domingo, 27 de marzo de 2011

El barrendero.-



Me lo encuentro cada mañana, a la ida y al regreso del gimnasio. Cada lunes, miércoles y viernes, puntualmente, me tropiezo con él en la calle Florencio Llorente, con su carrito y sus escobones. Luce un uniforme chillón de un verde/amarillo fosforito que destaca entre los tonos grises de las calles asfaltadas. Es el barrendero municipal de mi barrio. Tiene asignado el tramo de vías públicas entre el parque del Calero y la calle de Alcalá.


Con la eficacia de un profesional, para el que no tiene secretos su oficio, puede vérsele entre los coches barriendo todos los desechos. Tiene una destreza poco común. Introduce el escobón entre el bordillo de la acera y las ruedas de los vehículos aparcados. Con ademanes enérgicos, barre colillas, papeles y desperdicios. Hace pequeños montoncitos, los recoge con la pala y los echa en el recipiente de su carrito. Luego, desplaza éste unos metros más allá. Se para y observa con ojos críticos las merdulencias que la gente acostumbra a tirar por el suelo. Mueve la cabeza con reprobación ante tanta cochambre, y vuelve a empuñar el escobón.


Yo, al principio, ni me fijaba en él. Un barrendero, para un habitante de la ciudad, es tan invisible como esos coches abandonados en la calzada. O como los contenedores de papel y vidrio. Unos y otros forman parte del paisaje urbano. Según caminas apresurado por la acera, los ves, sabes que están ahí, pero no les prestas atención. De tan puro evidentes, ni te das cuenta de que existen.


Lo mismo ocurre con el barrendero municipal: pasas a su lado y le ves afanado en su tarea; haces un quiebro para no tropezar con el carrito de la basura y sigues caminando. Ni se te ocurre dedicarle una mirada al individuo, embutido en su uniforme fosforito chillón; cuánto menos, darle los buenos días o decirle un simple ¡Hola! al paso. No te imaginas que el barrendero, dado lo modesto de su oficio, exija la atención del viandante. Su rol es tan humilde que nadie se cree obligado a dedicale una palabra. Como si perteneciese a la casta de los intocables indúes.


Me di cuenta de su existencia un día al salir del gimnasio. Según es habitual, volvía yo a casa comiéndome un plátano. Él me vio con las cáscaras en la mano, mientras buscaba una papelera donde depositarlas, y me dijo: "Eh, amigo, échelo usted aquí, en el cubo", y me señaló el carrito. De repente, me di cuenta de que el barrendero era una persona y, además, amable. Eché la cáscara del plátano donde me dijo. Le di las gracias, intercambiamos unas palabras corteses, y seguí mi camino.


Se llama Antón y nacio en el Alentejo. Es un hombrte bajito y sesentón, de extracción social modesta. Realiza su trabajo con la sencillez de quien se sabe poco importante. Pero, desde que me invitó a usar su cubo de la basura, para mí sí se ha convertido en una persona importante. Sé que, dentro de su modestia, le gusta verse reconocido por los viandantes y agradece un saludo cuando pasas por su lado".


"Buenos días", le digo, camino del gimnasio. "Qué hay, amigo" me contesta. Deja un momento sus quehaceres. Incluso aparta el carrito, si es que lo tiene en medio de la acera. Con un gesto, me invita a pasar. Charlamos un momento: "Desde luego, Antón -bromeo- es usted más profesional que un ingeniero". "Sí -me contesta- O engheneiro da carroça da merda", y se ríe con sorna. Luego, vuelve a su faena con la seriedad de quien está haciendo algo necesario para mantener la salubridad pública.


El barrendero de mi barrio es todo un profesional. Da gusto pisar por las aceras que él ha barrido. Por la mañana temprano, camino del gimnasio, es como si estuvieran recién estrenadas.

domingo, 20 de marzo de 2011

Art Pompier para desocupados.-

Si el improbable lector no conocía a Jean-Léon Gérôme, no se preocupe. Un servidor ignora cosas de más sustancia y se conforma. Para ponerle en antecedentes, sepa que J-L Gérôme es un pintor academicista (1824-1904), detallista hasta lo anecdótico y jefe de fila de la corriente neo-helenizante y "romanizante" (digámoslo así) dentro de la pintura académica y oficial del S. XIX francés. Uno de los máximos exponentes del Art Pompier, cuyas obras hemos ido a ver al Museo Thyssen.

