viernes, 26 de mayo de 2023

En torno al edadismo.-

 


Lo de “edadismo” es un voquible que entró en mi vida por la puerta falsa. Nunca había pensado en ello, ni me pareció digno de atención tal palabro de nueva invención, si no fuera porque se me coló de rondón un día mientras yo viajaba en el metro. Y eso fue cuando un hombre joven se levantó del asiento y me lo cedió. Algo cambió en mi vida a partir de entonces.

Imagínese el improbable lector la indignación que me sobrevino al caer en la cuenta: un hombre joven, sutilmente, haciendo gala de su vigor físico y de su bonhomía, en cuanto me vio, se levantó como un resorte para que me yo me sentara. En primer lugar, antes de ser consciente de que este jubilata era el objeto de aquella amabilidad, miré a mi alrededor por si había algún decrépito necesitado del asiento. Pero no, la persona a la que se dirigía su gesto amable y la invitación a ocuparlo, era yo.

Jamás había pensado yo antes que, andando – o más bien, galopando – el tiempo, me convertiría en víctima de la bondad ajena. Y aquí me tiene el improbable lector, aceptando pocas veces y un poco a regañadientes, el asiento que alguien me ofrece cuando viajo en el metro. En el bus no, porque en el bus, con mucha frecuencia, es como ir en un geriátrico agitado. Allí, es lo habitual, los asientos reservados a los mayores están siempre ocupados por seres en general bastante estropeados físicamente. Y en cuanto a los de más atrás, en cuanto alguien los ocupa, queda allí como encastrado y embuchado entre gente en pie que hace equilibrios sobre sus dos piernas, mientras se abduce ante la pantalla del móvil. Así no hay forma de ejercer la amabilidad con los provectos.

O sea, que, a estas edades, uno ha de contar con eso del edadismo y contarse en el número de los afectados por esa epidemia que ataca a los que vamos de septuagenarios para arriba. Y no es que un servidor se queje del edadismo, porque, según avanza la vida, uno echa un vistazo de vez en cuando al retrovisor para ver el camino hecho; es que son otros los que se encargan de recordárnoslo, o bien mediante su amabilidad, o mediante su conmiseración, o incluso mediante su desprecio. 

Y si uno se hace la ilusión de que el tiempo pasa para los demás y no para sí mismo, no tiene más que recordar que en el bolsillo llevamos una cartera con el DNI que nos recuerda – con esa frialdad administrativa de los documentos oficiales – que nacimos en 1945. 

¡Joder!, piensas, nací recién terminada la segunda guerra mundial y en pleno propagandismo posguerra civil española. Posguerra cuyo recordatorio interesado se prolongó durante gran parte de mi juventud porque así convenía al cesarismo militarista que nos gobernaba por aquellos andurriales de la historia.

Y que el improbable lector perdone esta rápida mirada al retrovisor. No suele ser lo habitual, no sea que por mirar hacia atrás, uno se estampe contra la vida que viene de frente. 

Y, a pesar de lo dicho de mirar de frente la vida, perdóneseme, una vez más, una nueva ojeada al retrovisor, que acabo de acordarme de aquella canción patriótica con que entrábamos los críos en la escuela pública: La mirada clara y lejos, y la frente levantada… “Montañas Nevadas”, creo que se llamaba. Aunque ahora no nieva mucho, la mirada clara y lejos es gracias a la operación de cataratas, y lo de la frente levantada, no mucho, que andamos un poco encorvados por aquello de la mochila de la edad.

Pero, bueno, lo del edadismo sigue sin ser santo de mi devoción, sobre todo porque sirve para que me cedan el asiento y me hagan sentir la edad que tengo. Puesto a gustar de los "ismos", prefiero el Dadaísmo por aquello de rimar con el ya mencionado edadismo, y porque, además, produce cadáveres exquisitos.