el tiempo de un jubilado… Estos últimos días ha caído en mis manos un manual sobre Kant (no el propio Manuel Kant) –obsérvese el sutil juego de palabras– y me he puesto a leerlo. Con papel para notas y boli al lado, que la artrosis neuronal me impide una comprensión inmediata del texto. ¿Aburrido…? Ni hablar.
¿Alguna vez has intentado comprender qué función cumplen en nuestro conocimiento el Espacio y el Tiempo? ¿Quién puede imaginar un Espacio vacío o un Tiempo sin una sucesión de sensaciones o experiencias? Pues eso. Espacio y Tiempo resultan imposibles de representarse porque no son realidades en sí. Son las “formas” que tiene nuestra capacidad de conocimiento para comprender el mundo exterior. Son como el recipiente que da forma a su contenido, como una botella transparente que da forma al líquido que contiene.
Imagina que el mundo exterior es un caos de sensaciones, incomprensibles para la mente. Si no fuese por el Espacio y el Tiempo que dan forma y orden al mundo exterior a nuestro conocimiento, no podríamos representarlo ordenadamente. ¿A que no es tan difícil de entender?
No me digas que no sabías que el pensamiento se estructura mediante “juicios analíticos” y “juicios sintéticos”. Los primeros son universales y necesarios, y no necesitan de la experiencia para su comprobación. Por eso los llama “a priori”, porque son previos a toda experiencia. ¿Puedes imaginar un triángulo que no tenga tres lados? Pues eso es un juicio analítico: un triángulo siempre tiene tres lados, tengamos o no experiencia de ello.
Por el contrario, la veracidad de los juicios sintéticos está sujeta a la comprobación experimental ¿Cómo sabemos que la tierra gira alrededor del sol, si no es tras la experimentación científica? Preguntádselo a Galileo, que por poco le dan matarile los inquisidores. Como estos juicios se emiten tras la comprobación experimental, Kant los llama “a posteriori”.
Pues ya ves, en un ratito hemos comprendido cuatro conceptos fundamentales de la teoría kantiana del conocimiento. Y, una vez que coges carrerilla, lo demás es cuestión de paciente lectura. Y, encima, quedas como una persona inteligente. ¿Acaso has visto en la blogosfera del piélago internáutico algún blog de jubilado que hable de estas cosas? Pues, eso… Bueno, a lo mejor sí, porque, como decía el torero, “hay gente pa tó…”
Otro día podríamos hablar de la teoría del conocimiento de monsieur René Descartes. ¿Puedes imaginarte unos pequeños espíritus animales que corren por nuestro cuerpo y llegan a la glándula pineal del cerebro, haciéndola sonar como un badajo? Y eso que monsieur René era un racionalista puro.