lunes, 30 de diciembre de 2013

Recapitulación.-

Ahora que aún estamos en navidades y casi terminando el año, le propongo al improbable lector hacer un ejercicio de memoria.  Un registro escrito que a este jubilata le resulta, si no útil porque no remediará los hechos pasados, al menos interesante. Se trata de animarle a llevar un  diario donde refleje las vicisitudes de su vida cotidiana, los comentarios que le provoquen los sucesos que más llamen su atención, y algunas reflexiones sobre cómo va encarando la vida paso a paso. 

Visto con la perspectiva del tiempo transcurrido, uno se descubre en sus escritos intimistas – no escribe para ser leído, sino para darse cuenta de que está viviendo – bajo una luz cambiante, según esté cabreado por la sociedad que le toca sufrir, esperanzado por pequeñas logros que no sobrepasan la esfera privada, indiferente ante las grandes palabras de políticos y otros maniobreros del negocio público, ilusionado por proyectos cuyo valor no va más allá de mantener vivas las ganas de no caer en la desesperanza, o, simplemente, vivo. Porque, eso sí, uno se lee a sí mismo en la distancia del tiempo transcurrido, y descubre que, aunque sea a empujones, ha vivido.

La cosa va, cómo no, de que estamos terminando un año que a muchos no nos hubiera gustado para nuestro país vivirlo así; por eso no está de más echar la mirada atrás para ver cómo ha ido el asunto este del  manubrio del ludibrio del bodrio que es la supervivencia en un país sometido a deterioro programado. Ya este jubilata se sospechaba algo cuando, en el encabezamiento del “Diario 2013”, añadió una coletilla que decía “La tiranía del mediocre”.

Jode ser profeta, pero lo clavé. Hemos pasado este año sometidos a la tiranía de un mediocre cuya misión histórica ha sido (está siendo) reducir al mínimo vital los logros sociales de los últimos años, aniquilar la sanidad pública, deteriorar y encarecer la enseñanza pública, empobrecer las clases medias  y convertir a los trabajadores en mano de obra paquistaní, de bajo coste, asustada y sumisa. Y a fe que lo está logrando. Si alguien me pidiera que, de un solo trazo, representara gráficamente este echo de la sumisión de todo un pueblo, le mostraría esta foto que publicó la Agencia Efe y que vale por todas las palabras. Un puro síndrome de Estocolmo, la humillación hecha carne.


Pero no se vaya a creer el improbable lector que uno cultiva la depresión porque es un masoquista inconfeso, porque también, en el encabezamiento del diario, dejé escrita una frase esperanzadora de la Eneida: Dī maris et terrae tempestātumque potentēs, ferte viam ventō facilem et spīrāte secundī (Poderosos dioses del mar, de la tierra y de las tempestades, dadnos un camino fácil y soplad con viento propicio). Lo dijo Anquises, padre de Eneas, cuando dio la orden de zarpar a la flotilla que formaron los troyanos que huían de su patria aniquilada. Lo malo es que estos viejos dioses han hecho oídos sordos a la súplica -más bien deseo- que quise manifestar con estos versos virgilianos.

Claro que estos pobres viejos dioses paganos también fueron barridos por las religiones monoteístas, quienes se alzaron con el santo y la limosna, relegándolos al aburrimiento de los museos y la curiosidad superficial de los turistas. Y aunque sea regar fuera del tiesto, el recuerdo polvoriento de estos dioses paganos, tan humanos ellos, siempre me recuerda el relato de Torrente Ballester  El Hostal de los Dioses Amables. Arrojados del Olimpo por el cristianismo, se refugiaron en aquel hostal, donde iban disolviéndose en la nada a medida que sus devotos se iban olvidando de ellos. Al final, ellos y nosotros somos la memoria que los demás conservan de nuestra existencia, y, cuando  aquéllos se desmemorian, acabamos en el olvido.

Pero, revenons à nos moutons, que dicen nuestros vecinos de más allá. Algo especialmente humillante, que quedó reflejado en el diario, fue cuando el señor ese Rajoy fue a Japón a venderle de saldo a sus capitalistas la mano de obra tirada de precio que ha logrado fabricar aquí. Que todo un Presidente de Gobierno de un país ofrezca por cuatro perras gordas la fuerza de trabajo de sus conciudadanos produce tanta humillación que debió abochornar a los propios japoneses a quienes se les ofrecía la ganga. Y lo hizo sin mover una pestaña, como cuando, frente a Fukushima, les dijo que eso de las radiaciones era cosa de poco, como los hilillos de plastilina del Pretige lo fueron en su momento.

Y, como cerrando el ciclo anual, aunque sea pura coincidencia, o solo lo parezca, el año se termina con la manifestación llamada "misa de la familia", en los aledaños de Colón, orquestada por la jerarquía católica, donde el dinero de la limosna de sus fieles se acaba guardando, en bolsas de plástico, en el maletero de un BMW estacionado cerca de la sede del PP; ciclo que se abría un 18 de enero con la noticia de que Bárcenas tenía 20 millones de euros escondidos en Suiza. Ciertamente, parece pura coincidencia, pero los dineros y el poder tienen sus querencias afines: Génova y Suiza son patrias de prestamistas y banqueros.

Pero no hay por qué cabrearse por estas cosas, que leídas en un diario personal al cabo de un tiempo, tienen el triste consuelo de lo inevitable. “Es lo que hay”, dice la gente y se resigna. Este jubilata odia la frasecita de marras y propone un deseo bien modesto: que el próximo 2014 no sea peor que el año que nos abandona a nuestra suerte. 

Y como hay que afrontar el porvenir con gallardía, gritemos con fuerza las vibrantes palabras de aquel inefable ministro Trillo: 
¡¡ Viva Honduras!! 

lunes, 23 de diciembre de 2013

Un paseo por la Villa de los Papiros y algunos comentarios más.-




El visitante que camine por la exposición puede ver un letrero que representa el grafiti que un espontáneo dejó escrito en una pared de Pompeya antes de la erupción del Vesubio el año 79 d.n.e.: admiror te, pariete, non cecidisse ruina qui tali scriptorium taedia sustines; lo que en román paladino viene a significar que el grafitero se sorprendía de que se mantuviese aún en pie una pared que soportaba tantas tonterías escritas en su superficie.

