miércoles, 23 de diciembre de 2015

Navidad 2015: Instrucciones de uso.-



Tiene Vd. en sus manos un producto denominado Navidad Everybody (marca registrada para todo el mundo por Merry Christmas Co.), de consumo enormemente popular pero de alta volatilidad. Por favor, lea atentamente las instrucciones y sígalas, siempre que sea posible, con la máxima fidelidad.

El producto Navidad Everybody, a efectos de consumo responsable, tiene como fechas límite de uso entre el 22 de diciembre, día del sorteo extraordinario de la lotería, y el 6 de enero, día de Reyes. Si el consumidor tuviese dudas al respecto, sepa que estas fechas, en líneas generales, quedan enmarcadas entre el Black Friday y las Rebajas de Enero. Para mayor seguridad, consulte al fabricante.

Cualquier uso que se haga del producto en fechas anteriores o posteriores a las citadas, es abusivo y no está cubierto por el servicio de garantía postventa que la empresa Fechas Entrañables, S. A. (filial para España de Merry Christmas Corporation) tiene establecido ante cualquier defecto de fabricación, presentación o deterioro como consecuencia del proceso de elaboración y distribución. En el bien entendido de que el fabricante no se responsabiliza, bajo ningún concepto, de un uso fraudulento o manipulación indebida que alteren las características tanto intrínsecas como extrínsecas del producto navideño. En cuyo caso, los tribunales ordinarios dirimirán las responsabilidades, en el supuesto de que el usuario se sienta defraudado y optase por demandar al fabricante.

Aunque Fechas Entrañables, S. A. (en adelante FESA) no tiene responsabilidades legales más allá de sus productos navideños, patentados y debidamente identificados mediante su etiqueta contrastada, no puede dejar de alertar a sus compradores respecto a imitaciones y falsificaciones procedentes del mercado oriental (fácilmente identificables por su marchamo “Made in China”). Si el usuario optase por un consumo navideño sin las debidas garantías, será a su riesgo y ventura, sin que FESA esté legalmente obligada a ningún tipo de resarcimiento.

Una vez hechas las recomendaciones generales, se especifican de forma detallada las normas de manipulación del producto Navidad Para Todos:

1.    Navidad Everybody (marca registrada de FESA para España) es, como se ha advertido al comienzo de este folleto, un producto de alta volatilidad, dotado de un sistema de obsolescencia programada que, aunque limita eficazmente sus fechas de óptima utilización, garantiza al cien por cien su aroma, sabor y textura típicamente navideños. 
 
  Por lo tanto, úsese dentro de las fechas previstas en las instrucciones y deshágase de los sobrantes una vez pasado el día de Reyes. Haga un consumo responsable y deposite dentro del contenedor al efecto los deshechos. El Planeta Tierra se lo agradecerá.
   
2.   Navidad Everybody se presenta con un sobre en su interior, denominado "paga extraordinaria". Dispone ésta de una cantidad de euros en función de la capacidad adquisitiva del usuario. Su finalidad es que sea invertida íntegramente en una gama de productos navideños que Vd. podrá conocer a través de la publicidad de los medios audiovisuales, buzoneo y otros medios artesanales sin especificar. También podrá conocerlos a través de las ofertas de supermercado, así como los productos variopintos que le ofrece toda la gama de comercios de su ciudad. Haga un uso generoso de su contenido y, en caso de que éste no cubra sus necesidades consumistas, pida un préstamo bancario.

3.    Navidad Everybody es un producto que da óptimos resultados si se emplea en el medio adecuado. Para su uso en España, nada mejor que ser consumido en familia, a ser posible, en la cena de Noche Buena y comida de Día de Navidad. Su uso en la celebración de Noche Vieja está más recomendado para un tramo de población marcadamente juvenil, aunque la versatilidad del producto permite combinarlo con la cena familiar de fin de año, doce uvas y cotillón.

4.   Aparte del ámbito doméstico, Navidad Everybody logra su mayor eficacia si se emplea en viajes de placer (estaciones de esquí, turismo rural, salidas al extranjero….) o en su defecto, si se va de compras dentro de su propia ciudad. Está contraindicado quedarse en casa sin fomentar el consumo: el producto, debido a su obsolescencia, se deteriora de manera irrecuperable una vez vencida la fecha de caducidad. El fabricante no admitirá, bajo ningún concepto, la devolución de Navidad Everybody que no haya sido desprecintada dentro de las fechas previamente establecidas.

