lunes, 28 de diciembre de 2009

Inocente, inocente.-


A mí, como a tantos otros, se me había ocurrido celebrar este día de los Inocentes escribiendo alguna de esas noticias inverosímiles, como suele ser habitual en los medios de prensa en esta fecha, y como lo ha hecho mi amiga Rosa María en su blog http://rosamariaartal.wordpress.com/
Antes de ponerme a la tarea, tuve la curiosidad de ver qué decían los evangelios respecto a los santos inocentes y me encuentro que sólo el evangelista Mateo habla de tal suceso. Dice: Tunc Herodes videns quoniam illusus esset a Magis, iratus est valde, et mittens occidit omnes pueros, qui erant in Bethlehem, et in omnibus finibus eius a bimatu et infra secundum tempus, quod exquisierat a Magis. (Mateo, II, 16). No traduzco el párrafo porque el episodio es de todos conocido. Ya se sabe, Herodes iratus est valde, se cabreó mogollón por el engaño de los Magos, que se volvieron a su tierra sin decirle dónde había nacido el niño-rey, así que mandó dar matarile a todos los niños de Belén y sus alrededores. La leyenda hagiográfica quiere que los sicarios del rey pasaron a cuchillo a millares de ellos (entre 3.000 y 15.000), lo que demostraría, en primer lugar, que el rey era bastante estúpido y un negado como estadista al aniquilar a tantos miles de potenciales contribuyentes y llevar a la ruina – por toda una generación – a toda una comarca que le proporcionaba ingresos en sus arcas y mano de obra barata.
Herodes I el Grande tenía mala prensa entre los judíos. No era judío, su educación era griega, propia de las elites de la época en Oriente y, dicho llanamente, era un mandado y un ejecutor de la política de los invasores romanos en la zona. Fue nombrado procurador de Judea por Julio César el 47 antes de nuestra era. Se hizo con el poder derrocando a la casa reinante de los Asmodeos, estos sí de estirpe judía, y consiguió de Marco Antonio el título de rey de Judea.
Si le dieron el título de “El Grande” no fue por casualidad. Mandó reconstruir el templo de Jerusalén el 21 a.n.e (para congraciarse con los judíos); construyó la ciudad portuaria de Cesarea, entre Tel Aviv y Haifa; y el año 25 (eran tiempos de hambruna) invirtió gran parte de su tesoro para comprar trigo a Egipto con el que alimentar a la población. Pero, eso sí, era un gentil y factotum de la política romana, razones más que suficientes para que los judíos le odiasen a muerte. Quizás por ahí habría que rastrear ese odio cerval hacia el personaje que el propio evangelio nos ha transmitido hasta el día de hoy.
Según el censo ordenado por el gobernador romano Quirino - motivo por el que José y María se trasladaron a Belén - en este pueblo no habría más allá de 800 habitantes, lo que daba un natalicio de unos 20 niños por año. Habida cuenta que la mortalidad infantil estaba en torno al 50 %, una cosa – burra, eso sí – es matar entre 10 y 20 niños y otra exterminar a 15.000, que a ojo de buen cubero, podría ser la natalidad de casi toda Judea en un año. Item más, Flavio Josefo, historiador judío que nació el 37 d.n.e., no dice nada de este episodio sangriento en su Antigüedades Judías, donde hace una mención de Jesús.
Pues eso, que la historia desmiente o, como poco, no corrobora lo que el evangelio de Mateo pretende. De ahí el sentido profano de las bromas de este día. Si una imputación calumniosa ha sobrevivido ya veinte siglos entre las gentes de Occidente, es una buena razón para que el personal se lo tome a cuchufleta y se ría en buen plan de sus semejantes, siquiera un día al año.
Pensándolo bien, para inocentada, la que los propietarios de Air Comet nos han hecho a los españoles. Montan una compañía aérea para ganar dinero, como manda la ortodoxia capitalista; como el negocio no funciona, dejan en tierra a unos miles de viajeros que ya han pagado sus billetes y el Estado español (todos nosotros, no se olvide) tiene que fletar aviones para que la gente viaje allí donde su billete les daba derecho. Y para que la broma sea más pesada, ningún responsable del latrocinio va a la cárcel.
Ya se sabe cómo funciona el invento: se capitalizan ganancias y se socializan pérdidas. Que “el pueblo cabrón” (como decía don Santos Banderas – el Tirano Banderas de Valle Inclán) pague la inocentada.

martes, 22 de diciembre de 2009

Historia verídica (esta vez, sí) de navidad.-

Esta tarde, día del sorteo navideño y la consabida felicidad aneja, Teresa y yo hemos salido a dar una vuelta por el Madrid borbónico. Paseamos la plaza de Oriente y aledaños. Llueve con fuerza, así que nos acercamos al mercado de San Miguel, junto a la plaza Mayor. Una hermosa muestra de la llamada arquitectura de hierro con crestería de cerámica en sus cubiertas, construido a principios del S. XX. Con la última remodelación en mayo pasado dejó de ser un mercado popular para convertirse en un centro comercial elitista, con tiendas de gourmet y exquisiteces. Un lugar de lujo y refinamiento, digno de ser visitado.
Ya digo, llueve como no suele llover en esta ciudad. Deambulamos por entre los puestos, observando las instalaciones, los productos, los precios… Hay mucha gente, turistas con cartera generosa y clase media con la paga extra recién estrenada y con ganas de darse algún capricho. Todo perfecto, hasta que vemos junto a uno de los accesos a un empleado del mercado que forcejea con un tipo desarrapado. El desarrapado blande una muleta y se empeña en que le dejen entrar. El empleado, joven, le sujeta los brazos y le empuja hacia la salida. El desarrapado se resiste a los empujones del hombre joven, hasta que llega corriendo otro empleado y entre ambos lo tiran a la calle. Lo tiran, no lo sacan. El pobre de pedir sale volando sin tocar los cuatro o cinco escalones que hay desde el mercado a las baldosas de la calle, y cae al suelo agarrado a su muleta. Cuando todavía no hemos sido capaces de reaccionar, sale corriendo otro empleado, éste además de joven es fuerte, salta los escalones y le propina dos patadas en la espalda al desarrapado de la muleta que está tirado sobre el pavimento. Este ni grita ni se queja; se levanta y se va renqueando a un portal donde hay dos pobres más guareciéndose de la lluvia.
Algunas de las personas que estamos allí, por fin, somos capaces de reaccionar y le gritamos al héroe que le está dando las patadas al mendigo. Le amenazamos con llamar a la policía y denunciarle, y de algo sirve: sólo han sido dos patadas. Le grito mi protesta al individuo de las patadas: a ver si, porque el otro es pobre y mísero, él tiene algún derecho a darle una paliza. El héroe de los patadones en la espalda del mendigo se pierde entre el remolino de gente y dice al pasar junto a mí: “pues llame a la policía”. La impunidad está asegurada.
Nos acercamos al portal donde los mendigos. El que ha recibido la paliza se ha dejado caer sobre unas bolsas, junto a sus dos compañeros. Observo que tiene varios dedos de la mano derecha vendados; una de tantas heridas en la lucha por sobrevivir. Ahora, posiblemente, tenga además, alguna costilla astillada o rota. Teresa le pregunta, él ni responde; apenas se lamenta un poco, tirado sobre las bolsas. Intentamos un diálogo con los otros dos, pero nos observan con indiferencia. Ante la insistencia de Teresa, uno de ellos responde que ya le había advertido a su compañero que no intentase entrar. El otro saca un par de cigarrillos y le tiende uno al que se ha molestado en hablarnos.
Y ahora, un poco de demagogia, que para eso es navidad. Recuerdo el incidente de estos días pasados, en el que a un periodista de Telemadrid le dieron una patada y le rompieron unas costillas. La Presidenta de la Comunidad salió en defensa de “su” periodista, dijo lo que le salió de las meninges, alborotó el cotarro político y perdió una ocasión estupenda para estar callada. Según parece, lo de la agresión fue en un bar de copas, de madrugada, y con los ingredientes usuales en estos casos: alcohol, machada y mujeres. Pero, eso sí, era un incondicional de su ideología y trabajaba en “su” cadena televisiva. Pero el incidente de hoy, un mendigo pateado por atreverse a entrar en un lugar público –pero elegante, eso también–, no es más que un burdo suceso donde los ingredientes no son más que la miseria, la suciedad, la pérdida de dignidad humana. Al mendigo le está bien empleado, por miserable y por desecho social. Seguro que no volverá a intentar entrar en el mercado de San Miguel que no olvidemos es un lugar público. Yo tampoco.
Y, como todos los cuentos tienen moraleja, éste, a pesar de ser verdadero, también: Feliz miembro (o “miembra”) de la clase media, ojala no te quedes sin trabajo y con una hipoteca royéndote los calcañales, porque corres el riesgo de terminar como el mendigo que hoy he visto moler a patadas. Reza conmigo ¡Virgencita, que me quede como estoy!

domingo, 20 de diciembre de 2009

Cuento de Navidad.-

Corría el 2009, segundo año de recesión tras la primera gran crisis financiera del siglo. Era un 22 de diciembre y en la radio los niños de San Ildefonso desgranaban la cantinela del sorteo navideño. Jonathan, comercial en una financiera, fue al departamento de recursos humanos a por el paquete de navidad.
A Jonathan, sus padres le pusieron ese nombre tras chutarse una sobredosis de posmodernidad hacía ya treinta años. Jonathan veía su porvenir laboral con cierto optimismo no exento de preocupación: acababan de despedir a compañeros suyos que habían pasado de la cincuentena, y los cuarentones estaban pendientes de una nueva regulación de empleo. A él, según le dijeron, no. La mera casualidad biológica hacía que él no estuviese en el grupo de riesgo. De cualquier forma, el turrón de estas navidades iba a tener un sabor amargo para sus compañeros de más edad.
A pesar de todo, el aspecto del paquete de navidad no dejaba traslucir los problemas por los que atravesaba la financiera: en su envoltorio, de un plateado brillante, corrían un sinnúmero de trineos arrastrados por un tiro de renos modelo waldisney, volteaban alegres campanitas doradas y las ramitas de acebo mostraban sus racimos de rojas bolitas brillantes. Un papá Noel de repetición mostraba, con su figura diseminada aquí y allá por el envoltorio, su sonrisa estereotipada. Pero la tópica alegría navideña, serigrafiada en el papel de regalo, era una mueca burlona que a Jonathan le producía un desasosiego del que no sabía cómo librarse.
Desde media mañana, la caja con sus botellas, sus turrones variados, latas de conserva y sus barras de embutido, estaba depositada a los pies de su mesa. Cada vez que se movía en su asiento, sus piernas tropezaban con ella y, cada vez que le echaba un vistazo, se tropezaba con la mueca sonriente del papá Noel. Era una sonrisa parecida a la del director de recursos humanos: profesional y de conveniencia. Aquella misma sonrisa con la que le había recibido en su despacho a primeras horas de la mañana.
En aquella entrevista le había comunicado la satisfacción de la empresa por su eficacia laboral, le tranquilizó respecto a la volatilidad de su puesto de trabajo y le sugirió que, para el próximo año, el reajuste de costes obligaba a rebajarle un siete por ciento su masa salarial a fin de capear la crisis. Pero allí estaba el regalo de navidad, aquella caja con su envoltorio plateado, sus trineos tirados por renos voladores, campanitas doradas y bolitas rojas de acebo. Una promesa de felicidad navideña y estabilidad laboral para el nuevo año. Los múltiples Papás Noel, impresos sobre fondo plateado, así lo garantizaban con su sonrisa de portavoz oficial de felicidad, y el jefe de recursos humanos lo refrendaba con su sonrisa profesional, calcada de la del reiterado Papá Noel del envoltorio.
Jonathan salió tarde de la oficina aquel día. Un cliente se resistía a suscribir una póliza de riesgo y él tuvo que emplear a fondo sus habilidades de comercial. Eran casi las ocho de la tarde. El alumbrado navideño se sobreponía, con sus mil destellos, al gris de la contaminación y las rodadas de los coches convertían en chapapote turbio los restos de la última nevada. Las fiestas navideñas eran un hecho irremediable.
Nada más salir, Jonathan cruzó la calle con su paquete de navidad y se acercó a unos contenedores de basura. Miró a los lados, por si alguien le veía, y depositó al pié la caja con todos sus turrones y botellas. Se alejó con paso rápido hacia el metro.
Desde el envoltorio plateado, entre las basuras, el Papá Noel de serigrafía le veía alejarse sin alterar la múltiple mueca de su sonrisa.