Uno, que es muy sentido, se lo tomó como una alusión personal (aunque el fulano lo escribió hace ya más de 20 siglos) y se puso a pensar la cantidad de previsibles tonterías que lleva ya escritas en esta bitácora desde que, hace ya cuatro años, se encontró con semejante juguete internautico. Pero, como uno es, además de poco lucido mentalmente, bastante terco, decide seguir llenando su pared virtual de borrones. Quizás los arqueólogos del futuro encuentren materia para sus investigaciones, aunque saquen una idea sesgada del bajo nivel intelectual de estos tiempos.

Mientras, disfrutamos del trabajo de aquellos primeros arqueólogos quienes, con más entusiasmo que técnica, empezaron a excavar Herculano en el S. XVIII y sacaron a la luz la villa de los Papiros. Quizás el improbable lector haya visitado Pompeya y/o Herculano (este jubilata visitó aquélla hace tres años) y se sienta fascinado por el modo de vida de  aquellas gentes a las que se les paró el reloj abruptamente un 24 de agosto. Un parón tan repentino que les pilló en mitad de sus quehaceres o huyendo con lo puesto.

Para hacerse una idea de cómo puede quedar una ciudad a la que le sobreviene una muerte súbita, podríamos imaginar un mundo distópico, pero en todo semejante a la capital del reino. Imaginemos (a los que vivimos en Madrid nos resultaría fácil) que un día cualquiera la contaminación formase una capa tan espesa y pesada que cubriese la ciudad y ahogase a sus habitantes en mitad de sus tareas: los parados en la cola del INEM, la M30 atascada de coches, Preciados abarrotada de peatones, la alcaldesa en la peluquería… y, en pocas horas, los materiales contaminantes en suspensión (miles y miles de toneladas), empezasen a posarse y solidificarse sobre los edificios y las gentes, hasta borrar todo vestigio de vida. Los arqueólogos, de aquí a diecisiete siglos se harían una idea bastante exacta de cómo habíamos vivido bajo la merdulencia contaminante antes de solidificarse.

Claro que la Villa de los Papiros no nos habla del modo de vida de la gente corriente, sino de la clase privilegiada. Su dueño, al parecer, era Lucio Calpurnio Pisón, suegro de Julio César. Se trata de una residencia junto al mar con un gran peristilo ajardinado, rodeando a un gran estanque y unas dependencias lujosísimas adornadas con pinturas pompeyanas cubriendo sus paredes. 

En su biblioteca, 1800 volúmenes de papiro, donde se conservaban los escritos de la escuela epicúrea. 

Ya puede imaginarse el improbable lector de quién hablo, de aquel denostado Epiculo por sus doctrinas materialistas y la búsqueda del placer de vivir. Solo que el epicureísmo no es la búsqueda del placer grosero, sino del equilibrio para ausentar el sufrimiento: “El placer es el principio y fin del vivir feliz, pero no nos referimos a los placeres que residen en la disipación sino al no sufrir dolores en el cuerpo ni estar perturbados en el alma”, dice Epicuro quien, por otro lado, era un hombre frugal. Por eso – dando un salto en el tiempo – decía Baroja que él se consideraba un cerdo de la piara de Epicuro.

Y, por ponerse en situación, si uno visita esta muestra y ha visitado las antiguas ciudades cubiertas por la lava del Vesubio, debería haber leído la carta que Plinio el Joven le dirigió a Tácito contándole cómo su tío Plinio el Viejo, comandante de la flota, murió en la costa, cerca de Pompeya, tras ir a observar de cerca el fenómeno de la erupción y en socorro de la dama Rectina, quien le había mandado una petición de auxilio,  y otros veraneantes de la costa. Y lo de veraneantes no es un anacronismo, pues en la carta se dice “erat enim frequens amoenitas orae”, ya que el lugar era muy frecuentado por lo agradable de la costa. Piénsese que era el ferragosto y en Roma se torraban hasta los pájaros, así que la gente pudiente veraneaba en las villas suburbanas. Como las costas del Levante español, pero sin las moles de ladrillo.

Cuenta Plino el Joven que por muchos lugares del monte Vesubio salían enormes llamas y relucían los incendios, los cuales alumbraban las tinieblas de la noche con su resplandor. Y la nube producida por la erupción era semejante a un gran pino con un tronco larguísimo en cuya parte superior, debido a la explosión, se abrían a modo de ramas que poco a poco se iban disolviendo y cayendo por su peso, posándose las materias ardientes y las cenizas sobre el suelo.

Y antes de terminar, releído lo que antecede, y visto el revoltillo resultante, este jubilata no puede por menos que darle la razón al grafitero de hace veinte siglos: admiror te, pariete, non cecidisse ruina qui talia… sustines.

sábado, 14 de diciembre de 2013

España a la contra.-


Este jubilata lleva unos cuantos días haciendo examen de conciencia por ver en qué momento, como ciudadano español y, por lo tanto, corresponsable en el devenir histórico de esta cosa que, provisionalmente, llamamos España, ha oprimido a Cataluña o tiranizado a los catalanes. Lo que viene a cuento por lo del “Simposio España contra Cataluña”.

De verdad, por darles la razón a los oprimidos, uno está dispuesto a asumir que es mala persona, que les explota y les roba; pero por más que se palpa la ropa y se registra los bolsillos, no se encuentra ni un gramo de expolios, opresión o botines de guerra; apenas los ahorros de toda una vida de trabajo y la jubilación que se ha ganado tras cuarenta años cotizando. Y, eso, espero que los patriotas de os Països Catalans no me lo tomen a mal.

En lo que sí estoy de acuerdo con ellos es en lo ofensivo que resulta que una asesora del culto ministro de Cultura, señor Wert, -según el Diario de Mallorca- llame a la Universitat des Illes Balears para preguntar cuál es el sueldo del epónimo de la cátedra Ramón Llull. Por lo visto, aun muerto en 1315, aún sigue cobrando por el ejercicio de su cargo. Pero esa ignorancia de su historia, que es también la de todos nosotros y de la cultura mediterránea, no sólo ofende a catalano-parlantes, sino a este jubilata y a cualquier españolito con un nivel cultural tirando a medianejo.

