miércoles, 29 de agosto de 2012

Casi un adiós.-


No se haga ilusiones el improbable lector, no le estoy diciendo adiós a esta bitácora. No es mi intención dejar de llamar su atención con mis textos. Aunque si el lector lo hiciese (dejar de leerme), como este jubilata tiene buena crianza, no iba a reprocharle si, en su navegar internáutico, pasase de largo este islote de lectura intranscendente. El adiós es porque a este jubilata, un tanto obseso de naturaleza, arroyos cantarines y bosques rumorosos, se le están terminando los días de vacaciones en el Valle del Lozoya.
El ciervo volador que rescaté del agua
Se acerca septiembre y, con él, la vuelta a la capital del reino, a la contaminación medioambiental y también a la propagandística de quienes obedecen a los bulímicos dioses del mercado y castigan a los ciudadanos en nombre del sacrosanto equilibrio presupuestario. Al igual que los buceadores de profundidades, un servidor tendrá que dedicar un tiempo a la descompresión, no sea que una subida abrupta a la superficie le llene de burbujitas de anhídrido carbónico el sistema respiratorio y le reviente por mil costuras la cruda realidad que le espera.
Roble de la  Mata del Pañuelo

De momento, para irse haciendo a la idea de que el regreso al mundo asfaltícola no es tan duro, cierra los ojos y piensa en que también cerca de casa tiene árboles… Pero, por más voluntad que le eche, no es lo mismo ¡qué va! Esos pobres árboles del Parque Calero, aprisionados en sus alcorques tachonados de cagadas de perros, ejerciendo su respiración clorofílica entre vaharadas de combustión de hidrocarburos saturados, mustias sus hojas por el tórrido verano y la falta de agua… En fin, por más que uno se esfuerce, la imagen no se presta a paliar la ausencia de estos robledales por donde camina casi a diario, de estos pinares que trepan faldas arriba de los Carpetanos, de esos chopos centenarios bajo los que pasea cada mañana, de tantas avecicas como ve al paso: zorzales, petirrojos, verderones, mirlos, lavanderas, pica-pinos, incluso arrendajos, cuervos, estorninos, y otros que no conoce pero que haberlos, haylos.
Cuentan que, para ciertas tribus africanas, los blancos somos los únicos que nos quejamos de lo que tenemos y nos lamentamos de lo que no tenemos. Para que no se confirme el tópico, no le estará de más a este jubilata recordar su condición de privilegiado; recordar que ha estado ausente durante dos meses del torrefacto matritense. Que ha tenido el privilegio de caminar por senderos de montaña, oír el rumor de los arroyos, parase a observar las truchas en el río, incluso salvar a un ciervo volador de las aguas del Lozoya, donde fue a aterrizar por torpeza, y conocer algunos árboles singulares.
Pino centenario
De árboles singulares ya hablé en una entrada anterior, cuando visitamos el tejo casi bimilenario de Valhondillo. Aunque no tan venerables, hay ejemplares por estos montes muy dignos de ser admirados. Muchos montañeros ya conocen el centenario Pino de la Cadena, próximo al Ventorrillo, según se baja del puerto de Navacerrada a Cercedilla. Tiene éste una cadena enlazada a su pie que dice “A su querida memoria. 1840-1924”(otro día contaré su historia). Pero, en este lado del valle hay otros más recónditos y poco conocidos. Si uno sube por la pista que nace junto al campo de fútbol de Rascafría, en dirección al Raso de la Cierva, más o menos a la altura de la cota 1400 (hablo de memoria, que perdí el mapa que he venido usando estos dos meses), robledal adentro hay un pino centenario. Tiene un porte tan soberbio que destaca por encima del robledo y dobla la altura de los árboles circundantes. 
El mostajo desde la barrera
Si uno sigue la horizontal, en paralelo y por debajo de la pista, encontrará el roble de la Mata del Pañuelo, un ejemplar de rebollo de gran porte, cerca del arroyo Vihuelas. En la confluencia de la pista alta con el arroyo de la Cancha Redonda, talud abajo, puede ver un tejo muy centenario y de gran empaque y señorío. Pero, bien cerca de Rascafría, en el camino que lleva a la presa del Artiñuelo, hay, en todo el medio de un prado, un mostajo de gran porte como no lo había visto en mi vida.
El pino de la cadena
Con todo este bagaje de naturaleza vivida y sentida a flor de piel, no habría razón para temer el regreso a la capital de los recortes. Sin embargo, cambiar caminos por asfalto, árboles por edificios, avecicas volanderas por carroñeros de la política, es un esfuerzo duro. Claro que, si hemos sobrevivido otras veces, ésta no va a ser menos. Aunque haya que soltar cuatro cagamentos enfurruñados por el camino.