martes, 15 de diciembre de 2009

Partir la cara.-

Hace un par de días, a Berlusconi, en Milán, un loco le ha roto literalmente la cara. He oído en tertulias varias que tal acción ha de ser reprobada sin ambages, que de ninguna manera puede justificarse tal agresión, ni siquiera en la persona de un político como el Berlusco. Eso es lo políticamente correcto. Pero un servidor tiene sus reservas respecto al bla-bla-bla cargado de sensatez de los tertulianos radiofónicos. Porque, siendo sinceros, ¿A qué ciudadano no le gustaría romperles la cara a sus políticos? A mí, sí. Otra cosa es que lo haga, ni aún teniendo la posibilidad, como el loco de Milán. Pero que se lo merecen y que ganas no nos faltan, sin lugar a dudas.
Ayer se reunieron en el Senado los presidentes de las comunidades autónomas. El gobierno de la nación trataba de colocarles el producto milagroso para salir de la crisis. Por supuesto, no llegaron a ningún acuerdo. No está el PP para hacer favores al Zapa, menos cuando la crisis económica y sus consecuencias sobre el paro ponen en evidencia que no saldremos del infierno recesionario tan fácilmente. Y ya se sabe la consigna: ¡ZP, culpable! En esas circunstancias, hay que ser un político muy torpe para echar una mano y que luego el ZP se lleve todas las alabanzas y, lo que es peor, salga reelegido.
Pero el ciudadano que patea el asfalto no comprende las sutilezas de los políticos. Lo que quiere es que, siquiera en asuntos como sacar al país de la recesión, se pongan de acuerdo y empujen todos del mismo lado del carro. Cuando lleguen las elecciones, ya decidiremos con nuestro voto quién nos parece mejor, si el gobierno que encarriló o la oposición que ayudó a salir del atolladero.
¡Ilusiones de jubitala ocioso! Se reunieron en el Senado y perdieron el tiempo y agotaron, una vez más, nuestra paciencia. Y luego se extrañarán que haya locos que rompan caras tan bien cuidadas como la berlusconiana.
El problema que yo veo en eso de romper caras de políticos, aparte lo que tiene de reprobable moralmente, es lo caro que nos iba a salir. Primero habría que comprar muchas, muchas réplicas de la Cibeles (lo del duomo de Milán quede para los locos de Italia) y luego perder una enormidad de tiempo yendo tras los políticos hasta poder chafarles la jeta, más el gasto público en cirujanos y odontólogos que remienden narices y dientes
rotos.
La cosa resultaría costosa (en tiempo y dinero) y antiestética, con nuestros políticos saliendo por la tele con la cara hecha un cristo. Yo propongo la solución más civilizada del periodista iraquí que le tiró los zapatos al Busch. ¿Quién no tiene por casa un par de zapatillas viejas? Pues eso serviría perfectamente. Zapatazo al don Tancredo político, que eso libera tensiones. Hasta el turrón nos iba a saber más dulce estas navidades.
(
La foto del Berlusco la he tomado prestada, con perdón, de un ejemplar del ADN)

domingo, 13 de diciembre de 2009

De cocina doméstica.-

Nadie piense que voy a dejar aquí un recetario de cocina con los platos que preparamos en casa. No se trata de eso. Es que este domingo he estado haciendo la comida y me he acordado de que, hace apenas un par de años, yo era un inútil entre los pucheros. En aquellos momentos Teresa andaba con una mano en cabestrillo y, como comer hay que comer todos los días, me ofrecí a iniciarme en la alquimia culinaria el tiempo que ella estuviese de baja laboral doméstica. Fue un ofrecimiento temporal, sin mayores pretensiones que las de la mera supervivencia.
Pero le cogí gusto a eso de los fogones. Porque resulta que, tras un modesto plato de acelgas, o el más elaborado de un bacalao al ajo arriero, hay toda una “filosofía”, como se dice actualmente, abusando de tan noble término.
El arte de los fogones viene a ser como el hermano menor de la alquimia medieval. Ésta pretendía transmutar los metales en oro y había tras ella todo un proceso iniciático al que no accedían más que algunos privilegiados. Los conocimientos se transmitían de maestros a discípulos con un hermetismo que dejaba al margen de retortas y matraces al resto de los humanos.
Pero la alquimia del puchero no, no tiene más secretos que la habilidad que pueda desarrollar cada quisque. De hecho, las librerías están llenas de recetarios de cocina: Si entras en Internet, encuentras trece docenas de formas de hacer un marmitako, o tropecientas veintisiete formas de preparar unos espaguetis. La cosa ha perdido mucho la emoción que proporcionaba lo esotérico, la búsqueda de la piedra filosofal; una vez que sabes hacer una tortilla francesa o cocer unas lentejas con chorizo puedes hacerle un corte de mangas a Ferrán Adrià.
Pero no por eso deja de ser un campo inexplorado para muchos hombres de mi edad, jubilatas a los que la santa les lleva poniendo el plato debajo de las narices desde hace decenios. Por eso precisamente, aprender a guisar fue como el descubrimiento de un mundo ignoto. La comida resultó ser algo más que lo que te zampabas mirando al televisor; era el resultado de elaborar vegetales, pescados, carnes y otros alimentos, cada uno con sus cualidades, textura y sabor, y trasformarlos en algo distinto que resultase no solo comestible, sino placentero.
Pero no se vaya a pensar, de acuerdo con la ideología igualitaria entre sexos, que esto resuelve una de las facetas de la equitativa distribución de tareas entre hombre y mujer. Compartes tareas, pero invades competencias tradicionalmente femeninas, y eso tiene un coste en la convivencia. Antes, cuando no sabías cocinar, eras un inútil; hora, en cuanto te pones la mandarra y empiezas a manipular peroles, la santa no te quita el ojo de encima a ver cómo lo haces. Y en cuanto cometes un error, allí está ella llamándote al orden, poniendo en evidencia tu torpeza y demostrando su veteranía. Porque, en el fondo, estás invadiendo un coto tradicionalmente cerrado al hombre y, si encima lo haces bien, enseguida aparecen los celos profesionales.
Total, que hemos pasado de “ayudar en casa” a “compartir tareas”, de acuerdo con las directrices ideológicas imperantes. Que es de lo que se trata, en el fondo: imponer una determinada visión de la sociedad hombre/mujer, sustituyendo una actitud machista decadente por otra feminista adornada con todas las virtudes de la progresía. Lo que me hace recordar que tengo que releer “El varón domado” de Esther Vilar, editado por Grijalbo en 1973. La autora defendió a los hombres de las asechanzas femeninas y por poco le costó verse lapidada por el feminismo radical. Para una valedora que teníamos, nos la pusieron como unos zorros porque los hombres teníamos la obligación de adaptarnos, pero no el derecho de ser defendidos. Væ victis!
Pero dejémoslo así, que esa es otra historia y el terreno resbaladizo. Lo que de mí puedo decir es que, a estas alturas de la vida y con tanta adaptación al medio, lo mismo frío una corbata que plancho un huevo.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Los supervivientes del metro y una propuesta de A.V.C.-

