lunes, 14 de marzo de 2011

El Cerro San Pedro.-









El Cerro San Pedro forma parte del sistema montañoso del Guadarrama, pero es un monte aislado, fuera de la cadena montañosa, y que tiene una altitud considerable: 1425 m.

Dicen que desde lo alto se disfruta de maravillosas vistas sobre la sierra y las dehesas circundantes, con su bellísimo bosque de encinas. Digo lo de "dicen", porque este sábado pasado hemos hecho una marcha por su entorno, hemos subido a lo alto del pico, y no hemos podido disfrutar de esas vistas que tanto se ponderan.


Todo esto porque hemos emprendido la marcha en un día lluvioso, con esa niebla meona que lo empaña todo e impide ver más allá de unos pocos metros. Pero, como los amantes de la montaña siempre somos gente golosa de paisajes, un grupo de amigos decidimos que hay que repetir la experiencia, pero en día soleado, para empaparnos, no de lluvia como esta vez, sino de paisajes.


Aparte lo agradable de la caminata, entre dehesas donde pastan toros bravos, a mí el cerro de San Pedro, cada vez que paso por sus aledaños, camino de las marchas montañeras, me trae recuerdos de cuando yo fui un recluta, un sorche, un conscripto del ejército franquista. No en vano el cerro fue terreno militar hasta hace algunos años y allí se hacían ejercicios de tiro.


Y es que muy cerca de Colmenar Viejo hice el periodo de instrucción, en el Campamento de San Pedro. Tres meses veraniegos en aquel secarral, sin agua corriente, desayudando cacao con bromuro, aprendiendo la instrucción militar y a servir a la patria por si se diese un casus belli que requiriese de mi esfuerzo guerrero.

Recuerdo que me sacaron de la fábrica donde yo trabajaba entonces. Lo de me sacaron entiéndase en cuanto a que a la mili se iba por imperativo; uno dejaba a la familia, el trabajo, la novia y los amigos y, por el tiempo que durase el servicio militar, pasaba a ser propiedad del ejército. Te esquilaban el pelo y te daban un uniforme de faena. De un día para otro, te veías convertido en un ser uniformizado, despersonalizado, un número (el 112 era el mío) bajo jurisdicción militar, y con un mosquetón al hombro aprendiendo el ¡un-dos!¡hep-haro!, como nos gritaban los instructores en el campo de maniobras.


Así estuve tres meses, antes de que me mandasen a un cuartel del Alto de Extremadura (el 71 de Artillería Antiaérea), donde tuve el glorioso honor de verme convertido en cabo furriel. Fui responsable, durante casi un año, de repartir los chuscos entre la tropa y asignar servicios a los compañeros de mi batería, de acuerdo con un estadillo que yo manejaba con escasa habilidad, pero según mi leal saber y entender.


Lo que me supuso, en aquel periodo cuartelero, recibir mil maldiciones por parte de los interesados. "Salgo de guardia y entro de cuartel; la culpa de todo la tiene el furriel", cantaba la tropa.

Resultaba difícil hacer entender a la mesnada artillera que los furrieles éramos la columna vertebral de aquel ejército mal equipado, pero que sometía a férrea disciplina a la clase de tropa.


Siguiendo con los recuerdos, en plan abuelo Cebolleta, recuerdo haber ido a prácticas de tiro al pie del Cerro San Pedro. Allí nos daban cinco balas para el mauser y nos hacían disparar sobre unas dianas que debían estar como a 100 metros de distancia. Yo nunca tuve la certeza de acertar en la mía, y aún sopecho que, de haber hecho algún blanco, fue en la diana del vecino. Al fin y al cabo, disparaba con pólvora ajena y las balas no tenían nombre.


Cuando, al cabo de quince meses me licenciaron, me dieron la cartilla militar donde se decía que, en caso de movilización, se me ascendía al empleo de cabo primero, y que el valor "se me suponía". Suposición que no conllevaba ninguna certeza respecto a mi ardor guerrero.

O sea: historias de la puta mili, como esas viñetas que aparecen en El Jueves.


Todavía lo recuerdo hoy, jubilado y ajeno a las glorias militares, cuando paso por allí cerca, camino del Guadarrama. Se ve que la mili me marcó, y eso que sólo era un remedo de guerra de mentirijillas. Por si había que salvar a la Patria de la horda marxista. En fin, fui un quinto peluso que nunca vivió su momento de gloria patriótica. Nunca la eché de menos.


En la única foto que conservo de entonces, yo soy el primero por la derecha. Nótese mi gallardía y marcialidad.

2 comentarios:

  1. Clemente Navarro Mancebo14 de marzo de 2011, 14:06

    Esa foto es buenísima. Y esa mirada... ¿Usted nació en Bilbao?

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  2. Menos mal que la horda marxista se extinguió!! Con soldados como estos tres, estabamos perdidos...!!

    Abrazo!!

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