sábado, 20 de junio de 2020

La nueva normalidad.-


Vamos a ver qué nuevas mentiras nos cuentan hoy, es lo que suele decir mi santa cada vez que se pone ante el televisor a oír las noticias. Y no es cosa de ahora, que llevo oyéndoselo decir cuarenta y siete años, bajo los dos regímenes políticos que nos ha tocado vivir: el dictatorial-nacionalcatólicismo y el parlamentario-borbonismo. Esa frase ritual de la santa siempre me ha parecido una especie de conjuro lanzado sobre el pesebre mediático. Una especie de vade retro a fin de preservar su propio criterio frente a la realidad cocinada en las redacciones y previamente sugerida en los consejos de administración de la prensa adicta.

Un servidor no es tan refractario como la santa, quizás por despecho, quizás por una radical falta de fe en las bondades del sistema. Es decir, lo que la santa llama “nuevas mentiras”, para este jubilata en ejercicio de supervivencia post/Covid-19, no son tales nuevas, sino el habitual sistema propagandístico adaptado a la realidad del momento presente. No son mentiras novedosas, sino las semi verdades que conviene sean propagadas y creídas en cada momento.

Y si no, improbable y siempre paciente lector, dedique un par de minutos a reflexionar sobre ese invento que se va propagando como una pandemia. Me refiero a ese hallazgo publicitario tan genial que llaman “La nueva normalidad”. La era post/Covid-19 (en caso que sea post y no un ocasional receso) nos la presentan como una forma distinta, novedosa y aún imprevisible en sus efectos sobre normalidad. Esta nueva normalidad tendrá la novedad, sobre la vieja normalidad - la nacida de la crisis económica 2007/8 -, que viviremos otras aún no inventadas manipulaciones de la realidad, pero con mascarilla.

Lo cual sí es novedoso. A la dictadura de la ideología dominante (uno llega a añorar al abuelo Marx, ya extinto) habrá que añadir la dictadura de la salud, de la distancia social, y sus contrarios. A saber: desde las heterodoxias del terraplanismo antivacuna de toda laya, hasta los iluminados profetas negacionistas de cualquier evidencia científica. Sin olvidar las habituales histerias colectivas que achacan los males de la humanidad a un chivo expiatorio cuanto más conspicuo, más odiado, tipo Bill Gates. Pero sirve cualquier otro, como las estatuas de los prohombres históricos. Con eso y la barra libre de las redes sociales desbridadas de todo raciocinio, la “nueva normalidad” será un espectáculo digno de ser vivido.

La lástima es que a este jubilata ya no le pilla en edad. Con los huesos duros, las articulaciones encasquilladas, y las sinapsis neuronales en stand by, no va a disponer de recursos propios para ser un espectador activo de la normalidad que dicen será nueva. 

Una novedad no imaginada, algo así como el descubrimiento de América para quienes se acostaron medievales y se despertaron renacentistas. Pero sin Colón, que ya nos vamos cargando sus estatuas de esclavista sin entrañas (en plan Black Lives Matter cabreados), como si los pueblos pudieran enmendar su propia historia flagelándose ante las cámaras de televisión. La iconoclastia historicista solo consuela a los necios, y algunos nos queremos lúcidos.

Nosotros, algo parecido a los colombinos: nos acostamos ayer saliendo de la crisis del capitalismo de las subprime y el ladrillo, y nos amanecemos hoy con la crisis post-Covid19 a la que llamamos Nueva Normalidad. Solo que no disponemos de estatuas que apear de malas maneras para vengarnos de nuestro pasado reciente. Eso, quizás, porque hemos sido gobernados por mediocres oportunistas que no justificaban el esfuerzo previo de subirlos a una peana. Y en ello seguimos. Por donde quiera que se mire en el ruedo de la política, los morlacos nos salen por las  puertas giratorias ya afeitados y con el agradecimiento a los servicios prestados en forma de sustanciosas sinecuras. 

No vaya a pensar el improbable lector que hay pesimismo en lo susodicho, apenas algo de ironía acibarada. Pero eso está en la naturaleza de los jubilatas provectos y no podemos luchar contra ello.  Paciencia y barajar. El saco de las ilusiones, que llevamos a las espaldas, está agujereado, y por el burato las vamos perdiendo como si fueran miguitas de pan que dejan un rastro, igual que en el cuento de Hansen y Gretel, para volver a casa. 

Solo que, como a ellos, los pájaros del olvido se nos las van comiendo. Al final, en medio del bosque, siempre encontramos la casita de turrón, chocolate y caramelo. Y mientras mordisqueamos el mazapán de sus paredes , la bruja malvada nos encerrará en la jaula de la nueva normalidad, donde nos irá devorando como solía cuando la crisis anterior.