5.       Es fundamental que el producto navideño se dedique especialmente a los niños. Para ello, los regalos de Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás (y cualquier otra variedad local), aparte y especialmente las fiestas de Reyes, son ideales. Dentro de Navidad Everybody hay un lote específicamente infantil (cortesía de FESA), de eficacia probada para habituar al despilfarro a las nuevas generaciones, sin las cuales la sociedad de consumo que disfrutamos se vería gravemente dañada. 
 De nuevo, FESA llama a la responsabilidad de los usuarios para que éstos introduzcan a los niños en los hábitos consumistas, a través de las entrañables fiestas navideñas, de forma que la sociedad, tal como la conocemos, perdure mientras los recursos del planeta lo permitan. 
 Una encuesta sobre el futuro agotamiento de los recursos naturales del planeta, realizada entre nuestros usuarios, encargo de FESA a la prestigiosa agencia demoscópica TIMA-2, concluye que el 71,3 % de los usuarios es partidario del que me quiten lo bailao, porque de aquí a cien años, todos calvos; solo un 28,7 % manifiesta su preocupación en un virgencita, que me quede como estoy. 

6.     Es recomendable el consumo compulsivo de Navidad Everybody, pues no se han descubierto contra indicaciones dignas de resaltar, tras multitud de experimentaciones en cobayas humanas a lo largo de varias generaciones. Los desórdenes gástricos por exceso de ingesta de alimentos y alcohol son un daño colateral que se manifiesta ocasionalmente asociado a nuestros productos navideños, altamente euforizantes, pero son fácilmente remediables con un preparado de farmacia ad hoc y unas horas de descanso.

7.   Cada uno de los componentes que conforman Navidad Everybody puede usarse de forma independiente, en función de la tolerancia de cada consumidor al citado producto, o ser combinados de forma aleatoria, pudiéndose utilizar masiva e indiscriminadamente, sin más riesgo que una leve desorientación respecto a la realidad circundante. La “cuesta de enero” es una reacción normal que advierte de la caducidad definitiva de Navidad Everybody y da por concluidos todos sus efectos.

8.   Si, tras dos semanas de consumo indiscriminado siente una leve depresión, no se alarme: es una reacción normal. Acuda a las rebajas de enero más próximas, o espere a las vacaciones de Semana Santa, otro acreditado producto de Merry Christmas y Asociados, cuyo distribuidor oficial para España es FESA.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

20-D. Buscando votos.-

En Internet.

Luis Barrenas, por así decirlo, era comprador de votos. Bien trajeado, con cartera negra de ejecutivo, iba de puerta en puerta pidiendo el voto. Cuando se quedó sin trabajo no había nada mejor en el mercado laboral. Un reajuste de plantilla le había puesto en la cola del INEM y, por eso, se especializó en  el duro oficio de comprador de votos.

Bien es verdad que se trataba de un trabajo fijo discontinuo, sólo cuando se convocaban elecciones, pero le iba sacando del apuro. Que las elecciones fuesen autonómicas, locales, legislativas o europeas, era una cuestión  marginal. Lo importante en esos casos es que había que solicitar votos, y ese era su cometido. En su nuevo oficio el tipo de elecciones convocadas no era relevante, tampoco lo era la adscripción ideológica del votante. No dejaban de ser matices que no alteraban lo sustancial: hacerse con un buen puñado de votos.

Llamaba al timbre, saludaba con educación y pedía el voto. Había gente comodona que se lo daba enseguida y, encima, le estaba agradecida porque le ahorraba desplazarse al colegio electoral el día de las elecciones. Otros, sin embargo, se resistían y querían saber qué iba a hacer con su voto. En estos casos, Luis les preguntaba por sus preferencias políticas y, de acuerdo con éstas, les prometía lo que querían oír. A unos, que iba a bajar el paro, la gasolina y los impuestos; a otros, que iban a erradicar la delincuencia y controlar la inmigración; a otros, despido libre, recorte salarial y paraísos fiscales. No era lo mismo pedir votos en el barrio de la Elipa que en de Salamanca. Luis Barrenas disponía de una carta muy surtida de promesas electorales y no había más que saber dónde le apretaba el zapato ideológico a cada cual.