lunes, 20 de agosto de 2012

Un paseo con recuerdos y chopos centenarios


No sé si el improbable lector sigue leyendo esta bitácora durante estas semanas de calorina veraniega y políticos sumisos a los dictados de doña Merkel. Un servidor las está pasando tan ricamente en la sierra madrileña. Ya he dicho en una entrada anterior que nunca había practicado el oficio de veraneante con mando en plaza; quiero decir, con casa abierta de forma permanente durante los meses veraniegos.
Es una experiencia que, a estas edades trabajadas por las artritis y oxidaciones articulares, resulta gratificante y cómoda sobre todo. No tienes que andar tirando de maletas por las terminales de aeropuertos, ni pasando controles con esa cara que se te pone de borrego desorientado ante los guardias que te palpan, te escanean y te miran como si fueses secuaz de Ben Laden. Aquí no, aquí eres un inofensivo veraneante de calzón corto y sombrero para el sol.
Por cierto, este jubilata anda por ahí con un sombrero panamá, imperturbable ante la ridícula figura que hace con su sombrero de hacendado, su pantalón de pernera por debajo de la rodilla y los cintajos (debe ser moda) que le cuelgan por los laterales, y esas camisetas veraniegas compradas en el mercadillo. Para completar el atuendo, sale a pasear con una cacha de contera metálica.
Al fin y al cabo, es la primera vez que uno hace de veraneante a tiempo completo y, puestos a ello, quiere hacerlo con todas las consecuencias, con pintas de turista total. No tiene por qué exhibir, por poner un ejemplo traído por los pelos, ese empaque un tanto siniestro del arzobispo de Madrid; ni ir de chaqueta pero sin corbata, uniforme de los políticos en verano, que quieren significar: estamos de vacaciones, pero vigilantes ante los desplantes de la prima de riesgo. No, el veraneante puede exhibir una facha ridícula que evidencie su condición de pájaro de temporada, sin menoscabo de su dignidad de jubilata responsable.
Con esas pintas, se va con la santa a pasear las mañanitas por el paseo que va desde Rascafría a El Paular. Un paseo entre prados, arboleda y el río donde, cada mañana, se cumple un ritual social. Porque el lugar está muy concurrido, en esas horas tempraneras, por jubilatas, autóctonos y foráneos, quienes caminan a buen paso, se cruzan en el camino y se saludan con unos ¡Buenos días! ¡Adiós! y se intercambian sonrisas corteses. Así cada mañana y sin que decaigan esos pequeños cumplidos sociales que nos hermanan en la ruta del colesterol y la buena crianza.

Hay en este paseo un lugar especialmente hermoso. En una explanada, próxima al río, existen varios chopos centenarios que se yerguen airosos. Tienen unos troncos de gran perímetro (que no logran abrazar entre tres personas), rugosos y carcomidos, de los que brotan enormes ramas verdes que se pierden a lo alto, tan gruesas como árboles, sombreando la pradera. Este jubilata, que vivió por aquí unos años de su niñez, los recuerda tan sólidos como ahora los ve. Tenían ya entonces esa solidez de las criaturas vegetales con vocación de permanencia. Ahora, casi sesenta años más viejos, siguen aferrados al suelo con ese empeño casi mineral por durar.
Un poco más allá, el paseante pasa ante el arboreto Giner de los Ríos. Si alguien tiene curiosidad por entrar – cosa poco frecuente – puede observar distintas especies vegetales representativas de varias partes del mundo. Es un homenaje a la Institución Libre de Enseñanza, cuyos fundadores fueron los primeros en inculcar el amor a la naturaleza en los escolares.

Y, pasado el arboreto, se llega a la finca de los Batanes, con su Aula de la Naturaleza, el puente del Perdón y un cercado donde pastan diez ovejas negras. Aquí, en la finca de Los Batanes, existió un molino papelero, primero propiedad de los cartujos de El Paular y luego desamortizado, que estuvo en funcionamiento hasta bien entrado el siglo XX. Si la puerta de acceso está abierta, se puede regresar al pueblo atravesando la arboleda de la finca, donde está el llamado “bosque de Finlandia”, con sus coníferas. Tiene, a la izquierda del camino, un antiguo estanque donde el caminante propenso al romanticismo (si pertenece a esa especie decadente) puede entregarse a sus ensoñaciones.
Y un poco más allá, las ruinas del antiguo colegio San Benito, de la extinta Sección Femenina de Falange. El lugar le trae a este jubilata algunos recuerdos de niñez-pubertad porque allí vivían internas unas docenas de niñas en esa época de la vida en que dejan de serlo para convertirse en pollitas de turgencias apenas disimuladas por el uniforme. Todavía, este jubilata con costra, siente un cosquilleo erótico recordando cuando, siendo mozalbete, las veía, mostrando bajo las faldas, aquellos pudorosos pololos con encajes y cintas de seda. Para un chaval que empezaba a sentir el aguijón del sexo eran tan sonrosaditas, tan aseadas y tan apetecibles aquellas criaturas a las que el régimen franquista educaba para madres cristianas y buenas esposas…