A mí, lo de "arte bombero" siempre me ha sonado a coña marinera y sé que los contemporáneos lo designaban así por hacer rechifla de un arte conformista, academicista, clasicista y al servicio de la burguesía adinerada. Es una pintura que recrea, de forma artificiosa y con gran minuciosidad de detalles, el mundo clásico (romano y griego) con una visión supuestamente historicista y de papel cuché.
Como se ve, yo tampoco ahorro "ismos" en esta entrada.

Parece que el origen de esta denominación de "pompier" tiene doble paternidad: de un lado esos personajes romanos que pintaba Jacques-Louis David (como El juramento de los Horacios, o Las mujeres Sabinas) con esos cascos empenachados que se parecían a los que lucían los sapeurs-pompiers de tiempos de Napoleón III; de otro, el himno burlesco que cantaban los alumnos de l´École des Beaux Arts de Paris: Un casque est une coiffure / qui sied à leur figure. /Un casque de pompier / ça fait presque un guérrier. Viene a decir que le pones un casco empenachado a un bombero aguerrido y parece un héroe troyano. La imaginación hará el resto.

En una interpretación freudiana (según leo en un artículo de Luis A. de Villena), allí quedan reflejados los más oscuros deseos de una burguesía acomodada y bien pensante: La sensualidad y el desenfreno de la aristocracia romana; la crueldad desinhibida de las luchas de gladiadores; el gusto vergonzante por las desnudeces de bellos efebos y la plenitud del desnudo femenino, justificados por la representación de temas mitológicos griegos. Por decirlo con llaneza: tomas un mozo cachas en pelota, le pones un casco brillante y una lanza, y ya tienes a un héroe clásico. O, si prefieres, coges una maciza en pelota, le pones un velo transparente y ya puedes venderla en un mercado de esclavas. Nadie puede tacharte de indecente al mirarlos porque aquello es "arte".

So capa de "desnudo artístico", inspirado en el periódo clásico, la moralidad de la época permitía desvelar lo que la pudibundez de las damas decimonónicas ocultaba tras corsés, refajos y miriñaques; y, en fin, todas las pulsiones libertinas o gratuitamente crueles que cada cual guarda para su coleto si quiere ser considerada persona respetable.

Francamente, ver las turgencias de una esclava desnuda en un mercado romano o en los baños públicos, o al escultor abrazado a su apetitosa modelo, aún le ponen a uno, que ya lleva vistas muchas tetas siliconadas y todas las exhibiciones impúdicas en el mercado del famoseo. Cuánto más, imagino, a aquellos respetables prohombres enlevitados y circunspectos.

Gérôme tiene la virtud de ser minucioso y detallista, con un dibujo del cuerpo humano de una perfección clásica y un colorido exuberante. Una pintura de fácil comprensión. Nos cuenta historias que pasan por verídicas, como si estuviésemos presentes en la Roma clásica, y nos hace creer que lo que él representa no son anécdotas imaginarias sino la vida tal cual era en la capital del imperio, decadente, cruel, luminosa, de un erotismo perturbador y con una libertad de costumbres que no estaba al alcance de los contemporáneos del pintor.

A un servidor, que solo es curioso mirón en las salas de museos, esta muestra de arte pompier le ha gustado. Será porque oculta un pequeño espíritu pequeño-burgués, hambriento de bacanales y lujuria, bajo ese aspecto de jubilata ocioso. Además, si uno hace un pequeño ejercicio de empatía y se pone en la piel de aquellos señores encorsetados, comprende que no dejaba de ser una válvula de escape que les liberaba de las rígidas convenciones morales. Pobres, tan comme il faut, ellos.