Ya advertí, hace algún tiempo, que pensaba perpetrar una nueva incursión en eso que llamé “sociología parda” y que no es otra cosa que una mirada curiosa sobre las gentes que viajan en el suburbano madrileño. Solo que esta vez quería hablar de quienes sobreviven de la mendicidad y sus aledaños en los vagones del metro.
Andan presumiendo nuestros políticos de que disponemos de la mejor red de trenes suburbanos de Europa y los Telemadriles y paniaguados afines se encargan de mostrárnoslos caminando ufanos por los túneles recién abiertos, por estaciones en obras, con el preceptivo casco de ingeniero ocasional, sonrisa en ristre. Lo que ignoran –supongo que a propósito– es que esta deslumbrante red madrileña de metro es el hábitat natural de los desheredados sociales. Si no de todos, sí de aquellos que han hecho del peregrinar por túneles y vagones su forma de subsistencia.
Como esta bitácora está para hablar de las cosas que ocurren en mi entorno de jubilata ocioso – que alguien quiera leerlas es harina de otro costal –, quiero dejar mis impresiones de estos viajes en metro que hago con frecuencia. Y esta vez no hablaré de viajeros lectores, ni de aquellos abducidos por las músicas que llevan soldado a la oreja el cordón umbilical del MP3 (o similares), ni de los sempiternos parladores por teléfono móvil, ni de viajeros con mirada ausente. Ya advertí que pensaba hablar de los supervivientes marginales. De esos que han hecho de los túneles del metro su hábitat natural, su medio de supervivencia.
A bote pronto, habría que diferenciar dos grandes grupos: los melómanos y el resto. De entre los primeros conviene diferenciar los cordófonos y aerófonos, por un lado, y los electrófonos por otro. Los primero tocan guitarras, violines, clarinetes, saxos, o similares con más o menos acierto, pero se ve que le ponen cierta habilidad y entrenamiento. Los segundos van con un carrito donde llevan un aparato electrónico que da músicas enlatadas y suelen ser molestos. Todos ellos pretenden, a cambio de una moneditas, distraer el aburrimiento de los viajeros con unos minutos musicales.
El resto lo forman los suplicantes. Gente derrotada por la sociedad, que recurre a la lástima pública para ir tirando mal que mal. Los hay que exhiben sus lacras físicas y los que pregonan su marginalidad. Entre los primeros me he tropezado en los últimos tiempos con dos individuos de difícil olvido, dado su lamentable estado físico: el viejo que a duras penas se tiene en pie sobre un par de muletas destartaladas y que arrastra sus piernas tullidas. A éste su vejez y su invalidez le suelen jugar malas pasadas, ya que, al verlo entrar en el vagón, siempre hay alguien que quiere cederle el asiento pensando que es un viajero “normal” pero inválido. Pero no, él lo que quiere es que le compadezcamos y le demos una limosna, y si se sienta pierde su tiempo de limosneo. Cuando el respetable se hace cargo de la situación, cada cual se enfrasca en sus ausencias (lectura, móvil, etc.) y olvida tan lamentable visión. El tullido recorre el vagón tambaleándose y la gente que va sentada, a su paso, discretamente, encoje las rodillas por miedo que en una sacudida, el viejo zarrapastroso se le caiga encima y a ver qué cara pone uno…
Hay otro, al que ya he visto dos veces o tres veces, que es un hombre joven al que parece que le hubieran echado a vivir su lamentable vida los de la Unidad de Quemados después de remendarlo malamente. Cada vez que lo he visto me ha parecido salir directamente del patio de Monipodio y he dado en suponer que lo ha importado de las pasadas guerras balcánicas algún trujamán de miserias para sacarse unas perras exhibiendo sus deformidades. Tiene el individuo la cara quemada, sin párpados, con ojos que miran fijos porque no pueden hacer otra cosa a falta de dónde encerrarse, de forma que es una máscara incapaz de expresión; y con sus manos a falta de las falanges de varios dedos, con la punta del hueso asomando por su extremo. Éste camina con las palmas extendidas a la espera de la moneda que nunca llega porque a la gente le da grima rozarle, y emite sonidos inarticulados. Su aspecto repulsivo provoca reacciones de rechazo o de curiosidad morbosa, según cada cual.
Por no alargarme más, los marginales de oficio son suplicantes que juran por sus niños que piden para no robar, que prefieren vivir de la caridad antes que delinquir. Algunos acompañan con jaculatorias y santiguadas su perorata, para que quede clara su buena intención. Suelen ser peripatéticos y de discurso emotivo, recorriendo el vagón arriba y abajo para que todos los presentes sepan que se mueve en la cuerda floja, entre la mendicidad y el delito, y que sólo de su aportación económica depende que se incline hacia uno u otro campo.
Lo que no se entiende bien es por qué, tanto derrotado social como hay por ahí, no decide asociarse y formar, valga como ejemplo, una Asociación de Víctimas del Capitalismo que defienda su derecho a disfrutar, aunque sea mínimamente, de los beneficios sociales. Si los banqueros han logrado que el Estado aporte miles de millones para reflotar negocios que ellos han hundido con su rapiña, a ver quién es el guapo que les explica a los miserables del metro, caso de asociarse, que no se dispone de medios para hacer su vida un poco menos desgraciada.
Quede aquí la propuesta de asociación, que, además de útil para sus asociados, sería muy beneficiosa para la policía y buena imagen del metro madrileño.

martes, 1 de diciembre de 2009

Otra navidad es posible.-

Con las fechas que estamos, en cuanto nos descuidemos tendremos otra vez la navidad encima. Y, para que no se nos olvide, ya han empezado a recordárnosla en noviembre. No hay más que darse una vuelta por los súper del barrio, con toda la gama de turrones ocupando las estanterías e invitándonos a comprarlos y hacer acopio no sea que, si lo dejamos para más tarde, ya no queden existencias.
También el municipio, tan previsor, nos está advirtiendo que la navidad se aproxima. Basta con pasear por las calles céntricas y ver los adornos luminosos que está colgando. Solo que esta vez, por aquello de la recesión económica, ha sacado los diseños de años anteriores, para que se vea que no derrocha. Y, para dar ejemplo, los dineros recaudados con la tasa de residuos urbanos se aplicarán a la recogida de basuras producidas por los residuos de las mil chucherías que compraremos para la celebración. No hay más que pararse a pensar en los miles de toneladas de mierdas (reciclables o no) que vamos a producir en tan entrañables fechas, y eso cuesta una pasta.
Si no fuera por las grandes cadenas de distribución y por las luminarias municipales, a ver quién se acordaba de que estamos a un paso de las fiestas. Porque lo que es el clima, ése nos está despistando: luce el sol a diario, no bajan las temperaturas, no llueve ni nieva y parece empeñado en que vivamos una permanente y suave otoñada. Así no hay forma de ponerse en ambiente.
Pero sea como fuere, lo cierto es que en cuatro días tendremos los belenes montados y los espumillones cuajarán los arbolitos de plástico; los Papás Noel y las variopintas trinidades de Reyes Magos ya habrán hecho acopio de toda la producción de la industria juguetera china; las familias estarán sacando brillo a sus tarjetas de crédito y los políticos nos trasmitirán mensajes de bonanza económica para finales de 2010. Más o menos, como todos los años – salvo lo último –, lo que resulta francamente aburrido y reiterativo hasta el hastío.
Por esa razón va siendo hora de darle otro sentido a la navidad. La navidad consumista y de oropeles es previsible, vulgar en su reiteración y derrochona. Por eso, porque sabemos que los recursos del planeta son limitados, a pesar de la doctrina neoliberal depredadora, declaramos que otra navidad es posible. Lo único que nos falta es un poco de imaginación para buscar los medios que den sentido a nuestra felicidad en las próximas fiestas. Presuponiendo todo lo anterior, ahí van unas cuantas sugerencias:

Otra Navidad es Posible, opción: que el cambio climático no te pille con el culo al aire.-
Si a estas alturas alguien – salvo los ideólogos del sistema – no se cree que el cambio climático es irreversible, va dado. Es una lotería que nos va a tocar a todos, aunque no sabemos aún para cuándo será la pedrea. Como muestra, baste con seguir la evolución de la climatología y sus consecuencias: la desertización progresa, los glaciares de los polos van derritiéndose, las lluvias cada vez se resisten más a visitarnos y cuando lo hacen es en forma de inundaciones, y la temperatura ha subido un par de grados, y lo que te rondaré morena.
Cuando el Sahara salte el Estrecho, a los primeros que nos va a tocar será a nosotros. Las bonitas praderas de los campos de golf se convertirán en eriales, nuestros bosques habrán ardido en un multicolor muestrario de fuegos artificiales, las lujosas urbanizaciones de las playas quedarán anegadas por el ascenso del nivel de los mares, aparte otras noticias truculentas que los programas televisivos se encargarán de mostrarnos con todo lujo de detalles.
Viniendo así la cosa, las navidades son una excelente ocasión para desempolvar los buenos propósitos y ponerlos –esta vez, sí– en práctica. Para eso, no hay nada como inspirarse en los entrañables belenes domésticos. ¿Quién no tiene en su casa unos reyes magos caballeros en sus dromedarios? ¿O un rebaño de ovejas y cabritas de plástico junto al lago de papel de plata? Pues ese es el modelo a seguir.
Para cuando el Retiro sea un campo yermo, para cuando la arboleda del paseo de Recoletos no sea más que un recuerdo borroso y el césped de las urbanizaciones de la Moraleja se haya agostado definitivamente, hay que estar preparado. El día que por el Canal de Isabel II no corra una gota de agua ya será demasiado tarde.
Para cuando eso ocurra, qué mejor que ir pensando en montar un criadero de camélidos. Para aquel entonces un camello tendrá más valor que el más lujoso de los coches actuales, y será más útil y de más barato mantenimiento. El camello se alimenta con cualquier hierbajo y puede pasar una semana sin beber; puede transportar personas y mercancías y no hay que llevarlo al taller, ni pasar la ITV, ni cambiar de modelo cada tres años. Además, no está reglamentado que pague peaje en las autopistas. Todo son ventajas.
También habrá que prever la cría masiva de cápridos. Son animales muy autónomos y resistentes a las condiciones más adversas; se alimentan hasta de la cal de las paredes y, en caso de necesidad, rumian las espinas de las acacias y las hojas de los periódicos y hasta la ropa que nos sobra en el armario. Producen crías, leche, hueso y cuero, con todos los productos derivados de los mismos; por ejemplo: con sus huesos pueden hacerse agujas para coser y cucharas para tomar la sopa. Son suficientes para mantener la economía doméstica, fabricar zapatos y zamarras y son un motor económico no desdeñable, pues fomentan un elemental comercio alimentario y de materias primas.

Otra Navidad es Posible, opción: Los carburantes fósiles son un asco.-
Esta opción es complementaria, compatible e intercambiable con la opción anterior. Vuelven las navidades y vuelven los atascos por las calles del centro, los odiosos embotellamientos en la M 30, la M 40 y sucesivas eMes, además de la maraña de carreteras que enlazan la ciudad con su corona urbana. Y todo eso para ir a hacer las compras de última hora, para ver los colorines y cimbeles publicitarios de los grandes centros comerciales, para disfrutar de las opciones de ocio a precios inflados, que para eso es navidad y hay que hacer negocio. Los niveles de contaminación se ponen por las nubes y la gente se pone asmática perdida y es propensa a todo tipo de alergias, y ni las campañas antitabaco te limpian los pulmones. Y todo por culpa de los carburantes fósiles.
Las consecuencias ya las sabemos: lluvia ácida, deterioro de la capa de ozono, efecto invernadero y el coche con dos dedos de carbonilla en cuanto lo dejas a la puerta de casa un par de días. Además, con tanta contaminación, el traje se atufa, la corbata de diseño adquiere un colorcillo amarronado que desluce un montón, el modelito Cortefiel coge un sospechoso olor a residuos sulfurosos y desmerece en el cotillón de fin de año… Sin contar el precio de los carburantes, que siempre se dispara por estas fiestas. Por si fuera poco, nos vamos haciendo a la idea de que en pocos decenios se agotarán los pozos de petróleo y los yacimientos de gas. ¿Y entonces, qué? Pues eso, que ya va siendo hora de decir “¿Gasolineras? ¡No, gracias!” Otra navidad, sin carburantes, es posible.
Aprovechando que el municipio nos llena los barrios de carril bici, cambiemos, ahora que estamos a tiempo, el coche por la bici. Ésta viene a ser como el camello del que hablábamos en la opción anterior, solo que más esquemática. Tiene, sobre el camello, la ventaja de que te la puedes subir a casa para que no te la desguacen en la calle, aunque con una desventaja manifiesta: tienes que pedalear, para lo cual hace falta buen fuelle. Contaminados como estamos de monóxido de carbono por culpan de los carburantes fósiles, no es una opción al alcance de todos los pulmones, aunque sí utilizable por aquel segmento de la población más joven. Camello y bici serán vehículos complementarios.
Además, con los miles y miles de coches fuera de servicio, piénsese en los millones y millones de bicicletas que podrán hacerse a precios low cost, fomentando así la industria del reciclado. Y los garajes y estacionamientos subterráneos serán muy útiles para aparcar los camellos que, por razón del pequeño espacio de las viviendas, no se pueden subir a casa. Piénsese en las enormes posibilidades de negocio que habrá al alquilar plazas para estabular camélidos. Y en que el municipio duplicará los ingresos por zona azul: en una plaza de coche caben dos camellos. Y también los ciudadanos sacarán su parte de beneficio, ya que lo que la alcaldía recaude en aparcamientos camellares nos lo deducirá de la tasa de basuras. Mejorará la atmósfera de la ciudad, sus habitantes tendrán un respiro económico y el alcalde será reelegido hasta la consumación de los siglos.