Pero, claro, el improbable lector puede reprocharme que el asunto del simposio, supuestamente planteado con rigor histórico, este jubilata lo lleve a un terreno personal. También un servidor podría hacerle un reproche, no al improbable lector –que ya hace bastante con pasarse por esta bitácora– sino a los organizadores de estas jornadas. De la misma forma que lo definido no puede entrar en la definición, titular “España contra Cataluña” equivale a condicionar las conclusiones científico-históricas de los ilustres cráneos.  Cada uno de ellos presenta su ponencia, pero a condición de que de ella se concluya que hay un verdugo “España”, y una víctima “Cataluña”. No hay nada como el rigor histórico guiado por la ideología: aquél dirá lo que ésta quiera. Jugando con cartas marcadas, así cualquiera es buen tahúr. A lo mejor, si lo hubieran titulado “España y Cataluña ¿Historia de un desencuentro?”…

Aparte que, puestos a buscar una España opresora, no hace falta irse a Cataluña, es suficiente con echar un vistazo alrededor, mismamente sin salir del Barrio de la Concepción. Porque, sí señor improbable lector, hay una España opresora y un pueblo oprimido. Si no, no tiene más que recordar el agravio histórico del Art. 135 (modificado) de la actual constitución, ingeniosa forma de opresión, según la cual, se convierte en Deuda Soberana (con sus buenas mayúsculas, para darle más énfasis) lo que no es más que el latrocinio de bancos, especuladores y financieros internacionales, con la connivencia de la casta política. 

Saquear las riquezas comunes a todos los ciudadanos (sean éstos de Palafrugell o de Villaconejos) es una forma de opresión para la que basta con tener mayoría absoluta en las instituciones y una oposición alicorta y desnortada ¿Para cuándo un simposio “España-Cataluña contra sus ciudadanos”? Arturo Mas y Mariano Rajoy serían dos ponentes muy bien informados, cada cual en su área de competencias y conocimientos.

Pero un servidor lo ignora casi todo sobre Historia y a lo más que lleva es a vivir su intra-historia; se siente más unamuniano que gurú de las grandes palabras. Y, para terminar, y por si acaso he ofendido a algún catalán por el simple hecho de haber nacido en esta Iberia sojuzgadora, he de recordarle que aquí me nacieron (otra vez don Miguel) sin que yo tuviera conciencia de ello, ni opción a elegir. 

Aparte de eso, creo recordar que al catalán que traté más asiduamente, y de esto hace ya años, fue a un peregrino jacobípeta de Riudoms (Tarragona), con quien hicimos gran parte del Camino y compartimos muchas horas de charla y amistad por esos caminos. 

Si te ofendí por ser españolito (sucedido para el que no contaron con mi opinión, insisto) ¡Perdona, Jaume Caparró i Cabré! En mi próxima reencarnación pienso nacer Azinhaga, patria chica de don José Saramago, y esa vez con pleno conocimiento de causa.  

Lo dicho…

domingo, 8 de diciembre de 2013

Leer y escuchar.-

Habitualmente, los que somos lectores corrientes, cuando nos enfrentamos a una novela, lo hacemos de forma unidimensional. Me explico, el libro nos cuenta una historia, o un entramado de ellas, que nosotros encaramos desde nuestro punto de vista limitado de lectores. De la lectura del texto sacamos conclusiones que tienen que ver con nuestra propia forma de entenderlo, al margen las razones por las que fue escrito o de la intención que el autor tenía cuando se puso a elaborarlo.

Este jubilata, que es lector un tanto compulsivo y anárquico, ha tenido que encontrarse frente a un autor para darse cuenta de que leer, lee, pero su nivel de comprensión (o, mejor, de reelaboración de lo leído) no se corresponde apenas con lo que autor pretendía. Como lector, uno espera que la historia entretenga, esté bien trabada y sea original. De ahí, casi, no pasa. A lo más, busca que el lenguaje tenga riqueza léxica y conceptual, explique con claridad las ideas que se quieren transmitir y, encima, que no sea tedioso. Un lector de novelas, en general, tiene suficiente con eso; y, si bien se mira, no es poco.

Encontrarse frente a un autor te descubre, antes que nada, que no se trata de un señor al que se le ha ocurrido escribir una historia porque sí, porque un día le llovió la inspiración del cielo, como un maná literario, conocía el oficio y se pudo a ello, a ver qué le salía. Resulta que un autor de novelas es alguien que se piensa su historia, busca los correlatos con la realidad para darle verosimilitud, y elabora unos personajes que tengan sustancia interior. Imagina una situación, reúne los materiales necesarios y teje su cesto poniendo cada elemento en su sitio: las relaciones espaciotemporales, la sicología de los personajes, sus actos, las relaciones de éstos entre sí y con el medio en que se desenvuelve el relato, y envolviendo todo ello, lo que llamamos inspiración. Como un servidor no se sabe cómo definirla, se atreve a decir que inspiración es esa forma de organizar un mundo mental imaginario, de manera que los materiales literarios con los que se trabaja den una percepción de la realidad fingida como si fuese la realidad vivida, y encima, seduzca.

A estas elucubraciones se entregaba este jubilata el otro día, de vuelta a casa, tras asistir a una tertulia literaria en los cursos Senior que organiza la UNED. Había estado leyendo Ha dejado de llover, de Andrés Barba, porque el autor iba a hablarnos de ella, de cómo la escribió, por qué, qué pretendía originalmente y qué resultó de la idea original. Y lo primero que conviene confesar es la propia ignorancia: hace unas pocas semanas, ni sabía que existía tal novelista. Lo que a este jubilata le lleva a darse cuenta de lo enorme que es el campo de su ignorancia, en esta materia y en todas las que uno pueda imaginar. Pero ese es asunto que, aunque no se diga, se presupone.
Una historia en cuatro relatos que tienen como marco la ciudad de Madrid. Según nos dijo Barba, la idea le surgió con Dublineses, de James Joyce ¿Por qué no escribir varias historias tomando como referencia los barrios madrileños? Cada uno de sus personajes según su ambiente sociocultural, tendría distintos comportamientos éticos frente a situaciones de relación familiar que suelen darse en todas las clases sociales: la paternidad no bien asumida, el cuidado de un familiar enfermo y absorbente, la percepción que tiene una adolescente de la infidelidad paterna, la inseguridad frente a un ser próximo y egoísta. Lo que iba a ser la historia de diez barrios madrileños se quedó en cuatro historias que, con más o menos proximidad, las vivimos casi a diario, en nosotros mismos o en quienes nos rodean. Son relatos tan verosímiles que el lector puede verse retratado en alguna de las situaciones que allí se describen.

Bastante más información sobre la génesis de su novela nos dio el autor, pero esto es una bitácora de pasar de largo y no es cuestión de entretener demasiado al improbable lector. Solo añadiré algo sobre el tamaño del desconocimiento que un servidor tiene de la literatura, en particular: Con esta edad provecta a la que uno está llegando, nunca en la vida me había atrevido a hincarle el diente a Proust, menos después de haber leído la opinión que le merecía a Baroja. 