Pero tampoco vamos a echárselo en cara, ya que nosotros tenemos en nuestro país a Ulpiano Checa (puede verse su museo en Colmenar de Oreja), quien practicó el arte pompier con fruición y a grandes galopadas. Recuérdese el hollywoodiano Carrera de carros, que sirvió de cartel anunciador para la película Ben-Ur, o la Naumaquia, recreaciones de una Roma de pan y circo.

Dicho sea: también nosotros tenemos nuestro pequeño espíritu burgués, hambriento de heroicidades de salón-comedor. Faltaría más.






lunes, 14 de marzo de 2011

El Cerro San Pedro.-









El Cerro San Pedro forma parte del sistema montañoso del Guadarrama, pero es un monte aislado, fuera de la cadena montañosa, y que tiene una altitud considerable: 1425 m.

Dicen que desde lo alto se disfruta de maravillosas vistas sobre la sierra y las dehesas circundantes, con su bellísimo bosque de encinas. Digo lo de "dicen", porque este sábado pasado hemos hecho una marcha por su entorno, hemos subido a lo alto del pico, y no hemos podido disfrutar de esas vistas que tanto se ponderan.


Todo esto porque hemos emprendido la marcha en un día lluvioso, con esa niebla meona que lo empaña todo e impide ver más allá de unos pocos metros. Pero, como los amantes de la montaña siempre somos gente golosa de paisajes, un grupo de amigos decidimos que hay que repetir la experiencia, pero en día soleado, para empaparnos, no de lluvia como esta vez, sino de paisajes.


Aparte lo agradable de la caminata, entre dehesas donde pastan toros bravos, a mí el cerro de San Pedro, cada vez que paso por sus aledaños, camino de las marchas montañeras, me trae recuerdos de cuando yo fui un recluta, un sorche, un conscripto del ejército franquista. No en vano el cerro fue terreno militar hasta hace algunos años y allí se hacían ejercicios de tiro.


Y es que muy cerca de Colmenar Viejo hice el periodo de instrucción, en el Campamento de San Pedro. Tres meses veraniegos en aquel secarral, sin agua corriente, desayudando cacao con bromuro, aprendiendo la instrucción militar y a servir a la patria por si se diese un casus belli que requiriese de mi esfuerzo guerrero.

Recuerdo que me sacaron de la fábrica donde yo trabajaba entonces. Lo de me sacaron entiéndase en cuanto a que a la mili se iba por imperativo; uno dejaba a la familia, el trabajo, la novia y los amigos y, por el tiempo que durase el servicio militar, pasaba a ser propiedad del ejército. Te esquilaban el pelo y te daban un uniforme de faena. De un día para otro, te veías convertido en un ser uniformizado, despersonalizado, un número (el 112 era el mío) bajo jurisdicción militar, y con un mosquetón al hombro aprendiendo el ¡un-dos!¡hep-haro!, como nos gritaban los instructores en el campo de maniobras.


Así estuve tres meses, antes de que me mandasen a un cuartel del Alto de Extremadura (el 71 de Artillería Antiaérea), donde tuve el glorioso honor de verme convertido en cabo furriel. Fui responsable, durante casi un año, de repartir los chuscos entre la tropa y asignar servicios a los compañeros de mi batería, de acuerdo con un estadillo que yo manejaba con escasa habilidad, pero según mi leal saber y entender.


Lo que me supuso, en aquel periodo cuartelero, recibir mil maldiciones por parte de los interesados. "Salgo de guardia y entro de cuartel; la culpa de todo la tiene el furriel", cantaba la tropa.

Resultaba difícil hacer entender a la mesnada artillera que los furrieles éramos la columna vertebral de aquel ejército mal equipado, pero que sometía a férrea disciplina a la clase de tropa.


Siguiendo con los recuerdos, en plan abuelo Cebolleta, recuerdo haber ido a prácticas de tiro al pie del Cerro San Pedro. Allí nos daban cinco balas para el mauser y nos hacían disparar sobre unas dianas que debían estar como a 100 metros de distancia. Yo nunca tuve la certeza de acertar en la mía, y aún sopecho que, de haber hecho algún blanco, fue en la diana del vecino. Al fin y al cabo, disparaba con pólvora ajena y las balas no tenían nombre.