Otra Navidad es Posible, opción: Navidades republicanas.-
¿Alguna vez nos hemos parado a pensar en lo que nos cuestan los Reyes? Me refiero a los Reyes Magos, claro. Gran parte del presupuesto familiar navideño se destina a la compra de regalos para los pequeños de la casa. Y es sabido que los niños actuales no se conforman con cualquier cosa: consolas de última generación, teles de plasma, ordenadores, teléfonos móviles, calzado de marca y un inacabable etcétera que dejan la paga extra anémica. En cuanto a los Reyes para los mayores, nadie se conforma con menos de un crucero de lujo o una estancia en la rivera Maya. Y todo ¿Por culpa de quién? Por culpa de los dichosos Reyes Magos y de sus compinches Papá Noel y Santa Klaus, conchabados con la realeza oriental a la hora de exprimir el bolsillo familiar.
Unas navidades republicanas pondrían coto al derroche de juguetes y caprichos al que estamos acostumbrados. Pero, como la gente es muy conservadora y se resistiría a cambiar de costumbres de un día para otro, podríamos iniciar una campaña masiva de distribución de lacitos tricolores, al modesto precio de 50 céntimos de euro. Con lo recaudado, no habría más que montar una agresiva campaña publicitaria para convencer al pueblo soberano de que otra navidad sin derroche es posible y, si además republicana, más propicia al desarrollo sostenible.
Para ello habría que desterrar, previamente, a las figuritas de los Magos que se ponen en los belenes y sustituirlas por enanitos de esos que se ven en los jardines de los chalés, con su cara bonachona y su pico o pala en la mano. De todos es sabido que los tales enanitos vivían del producto de su trabajo y no llevaban un céntimo en el bolsillo, lo que supondría un mensaje subliminal al verlos en torno al portal de Belén: felices, trabajadores y sin gastar un duro. Si, además, en lugar de estrella sobre el portal, se pusiese el consabido lazo tricolor, mejor. Lo republicano no quita lo entrañable.
Desterrados los Reyes de centros comerciales, belenes y cabalgatas, todo el mundo ahorraría muchísimo porque nadie se acordaría de pedirles nada. El producto de esos ahorros iría a engrosar las cuentas de los bancos y así, en cuanto los nuevos Norman Brotherds, los Merry Linch y demás aventajados alumnos de Milton Friedman volviesen a desbaratar la economía mundial, todos, con espíritu republicano, arrimaríamos el hombro. Y, para simbolizar tan fraternal cooperación, podría colocarse una guillotina miniaturizada frente al palacio de Herodes con un angelito regordete que sostuviera un cartel destellante: “A la tercera va la vencida”, para general conocimiento.

Pero si eres de los que se ciscan en el catastrofismo ecologista, o de los que piensan que el mundo está bien como está, también hay opciones para disfrutar de unas navidades distintas. Unos breves ejemplos servirán:

Otra Navidad es Posible, opción: Esta Nochebuena sienta un político corrupto a tu mesa.-
Opción un tanto arriesgada, apta únicamente para familias con solvencia económica, ya que el político corrupto es voraz en extremo y la mesa ha de estar muy bien abastecida. Tiene la ventaja de que proporciona muy buenos contactos y te recalifica el belén en parcelitas a precio de amigo.

Otra Navidad es Posible, opción: El día de los Santos Inocentes descapitaliza un banco.-
Esta, por el contrario, no supone riesgo ninguno, ya que el Estado corre con los gastos, y resulta muy gratificante por aquello de las vacaciones en un paraíso fiscal a elección del interesado.

Otra Navidad es Posible, opción: Crucero en patera desde Gambia hasta las Canarias.-
Una navidad única y, si la patera naufraga, irrepetible. Pero, si llegas, tiene la gran ventaja de que te convences, de una vez por todas, de haber nacido en el lado bueno del mundo.

Como puede verse, las opciones son múltiples e intercambiables, sustituibles o acumulables sin restricción ninguna. Como se trata de hacer posibles otras navidades, las opciones quedan abiertas a la imaginación y cada cual puede elegirlas según su gusto o inventarse unas nuevas. Todo menos comer el turrón a plazo fijo.
¡Otra Navidad es posible, coño!

jueves, 26 de noviembre de 2009

Una caminata por Siete Picos.-

La previsión meteorológica para el pasado sábado 21, día que hemos subido a Siete Picos (2.038 m. aprox.), era que pasaría un frente lluvioso y que tendríamos agua. Pero qué va, no nos ha caído ni una gota, aunque, eso sí, la temperatura estaba en torno a los 6º C y las nieblas nos han acompañado durante gran parte de la mañana. El viento venía a rachas tan fuertes que nos obligaba a pegarnos contra las paredes rocosas a la espera de que amainara para trepar por los enormes bloques graníticos que forman los picos. Porque es lo que tiene subir hasta aquí, que el acceso desde el puerto es relativamente fácil; así que hay que quemar energías trepando a alguno de los picachos. Una vez puestos al pie de los mismos, la caminata se convierte en un tobogán: trepas por los bloques de granito buscando hendiduras y pasos que den acceso a la cumbre. Una vez allí, echas un vistazo al paisaje, o sea, a la niebla que te rodea, bajas y te vas al pie del nuevo pico donde repites la operación.
Salimos del aparcamiento del puerto de Navacerrada, fuimos hacia el Escaparate y tomamos la loma junto a las pistas de esquí para llegar al pico del Telégrafo. Apenas alcanza éste los 1.975 metros y es de muy fácil acceso. Su nombre le viene de que aquí había una torre del telégrafo óptico que formaba parte de la red de telégrafos que comunicaban los Reales Sitios. Esa torre corresponde a la línea Madrid – San Ildefonso (montada en 1832), con dos estaciones intermedias, una en Hoyo de Manzanares y la otra aquí en Navacerrada, en el cerro del Telégrafo.
Posteriormente, en 1846, esta red sirvió de base para un proyecto más ambicioso con 52 torres: la red que unía la capital del reino con San Sebastián, pasando por Valladolid, Burgos, Miranda y Vitoria. Eran tiempos de las guerras carlistas y cumplía una función militar.
De aquella torre de señales no queda ni vestigio. Se ve que por sustituir una técnica de comunicación tan rudimentaria por otra de acreditada longevidad, en lo alto de las rocas próximas han puesto una imagen religiosa que otea los pasos del desapercibido montañero, a quien nadie le ha preguntado por sus creencias. Si le hubiesen preguntado, quizás éste prefiriera ver representada a la Pachamama por una umbrosa espelunca en la roca.
Recorridos los picos y, después de corretear por los altos riscos, bajamos hacia el collado Ventoso, lo atravesamos y subimos al cerro del mismo nombre para bajar al puerto de la Fuenfría. Desde allí, por la calzada romana, hasta casa Cirilo, donde nos esperaba el autobús. Al pasar por el puente del Descalzo hice una foto al bonito tejo que crece en el arroyo, al pie del propio puente. La dejo aquí, ilustrando este texto.
Más contento que unas pascuas, bien oxigenado, y con ganas de una ducha calentita, regreso a casa y ya estoy pensando en la próxima salida: una marcha de senderismo que nos llevará por tierras de Patones y el embalse del Atazar.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Las ocupaciones del jubilata.-

Muchas, el jubilado tiene muchas ocupaciones. Obligaciones laborales, ninguna, pero su agenda está llena de actividades que podríamos incluir en el capítulo de las “no productivas”, lo que no quiere decir que sean ocupaciones inútiles, simples pérdidas de tiempo, o excusas para pasar el rato.
¿Qué puede hacer un jubilado con todo el tiempo a su disposición? Todo menos remolonear en la cama hasta las mil y una, deprimirse porque su vida es una inutilidad, pasarse el día delante del televisor o enfurruñarse porque ya no comprende la sociedad que le rodea y le parece que “en mis tiempos” el mundo funcionaba mejor. No hay cosa más lamentable que esos jubilados que estorban en casa, de puro inútiles que son, y les mandan a dar vueltas por el parque hasta la hora de la comida.
Aquí, quien suscribe, decidió al poco de engrosar las filas de la legión de clases pasivas, que iba a dedicar parte de su tiempo a actividades de tipo social y se hizo voluntario de una ONG. Un dilema, oiga, eso de encontrar una ONG que le cuadre en función de sus aptitudes. Ya se sabe que hay tropecientas instituciones, fundaciones u organizaciones sin ánimo de lucro que las regentan, y detrás de ellas una ideología que las sustenta. Y uno, que está por la sociedad laica y civil, al margen de directrices ideologías sean religiosas o políticas, se decantó por una organización no muy grande ni excesivamente conocida, implicada en actividades sociales y de cooperación al desarrollo. Y dentro de ella, por un programa que le venía como anillo al dedo, que se adaptaba muy bien a ese barniz cultureta que le ha impregnado a lo largo de su vida. Total, que el jubilata que esto escribe se hizo voluntario del Programa del Libro Solidario.


¿Qué hacemos los que trabajamos dentro de este programa? Hacemos bibliotecas que Solidarios para el Desarrollo envía a países del Sur, donde el acceso al libro es prohibitivo de puro costoso. Formamos bibliotecas para colegios, para centros de formación de educadores y también para cárceles. Pero no sólo eso. También se hacen campañas para dar a conocer nuestra actividad, aprovechando el Día Internacional del Libro, el día de los Museos, o actividades similares y que, aunque sea de una forma tangencial, tengan relación con los libros.
Esta vez hemos montado un chiringuito de libros en la universidad de Somosaguas (aquí en la foto) y allí he pasado un par de días vendiendo (por un precio simbólico, 1 o 2 €) libros a los estudiantes y dando a conocer nuestra actividad. El improbable lector que esto lea puede imaginarse que uno no estaba allí por negocio, que no pierde su precioso tiempo de jubilata marchoso en recaudar unas decenas de euros al cabo del día. Uno está allí para dar a conocer nuestro trabajo. De paso, el jubitala se lo pasa bien entre tanta gente joven, se relaciona con ella, libro mediante, y sale de su corralito mental. Porque ese es uno de los problemas del que anda camino de lo que llaman, con hipócrita condescendencia, la tercera edad, que ve reducido su mundo a la gente de su edad y del resto no tiene más noticias que las que le llegan a través de los media, con sus tergiversaciones y sus anuncios de por medio.
Por eso y más cosas, el jubilata se apunta al voluntariado y a un bombardeo, en cuanto hay ocasión. Que corra el aire…

domingo, 15 de noviembre de 2009

Sólo son cuentos.- Historias de otoño, 2.