Por vergüenza torera, este pasado verano me decidí a leer alguna de las obras de En busca del tiempo perdido, y leí, como quien toma su cucharada diaria de aceite de ricino, Por el camino de Swann- Un amor de Swann y A la sombra de las muchachas en flor, a razón de una dosis de un par de horas diarias. La morosidad sicológica y el tempo lentissimo de sus descripciones me dejaron para el arrastre. En venganza, escribí un cuento al que puse el poco original título de La magdalena de Proust y di el nombre de Odette de Crézy a una profesora con sarpullidos de erotismo literario. 

Fue la venganza del enano que escupe sobre la huella del gigante que ha pasado sin dignarse mirarle. Pero a un servidor le alivió mucho.

domingo, 1 de diciembre de 2013

las bondades del liberalismo.-

Este jubilata anda estas semanas enfrascado en la lectura de un libro que le está dando una visión sobre el liberalismo muy alejada de las bondades que los adictos al sistema van pregonando por ahí. 

Lo que todos sabemos al respecto es que el liberalismo es una doctrina filosófica, política y económica que afirma la libertad del individuo con derechos inviolables que no pueden ser coartados por ningún poder público. Esta teoría tiene un digno precedente  en la Escuela de Salamanca, siglo XVI, que dice la obligación del soberanos a respetar los derechos fundamentales de sus súbditos en cuanto seres creados a la imagen de Dios.

 Para el liberalismo, la sociedad es una comunidad de hombres libres que ejercen el supremo derecho a la propiedad y al enriquecimiento mediante el libre juego económico, sin cortapisas por parte de los poderes públicos. El problema empieza cuando no a todos los miembros de la sociedad, ni a todas las sociedades se les reconocen estos derechos. Y, para hablarnos de ello, el filósofo Domenico Losurdo ha escrito Contra-Historia del Liberalismo (La Découverte, París, 2013).

Este jubilata no querría ponerse exquisito tratando de adoctrinar a los improbables lectores que pasen por esta bitácora, pero le gustaría hablar un poco de este libro, siquiera para que se sepa que en este país se lee algo más que las exitosas memorias belénestebanianas. 

Porque, sí, aunque al ciudadano actual le parezca raro, los grandes defensores del liberalismo como el filósofo inglés Locke, los padres de la patria norteamericana, como Jefferson o Washington y otros grandes pensadores liberales como Mandeville que se mueven entre los Ss. XVIII y XIX, consideran que existe una “raza de señores” que puede y debe ejercer su poder sobre las masas incultas, indígenas piel-roja, negros africanos y cualesquier pueblos sometidos a los beneficios del colonialismo europeo. Defienden una ideología al servicio de un reducido grupo humano (blancos, de origen europeo) que basan su propiedad y la fuerza productiva en la esclavitud, el racismo, el genocidio y el desprecio de las masas condenadas a la miseria.

John Locke no sólo es el filósofo padre del positivismo inglés, también es un acérrimo defensor del esclavismo en Norteamérica y de la exterminación de los indios. Dice de éstos que ignoran el trabajo y el derecho a la propiedad, ocupan terrenos incultos y sin dueño conocido. Además ignoran el trabajo productivo y el valor del dinero. El colono, temeroso de Dios y laborioso, tiene el derecho a ocupar, parcelar y poner en cultivo esas tierras, porque solo con el trabajo se justifica el derecho a la posesión y se respeta el derecho natural.

No únicamente la riqueza se basa sobre la explotación de la esclavitud o el genocidio de indígenas americanos, es que en la Inglaterra protoindustrial y colonialista, las masas empobrecidas e ignorantes son la base de la riqueza. Hay un pensador inglés, de nombre Townsend, quien mantiene que el capital de felicidad humana (de los propietarios, se entiende)  se mantiene gracias a la presencia de un pueblo obligado a los trabajos más pesados y penosos. Los pobres y parados son, por definición, vagos y degenerados, pero sería una desgracia para la sociedad si saliesen de ese estado. Gracias a su abundancia, tanto la industria, como el ejército o la marina se nutren de ellos para mantener la producción, los ejércitos coloniales y la flota que expande el comercio y el poderío inglés por el mundo.

Sin ningún pudor, Mandeville asegura que, para que una sociedad sea feliz, es necesario que la gran mayoría del pueblo permanezca en la ignorancia y pobreza, porque la riqueza más segura se basa en la multitud de pobres laboriosos.

En fin, el señor Losurdo va desentrañando las contradicciones del liberalismo histórico y poniendo en evidencia que los conceptos de libertad, igualdad y democracia hay que entenderlos, desde el punto de los doctrinarios liberales, en sentido restringido. Sólo los individuos laboriosos, propietarios de tierras y medios de producción, que al fin no son otros que las clases dominantes e instruidas, tienen derecho a gozar de las ventajas que proporciona una sociedad de hombres libres.

Los demás, siguiendo un proceso de deshumanicación programada, apenas serán el instrumentum vocale (herramienta con voz), del que hablaban los romanos, refiriéndose a sus esclavos. Considera Adam Smith que un trabajador asalariado, a causa de la opresión y la monotonía del trabajo, se convierte en un ser tan estúpido e ignorante  como puede llegar a ser una criatura humana incapaz de concebir “sentimientos generosos”.

Y este jubilata se pregunta si las actuales condiciones degradadas y cada vez más degradantes  de trabajo, con pérdida de derechos sociales, inestabilidad en el empleo y bajos salarios no responde a un intento de regreso a las esencias del liberalismo, donde los ciudadanos pierdan su cualidad de tales por pura degradación de sus condiciones de vida, hasta llegar a un estado de embrutecimiento tal que su desgracia colme de felicidad a las minorías privilegiadas, bien instaladas en el sistema. 

El Dios de los liberales escribe recto la felicidad de unos pocos con los renglones torcidos de la injusticia de la mayoría. Siempre habrá ideólogos o teólogos  que habiliten un corpus doctrinal que lo justifique. En fin, este jubilata lo sospecha, pero se lo calla…

domingo, 24 de noviembre de 2013

Una caminata por la Dehesa de la Oliva.-

Presa del  Pontón, vista desde la zona de embalse
Si el improbable lector vive en la capital del reino y es aficionado a las caminatas, seguro que ha oído hablar del Pontón de la Oliva. Es un paraje natural de una gran belleza en el que existen unos farallones calizos donde van a hacer escalada los montañeros.  Pero por si algo se le conoce es por su célebre presa construida en 1856 (reinado de Isabel II). Con su construcción se pretendió recoger las aguas del Lozoya en su tramo final, antes de desembocar en el Jarama, para abastecer a Madrid.
Recorrido de la marcha, planeado por Juan

El pueblo madrileño, castizo y poco aseado, se abastecía, hasta entonces, de los viajes de agua subterráneos que abrieron los árabes en la Edad Media, y de los aguadores que la iban vendiendo por las calles. Como la gente del común y las clases medias isabelinas olían a pies y sobaquina rancia, debido a la escasez del líquido elemento, las autoridades decidieron traerlo desde del Lozoya, por lo que se construyó la célebre presa. Lo malo fue que los ingenieros se columpiaron.

