Lo de “edadismo” es un voquible que entró en mi vida por la
puerta falsa. Nunca había pensado en ello, ni me pareció digno de atención tal
palabro de nueva invención, si no fuera porque se me coló de rondón un día mientras
yo viajaba en el metro. Y eso fue cuando un hombre joven se levantó del asiento
y me lo cedió. Algo cambió en mi vida a partir de entonces.
Imagínese el improbable lector la indignación que me sobrevino
al caer en la cuenta: un hombre joven, sutilmente, haciendo gala de su vigor
físico y de su bonhomía, en cuanto me vio, se levantó como un resorte para que me yo me sentara.
En primer lugar, antes de ser consciente de que este jubilata era el objeto de aquella
amabilidad, miré a mi alrededor por si había algún decrépito necesitado del
asiento. Pero no, la persona a la que se dirigía su gesto amable y la
invitación a ocuparlo, era yo.
Jamás había pensado yo antes que, andando – o más bien,
galopando – el tiempo, me convertiría en víctima de la bondad ajena. Y aquí me
tiene el improbable lector, aceptando pocas veces y un poco a regañadientes, el
asiento que alguien me ofrece cuando viajo en el metro. En el bus no, porque en
el bus, con mucha frecuencia, es como ir en un geriátrico agitado. Allí, es lo
habitual, los asientos reservados a los mayores están siempre ocupados por
seres en general bastante estropeados físicamente. Y en cuanto a los de más
atrás, en cuanto alguien los ocupa, queda allí como encastrado y embuchado
entre gente en pie que hace equilibrios sobre sus dos piernas, mientras se
abduce ante la pantalla del móvil. Así no hay forma de ejercer la amabilidad con los provectos.
O sea, que, a estas edades, uno ha de contar con eso del edadismo y contarse en el número de los afectados por esa epidemia que ataca a los que vamos de septuagenarios para arriba. Y no es que un servidor se queje del edadismo, porque, según avanza la vida, uno echa un vistazo de vez en cuando al retrovisor para ver el camino hecho; es que son otros los que se encargan de recordárnoslo, o bien mediante su amabilidad, o mediante su conmiseración, o incluso mediante su desprecio.
Y si uno se hace la ilusión de que el tiempo pasa para los demás y no para sí mismo, no tiene más que recordar que en el bolsillo llevamos una cartera con el DNI que nos recuerda – con esa frialdad administrativa de los documentos oficiales – que nacimos en 1945.
¡Joder!, piensas, nací recién terminada la segunda guerra mundial y en pleno
propagandismo posguerra civil española. Posguerra cuyo recordatorio interesado se prolongó
durante gran parte de mi juventud porque así convenía al cesarismo militarista
que nos gobernaba por aquellos andurriales de la historia.
Y que el improbable lector perdone esta rápida mirada al retrovisor. No suele ser lo habitual, no sea que por mirar hacia atrás, uno se estampe contra la vida que viene de frente.
Y, a pesar de lo dicho de mirar de
frente la vida, perdóneseme, una vez más, una nueva ojeada al retrovisor, que
acabo de acordarme de aquella canción patriótica con que entrábamos los críos
en la escuela pública: La mirada clara y lejos, y la frente levantada… “Montañas
Nevadas”, creo que se llamaba. Aunque ahora no nieva mucho, la mirada clara y lejos
es gracias a la operación de cataratas, y lo de la frente levantada, no mucho, que
andamos un poco encorvados por aquello de la mochila de la edad.
Pero, bueno, lo del edadismo sigue sin ser santo de mi devoción, sobre todo porque sirve para que me cedan el asiento y me hagan sentir la edad que tengo. Puesto a gustar de los "ismos", prefiero el Dadaísmo por aquello de rimar con
el ya mencionado edadismo, y porque, además, produce cadáveres
exquisitos.