Amores que ruedan.-
La conocí por casualidad. Coincidíamos en el bus 95, en la cabecera de línea, a las siete de la mañana, y ocupábamos asientos próximos. Ella leía algún libro y yo ojeaba un periódico deportivo, hasta que un día me fijé en ella con detenimiento. Debía de andar por los cuarenta años y su pelo era castaño y los ojos del mismo color. Vestía siempre faldas que, al sentarse, dejaban asomar el arranque del muslo. Sus manos eran finas y cuidadas, como de secretaria, y no llevaba alianza en los dedos.
Un día me decidí y le hablé: - Coincidimos a diario y usted me gusta mucho. ¿Le importa que me siente a su lado?
Tuvo un momento de desconcierto y me miró con cierta desconfianza, pero mi cara ya le resultaba familiar. Con una sonrisa, entre tímida y maliciosa, aceptó mi atrevimiento y me invitó a ocupar el asiento de al lado. Desde aquel día viajábamos siempre juntos. Charlábamos y nos gastábamos bromas y, casi sin darnos cuenta, empezamos a rozarnos como por descuido.
Enamorarnos fue cuestión de tiempo. A partir de entonces, nos sentábamos en la última fila de asientos del bus, nos cogíamos de las manos y empezamos a besarnos. La gente dejó de existir para nosotros. En nuestro rinconcito, abrazados, mirándonos a los ojos y comiéndonos a besos, el autobús nos acunaba con sus frenazos y acelerones.
Cada día, nuestras vidas empezaban en la parada de cabecera y terminaban media hora después, cuando ella bajaba para tomar el metro. Yo la despedía lanzándole besos como mariposas a través del cristal y ella se volvía un momento, abría los labios en forma de corazón y me lanzaba un beso redondo que llegaba hasta la ventanilla como un anillo de humo. Y mi vida quedaba en suspenso hasta el día siguiente, a las siete de la mañana.
Nunca nos planteamos el futuro; simplemente, vivíamos al día nuestro paraíso rodante, entre caricias y palabras tiernas. Ella llegaba a su parada y bajaba; lanzaba contra la ventanilla sus besos de anillo y la boca del metro se tragaba a mi amor de madrugada envuelta en una masa de gente gris.
Un día se me ocurrió bajar con ella y acompañarla al metro. En el andén, mientras esperábamos su tren, nos besábamos apasionadamente. El tren llegó sin darnos cuenta, se abrieron las puertas y allí, frente a nosotros, apareció mi hija casada. Hacía un par de semanas que tenía trabajo y aquella era su parada.
Ahora, cada mañana, mi mujer me acompaña al autobús. Se pone una bata guateada encima del camisón, se calza las pantuflas y no me deja hasta que el autobús arranca. Mi amor de madrugada se compró un coche y no la he vuelto a ver.

martes, 10 de noviembre de 2009

Releyendo.-

Hace unas semanas cayó en mis manos un viejo ejemplar de la célebre novela de Daudet, Tartarín de Tarascón (Alphonse Daudet, (1840-1897) Aventures Prodigieuses de Tartarin de Tarascon. Flammarion, 1950). Y decidí leerlo.
Recuerdo haber leído las aventuras de Tartarín siendo yo niño de escuela pública, cuando lo de la ayuda americana, que mi madre me hizo un taleguito donde llevaba una jarrita de aluminio para beber en la escuela aquella leche en polvo que el amigo yanqui nos regalaba por ser el bastión de los sagrados valores de la Civilización Occidental frente a la horda marxista de allende los Pirineos.
En aquel entonces leí el libro como cosa de niños. Eran divertidas sus aventuras y un tanto grotescas, razón suficiente para considerarse que era una historia propia para chavales y no lectura de mayores. Al fin y al cabo, se trataba de las aventuras de un francés meridional sanchopancesco que se creía un aventurero quijotil y hacía cosas ridículas.
Esta vez lo he releído pero con ojos curiosos, como de persona mayor; de lector con muchos quinquenios de lectura con estos ojitos que se ha de comer la tierra. Y la nueva lectura tiene más enjundia. Es cierto que las aventuras de Tartarín son ridículamente divertidas, el personaje es un bajito tripudo, fatuo, fabulador y pretencioso, cuyo mayor mérito entre sus convecinos es ser el mejor cazador de gorras de todo el pueblo. Porque Tarascón es un pueblo de cazadores. Solo que en los campos de Tarascón no hay nada que cazar. Para compensar esa carencia, los tarasconenses salen los domingos con sus escopetas, comen bien de sus tarteras, sestean un rato y cazan sus propias gorras. Las tiran al aire, se echan la escopeta a la cara y ¡Pam, pam! a ver quién agujerea más veces su gorra de cazador. Tartarín es el rey de los cazadores de gorras tarasconenses y de ahí su fama y su prestigio social. Tanto, que se corre por aquella ciudad provinciana la falsa noticia de que Tartarín piensa ir a Argelia a cazar leones, y él, fatuo y fantasmón, es incapaz de desmentirlo y no tiene más remedio que ir para quedar bien. En Argelia le engañan un falso príncipe de Montenegro y una morita, le roban el dinero y la impedimenta, mata un borriquillo inocente, y por fin, logra matar un león. Solo que éste es ciego, está amaestrado y lo exhiben de pueblo en pueblo para sacarse unas perras. Regresa a su ciudad seguido por un camello zarrapastroso pero fiel, y es recibido en olor de multitud por los tarasconenses.
Bien. La historia está escrita con gran humor y sus episodios son hiperbólicos, pura exageración para resaltar el ridículo comportamiento del heroico Tartarín frente a una realidad muy otra. Porque Daudet hace burla del carácter mediterráneo de las gentes del Midi: fanfarrones, exagerados y fabuladores, triperos… Representa muy bien este carácter en el propio protagonista, que es bajito, grueso, de barba cerrada y voz potente, pero aburguesado; vive apaciblemente su vida alimentando su imaginación con la literatura romántica de la época: viajes de exploración por África y aventuras con tribus salvajes y cacerías de enormes fieras.
No obstante, la Argelia colonial donde se mueve Tartarín no tiene nada de heroica. El autor dice (entresaco unas de frases): “…esta formidable y chusca Argelia francesa, donde los perfumes del viejo Oriente se mezclan con un fuerte olor a absenta y a cuartel” “…Un pueblo salvaje y podrido al que civilizamos dándole nuestros vicios…” Entre aventuras disparatadas y absurdas, Daudet critica directamente la labor colonial de Francia en tierras argelinas, a las que aquélla trasfiere sus propios vicios, su burocracia farragosa y su desprecio por las gentes que pretende civilizar. Y así, cuando el protagonista se topa con la justicia por matar al león ciego, dice de él: “Vió los apaños judiciales que se trapicheaban en los cafés, el desinterés de los hombres de ley, los dosieres que olían a absenta…” “Conoció ujieres, abogados… todas las langostas del papel timbrado, hambrientas y demacradas, que comían al colono hasta las cañas de las botas y les desmenuzaban hoja a hoja, como a una planta de maíz”.
Creo que el hecho de estar tan bien escrita la novela y ser tan divertidos sus episodios hacen olvidar el trasfondo: la crítica a la labor colonial de Francia en el Norte de África. Es un caso en el que la buena literatura enmascara la intención crítica subyacente y los lectores toman la parte por el todo: las aventuras risibles del cazador provinciano hacen olvidar al lector la realidad de unas tierras colonizadas bajo el paraguas de la civilización occidental, donde predomina la burocracia sobre la iniciativa, la arbitrariedad sobre la justicia, la explotación y el abandono, con pueblos hambrientos golpeados por la miseria, mientras los colonizadores pasan el día en los cafés bebiendo absenta y discutiendo proyectos de reforma.
Las aventuras de este don quijote sanchopancesco, vistas bajo el prisma de la parodia y la ironía - como ya se ha dicho – son el vehículo desenfadado por el que se critica la colonización. Lo cual, viniendo de un hombre del siglo XIX, que llegó a conocer el Tratado de Berlín de 1885 con el reparto de África entre sus depredadores europeos, muestra la lucidez del autor. Podía haber adoptado una visión chovinista –tan francesa, según el tópico– sobre los beneficios de la colonización, pero optó por poner ante los ojos del lector de su época una realidad que deja malparado a su propio país en cuanto administrador y explotador de aquellas tierras argelinas.
Y es que un escritor de novelas puede fabular, divertir y denunciar desmanes. Todo en una obrita tan desopilante como es el Tartarín de Tarascón, que leí siendo niño y releo siendo jubilado.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Un poco de sociología parda.-


Esta semana se nos ha ido en cosas de hospitales, con continuas idas y venidas de casa al Doce de Octubre y viceversa. Ya puede uno imaginarse lo que es pasarse el día en un hospital-colmena como es el Doce: un gentío de enfermos y familiares pululando por ascensores y pasillos; un desbarajuste, eso de la localización de servicios sanitarios, con indicadores que desconciertan más que orientan; un tedio las interminables esperas; un afán angustiado por oír el oráculo de la doctora que atiende a nuestro familiar… Y, además, esos largos viajes en metro, porque desplazarse en coche es una abominación y porque, para encontrar plaza en el aparcamiento, necesitas tener a todos los santos de cara y éstos no hacen buenas migas con los que nos confesamos laicos.
Viajar en metro –Línea 5 hasta Callao, trasbordo a Línea 3 hasta la estación del Doce, y regreso– son muchas estaciones y mucho tiempo dentro de los vagones. Aunque uno termine hastiado de tantas horas de espera en la habitación y viaje aburrido y vea indiferente el pasar de estaciones y el trajín de entradas y salidas, no deja de prestar atención a lo que ocurre en su entorno. Ya se sabe cómo es el metro madrileño: un agregado aleatorio de gente ensimismada, individuos sin más vinculación entre ellos que la casual coincidencia física en el mismo trayecto, a la misma hora y en el mismo coche: Mónadas refractarias a toda cohesión.
Si, de regreso a casa y a pesar del tedio acumulado durante las horas de hospital, uno se para a observar la fauna urbanita que viaja, puede hacer sociología de bolsillo. En el metro de Madrid se lee, no sé si más o menos que en los suburbanos de otras ciudades, pero se lee y bastante. Desde que se lanzaron los periódicos gratuitos, siempre hay gente que los ojea y, al salir, los deja sobre el asiento para el siguiente viajero. También se lee novela y abunda últimamente el ejemplar de best-seller tamaño ladrillo de chica incendiaria. También abunda el viajero acusmático, el que se pasa estaciones y más estaciones enchufado a los auriculares de su MP3 (o equivalente). Éste suele presentar una cara de colgao en su nirvana musical y no muestra síntomas de contacto con el mundo terrenal y, a mi parecer, es lo más parecido a un saco de patatas abandonado sobre el asiento. Los del móvil son el único grupo de seres parlantes, presos en la maraña de las redes telefónicas, articulando sonidos que embudan por el minúsculo aparatito; éstos son seres subducidos por la tecnología de la comunicación, incapaces de comunicarse con nadie que no esté a kilómetros de distancia. Y hay los que no hacen más que dejarse llevar; éstos no leen, no escuchan música, no hablan por teléfono, simplemente miran al vacío mientras el convoy va desgranando estaciones. Uno creería que han perdido toda noción del tiempo y el espacio, pero no, en cuanto llegan a su destino recuperan la conciencia al abrirse las puertas y desaparecen andén adelante.
Y están los supervivientes, los que encuentran su sustento en las galerías del metro. Son individuos que logran alcanzar su nivel de subsistencia escarbando en el bolsillo de los viajeros. Todos tienen en común el afán por lograr unas monedillas con las que ir tirando, pero sus tácticas de supervivencia varían en función de su capacidad para atraer la atención. No es lo mismo tocar un instrumento que vender bolsitas de pañuelos o desgranar, con voz plañidera, las desgracias que le han llevado a la necesidad de pedir. De todos ellos he encontrado ejemplos variopintos a lo largo de mis viajes entre el Doce y mi casa. Son los marginados que tienen una existencia apenas perceptible, están pero no se ven, y sólo en el ejercicio de su necesidad adquieren corporeidad ante el viajero de metro por breves minutos. Pero creo que hablaré de ellos en otra ocasión.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Una utopía en el Reina Sofía.-