Sucedió que aquellos son terrenos kársticos, con más agujeros que un colador, y el agua embalsada se filtraba por las vías subterráneas, imposibilitando su almacenamiento. Total, que durante el estiaje el agua no llegaba al nivel del canal que debía conducirla a la ciudad. Como apaño de urgencia, construyeron   aguas arriba la presilla de Navarejos para tomar allí el agua con la que los madrileños se refrescaban los calores estivales.
Presa de los Navarejos

Pues bien, por esos parajes hemos hecho una caminata el amigo Juan (experto montañero y caminante, donde los haya) y un servidor, que iba de paquete. Según es habitual en el grupo de amigos que llevamos pateando montes unas décadas, estas caminatas suelen aunar varios intereses: el paisajístico, el deportivo, el cultural. Y los lugares donde hemos estado cumplen sobradamente esas tres condiciones.
Fotografiando una cornicabra

Estos montes son de poca altitud están formados por calizas, arcillas, pizarras, y dan un paisaje de cerros alomados con una vegetación donde abundan las plantas aromáticas como el tomillo, cantueso, romero o la jara pringosa; hay plantas arbustivas como los enebros, espino blanco, chaparras; matorral como el rosal silvestre, la retama; pinares de repoblación… y si uno camina próximo al río, verá que la vegetación de ribera está formada por fresnos, alisos, sauces, álamos… En fin, puede ser la delicia de un botánico. Un servidor, que desconoce la ciencia botánica, se conforma con identificar algunas especies y se da por contento.
Bosque de ribera junto al río

Y siguiendo con los elementos paisajísticos, puede verse un meandro abandonado del Lozoya. Su curvatura, en torno a un cerro, es tan pronunciada que, en un momento determinado, hace miles de años, el propio río hizo una captura de su cauce, cerrando y abandonando ese bucle que se ha ido colmatando con el tiempo. Desde los cerros próximos se aprecia perfectamente el viejo trazado del río y esta curva imposible. El Lozoya, al rectificar su cauce, vino a hacerse  –dicho en términos modernos y poco apropiados- un lifting quedando libre de aquella arruga tan fuera de lugar.
Parte del meandro abandonado

Aun estando en plena naturaleza, uno puede disfrutar de testimonios de ingeniería hidráulica, como el azud de la Parra, la antigua toma de aguas de Navarejos, la almenara de sedimentación, donde las aguas se limpiaban de impurezas, la propia presa de la Oliva, construida en buena piedra de sillería. Aunque su utilidad fue escasa, como arqueología industrial es monumento que merece una visita.

Pero no sólo arqueología industrial encontrará el caminante. Si sube al cerro de la Dehesa puede ver los restos de una antigua población romana. Un servidor, que desde hace años conoce los montes próximos a Patones y los alrededores de la presa del Atazar, jamás había oído que por aquellos contornos hubiese habido una pequeña ciudad romana. Sabía de asentamientos desde el Paleolítico  – ahí están las pinturas rupestres de la cueva del Reguerillo – pero no una ciudad amurallada, de unas 30 Ha de superficie, que fechan entre el S. II a.c. y época visigótica. Pueden verse, en el suelo de las viejas viviendas romanas, restos de una necrópolis medieval con tumbas de inhumación. El asentamiento está sobre un lugar privilegiado desde el punto de vista estratégico, ya que controla la junta de los ríos Lozoya/Jarama, las vegas de los alrededores y las vías de penetración por el valle del Jarama.
El asentamiento arqueológico
Lo antedicho sirva como toque de atención e invitación al improbable lector. A pocos kilómetros de Madrid, pasando por Torrelaguna, tiene una magnífica oportunidad de disfrutar de la naturaleza otoñal, un apacible paseo junto al curso bajo del Lozoya y disfrutar de la observación de estas obras de ingeniería del Canal de Isabel II y un yacimiento romano ¿Qué más se puede pedir para un fin de semana?

Si aún le sobra tiempo, acérquese a Torrelaguna a ver su hermosísima iglesia renacentista, restos del recinto amurallado, la antigua judería, y recuerde que en este pueblo nació el cardenal Cisneros. 

domingo, 17 de noviembre de 2013

Gregarios.-

“El Señor, en su infinita sabiduría, creó a los humanos tontos del culo y gregarios”, eso es lo que afirma alguien a quien conozco desde hace tiempo. Un servidor, la verdad, no participa de ese optimismo trascendental que, así a primera vista, pudiera parecer pesimismo antropológico: el hombre es necio y ovejuno por naturaleza, y, encima, por voluntad divina.

Sepa el improbable lector, este conocido mío es un creyente y un optimista sin redención posible, y cuando habla de los humanos como seres adocenados y tontolculos (si puede decirse así) por designio divino, da por sentado que es lo mejor que ha podido ocurrirle a la humanidad para su supervivencia, manteniendo unos parámetros estándar de felicidad colectiva. Porque de eso se trata, de que los seres humanos participen de una dosis suficiente de necia felicidad como para no mandar al carajo el equilibrio social.

El hombre me lo decía paseando por el parque del Calero, entre la basura acumulada tras tantos días de huelga. Diré en un inciso que solemos pasear por el parque del barrio en ejercicio de nuestra condición de jubilatas desocupados y un tanto filosóficos. Comentábamos lo de la huelga de barrenderos y la frase le salió así, sin pensarlo, al observar una de esas bolsitas verdes con heces de perro que había al pie de una papelera volcada.

Tomó como ejemplo el asunto de la huelga para demostrarme que sólo el embotamiento, a nivel colectivo, de la capacidad intelectiva y el instinto de rebaño humano permitían que una huelga de basuras inundase la ciudad sin que las autoridades municipales movieran un dedo por buscar una solución. Con resignación borreguil los habitantes de esta ciudad aceptábamos la situación ante la ineptitud municipal.