– Mire, señora – decía Barrenas – dígame usted sus preferencias ideológicas y yo le improviso un programa político que se chupa los dedos.

Los más duros de convencer eran los que nunca votaban. Esos se guardaban su voto sin usar y se les pasaba la fecha de caducidad. Eran clientes de lo más variopinto. Los había escépticos, indiferentes o – lo que era peor para el negocio de Luis – convencidos de su inutilidad. En tales casos, el surtido de promesas electorales que llevaba en la cartera no solía hacer el efecto previsto, así que recurría a argucias que no se enseñan en los masters de marketing: se lo jugaba a los chinos o improvisaba un juego con tres cubiletes.

– Voto por aquí, voto por allá –, decía. A toda velocidad movía el cubilete de derecha a izquierda, o al revés, y mareaba a los votantes con palabrería de tránsfuga. – Hagan su juego, señores –, y escamoteaba el voto con la habilidad de un trilero. 

Raro era el que se resistía a jugarse el voto. Total, como les salía gratis… Muchos terminaban por cogerle gusto. Algunos se enviciaban tanto que acababan jugándose los votos de la mujer o de los hijos y terminaban endeudados por varias convocatorias electorales. Había que currárselo, pero los votantes ludópatas eran un buen negocio.

Cuando tenía la cartera llena de votos, Luis Barrenas iba a las sedes de los partidos políticos y se los vendía a los directores de campaña. Era lo más duro de su oficio, porque siempre tenía que regatear, aunque nunca los vendía por menos de un 10 por ciento de comisión. Entre lo que sacaba de los votos y el paro el bueno de Luis iba sobreviviendo, aunque él hubiera preferido un contrato fijo con horario de ocho a tres. Pero es lo que tiene vivir en época de crisis…

domingo, 6 de diciembre de 2015

Como vaca sin cencerro.-

Así anda este jubilata desde que anunciaron las elecciones generales para el 20 de este mes. Y no porque no tenga una idea aproximada de hacia dónde dirigir el voto, sino por un problema de solidaridad gremial -  o generacional, si se prefiere -, con la gente nacida en tiempos de los coches con motor de arranque a manivela.

El caso es que salía, la mañana que eso escribo, de comprar del mercado de Las Ventas cuando he visto un tenderete de los de Podemos y me he acercado a que me diesen propaganda, a ver qué promesas electorales nos ofrecían para estas fiestas navideñas. El programa no lo he leído, aunque lo tenían allí en un cuaderno de gusanillo, a disposición de los curiosos. Era un tocho considerable, difícilmente digerible a pie quedo, sin gafas y con el carrito de la compra aparcado en doble fila. Sí me han dado, en su lugar, unos papeles con resúmenes de sus propuestas, que luego he leído en casa.

Pero no se trata de lo que me ha parecido su lectura, que daría para otras solfas. Se trata de la actitud malcarada de un pensionista que me ha visto parado ante los secuaces del de la coleta y hablar con ellos amistosamente, y recoger todos los papeles que me iban dando, atendiendo a sus explicaciones con sonrisa educada, de persona bien criada; porque uno será setentón y eso, y se le escapan los gruñidos por las costuras de la edad, pero tal deterioro sicosomático no empece para saber pedir las cosas con buenas maneras, con independencia del credo político del interlocutor al que uno se dirija.

Pues eso que te estoy contando, paciente aunque improbable lector - cualesquiera que sean tus filias y tus fobias políticas, que yo ahí no entro -, que el colega jubilata de marras me ha mirado con odio, como a traidor a los intereses colectivos del honrado gremio pensionista; como si, por haber confraternizado unos minutos con los antisistema del círculo morado, acabase de cometer un acto execrable, indigno de un miembro del colectivo matusalén.

