jueves, 30 de abril de 2015

Mientras ladran los perros.-

En estos días que todos los perros del pensamiento económico único ladran a los hijos de Atenea; en estos días que las ménades furiosas del austericidio, presas de locura mística por la ingestión de sobredosis de crack neoliberal, escupen su rabia contra la frágil Syriza; en fin, en estos días en que la prensa afín al no me toquéis el chiringuito que me juego las habichuelas, enseña sus dientes de perro guardián de las esencias del sistema y ayuda a despedazar a la víctima propiciatoria que nació en las urnas griegas, este jubilata se ha fugado a un mundo paralelo y lejano.

No es porque aquel mundo al que hemos huído temporalmente fuese mejor, sino porque la distancia en el tiempo ha suavizado sus aristas y nos ha dejado lo que merece ser conservado. Por situarnos en un espacio de ahora mismo y en un tiempo de aquel entonces, aquí se habla de algunos monasterios medievales visitados por tierras del Midi y el Rosellón-Languedoc en las dos primeras semanas de este mes.

Íbamos buscando – aparte otros intereses viajeros – las huellas de aquellos antiguos “perfectos” cátaros, quienes buscaban desprenderse de los bienes materiales y criticaban a la iglesia romana por su riqueza, poderío y alejamiento de la recta doctrina cristiana. Como es sabido, el papa Inocencio III predicó la cruzada contra albigenses, en 1208, y ésos terminaron pasados a cuchillo o en la hoguera, como el último Perfecto conocido del Languedoc, Guillaume Bélibaste, a quien convirtieron en chicharrones en el castillo de Villerouge-Termenès en 1321.  Lo que casi obliga a hacer una pirueta en el espacio-tiempo – al estilo de las pelis de ciencia ficción – y descubrir ciertos paralelismos: también actualmente la ortodoxia, no religiosa sino económica, no tolera interpretaciones heréticas y envía a la hoguera a estos nuevos perfectos que predican la esperanza de “otro mundo es posible”.

Pero no, este jubilata quería hablar de viejos monasterios de fundación carolingia donde un maestro cantero dejó su impronta en forma de capiteles, modillones o canecillos. Uno de esos artesanos del cincel y la maceta que fue esculpiendo personajes bíblicos, evangélicos y animales míticos por tierras que abarcan desde Navarra, Cataluña, Sur de Francia y la Toscana italiana. Por si el improbable lector no lo supiera, aquí se habla del llamado Maestro de Cabestany. Un maestro cantero, o quizás una escuela de cantería (el área geográfica es muy extensa para una sola persona) cuyas señas personales pudimos ver en dos de los monasterios que visitamos: Sainte-Marie-D´Orbieu, en Lagrasse, tierras del Rosellón, y en St-Papoul, en Castelnaudary, por tierras tolosanas.

Quien observa sus obras cae en la cuenta de que tienen unas características específicas y comunes a todas ellas: grandes ojos almendrados, dispuestos de forma oblicua, cuyos globos oculares están muy marcados y resaltados por los trepados en las comisuras de las pupilas. Frente estrecha y cabelluda, cabeza de forma triangular y bocas de labios estrechos. Sus manos son grandes, descomunales, de dedos muy largos, y los ropajes caen en pliegues al modo de las esculturas clásicas, dando cierta sensación de volumen y movimiento.

Sería una buena peregrinación, para quien tuviera tiempo y medios, y humor para ello, recorrer las viejas iglesias y abadías donde fue dejando muestras de su originalidad. En Cataluña, San Juan de las Abadesas, San Pedro de Roda o Peralada. En el norte de Italia, Prato, Sant Casciano… Y, por supuesto, en el sur de Francia, Sant-Hilaire, Cabestany, o los ya visitados por nosotros  Lagrasse y Saint-Papoul.

Por cierto que San Papoul se hizo célebre en la zona por un milagro curioso. Era discípulo de San Sernin, obispo de Toulousse, quien, a su vez, era maestro del San Fermín pamplonica que echa el capotico a los mozos que corren el encierro. Pues eso, el santo Papoul fue martirizado por el original sistema de rebanarle el cráneo como si fuera una tapadera; finalizada la faena del verdugo, él cogió su cráneo debajo del  brazo y se fue tan campante hasta donde se fundó el monasterio en su honor.

No se sabe si esa trepanación a lo bestia limitó su capacidad cognitiva el tiempo que anduvo con el cráneo en la mano. No debió ser así, ya que al lugar donde vino a ser enterrado le llamaban el país de Cucaña por la riqueza de sus tierras. De haber vivido el santo en nuestros días, seguro que hubiera elegido la Marca España - reino de Jauja donde se ata a los chuchos fieles con ristras de chorizos - para aposentarse. Un país donde el milagro de la recuperación económica es ladrado a los cuatro vientos por los perros guardianes del sistema. Un milagro económico, vamos, gracias a la trepanación craneal colectiva.