Aunque lo parezca, no se trata de hacer un pareado. Es que he ido a visitar la exposición sobre el Constructivismo ruso y eso es lo que me ha parecido: los artistas rusos coetáneos de la revolución soviética vivieron ésta con la fe que se pone en las utopías: el arte al servicio de una sociedad nueva.
Antes que nada, no sé si ha sido casualidad el hecho de que en estas semanas haya en Madrid dos exposiciones distintas dedicadas al más representativo de los constructivistas rusos: Aleksandr Rodchenko. Una de ellas en la Fundación Canal, la otra en el Reina.
La primera, la de Fundación Canal, “Rodchenko fotógrafo”, dedicada a su faceta de fotógrafo. Como tal, tuvo la originalidad de cambiar el punto de vista del objetivo fotográfico, de forma que abandonar el encuadre y la posición frontal, heredadas del retrato clásico, para adoptar unas veces la visión angular cenital, y otras en ángulo nadir (de abajo arriba), produciendo imágenes impensables hasta entonces. Trata, así, de mostrar la vida cotidiana vista desde nuevas perspectivas.
La segunda, que lleva por título “Definiendo el Constructivismo”, presenta a la par las obras de Rodchenko y la pintora Liubov Popova. Ambos se suman a la causa de la revolución rusa y ponen su arte al servicio de la sociedad. Ambos cuestionan los principios del arte tradicional y se preguntan qué papel ha de desempeñar el artista en la nueva sociedad socialista. Alejándose de la tradición burguesa, creen que a la expresión artística se ha de llegar disponiendo de los materiales objetivamente, como lo haría un ingeniero, de forma que la producción de obras de arte se atenga a los mismos principios que cualquier objeto manufacturado. Creen en el trabajo colectivo de los artistas y en que éstos han de contribuir a la mejora de la vida cotidiana a través de su arte.
Esta necesidad de ser útiles a la sociedad hace que se muevan en distintos campos de la expresión artística y apliquen el constructivismo a la publicidad, al diseño de libros, a los carteles, la decoración de obras teatrales, diseño para la industria textil… en fin, la fotografía y el cine.
En el otoño de 1921 organizan una exposición que denominan 5 x 5 = 25, donde dan por finalizada su relación con la pintura. Cinco artistas que presentan 5 obras cada uno, y que diseñan cinco portadas para los 25 ejemplares, hechos a mano, del catálogo de la exposición. Aquí plantean el rechazo de la expresión personal en favor de la objetividad. La Popova realiza obras de contenido geométrico sobre cartones o contrachapados sobre los que esparce aserrín para resaltar la materialidad de sus composiciones. Rodchenko esquematiza las suyas hasta reducirlas a líneas porque considera éstas el único elemento esencial en la obra de arte; el color, la textura, la tonalidad son sólo elementos decorativos que imitan la apariencia de las cosas. Incluso en los nombres que dan a sus obras se manifiesta esta tendencia: “composición”, “pintura no objetiva”, “construcción lineal”, “cuadrado y círculo”… Imagino que no están lejos de la influencia del suprematismo, de Malévich.
Una de las salas de la exposición está dedicada a las esculturas, que son la expresión de un acercamiento al mundo de la realidad en sus tres dimensiones, frente a la planitud de la pintura, que representa una realidad fingida. Lo interesante es que Rodchenko llega a la expresión escultórica a partir de figuras lineales, como listones de contrachapado o chapas metálicas. Un salto de la línea a la tridimensionalidad, de la representación a la realidad mediante el uso de materiales de uso cotidiano.
En fin, para no cansar al improbable lector, en la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales de París, 1925, Rodchenko es responsable de construir el “Club Obrero”, lugar de ocio colectivo de los trabajadores, donde el confort propio de los clubes burgueses se sustituye por mobiliario funcional geométrico. Allí hay mesas y sillas para lectura de libros y periódicos y un espacio para el juego de ajedrez, cuyos diseños son muy lineales y están desornamentados de todo ringorrango superfluo.
Pues eso, que he disfrutado siguiendo paso a paso la exposición y que la recomiendo a quienquiera que esté interesado en el mundo de las vanguardias artísticas. Tampoco es necesario ser un experto, basta con tener unas nociones básicas previas y observar con detenimiento. Eso sí, lo allí expuesto choca con nuestra educación estética tan pequeño burguesa y adoncenada, acostumbrada a la expresión figurativa y al reflejo de la realidad con sus colorines convencionales. Pero merece la pena el esfuerzo.
¡Ah! Un par de fotos las he sacado de los catálogos, para ilustrar el texto. Nadie se lo tome a mal.

miércoles, 28 de octubre de 2009

Jubilata y prostático.-

O viceversa. O, a lo mejor, lo de jubilata y prostático es algo que tiene que ver con la edad… Creo que sí, que ambas cosas sobrevienen con la edad, no nos engañemos.
Pero ¿qué dice este hombre? Imagino que pensará el improbable lector de esta bitácora. Pues eso, que digo que arrieros somos y en el camino nos encontraremos. Si tú, impaciente lector que esto lees, crees que a ti no te va a pasar – lo de ser prostático, digo – lo llevas claro. Espera y verás. En cuanto pases de los 50 y el chorrillo del meo vaya menguando en intensidad, ya me lo contarás.
Por supuesto, por supuesto, me refiero a los lectores, no a las lectoras… Y en este caso, casi estaría dispuesto a afirmar que estamos ante una discriminación positiva al dejar al margen a las féminas. Aunque ellas ya tienen bastante con el climaterio, ahora que caigo.
Viene al caso porque esta semana he ido a la revisión urológica. Una gracia eso de pasar por la consulta del urólogo. Primero te manda los consabidos análisis de sangre y orina, lo que tampoco es para ponerse de los nervios. Lo jodido comienza con la ecografía, que tienes que ir con la vejiga a reventar, como las embarazadas para ver si el fetillo tiene o no pilila, y el radiólogo te empieza a apretar con la alcachofa y te entran ganas de mearle en la bata, y encima te deja pringado con el gel ese que te echa sobre semejante parte.
Pero, cuando vuelves a la consulta del urólogo con los resultados y te dice lo de “Vamos a hacer un tacto rectal. Bájese los pantalones y apoye las manos sobre la camilla”, entonces es cuando te entran sudores fríos. Que a nadie extrañe. Es que los que hemos nacido a mediados del siglo pasado no estamos acostumbrados a según qué prácticas, y eso de verse uno espatarrado y ensartado digitalmente por la retaguardia, aunque sea con profesionalidad médica y sin mediar pasión nefanda, es un trágala.
Por fin, terminadas las manipulaciones rectales, cuando el docto oráculo tiene a bien explicarte qué coños pasa con tu próstata, es para hacerte reproches del tipo: “Pues su P.S.A. está un poquito alto”. Y tú, que no sabes qué es eso, dudas entre justificarte –como si lo del P.S.A alto fuese culpa de tu mala vida pasada– o acojonarte directamente.
Ya digo ¡qué malos tragos los del jubilata! Al final, sales de la consulta con las recetas para las pastillitas que te hacen mear ligero y te vas corriendo al bar más próximo. Una cerveza, que es diurética, y un cigarrillo para compensar los sinsabores pasados.
Y a esperar la revisión del próximo año, sólo que esa vez ni cigarrillo nos van a dejar. ¡Jodidos políticos!

domingo, 25 de octubre de 2009

Senderos, petroglifos y un castro en tierras segovianas.-

Alguna vez ya se ha dicho en esta bitácora que las salidas campestres de la Agrupación Aire Libre se hacen con la intención de disfrutar de la naturaleza y, cuando es posible, complementarlas con alguna actividad cultural. Y la marcha de este sábado pasado ha venido al pelo para los fines propuestos.
Nos hemos movido por las llanuras segovianas, por la comarca de Nieva. Sobre el plano, es como si hubiésemos hecho una gran Y tomando como vértices los pueblos de Domingo García, Bernardos y el cerro del Tomejón. En realidad, no salimos desde el mismo Domingo García, sino junto al cerro donde está la ermita de San Isidro y el roquedo donde hay una abundante muestra de petroglifos. Ésta es una zona de pizarras, algunas de las cuales han aflorado formando roquedos aislados. En las paredes verticales de algunas rocas, pulimentadas por la erosión, hay una abundante colección de grabados rupestres realizados mediante un piqueteado que perfila el dibujo o por un tosco bajorrelieve.
El muestrario de imágenes, guerrero armados y a caballo, escenas de caza, animales como caballos, perros y bóvido, abarca desde el Neolítico hasta la Edad Media. Aunque, para ser más exactos, hasta los tiempos actuales, ya que rompiendo las antiguas figuras hay letreros del tipo “fulanito estuvo aquí”, o las iniciales de algunas personas que han querido dejar constancia imperecedera de su paso por allí y de su incultura manifiesta.
Sobre el cerro, la ermita románica de San Isidro, que no mantiene en pie más que su muros deteriorados y agujereados, por donde uno puede ver retazos de llanura siguiendo el contorno
irregular de los huecos. Tiene de interesante, además, que al pie del ábside se pueden ver aún varias tumbas antropomorfas visigodas tanto de adultos como de niños, muy deterioradas por la erosión. La ermita está en un estado tan lamentable que cualquier día se vendrán abajo algunos de sus lienzos y ya será irrecuperable. El edificio está incluido en la “lista roja del Patrimonio” a causa de su deterioro.
Camino adelante, llanuras cerealistas que rompen su monotonía gracias a que el relieve está un poco alomado. Frente a nosotros, el cerro del Tormejón y, un poco más allá, la depresión por donde discurre el río Eresma. Este cerro del Tormejón es un antiguo castro celtibérico de la época del Hierro, un asentamiento bacceo, que domina la llanura. Está protegido por un gran farallón calizo de paredes verticales y a sus pies discurre el arroyo del mismo nombre y, un poco más allá, el Eresma. Mirando hacia el este pueden verse las choperas del río, con sus vivos colores otoñales. Por el sur pasa la antigua línea férrea que unía Segovia con Valladolid, actualmente en desuso con la nueva línea del AVE. Fue un lugar fácilmente defendible y que domina la llanura circundante, abundante en aguas gracias al arroyo próximo, y al que se accede por una rampa excavada desde el pie del arroyo.
Sobre el cerro hay una ermita cuya primera fábrica es del S. XI que coincide con la repoblación, aunque actualmente no presenta al exterior características que llamen la atención. Al interior, por lo que he leído, se conservan pinturas murales románicas.