En su opinión, en no menos de tres días desde el comienzo de la huelga, todo ciudadano responsable debería haberse dedicado a volcar contenedores, tirar papeleras y esparcir las basuras domésticas por las aceras. Porque no tenía sentido que algo tan básico como la higiene pública estuviese en manos de varias empresas privadas que, tras quedarse con la contrata de limpiezas rozando la baja temeraria en su licitación, pretendiesen ganar dinero a costa de los trabajadores y de los ciudadanos que pagamos las tasas municipales. Si el ganglio colectivo no estuviese embotado por designio de la divinidad y los cerebros individuales funcionasen a un régimen normal de revoluciones, lo lógico hubiese sido defender a quienes limpian nuestras basuras. Son ellos quienes mantienen en estado razonablemente digno las calles de esta ciudad, no quienes hacen negocio con la mierda colectiva.

Pero eso supondría un grave desequilibrio del orden social establecido que afecta a los designios divinos. Por eso, el gregarismo y el ejercicio de la inteligencia en niveles de mera supervivencia hacen que los humanos segreguen un a modo de sedante encefálico que les permite aceptar cualquier atropello de sus derechos más elementales. Y tal cosa no se podría lograr al unísono entre tantos y tantos miles de personas a menos que un designio superior así lo hubiese determinado desde la eternidad.

Su argumento, que solo esbozo de modo sucinto, le sirvió para entrar en asuntos teológicos. Trataba de demostrarme que la conjunción de asuntos aparentemente tan incongruentes como una huelga de basuras, la codicia empresarial y la ineptitud de los gestores políticos no son frutos del azar sin la prueba palpable de una voluntad superior que mantiene a esta sociedad en un equilibrio precario, pero razonablemente perfecto. Un servidor lo deja dicho aquí, pero en huertos teológicos no se mete.

Pensando en estas cosas mientras veía el telediario, este jubilata no acababa de ver clara la relación entre los peinados de doña Botella y los designios divinos. Porque puede que la divinidad sea omnisciente, pero el  gusto estético de sus adeptos deja que desear bastante...

viernes, 8 de noviembre de 2013

Manchas de luz.-


Cuando, en 2008, la santa y este jubilata blogueador pasamos quince días cerca de Milán, visitando a mi hermano, éste me dio un consejo para parecer menos turista de lo que, evidentemente, aparentaba ser: Cuando pidas un café, que no sea un capuchino (sólo lo piden los turistas); pide un spresso o un macchiato. Y un servidor se acostumbró a los macchiati. Cuando, en 2010, visitamos el sur de Italia, ya en plan viajero curtido, me emborraché de macchiati. Un macchiato era un café manchado (cortado, decimos nosotros), con lo que ya conocía lo básico de la cultura italiana.

Pero mira por dónde, resulta que lo de “manchado” no es cosa que sirva sólo para pedir café sin pasar por turista adocenado; también es el nombre que recibe un movimiento pictórico de la segunda mitad del S. XIX en la Toscana, coincidente con el Risorgimento, ese movimiento patriótico por la unidad italiana, en el que los Macchiaioli participaron como voluntarios en algunas batallas.

Macchiaioli es tanto como “manchistas”, pintores cuyas pinceladas son manchas de colores con que abocetan las figuras. Para ellos, la realidad se expresa mediante  colores superpuestos y claroscuros.  Una técnica que, pocos años después, veremos en los impresionistas franceses. Este jubilata, que es un poco friqui de las exposiciones de pintura, ignoraba que existiese tal movimiento vanguardista. La visita a la exposición de los Macchiaioli, en la Fundación Mapfre, le ha servido para hacer un poco de luz en el pozo de sus desconocimientos. Porque es la luz  de los paisajes toscanos la que recogen en sus obras. Una luz intensa reflejada en claroscuros muy contrastados.

Según los conocedores – un servidor repite algunos conceptos aprendidos sobre la marcha -, hay tres características que definen a este movimiento: el formato de los cuadros, en general  apaisados; la distribución de los paisajes en bandas horizontales; la luz, el empleo de colores complementarios y los claroscuros. Son pintores formados en la Academia, pero rompen con ella, pintan al aire libre los paisajes rurales y buscan “il vero”, la verdad de la realidad que les rodea; así que, además de ser anti academicistas, son anti románticos, por lo que tiene ese movimiento de teatral y realidad fingida.

Uno se sorprende de que en muchos de sus cuadros, una tapia iluminada por una fuerte luz, sea asunto principal. Y es que la luz intensa que puede verse en una tapia encalada a la caída de la tarde tiene tanta riqueza cromática que es razón suficiente para ser el objeto central de un cuadro. Además, no es un movimiento pictórico urbano, sino que toma su inspiración de la campiña Toscana, de sus campesinos y sus puertos de pescadores; Las aguadoras en La Spezia son un buen ejemplo donde se aprecia el costumbrismo aldeano, el “manchismo” en sus figuras y la horizontalidad del paisaje en bandas de distinto cromatismo.

Como sus miembros son de procedencia burguesa, creen que ésta debe ser la avanzada de la nueva sociedad italiana: unida, progresista y republicana. Que la unidad nacional se realice en la persona del rey Víctor Manuel les lleva al desencanto político y a buscar sus fuentes de inspiración en retratos intimistas de la burguesía. Los cuales no se hacen bajo criterios academicistas, sino en actitudes no estudiadas, en instantáneas tomadas al descuido, inspirándose en la incipiente fotografía.

No querría cansar al improbable lector – quien ya hace de más con pasarse por aquí de vez en cuando – con explicaciones alicortas. Mejor, vaya, vea la exposición y lea los paneles explicativos.

Un servidor puede decir que, cuando aquel viaje milanés de 2008, hicimos una escapada de tres días a Florencia por si experimentábamos el síndrome Stendhal, una vez que estábamos  ya al cabo de la calle de la sutil diferencia entre un macchiato y un caffè con panna; esto es, la actitud refinada de aquellos jóvenes de buena familia que hacían el Grand tour dieciochesco, contrapuesta a las vulgares prisas de un turista de tropel.

Puestos a gozar de nuestra pequeña parcela de paraíso stendhaliano, una tarde cruzamos el Arno por il Ponte alle Grazie, subimos al piazzale Michel-Angelo. Desde las escalinatas, ante nosotros se tendía la ciudad, sobre cuyos tejados destacaban la torre del Palazzo Vecchio, el Campanile y la bóveda de la catedral, Sanca Croce... Fue entonces cuando descubrimos todo el cromatismo de la luz toscana que, hacía más de siglo y medio antes, ya habían captado los Macchiaioli. Solo que nosotros no lo sabíamos.