De rabia que me ha dado, a punto he estado de atropellarle con el carrito de la compra, cuando cruzábamos el semáforo, pero me he contenido por varias razones: primera, porque, a la hora del “pies para qué os quiero”, el carrito no tiene turbo y es muy lento en las arrancadas, aparte que derrapa con facilidad y podría habérseme volcado toda la fruta por la calzada; segunda, porque el provecto de mirada acerva estaba bastante escarranchado y, a lo peor, en la colisión, le rompía una cadera y, por culpa de mi repente irreflexivo, se iba a convertir en una carga para la seguridad social, tan menguada de recursos desde que con ellos pagamos la mangancia de los banqueros; tercera, porque un servidor no es hombre de odios y tiende a la empatía: el pobrete me dio pena con su enrabietada ignorancia.

Tras observar a aquel vejete lanzándome miradas rencorosas a través de sus cataratas, y pasado el primer momento de asombro por mi parte, el incidente me ha hecho reflexionar mientras regresaba del mercado a casa: Llevo leído estos días que los pensionistas votan mayoritariamente al PP; que el caladero donde pesca sus votos la gaviota genovesa está en los mayores de 54 años. A su vez, el gobierno nos dice que va a disponer, si no lo ha hecho ya,  de 7.750 millones de euros del Fondo de Reserva de la Seguridad Social (lo que conocemos como la hucha de las pensiones) para pagarnos a los pensionistas la mensualidad y extraordinaria de diciembre.

Un servidor, que es jubilata profeso y confeso, pero aún goza de una actividad neuronal estándar, mientras empujaba el carrito, he empezado a darle a la máquina de pensar. Millones arriba, millones abajo (doctos habrá que sabrán enmendarme), me salen estas cuentas: En cuatro años de legislatura, el gobierno marianista ha hecho trizas unos 50.000 millones de euros del fondo de pensiones y ya solo quedan 34.220 millones en reserva; una simple división nos dice que queda pasta para cinco extraordinarias (a saber, las del 2016, del 2017 y la extra de verano del 2018). ¿Y después? Dios se la depare buena, hermano.

Hay dos futuribles, pura política ficción que, mientras esperaba que se abriera un semáforo, me han venido a las mientes. Por un lado, que el marianismo resulte derrotado y una fuerza política de izquierdas forme gobierno. No les arriendo las ganancias cuando, a media legislatura, se queden sin alpiste para alimentar viejos, ni me gustaría oír el vociferio desde los bancos de la oposición dextrógira asegurando que el gobierno de los antisistema condena a la hambruna a los ancianos españoles. Si, por el contrario, el partido genovés renueva legislatura, y también se les termina el alpiste – que ese paso lleva la hucha, de tanto meterle mano –, su lógica política les llevará a afirmar, con los aspavientos de rigor, que Zapatero tiene la culpa. El gremio pensionista comulgará con ruedas de molino y maldecirá del de la ceja por la gusa que les está haciendo  pasar. Que no me toquen lo mío – argumentarán –, que los de izquierdas vienen a hacerse ricos y roban más deprisa que los de derechas, que ya lo son por familia.

Ya digo, lo anterior es política ficción y puede que no dé una en el clavo. Uno es jubilata caviloso, no augur, ni cocinador de encuestas.

No se extrañe el improbable lector cuando afirmo que ando como vaca sin cencerro. Por cuestiones de inexorable proceso biológico estoy en posesión de siete lustros vividos, lo que me sitúa en el corral de los viejos que viven de una pensión que sale del fondo de reserva de la Seguridad Social. Pero que la edad y las circunstancias sociales me sitúen en un colectivo carcunda y temeroso – salvo excepciones, que las hay –  del qué pasará si dejan de mandar los de siempre, no significa que haga las mismas rumias del resto del rebaño. 


Aunque uno se sienta como descencerrado y fuera de la onda generacional que le corresponde, al menos no anda como pollo sin cabeza y sabe en qué cesto no tiene que poner el huevo de su voto.
En estos tiempos confusos no es poca certeza.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Entre la mitología y la geometría.-



La iniciación musical de algunos aficionados ha sido muy de andar por casa, como es el caso de este jubilata, pero hay que hacerse cargo: eran tiempos aquellos en que andábamos escasos de todo. 