Cuando, al cabo de quince meses me licenciaron, me dieron la cartilla militar donde se decía que, en caso de movilización, se me ascendía al empleo de cabo primero, y que el valor "se me suponía". Suposición que no conllevaba ninguna certeza respecto a mi ardor guerrero.

O sea: historias de la puta mili, como esas viñetas que aparecen en El Jueves.


Todavía lo recuerdo hoy, jubilado y ajeno a las glorias militares, cuando paso por allí cerca, camino del Guadarrama. Se ve que la mili me marcó, y eso que sólo era un remedo de guerra de mentirijillas. Por si había que salvar a la Patria de la horda marxista. En fin, fui un quinto peluso que nunca vivió su momento de gloria patriótica. Nunca la eché de menos.


En la única foto que conservo de entonces, yo soy el primero por la derecha. Nótese mi gallardía y marcialidad.

lunes, 7 de marzo de 2011

La buena suerte.-


Eres alta como un huevo,
derecha como una hoz,
blanca como una morcilla;
buena suerte te dio Dios.

Eso dice una canción leonesa que se llama "la jota del pitiminí". Un servidor, cada vez que echa un vistazo a los solares, que no muros, de la patria mía se acuerda de esa jota burlesca. Porque, a poco que uno se fije, enseguida se da cuenta de que éste no es un país serio, sino contrahecho.
No digo serio en el sentido del señor de bigote con cara de notario y moral de cura de aldea; me refiero a la poca seriedad que observo en nuestros políticos, aquejados de neurosis preelectoral, y al respetable público que les votará porque no hay nada mejor.
Y, según costumbre, no entiendo nada. No acabo de entender cómo, tras recortar derechos laborales y sociales, bajar sueldos, poner en almoneda los recursos públicos; todo para mejorar la competitividad y la productividad y así crear empleo -dicen-, resulte que aumenta el paro. A bulto, cuatro millones y medio de trabajadores cruzados de brazos y tomando el sol en el erial hispano.
Sigo sin entender, inmersos como estamos en el Cuarto Año Triunfal de la Crísis, cómo los grandes bancos, o las grandes empresas que antes eran estatales, duplican sus beneficios mientras los ciudadanos nos empobrecemos y el Estado se endeuda a grandes trancos bajo la mirada golosa de los "mercados" -entiéndase: especuladores-.
Uno, que es jubilata y debería estar de vuelta de todo, no entiende que, en Madrid, el Canal de Isabel II, que nos da de beber a todos, vaya a pasar a manos privadas en un 49% ¿No es el agua un recurso natural, imprescindidble para la vida, que incluso produce beneficios al erario público? A lo mejor pretenden que no salga por el grifo, sino que la compremos embotellada. Con suerte -para sus nuevos dueños, claro- el CYII terminará cotizando en el IBEX 35.
... Y las Cajas de Ahorros, que nuestros buenos dineros nos cuestan, a convertirse al Islam del petrodólar por especial gracia de ZP ¡Qué cruz!
Si tan maravillosa es la sanidad pública, como lo ha comprobado la Presidenta de la Comunidad de Madrid, que le han reservado media planta de hospital para ella solita, cuando la han operado, y hasta les han dado fregona nueva a las señoras de la limpieza ¿Por qué ese empeño en que la gestionen empresas privadas, que es a lo que nos está llevando la Doña Tal? Cuando, la otra noche, estuvo Teresa ingresada en las urgencias del Piramidón, las señoras de la limpieza disponían de unas fregonas bastante cochambrosas ¿Será que las fregonas a estrenar las han guardado hasta nueva visita de la Presidenta? En urgencias le arreglaron lo del fluter a mi santa, pero no tuvieron la deferencia de poner fregonas nuevas. Hubiera sido un detalle. Seguro que hay razones de alta política... o bajos presupuestos.
Debe ser cosa de algún dios burlón, o borracho, eso de que esta sociedad disfrute de los políticos que se merece. Porque suenan a burla burda las ocurrencias y decires de nuestros políticos de plantilla. Sale el Gobierno y encuentra la panacea del ahorro energético en reducir la velocidad en las autopistas a 110 k/h., y, de paso, aumentar la recaudación por multas, y va el González Pons, vocero del PP, y dice que es una medida soviética. Ya ves, se queda tan fresco con el original invento del Gulag monclovita: ZP y Stalin, parejos ¡no te jode!
Más: en los habituales rifirrafes PSOE/PP, viene el ministro Pepiño y dice -con un sentido de la ironía muy suyo- que para ahorrar gastos habría que suprimir la Comunidad de Madrid. De paso, eso y las tropecientas Consejerías del resto de las Comunidades, y los coches oficiales y todas las sinecuras de la Casta política.
Item más: va Mariano I el Triunfal, reúne a sus huestes, les hace firmar un compromiso contra la corrupción, y el siempre sonriente Camps estampa su firma con todo desparpajo.
Y así...
Ya te digo, improbable lector, que miro al solar patrio y no veo más que asnos pastando los cuatro hiebajos. Veo (porque lo leo) al 40% de nuestros jóvenes sin trabajo; veo que la economía sumergida es el baluarte de la estabilidad social ya que, mientras haya chapucillas no declaradas para ir tirando, a ver quién sale a la calle a decir ¡Basta! como lo han hecho nuestros vecinos de Sur. Aquí, como mucho, organizaremos un botellón multitudinario, como los estudiantes sevillanos la otra semana. Del botellón al paro... o a Alemania, si la Merkel lo tiene a bien.
Como la bitácora de hoy se mueve entre el cachondeo político y el lamento patriótico, podemos despedirnos con el poema de Rodrigo Caro:

Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora,
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa.

Cambiemos Itálica famosa por Hispania famosa, sembremos el mustio collado de cardos borriqueros y los campos de soledad de urbanizaciones en quiebra, e invitemos a Fabio a comer la tortilla de patatas bajo esa chaparra que aún queda en pie, tras el último incendio del verano pasado. Tú también, improbable lector, quedas invitado.
... El vinazo para la merienda lo pongo yo.

martes, 1 de marzo de 2011

Variación para violonchelo núm. 1: Desmembramiento.-


Con delicadeza, depositó el violonchelo sobre la mesa, se puso los guantes de cirujano y comenzó a descordar el instrumento. Sin brusquedad, con gesto amoroso, fue desmontando las clavijas del chelo y las puso al lado, sobre una mesita auxiliar. A continuación, desmontó el puente, el cordal y la pica, que depositó junto a las clavijas.

Tomó una segueta y, con la misma seguridad con que manejaba en tiempos el arco del instrumento, empezó a seguetear el clavijero y la voluta, separándolos del extremo del mástil. El violonchelo apenas exhaló un quejido desde su caja de resonancia.

Con un golpe preciso, cargado de energía bien medida, arrancó el mástil y el talón del cuerpo del instrumento. Éste se estremeció, moribundo, y enmudeció. Del cuerpo ya inerte del chelo separó la tapa superior, desencoló el alma que la unía a la tapa posterior y desmontó la faja.

Había colocado las piezas, unas al lado de las otras, como un cadáver descuartizado y las miró largamente. Fue hasta el aparato de alta fidelidad y puso en él un vinilo. Al violonchelo, Jacqueline Dupré interpretaba la Suite para chelo número 2 en Re menor de J. S. Bach. Una angustia profunda le nació al escuchar las primeras notas del preludio. La tonalidad menor de la suite le recordó el sentimiento del que hablaba Rostropovich cuando la interpretaba: chagrín et intensité, pena e intensidad.

Tomó la cuerda cuarta del instrumento, de alma de acero, se subió a una banqueta y ató uno de sus extremos al gancho del que colgaba la lámpara. Se pasó el otro extremo, en forma de lazo corredizo, por el cuello y dio una patada a la banqueta. Cayó a plomo y sus vértebras crujieron. Todavía llegó a oír las primeras notas de la giga final de la suite. Después, nada.

La suite sonaba en el vacío...