La excursión nos llevó hasta la alameda del río, donde el grupo se echó unos cantes y algún baile más o menos acompasado antes de emprender el regreso.
Estas tierras, de apariencia tan desolada en este otoño seco, están cargadas de historia y bien merecen una visita a sus pueblos, muchos de los cuales tienen el nombre de sus antiguos pobladores. Además de Domingo García y Bernardos, existe un Miguel Ibáñez y un Miguelañez, sin olvidar una Armuña (el “huerto” en árabe) que habla del poblamiento árabe en tiempos anteriores a la reconquista. Y sin olvidar, claro está, Nieva, con su iglesia y claustro románico que no puede dejar de visitarse.
Y ya vale, que luego el personal se me cansa de leer…

miércoles, 21 de octubre de 2009

Del Puerto de Santa María a Cádiz con el Adriano.-

Ya estamos de vuelta. No es que me haya olvidado de esta bitácora virtual, no; es que los jubilatas tenemos esas cosas, que un buen día desaparecemos de casa sin dar explicaciones a nadie Son las ventajas de no tener ya un jefe reconocido y mandón, como cuando estábamos en activo.
Pues eso, que hemos pasado diez días en la bahía de Cádiz, viendo amanecer el sol por sobre las dunas del parque natural Los Toruños, junto a Valdelagrana donde teníamos nuestro alojamiento, y viéndolo ponerse sobre el mar, con Cádiz como telón de fondo. Un privilegio estético para los que soportamos las sempiternas obras públicas a las que nos somete el alcalde-faraón de Madrid.
Pero de estos días de aire limpio, placidez y largos paseos por la casi solitaria playa de Valdelagrana no quiero hablar ahora, sino del Adriano Tercero. Este Adriano no es un viejo emperador romano, sino lo que en el Puerto de Santa María llaman popularmente “el vaporcito”. Un viejo vapor construido hace más de 50 años en unos astilleros de Vigo (según la placa que hay en el castillo de proa) y que, desde su botadura, hace regularmente el trayecto entre el Puerto y Cádiz. Se trata de un barquito de dos cubiertas, construido totalmente en madera que atraviesa la bahía en cuarenta minutos y permite disfrutar de una travesía singularmente bella. Viajar en él tiene algo de familiar y entrañable. El acceso está en la cubierta superior y, como ésta es de techo bajo, siempre le advierten a uno que agache la cabeza para no darse un coscorrón. También, cuando va a salir y se anuncia con dos golpes de sirena, advierten a la gente para que se tape los oídos porque el barco será pequeño, pero tiene un “sierenazo” tan potente que puede sobresaltar a turista que llega a creerse protagonista del naufragio en el Titanic.
Tiene el vaporcito su amarre en un muelle sobre el Guadalete, junto a la antigua fuente de las galeras, donde, antes de hacerse a la mar, hacían la aguada las galeras de su majestad. Desciende por la desembocadura del río Guadalete, entre dos largos espigones, atraviesa la bahía meciendo al viajero con un suave oleaje y atraca en el muelle comercial del puerto de Cádiz.
Precisamente, este año cumple 75 la empresa Motonaves Adriano S. L. que es la propietaria del Adriano Tercero. Aunque no tengo datos, sé de oídas que en 1929 se botó el primer barquito, de nombre Covandonga, que hacía la travesía. Éste fue sustituido por el Adriano I, por el Adriano II después, y actualmente está en activo el tercero de ese nombre.
Dejo aquí un par de fotos – mías, y por lo tanto, no muy buenas – del barquito.

viernes, 9 de octubre de 2009

Empecinado en el book crossing ese.-

Abandonar libros en el parque, o, quien dice el parque dice en el Metro, o en las paradas del bus no es tan divertido como parece. ¿Nunca has dejado al azar un libro en un banco del parque? Yo sí: todos los que relaciono al final de esta entrada, más los que dejé dichos en la entrada que colgué el 4 de septiembre pasado. Y no sé si arrepentirme o seguir en el empeño. Por un lado, abandonar un libro es como abandonar un huérfano a la puerta de la inclusa; pero por otro lado, una novela ya leída y ocupando un espacio en un piso pequeño no deja de ser un estorbo.
Nuestra sociedad tiene una cierta inclinación por abandonar estorbos allá donde mejor le pete. No hay más que recordar el tópico de la clásica familia de clase media que se iba de vacaciones a la playa y abandonaba al abuelo prostático en los retretes de una gasolinera. O el abandono del perro doméstico en medio de la carretera porque ya ha crecido y ha dejado de ser esa bolita de pelos juguetona que tanto gustaba a los niños, y es un engorro de cuidado sacarlo todos los días e ir con la bolsita recogiendo la mierda. O el abandono con nocturnidad – preferentemente junto a los contenedores de papel y vidrio – de televisores, microondas, muebles desvencijados, colchones con manchurrones sospechosos, y un enorme y largo etcétera.
Pues, eso, que abandonar un libro, aunque con la mejor intención, produce un ambiguo sentimiento de pequeña traición y de satisfacción. Lo primero, porque no deja de ser un objeto desvalido, hecho de papel y tinta, que un aguacero puede convertir en burujo inservible, o un ágrafo puede rasgar a manotazos con la secreta esperanza de que se hayan dejado dentro un billete de banco a modo de marcador; o que la indiferencia de los paseantes le condene al ostracismo hasta que los de mantenimiento del parque, hartos de verlo allí, lo echen a la bolsa verde donde van a parar todos los desechos.
Lo segundo, lo de la satisfacción, no deja de ser una pequeña vanidad de cultureta empecinado en culturizar a las masas mediante el señuelo del libro perdido en el parque. Porque el practicante del book crossing (en inglés suena a cosa importante) nunca se ha parado a pensar si realmente la gente que pasea por el parque quiere leer. Porque si lo quiere, tiene bibliotecas públicas donde sacar libros gratuitamente, o le regalarán alguno por su cumpleaños, o, puestos a imaginar cosas, decide acercarse a la librería del barrio y comprarlo. Pero no, el cultureta está convencido de su alta misión cultural evangelizadora y sigue sembrando libros por los bancos del Calero.
En esta duda, confieso que la vanidad cultureta me puede y he decidido continuar con el empeño, así que seguiré perpetrando abandonos de libros con la esperanza de que alguien los lea.
Ahí va la última relación de libros que he soltado a vivir su vida:
Alicia en el país de las maravillas.- Lewis Carroll
Archivos de Salem.- Robin Cook.
Artículos de Crítica Literaria.- Mariano José de Larra
Bachiller Trapaza y la Garduña de Sevilla,El.- Castillo Solozano.
Caballero Invisible, El.- Valerio Massimo Manfredi.
Campos de Castilla.- Antonio Machado
Cuentos.- Leopoldo Alas “Clarín”.
Decamerón, El.-Giovanni Boccaccio.
Genio y Figura.- Juan Valera.
Gigoló (y otros cuentos), El.- Françoise Sagan.
Robinsón Crusoe.- Daniel Defoe.
Sombras Recobradas, Las.- Gonzalo Torrente Ballester.
Últimas Horas, Las.- José Juárez Carreño.

miércoles, 7 de octubre de 2009

La ciencia española no necesita tijeras.-

También esta modesta bitácora quiere hacerse eco del miserabilismo con que los políticos encaran la cuestión de I+D en esta España de nuestros "Gúrteles" florecientes.
Es una lástima que la refrigeración del agua por capilaridad dentro de un botijo sea un invento tan antiguo y, encima, a lo mejor, hasta moro. Si no fuera por eso, nos compensaría sobradamente de los recortes presupuestarios para el 2010.
Pero no hay por qué extrañarse de esta actitud, porque hay antecedentes ilustres que lo justifican . No hay más que recordar la célebre frase de don Miguel: "Que inventen ellos". "Coño", añadiría yo, para que la cosa quedase más castiza y más así, como muy nuestra.
Quede constancia de mi modesta protesta...

domingo, 4 de octubre de 2009

Un paseo por Gredos.-


Como nuestras caminatas son cosa de salir el sábado, solemos desplazarnos a la Sierra de Madrid, que está a dos pasos. Tiene la ventaja de que en poco más de una hora te pones allí donde vas a hacer la marcha y, una vez terminada ésta, antes de anochecer estás de regreso en casa.
Pero esta vez nos hemos ido hasta Gredos, a hacer senderismo por los alrededores de Gavilanes, pueblo de Ávila a media ladera, entre bosques de pinos. Para quien no conozca estos parajes, Gavilanes es pueblo situado a 822 m sobre el nivel del mar, bajo el pico que llaman el Cabezo y tiene a sus pies el valle del Tietar.
Este pueblo, como los restantes de la zona, ha sido tradicionalmente ganadero y con una explotación agrícola de subsistencia. Como los parajes son escarpados pero abundan las aguas, los alrededores del pueblo están llenos de huertos escalonados y en bancales, donde se ha cultivado tradicionalmente el olivo, la higuera, castaños, limoneros, naranjos, nísperos, además de las hortalizas… La lástima es que cada vez está más abandonada la agricultura y se van deteriorando los bancales y los prados aparecen abandonados.
Nuestro paseo se inicia por una de las callejas o camino entre cercas que nos lleva hasta la fuente de la Cerradilla, donde llenamos las cantimploras y cogemos algunos higos de una higuera frondosa que está próxima cuyas ramas cuelgan por encima de la cerca. En estos pueblos de Ávila son famosos los higos, llamados de cuello de dama, que saben a pura miel.
Desde aquí vamos hasta la acequia que toma sus aguas al pie de la pequeña central hidroeléctrica que está junto a la cascada del chorro de Mingo Chico. Caminamos protegidos por la sombra de los pinos resineros que abundan por la zona. Hay que decir que éstas eran tierras de roble melojo (todavía abundan ejemplares), pero que fueron repobladas con el pino negral para la explotación resinera, hoy día abandonada. Abundan por estos parajes la jara, el tomillo, el orégano, especie ésta que está protegida y no se puede arrancar mientras la mata verdea.
La central hidroeléctrica (la “máquina” la llaman allí) es pequeña, construida en 1.934 para proporcionar luz a los pueblos de alrededor, y todavía sigue en funcionamiento. Tiene como característico el disponer del salto de agua más alto de toda España, ya que se toma a 470 metros por encima de la turbina. El lugar donde está es de ensueño, en una quebrada por donde baja el caudal de Mingo Chico, que ha labrado la roca granítica encajando el chorro. Es zona arbolada, fresca y amena, donde uno puede pararse a descansar, tomar la consabida pieza de fruta y oír el agua cayendo sobre la poza que se forma a sus pies.
Hablando con propiedad, el Chorro de Mingo Chico está cauce arriba. Nosotros llegamos a él trepando por un prado fuera de uso, alcanzando una pista que abandonamos al poco, y tomando un camino que nos lleva a una quebrada por donde desciende el chorro.
Como en todos los trabajos se descansa, paramos a comer en un lugar sombreado, bajo los pinos, donde hay tiempo para el bocata, la charla y el sesteo. La bajada la hacemos sin mayores inconvenientes y, antes de entrar al pueblo, nos acercamos a un venero (la fuente de “la tía Andrea”) donde el agua sale por un caño a flor de tierra, abundante y fresca. Volvemos a llenar nuestras cantimploras para refrescarnos de los calores tan fuertes que nos ha hecho a lo largo del día.
Con el recuerdo de nuestra caminata bajo la arboleda, el apacible murmullo del riachuelo y nuestras cantimploras llenas de agua fresca, volvemos a la ciudad, hasta la próxima escapada.