Recuerdo aquellos vinilos gordos sonando en el pick-up del colegio en el que escuchamos por primera vez Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, o el Aprendiz de Brujo, de Paul Dukas. Apenas aprendimos a diferenciar una corchea de una fusa contándoles los rabitos, o a distinguir un compás de compasillo con sus cuatro negras. Con ese bagaje nos echamos al mundo y, andando el tiempo, hasta terminamos aficionándonos a la música clásica y asistiendo con cierta regularidad a los conciertos, primero en el Teatro Real y luego en el Auditorio Nacional.

De Beethoven, Tchaikovski o Chopin (a lo máximo Debussy) no pasamos en los años de nuestra juventud, hasta que, cuando llevábamos un buen tramo andado de la vida, nos enteramos de que un tal Schömberg había inventado la música atonal y que la escala diatónica era una antigualla. También por aquellas fechas descubrimos a Mahler y no hubo más remedio que aceptar la dura realidad: el frère Jacques que, siendo escolares, cantábamos a dos voces en clase de francés era un carajo a la vela. La música ya no era cosa de violines haciendo trémolos, ni de cuatro exquisitos transidos de gozo estético; era asunto de una complejidad que imponía respeto. Y con esa sensación asistimos a los conciertos, con la sensación de que la música es un mundo proteico en el que puedes gozar de Cecilia Bartoli (de su voz, claro) mientras canta Misera abbandonata, de Salieri, o sobrecogerte con Kindertotenlieder de don Gustav…, o no entender un carajo de lo que la orquesta se trae entre manos.

Cuando don Arnoldo se empeñó en que no existían jerarquías tonales y nos privó del placer de anticipar el final de una melodía con unos compases de antelación; cuando John Cage decidió que se podía componer un 4.33 llenándolo de silencios inexistentes, entonces perdimos definitivamente la inocencia del paraíso terrenal y ya no nos hallamos; comimos el fruto del árbol de la ciencia, saboreamos el amargor de la libertad dodecafónica y nos volvimos descarriados en cuestiones de música. …Como en tantas otras cosas, por otra parte, lo cual no deja de ser un alivio: la ignorancia compartida es buena coartada para el ignorante.

Por eso, cuando este sábado pasado hemos oído el Concierto  para violín y orquesta (Concentric Paths) del inglés Thomas  Adès no hemos dudado que el sonido puede moverse en caminos  concéntricos, o que puede expresar (al menos intentarlo) la ordenación del mundo a partir de alguna forma de geometría musical. El problema es que nos exigen un esfuerzo de comprensión  intelectual donde solo pretendíamos gozar de un pequeño placer sonoro. 

Que el sonido musical se da en una relación matemática entre la longitud de la cuerda y su grosor, es algo que el viejo Pitágoras dejó dicho ya en el S. VI antes de nuestra Era. Pero de eso a los anillos, los senderos y las rondas por las que nos ha llevado el míster Adès con su concierto de caminos concéntricos hay una distancia considerable y está muy lejos de nuestra escasa educación musical, que llega poco más allá del vals de las flores de Tchaikovsky. Un poco pretencioso - hay que confesarlo - se sentía este jubilata cuando, tras la ejecución de Concentric Pahts, estuvo aplaudiendo a la violinista Leila Josefowicz como si fuese un entendido.

Un poco más cerca de nuestras entendederas sí estaban Las Oceánides (Aallottaret, en finlandés, según el programa), de Sibelius. Uno se siente más cómodo entre seres mitológicos griegos o romanos y agradece que la referencia musical sea el Mediterráneo y no los fríos mares del norte. Previa la interpretación de esta obrita  a las arduas geometrías musicales de Thomas Adès, este escuchante, que esto escribe, se dejó llevar por la imaginación y cayó en aquel episodio (lo cuenta Virgilio en su Eneida) de cuando Juno pide a Eolo que alborote los mares dando suelta a todos los vientos para anegar a Eneas y sus compañeros. Ella, a  cambio, le soborna con la carne fresca de sus ninfas: sunt mihi  bis septem praestati corpore Nymphae. De esas catorce ninfas de hermoso cuerpo le ofrece la más hermosa de todas, Deiopea: quarum quae forma pulcherrima, Deiopea.