Lo antedicho no es ninguna profecía. Que también  la nueva normalidad pudiera tratarse de un mundo al revés, como decía Juan Goytisolo y cantaba Paco Ibáñez en aquella memorable sesión del Olimpia:

Érase una vez/ un lobito bueno/al que maltrataban/todos los corderos.
Y había también/un príncipe malo/una bruja hermosa/y un pirata honrado.
Todas estas cosas/había a la vez/ cuando yo soñaba/un mundo al revés.

Pero, francamente, no lo creo.

jueves, 11 de junio de 2020

Rescatado de la memoria.-


En estos días finales de confinamiento Covid-19 he estado hurgando en los archivos de la memoria remota, la del ordenador, claro. Que la mía personal tiene el disco duro bastante saturado y no consigo recordar tanto como llevo escrito. 

Lo cual no se dice por queja, ya que uno escribe, aparte de para improbables lectores, para recordar que uno tenía cosas que decir. Si para don Miguel los libros son los hijos que perduran, porque lo son del espíritu y no de la carne, para este jubilata, la memoria externa de su ordenador son el receptáculo de la prole fruto de su imaginación. Esa imaginación a la que Teresa de Ávila, creo que en Las Moradas, llama la loca de la casa.

Pues bien, fruto de esa imaginación que, a veces, se desboca y a veces desfallece sin causa conocida, es este cuentecito, escrito en 2002, que recupero aquí. No tiene nada de especial, aparte de su brevedad y de su protagonista, un piernas, un quídam de vida rutinaria. Es el tipo de personaje por el que siempre he sentido debilidad: anodino, un átomo de masa entre gentes, un superviviente de la mediocridad; alguien a quien nunca le ocurre nada extraordinario. Por eso, precisamente, lo saco a colación del viejo archivo, lo desempolvo y lo expongo a la curiosidad de quien quiera leerlo.

Su título: Vereda tropical. Y dice así:
  
Vinicio Sosa era uno de tantos. Vivía en el barrio de la Concepción y trabajaba en Cuatro Caminos. Todos los días, a las siete y veinte de la mañana, cogía el metro en Pueblo Nuevo e iba a Avenida de América. Allí, recorría los pasillos buscando el enlace con la Línea 6 y, cada mañana, puntualmente, en el cruce de túneles, oía cantar a aquel músico callejero la melodía de la vereda tropical.

Vinicio echaba una moneda de veinte céntimos sobre la funda de la guitarra y se alejaba tarareando la canción. Y cada día, durante los breves minutos que tardaba en recorrer el túnel, recordaba aquel viaje al Caribe; único lujo de asalariado mediocre que se había permitido. Allí, en Santiago de Cuba, una jinetera mulata le fingió pasión caribeña; fue una semana de amor por un precio razonable. Comían en un paladar próximo al parque Céspedes. En el paladar, el cuarteto Causal, arrimado a una pared que añoraba pasadas blancuras, interpretaba canciones a petición de los presentes.

Lucinda, la jinetera mulata, era moza de un sentimentalismo recurrente.  Siempre que comían en aquel lugar de Santiago de Cuba, pedía a los músicos que interpretasen la vereda tropical y se arrimaba a Vinicio, muslo contra muslo, y éste sentía el torrente de aquella sangre abrasadora. Era lo más parecido a la pasión amorosa que nadie le había dado nunca.

Por eso, cuando en el metro oía al músico callejero, los túneles de Avenida de América, con sus fluyentes masas de gente apresurada, adquirían el calor del Caribe. Entonces, Vinicio cantaba bajito: y me juró querernos más y más aquellas noches junto al mar...  Y de los carteles anunciadores salían airosas palmeras que se mecían al son de la brisa, y negras bembonas que meneaban acompasadamente sus enormes culos, y muchachitas con piel de caramelo que le regalaban sonrisas prometedoras.

Diariamente, Vinicio soñaba su ración de ilusiones mañaneras por el módico precio de una moneda dorada.

Un día, el músico ya no estaba en el sitio habitual. Ni en los días sucesivos. En su lugar había un acordeonista que tocaba valses, pero ya no era lo mismo. Ya no nacieron palmerales en los andenes, ni las muchachas tenían la piel de oro tostado, y la gente se empujaba con malos modos para entrar en los vagones.

Desde entonces, Vinicio compraba el periódico y se enfrascaba en las noticias económicas. Las cotizaciones subían o bajaban según la fluctuación de los mercados, pero el pulso de sus ilusiones marcaba un cardiograma plano.