Ladran, luego divagamos.

martes, 21 de abril de 2015

Desentrañando a Mr. Fontaner


Recién regresado de un viaje por el Midi, el Languedoc y la Provenza, me encuentro con una invitación para un pase privado de la proyección (que ni es corto ni largo, sino todo lo contrario) de Míster Fontaner.

Se trata de una obra original, realizada en interiores y con medios artesanales, familiar en el sentido más estricto, que se mueve entre la crítica social y el absurdo casero. Un primer pase de la película lleva a la conclusión inmediata de que aquello no tiene ni pies ni cabeza, hasta que algunos detalles, sabiamente semidesvelados al espectador que desconoce las claves, dan la pista sobre otras lecturas más profundas. Todo ello adobado con un extraño sentido del humor que los iniciados podríamos llamar “tomasino”, y una visión absurda de la vida y las relaciones interclasistas que se mueve entre el absurdo existencialista de Beckett y el absurdo marxista de Groucho.

Puede parecer mentira que una película con tan escaso tiempo de proyección – apenas  36 minutos –, tan limitada de escenarios – un cuarto de baño, una cocina, un salón de clase media alta –, y de medios materiales – una caja de herramientas y una barra de pan –,  sea capaz de presentar varios niveles de lectura en función de la visión de partida que adopte el espectador. Porque, hay que decirlo sin ambages, es una obra para espectadores avezados. Si el improbable lector de esta bitácora es un cinéfilo de palomitas y refresco en vaso de papel encerado, cuando la vea anunciada en cartelera, mejor váyase al bingo. La lectura de los cartones bingueros no exige mayor desentrañamiento.

Porque, tras esa aparente anécdota del fontanero que va a arreglar un grifo, se esconde una reflexión en clave de humor de las complejas relaciones que pueden establecerse entre un trabajador de bajo estrato social y un miembro de la clase media profesional. La aparente falta de profesionalidad del primero, vista desde la perspectiva del segundo, y los permanentes desencuentros a que da lugar esa falta de sintonía interclasista, dan origen a unos diálogos en el más puro despropósito.

Puede entenderse, si el espectador lo quiere así, un nivel de lectura en el cual se evidencia un deseo irresistible, por parte de Mr. Fontaner, de tomar posesión, siquiera simbólicamente, de la confortabilidad burguesa del dueño de la casa. Obsérvese que se pone el albornoz (blanco impoluto, un símbolo de distinción) de la madre del propietario y hasta toma posesión de su bañera so pretexto de mera inspección profesional antes de acometer la tarea. Obsérvese también el aparentemente anodino gesto de abrir el frigo y encontrarse un bacalao al ajoarriero del que toma posesión, no simbólicamente, como el albornoz, sino gástricamente. Y lo que podría interpretarse como el culmen de la envidia de clase: el uso del retrete para defecar y  la siesta en el confortable tresillo del salón burgués.

Pero si el espectador tiene un sentido social crítico, observará que el profesional de la fontanería se esfuerza en dignificar su profesión comparándola con la de arquitecto. Entre ambas, aparte las grandes diferencias de consideración social evidentes, establece un nexo de unión en cuanto a las habilidades técnicas que las equiparan. Además, y es significativo de la diferencia entre la conciencia profesional de uno y el sentido puramente crematístico del otro, Fontaner quiere expedir una factura con IVA, mientras que el dueño del piso la quiere en negro, evidenciándose el egoísmo de la clase burguesa frente a la honradez del modesto autónomo.

Y aunque los aparentemente absurdos diálogos entre ambos protagonistas despierten la sonrisa del espectador o les lleven a la franca carcajada, la intencionalidad semiótica del autor va mucho más lejos.  Los despropósitos del diálogo muestran, si el espectador quiere verlo, la confirmación del desencuentro lingüístico. 

Si la lengua común sirve de nexo de unión en un intercambio verbal, todo a lo largo de la proyección se viene a mostrar lo contrario. El propietario del piso no entiende las motivaciones en las que el trabajador se apoya para defender sus criterios profesionales, por más que éste le dé cumplida cuenta empleando sus limitados recursos orales.  La lengua común no une, sino que separa en función del espacio social que ocupe cada cual.  Para un marxista no grouchista, la solidaridad interclasista no existe. Para un marxista grouchesco, siempre nos quedará el fuego de artificio que provoca un diálogo chispeante. El espectador elegirá entre ambos.

Para terminar, habrá que ver si el autor, con sus recursos artesanales y su extraña visión del mundo, decide emplear los próximos diez y siete años en darnos otra pequeña joya filmográfica tan fresca en su aparente sencillez como compleja en la visión de las relaciones sociales; eso sí, trufada con diálogos donde el disparate aparente esconda una visión del mundo que podríamos llamar, y que perdone el improbable lector si suena pedante, woodyallerianamente filosófica.