jueves, 2 de agosto de 2012

Veraneantes.-

Este jubilata no recuerda, nunca en su vida, haber hecho el oficio de veraneante hasta este verano. Puestos a elegir un lugar próximo a la capital de los recortes del PP, por razones prácticas y no por afinidades, dimos en alquilar un apartamento en Rascafría y aquí pasamos estas semanas.
Un veraneante, si bien se mira, es un quiste en una sociedad de carácter rural que se instala en ella durante el periodo canicular, llevándose con él todas las pautas de comportamiento que caracterizan a un urbanita asfalteño: va al bar, a la compra, a la piscina municipal o al centro del pueblo en coche; lleva puestos los ruidos musicales que tanta compañía le hacen en los atascos de la M 30; tira la basura por las calles y pasea su perrito para que cague allá donde le plazca. Fuera de las calles asfaltadas no se mueve, salvo para ir a lugares donde todo el mundo va (en coche, claro), como, en el caso de este pueblo, a las Presillas o a algún merendero. Los montes que circundan este valle – los Carpetanos por el norte y la Cuerda Larga por el sur, con sus robledales y pinares – los ve cuando levanta la vista de la cervecita que se está tomando en la terraza del bar. En fin, se ha traído consigo modos de comportamiento urbanos (en el sentido de urbe=ciudad, no de urbanidad) y el pueblo serrano no es más que el medio pasivo sobre el que se instala provisionalmente, de la forma más confortable posible.

Un servidor, que es veraneante, también se ha traído sus rarezas a veranear. Con ese carácter cascarrabias que se le va poniendo con la edad, echa pestes de la chavalería que monta sus saraos en el puente de Manola, pasarela que atraviesa el Artiñuelo, llenan el suelo de envases de chuchearías y tiran las latas de refresco al lecho del arroyo. ¡La pobre Manola! Debió ser una lavandera que lavaba la ropa en este lugar y, para recordarla, le erigieron una estatua de tamaño natural, con su cesto de ropa y la taja propia de su oficio. A la pobre la tienen mártir los adolescentes asfaltícolas. Si no fuera poco arrojar desperdicios al suelo y al arroyo, a la pobre lavandera le han pintado los habituales "polla-huevos" a la altura de donde se suponen sus partes pudendas por proa y popa, y unos borrones de rotulador en las mejillas, como si estuviera arrebolada de tantas vejaciones como sufre.

Este jubilata, por tratar de comprender un poco la sociedad tradicional, ganadera y rural, que conformaba el valle de Lozoya, y dado que tiene por delante tantas horas que ha de rellenar con lecturas, está leyendo un estudio etnográfico, Vecinos y Forasteros en el Valle de Lozoya, de doña Martine Guerrier Delbarre, afincada en esta tierra desde hace decenios, que define con precisión la mentalidad de unos pueblos cerrados históricamente sobre sí mismos (cerca de la gran ciudad, pero mal comunicados y olvidados de las Administraciones), tecnológicamente atrasados, apegados a unas pautas de comportamiento, usos y ritos sociales que les daban cohesión frente al forastero, al desconocido que perturbaba, con su presencia, la regularidad de sus vidas. Actualmente, bien poco queda de aquella sociedad rural.
Es difícil encontrar muestras de la arquitectura serrana, salvo alguna casa ya remozada, algún pajar o algún cercado de piedra que aún sigue en pie. Abundan los chalés de mil diseños, a capricho de sus dueños y de arquitectos ignorantes que no supieron integrar los nuevos edificios en el entorno; puede uno encontrarse adosados y chaletes individuales coronados de mil tejaditos inútiles y pretenciosos, y algunas horribles casas de pisos de pobre construcción adaptados al espacio de antiguos patios tras las reparticiones entre herederos. No hay un plan de urbanismo claro y el caserío moderno se reparte por antiguos prados, huertos y callejuelas que hace decenios dejaron de cumplir su función de elementos integradores de una sociedad rural.
Pero que no digan que este veraneante cascarrabias desprecia el lugar que le acoge por un par de meses. Todo lo contrario; es que lamenta el desastre urbanístico y la zafiedad infraurbana en un lugar tan bello como es este pueblo serrano y que este jubilata conoció y vivió unos años, siendo niño. La sociedad cambia, más desde los setenta del siglo pasado hasta ahora, pero uno desearía que los cambios no hubieran supuesto un atropello, sino una integración armoniosa, un conservar el vino viejo en odres nuevos.
¡Pero, madre qué odres! Más bien bodrios urbanísticos, recortes de urbanizaciones traídos de Majadahonda o Las Rozas a un entorno natural al que le sientan como un kalasnikov al santo Job. Por eso, este jubilata, con sus rarezas y todo, cada mañana se calza las botas y se pierde por el monte. Prefiere la compañía de las vacas a la de los urbanitas, que de éstos los hay en abundancia el resto del año