Lástima que en aquellos momentos ignorásemos la existencia del realismo impresionista de aquellos “manchistas” que abrieron nuevos campos estéticos. Pero es fácil de entender: nosotros éramos viajeros ocasionales y estábamos de paso.

sábado, 2 de noviembre de 2013

Lampedusa.-

A veces, este jubilata se cansa de buscarle tres pies surrealistas al gato encerrado de los políticos en plantilla y opta por cosas de más enjundia. Viene al caso porque en estos días un servidor se ha cruzado con dos lecturas de distinta procedencia, pero coincidentes en el mismo asunto: el artículo "Alimañas", en el blog El Periscopio, de Rosa Artal, y "Lampedusa", en Le Monde diplomatique de noviembre. Ambos tienen en común el trato que damos, desde esta vieja y egoísta Europa, a los miles de desplazados que huyen de las guerras y las hambres de sus países. 

El improbable lector perdonará - o agradecerá - que esta vez copie el artículo de Serge Halami, aparecido en el número 716 de Le Monde diplomatique. La traducción es de un servidor, así que este jubilata espera le disculpen si no es todo lo correcta que debiera serlo: 


"Hace treinta años, huir de los sistemas políticos opresivos de su país valía a los candidatos al exilio las alabanzas de los países ricos y de la prensa. Se pensaba entonces que los refugiados habían “elegido la libertad”, es decir: Occidente.  Así, un museo honra en Berlín la memoria de los ciento treinta y seis fugitivos que perecieron entre 1961 y 1989 intentando saltar el muro que partía la ciudad en dos.

Los centenares de miles de sirios, somalíes, eritreos que, en este momento, “eligen la libertad” no son recibidos con el mismo fervor. En Lampedusa, el 12 de octubre pasado, fue requisada una grúa para cargar sobre un navío de guerra los despojos de más de trescientos de ellos. El muro de Berlín de estos barcos de refugiados ha sido el mar, Sicilia, su cementerio. Se les ha concedido la nacionalidad italiana a título póstumo.
Su muerte parece haber inspirado las responsabilidades políticas europeas. El 15 de octubre pasado,  el señor Brice Hortefeux, antiguo ministro del interior francés, por ejemplo, estimó que los náufragos de Lampedusa obligaban a responder “a una primera urgencia: hacer de forma que las políticas sociales de nuestros países sean menos atractivas”.  Y echó las culpas a la prodigalidad que atrae, según él, a los refugiados hacia las costas del viejo continente: “La ayuda médica del Estado permite a personas que vienen a nuestro territorio sin respetar nuestras reglas (ser curados gratuitamente), mientras que a los franceses puede costarles hasta 50 euros de franquicia”.  

Solo le faltaba concluir: “La perspectiva de beneficiarse de una política social atractiva produce el efecto llamada. Ya no tenemos los medios para hacerlo” No se sabe si el señor Hortefeux imagina también que, atraídos por las ayudas sociales pakistaníes, un millón seiscientos mil afganos están refugiados en aquel país. O que, para aprovecharse de la largueza de un reino en el que la riqueza por habitante es siete veces inferior a la de Francia, más de medio millón de refugiados sirios han obtenido ya asilo en Jordania.

Occidente se servía hace treinta años de su prosperidad, de sus libertades, como de un ariete ideológico contra los sistemas que combatía. Algunos de sus dirigentes utilizan, actualmente, el desamparo de los emigrantes para precipitar el desmantelamiento de todos los sistemas de protección social. Poco les importa a tales manipuladores del sufrimiento que la aplastante mayoría de refugiados del planeta sean, casi siempre, acogidos por países apenas menos miserables que ellos.

Cuando la Unión Europea no obliga a estos Estados, ya próximos al punto de saturación, a “hacer que cese el negocio indigno de las embarcaciones de fortuna”, les empuja a convertirse en su baluarte, a protegerla de los indeseables, atrapándolos o deteniénlos en campos de refugiados. Lo más sórdido es que todo esto durará un tiempo. Pues, un día, el viejo continente llamará de nuevo a jóvenes inmigrantes para frenar su caída demográfica. Entonces, los discursos se invertirán, los muros caerán, los mares se abrirán…"

domingo, 27 de octubre de 2013

"Llueve mucho".-

Eso dijo don Mariano cuando los periodistas le preguntaron por la sentencia del Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo. La gente, poco habituada a sutilezas, se lo ha tomado como una salida de pata de banco, o como un despropósito de los muchos a que nos tiene acostumbrados. Pero no hay tal. Lo que ocurre es que nuestro ínclito Presidente tiene una visión surrealista de la cosa pública que va más allá de la vulgar percepción del ciudadano común; esa “mayoría silenciosa” tan socorrida, de la que suele echar mano para zurcir descosidos en caso de mareas blancas, verdes,arco iris o rojas.

Casi nadie ignora que el Surrealismo es un automatismo psíquico mediante el cual se intenta expresar el funcionamiento real del pensamiento, fundiendo lo cotidiano con lo inconcebible, y dando origen a imágenes, textos o verbalizaciones aparentemente inconexas de la realidad, pero subyacentes a ella y no sometidas a las reglas de la lógica común. 

Así, desde esa perspectiva, hay que entender el “Llueve mucho” como extrapolación a un mundo por encima de la realidad política. Al coincidir ocasionalmente el comentario del Presidente sobre la lluvia con un mental “¡A ver si se lo tragan!”, bajo un paraguas, se produjo uno de los más bellos momentos del surrealismo político, donde la supuesta incongruencia tiene su ilación lógica en un mundo que trasciende la realidad para convertirse en libre expresión de una mente en perpetua descontextualización de todo sometimiento al pensamiento racional. 

Bueno, eso más o menos, porque este jubilata no logra desentrañar los sinuosos meandros por donde discurren las discurrideras presidenciales. 
  
Y si el improbable lector no está convencido de lo que digo, no tiene más que pararse a pensar en la cantidad de aparentes incongruencias nacidas del vuelo voluntariamente errático de la gaviota genovesa. ¿Acaso el improbable lector se cree que lo del “finiquito diferido” era un barullo mental que se hizo doña Cospedal? Pues no, fue la más bella expresión surrealista de una realidad contradictoria y de difícil explicación si se recurriese al pobre auxilio de elementales herramientas mentales, siempre sujetas a la confrontación con los hechos.

Entresaco aquí algunos de los más bellos hallazgos poéticos de aquel texto:

“… como fue una indemnización en difi…
en forma de simulación…
Simulación…
…o de lo que hubiera sido en diferido,
en partes de una lo que antes era una retribución…
¿Verdad? Pues aquí se quiso hacer”.