viernes, 2 de octubre de 2009

A propósito de Madrid, sede olímpica, y 3.-

Raspando.-
¡¡¡¡UUUFFFFF!!!! Por qué poco.....
¡Gracias, Dento Pinheiro!

lunes, 28 de septiembre de 2009

A propósito de Madrid, sede olímpica, 2.-

A por ella.-
Fue un día memorable. Centenares de miles de personas fueron convocadas en la plaza de Cibeles para postular la candidatura a los juegos olímpicos. Millares y millares de Juan Sinnombre acudieron desde todos los barrios de la ciudad hasta formar una masa controlada, alegre y festiva.
Saltando zanjas, atravesando obras, bordeando escombros, con las tripas de la Villa y Corte al aire, la marea humana fue absorbiendo individuos hasta convertirlos en un descomunal ganglio impersonal que clamaba con una sola voz: ¡Queremos los juegos!
– ¿Pero, quién los va a pagar? – Preguntó alguien.
La prensa dijo que aquella convocatoria fue un modelo de acto cívico y convivencia ciudadana donde, lamentablemente, nunca podía faltar algún provocador.
Pero fue un incidente aislado. Al fin y al cabo, somos europeos…¿No?

domingo, 27 de septiembre de 2009

Sólo son cuentos.- Historias de otoño, 1.

A crédito.-
Ella era menudita, guapita de cara y pizpireta. Llamó a la puerta de G. y sonrió a la mirilla. G. era cincuentón y vivía solo en el cuarto piso de una calle con nombre de virgen en el barrio de la Concepción. Al oír el timbrazo, se sorprendió de que alguien llamase a su puerta. Resultaba insólito que vinieran a visitarle y su primera intención fue seguir leyendo aquel libro que acababa de comprar.
Pero el timbre sonó por segunda vez con un golpe corto, como para no molestar, pero enérgico, como pulsado por alguien que no se arredra ante el primer fracaso. G., parsimoniosamente, cerró el libro, fue al recibidor y aplicó el ojo a la mirilla. Ella, desde el rellano de la escalera, del otro lado de la puerta, sonreía a quienquiera que la estuviese observando. Lo hacía docenas de veces al día y sabía esperar.
La lente de la mirilla le ofrecía a G. la imagen abombada, como dentro de una pecera, de una cara sonriente: Veintitantos años, poco más de metro cincuenta, pelo tirante y sujeto a la nuca con un prendedor, observó G mentalmente.
- Una estudiante que se gana algún euro haciendo encuestas - se dijo G. mientras abría la puerta.
Ella tenía unos ojos risueños y escrutadores. No dejaba de sonreír pero observaba. Tantos meses llamando a puertas extrañas le habían proporcionado más de un sobresalto, así que había aprendido a ser prudente. Abrazada a una carpeta demasiado gruesa, y mientras hablaba, valoró el aspecto de G.: estatura media, más bien flaco, pelo y barba entrecanos, tenía el aspecto de esos hombres que, cuando pasan de la cincuentena, se vuelven inofensivos.
- ¿...Tarjetas de crédito? – preguntó G., incrédulo. Que fuesen casa por casa ofreciendo tarjetas de crédito le pareció divertido, así que invitó a la muchachita a entrar.
- ... Ya, pero estas son gratis, sin cuota anual como las de los bancos –, decía ella mientras descargaba su carpeta voluminosa sobre la mesa que le indicó G. en su estudio.
- Una campaña para fidelizar clientes –, le explicaba Alicia. Porque ella se llamaba Alicia. Le dijo su nombre nada más entrar, y a G. le cayó simpática Alicia, la vendedora menudita, de sonrisa franca y que decía llamarse así.
La verdad es que él ya tenía una tarjetaa bancaria, pero la mocita le había caído muy bien. Una tarjeta más no iba a ninguna parte; nunca iba a gastar más de lo que le permitía su sueldo de maestro... Así que ella rellenó el cuestionario con los datos que G. le proporcionó, le hizo firmar, dio las gracias e hizo intención de irse.
Pero él no quería quedarse solo tan pronto. Se sentía algo así como enamorado de la juventud de aquella chica, con un amor tan fugaz como el tiempo que durase su presencia en aquella casa. Así que la invitó a un té y le hizo pasar a la sala.
Cuando se despidieron, él le propuso: - Ven la semana que viene y te contrato otra tarjeta.
Al cabo de siete días ella volvió, tomaron un té, y él le contrató una mastercard. Y, a la siguiente semana, otro té y una visa; y a la otra, una dinersclub y otra tacita de té. Así, hasta que no hubo más tarjetas de crédito disponibles y él no tuvo justificaciones para hacerla volver. Entonces pensó que, si ella tenía dinero bastante, no necesitaría trabajar y podría venir a visitarle a menudo. Así que, como tenía tantas tarjetas, pidió un crédito de miles de euros y los guardó en una bolsa de deportes. La citó un día y le entregó el dinero.
Ella no preguntó nada: con este trabajo, conocía gente tan rara... Se limitó a coger la bolsa y tomar unas largas vacaciones en las playas del Brasil. Harta después de meses subiendo y bajando escaleras, se pasaba las horas tumbada en la hamaca, su cuerpo menudito al sol, con una caipirinha fresquita al lado y sin acordarse del hombre de las tarjetas.
G., pacientemente, esperó semana tras semana a que sonara el timbre y apareciese la menuda y pizpireta Alicia. Por fin, un día, un timbrazo corto y enérgico le hizo levantar la vista del libro que leía. Fue a la puerta y observó por la mirilla: un hombre grueso y con gafas oscuras estaba esperando. G. abrió y el hombre de las gafas le entregó un sobre.
- Una citación del juzgado –, le dijo.
Ante el gesto de extrañeza de G., añadió el hombre grueso: - una cuestión de tarjetas de crédito sin fondos, según parece...

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Desorganizados, pero melómanos.-

En la España rural y preurbana había un dicho: Cuando a un tonto le da por una linde, la linde se acaba y el tonto sigue. Algo parecido me pasa a mí, porque hablar del Auditorio Nacional se me convierte en algo reiterativo a temporadas, como si de una obsesión cíclica se tratase: de vez en cuando se me escapa el pío de los incordios sufridos en el Auditorio. Pero no, no hay obsesión que valga; es que, simplemente, uno es un modesto melómano y, si quiere asistir a los conciertos, tiene que someterse a la burocracia que regula la forma en que uno ha de hacer para conseguir las entradas de la temporada.
Y conseguir las dichosas entradas se convierte en una carrera de obstáculos burocráticamente planificados en aras de la eficacia. Eficacia emanada de las instancias administrativas que rigen tan culta institución, y que, a veces, choca con la más elemental experiencia de los sufridos melómanos que hacen colas interminables para llevarse su puñado de entradas. (La foto no da idea de la aglomeración, pero sí de lo formales que estábamos).
Si uno quiere comprar entradas de venta libre, una vez vendidos los abonos, ha de armarse de paciencia. Ante todo, conviene que esté un par de horas antes de abrir (abren a las 10), le dan un número de orden y espera el tiempo que haga falta hasta que le toque. Horas de espera a pie quieto, con cerca de trescientas personas formando cola dentro del vestíbulo. Con los retretes cerrados al público, para que éste no deje aquéllos perdido de orines y tenga que salir a hacer gasto en los bares del entorno. Un único día habilitado para la compra de las entradas libres de abono: 24 conciertos la temporada, tres días cada concierto, centenares de entradas a la venta, oiga usted. Pago anticipado de toda la temporada, puedas o no asistir luego a los conciertos: dinero líquido al momento, la cultura bajo el prisma del negociete…
Como cada cual lleva confeccionada una lista con sus preferencias, tiene que ir desgranándolas en el confesionario de la taquilla: La taquillera comprueba en el ordenador si sí o si no hay localidades. Si es que sí, vale, pero si es que no, uno tiene que decidir sobre la marcha – rapidito, rapidito – qué hacer: si cambiar la fecha, la ubicación, calcular cuanto más le va a costar… y esto mientras el resto del público mira ansioso el reloj y le lanza miradas asesinas por la tardanza y por temor a que se lleve todo el lote y deje al resto en ayunas.
Aunque esté mal señalar, sirva de ejemplo mi experiencia: a las 09:45 estaba en el Auditorio, un cuarto de hora antes de abrir las taquillas. Una eficiente conserja me ha dado el número 163 ¡El 163, quince minutos antes de la hora de apertura! A las 15:35 me han despachado (apenas 5 minutos he tardado, que yo llevaba muy bien organizadas mis preferencias para esta temporada) En total, cinco horas y cincuenta minutos de espera, más el tiempo de transporte de casa al Auditorio y regreso. Casi siete horas de jubilado invertidas en el empeño.
Antes de abandonar el lugar, abrazado a mi puñadito de entradas como al hijo de mis entrañas, paso por el mostrador, pido una hoja de reclamaciones y reclamo. Pues claro, es algo que hago habitualmente. Gruñir, protestar a gritos en el coso público para que todos vean lo cabreado que está uno, es una tonta costumbre ibérica molesta, ruidosa e ineficaz. Yo reclamo siempre. Sirve lo mismo, porque los “responsables” se lo pasan por ahí, pero es más civilizado y queda como muy europeo.
Que a estas alturas tengan a tanto sufrido melómano haciendo interminables colas durante horas suena a desorganización, a chapuza, y a falta de respeto hacia el ciudadano. Que hayan sido incapaces los responsables del Auditorio de encontrar un sistema eficaz de venta de entradas, que cada año organicen el mismo desbarajuste de esperas y molestias, dice mucho de su ineptitud como gestores o de su indiferencia ante un público entregado y paciente. O a lo mejor resulta que la llamada “música culta” es una especie de espumilla cervecera que sólo sirve para dar un barniz cultural a los políticos responsables y por eso se le dedica una atención somera, como para quedar bien con los coleguitas europeos. Y encima, sin poder mear durante todas esas horas. Nadie sabe lo que sufrimos los prostáticos por culpa de la ineficacia burocrática. ¡Hombre! Por lo menos, abran los retretes…