No me diga el improbable lector que no hay belleza en la aparente incongruencia de este texto. Es como una visión onírica de la vulgar realidad del pelotazo crematístico, donde se confunden  justificaciones de difícil justificación, trabalenguas y mareos de perdiz, sazonados con un mental “a mí siempre me toca el muerto”. Ni siquiera André Breton, cocido en absenta, hubiese sido capaz de crear un cadavre exquis tan hermosamente absurdo.

Y no digamos si, en un encuentro fortuito, se hubiesen fundido en un abrazo amoroso el “Llueve mucho” de Mariano y la “Indemnización en diferido” de María Dolores sobre la pantalla de un televisor de plasma. Sería, como dijo Isidore Ducasse, comte de Lautrémont, en Les chants de Maldoror: “Bello como el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de disección”.

En esas meditaciones andaba este jubilata cuando, visitando en la Fundación Juan March la exposición  Surrealistas antes del surrealismo, se paró a contemplar la fotografía “Una patata germinada con sus tentáculos flotando en el espacio gris” (literal). Fue una revelación de lo más surreal encontrar la relación entre aquella patata de tentáculos fantasmagóricos y la alusión meteorológica a una sentencia que ha dejado en un ¡Ay! al país.

Mientras que la humanidad sigue sin encontrar respuesta a la gran cuestión de si hay Vida después de la vida, los españoles sabemos con certeza que hay surrealismo después del Surrealismo, y así nos lo demuestran nuestros políticos cada día.


Lo que pasa es que no les comprendemos.

viernes, 18 de octubre de 2013

Esas ideas que llegan con la lectura.-

Un servidor ya sabe que disculparse reiteradamente por errores que no está dispuesto a dejar de cometer puede ser, a ojos del lector, una tomadura de pelo. Y aunque éste considere que insistir en la capacidad pensante del gremio jubilata, como se ha insistido otras veces en esta bitácora, es un error, no dejaré de hacerlo una vez más. Aunque tanta insistencia traiga la sospecha de que esto se dice para que el improbable lector acabe creyéndoselo; creyéndose que los jubilatas somos, de verdad, capaces de pensar.

Los jubilatas somos unos ociosos necesitados de llenar nuestras horas de inactividad con asuntos que, si bien no son importantes, al menos sirvan de coartada y justificación de nuestro estar en el mundo. Y aunque un servidor no haya leído a Martín Heidegger, sabe que su ser-en-el-mundo, cuando se llega a estas edades, es apenas una forma de ser terminal cuya identidad le viene dada por la pensión mensual que le sustenta.

Eso de momento y provisionalmente, porque la sustancia que nos sustenta (la pensión de jubilación) se está convirtiendo en algo tan evanescente como la sanidad y la educación públicas. Ya llevan un tiempo amenazándonos con que nuestra longevidad es un cáncer que va devorando los recursos públicos, de forma que los pensionistas, además de una pasión inútil – que dirían los existencialistas – terminaremos convirtiéndonos en una carga social inasumible.  Pero carga y todo, no hacemos lo que, en el memorial de los claustrales de la universidad de Cervera a Fernando VII, se decía: lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir. Leemos, discurrimos sobre lo leído y, a veces, hasta pensamos.

Porque es el caso que un servidor ha leído estos días atrás un artículo en Le Monde diplomatique sobre la posesión de los bienes materiales y su uso; sobre el tener, el usar y el compartir. Tan afanados estamos en poseer objetos que se nos olvida hasta qué punto nos son útiles o, si bien se piensa, un lastre que acumulamos porque identificamos la posesión con la existencia.

Dice el articulista que la propiedad tiene una dimensión simbólica y una dimensión funcional. En su dimensión simbólica, los objetos hablan de nuestro estatus, de nuestro prestigio social. Un coche último modelo, el apartamento en la playa, están diciendo a quienes nos rodean que estamos bien instalados en la sociedad, que hemos triunfado en esta sociedad donde poseer es un valor en sí. Tenemos bienes materiales más por su valor simbólico que por su utilidad real. A ver quién coños va al apartamento en la playa, aparte los quince días de vacaciones; el resto del año son gastos.

Si pensamos en nuestras propiedades como simples objetos de uso, no en su valor simbólico de representación, podemos llegar a la lamentable convicción de que acumulamos bienes materiales cuya utilidad es escasa y su utilización, mínima. Un ejemplo sencillo servirá: una taladradora en casa, una vez colgados los cuadros, es un trasto inútil por el que hemos gastado un dinero y ocupa un espacio junto con otros mil cachivaches de escasa utilidad. Si bien se piensa, lo que realmente necesitábamos eran varios agujeros en la pared.

De ahí la tendencia de algunos grupos minoritarios a compartir. Un trayecto en coche se puede compartir entre varios, sosteniendo  los costes entre todos. Un apartamento en la playa se puede ceder a quienes, a cambio, te prestarán otros servicios. La taladradora se puede prestar a cambio de la batidora del vecino. Y así… Se intercambian herramientas y servicios, uno se ahorra la compra de objetos y, de paso, se van poniendo frenos a la obsesión consumista.

Nos contaba un sobrino, que ha estado haciendo un Erasmus en Dinamarca (“Turismus”, decía su padre), que en la casa donde vivía había una sola lavadora en el sótano que compartían todos los vecinos del inmueble. Imagínese el improbable lector si ese principio ecológico lo aplicásemos a nuestra vida diaria, la cantidad de máquinas de las que podríamos prescindir, la energía y la contaminación que ahorraríamos.

Y ya puestos, a este jubilata, cuyas discurrideras nunca están ociosas, se le ha ocurrido lo ecológico y económico que resultaría a este país si compartiésemos, por ejemplo, los políticos autonómicos. Con que tuviéramos un equipo que nos lo fuéramos prestando según nos hicieran falta en tal o cual Autonomía, nos saldrían más baratos. Y no digamos de la caterva de asesores; con media docena bien aprovechada y llevada de la Ceca a la Meca, según las necesidades de asesoramiento, nos bastaba. En cuanto a las ventajas ecológicas de ese compartir, serían evidentes: ahorraríamos horas y horas de promesas incumplidas que envenenan el ambiente.

Pero esas cosas se piensan porque - ya se ha dicho al principio - los jubilatas disponemos de demasiado tiempo para darle a las discurrideras. Eso, claro está, mientas la pensión nos dé para estar ociosos; porque cuando los poderes públicos decidan por fin que sí, que somos una carga insoportable y nos condenen a la extinción por la hambruna, ya tendremos bastante ocupación con irnos muriendo por los rincones. 

Pero, mientras tanto, discurrimos, y a ratos, pensamos.