Algún comentario graciosillo pensaba hacer, ya a toro pasado de la audición, sobre los muy acreditados sobornos de bragueta a los que recurren tanto la diosa Juno como los Gürteles de todo tipo y época, pero don Johan Julius Christian Sibelius no se lo merece (no ha dado ocasión para ello en sus Oceanides), ni tampoco el divino Publio Virgilio Maron. Es demasiado grandiosa la descripción que el poeta hace de la tormenta, como para ocuparse de esos achaques de entrepierna sin rozar la inconveniencia. Insequitur cumulo praeruptus aquae mons, algo así como: sobreviene una ingente montaña de agua con toda su mole...

También en esta sesión del domingo en el Auditorio Nacional hemos oído la sinfonía número 5 de Prokofiev, pero,  por no cansar más al improbable lector - forma discreta de decir que al escribiente se le acabó la verba -,  su comentario quedará para mejor ocasión.


domingo, 15 de noviembre de 2015

Hábitos de indigencia.-

Tras los atentados de París, que tanto nos han sobrecogido, no está la Verónica para tafetanes. Pero, como la fuerza de una sociedad está en la normalidad con que sus individuos asumen la vida diaria, vivamos como tenemos por costumbre. Por eso, hoy tocaba colgar la entrada en la bitácora y aquí queda. Pese a todo fanatismo.


Cuando todos quieren tener lo mismo, en el mismo lugar y a la vez, el resultado es una cola de longitud directamente proporcional al afán de satisfacción de esa necesidad supuestamente acuciante, multiplicado por tantos individuos cuantos han decidido hacerse con el objeto de sus preferencias en el mismo día y lugar. Supongo que los sociólogos tienen un nombre para este fenómeno de consumo multitudinario a plazo fijo, compulsivo  y realizado a manera de manada disciplinada.

Este jubilata, que ya solo ejerce de ocioso paseante en la villa y corte y no tiene más ciencia que la curiosidad, aunque sí tiempo sobrado para elucubrar, ha estado macerando en sus meninges el asunto de las colas de consumo. Buscando una definición que le acomode, ha dado en llamarlo “hábitos de indigencia”, por darle un nombre que exprese la sensación de carencia de un objeto de consumo, apetecido por una muchedumbre en un momento dado, y no logrado más que tras largas horas de espera; o sea, como quien hacía la cola del pan en las épocas de hambruna de aquellos tiempos de maricastaña.

Aunque la comparación sea un poco traída por los pelos, este hábito de indigencia viene a ser - solo en apariencia - como volver a los gloriosos años del racionamiento, cuando la España franquista de los cuarenta caminaba con paso marcial por el Imperio hacia Dios entre páramos de carpanta crónica y adhesión inquebrantable a la cosa esa del Régimen. Solo que entonces (no habría que decirlo), era por necesidad y ahora (tampoco hay que insistir) por capricho.

Dirá el improbable lector que mis neuronas septuagenarias patinan, pero es que, como todo asunto, la cosa requiere su explicación y ¡Hombre!, todavía no he tenido tiempo de darla. No se dice aquí que la sociedad de consumo no ofrezca recursos hasta la saciedad y que cada cual no pueda gastar su pasta y su tiempo en lo que le pete; lo que aquí se dice es que, cuando la masa consumidora quiere mercarse los mismos bienes, en el mismo lugar y a la vez, el comportamiento es similar al de nuestros abuelos: te pones a la cola del racionamiento y aguantas resignado las horas que haga falta. Vamos, te comportas como un indigente rico en necesidades y pobre en satisfacciones.

La cosa viene al caso porque iba un servidor, la otra mañana, a hacer un mandado al centro de la ciudad cuando, en la Gran Vía, a la altura de la calle Mesonero Romanos, me tropecé con una cola de gente que recorría toda aquella calle, y doblaba por la del Carmen. ¿Cientos de personas esperando comprar un objeto de primera necesidad que falte habitualmente en las tiendas? No. Esperaban para comprar el décimo de lotería de navidad en Doña Manolita.

Una asociación de ideas un tanto heterodoxa – los jubilatas no medimos bien las distancias – me hizo ver que la fe en la diosa Fortuna mueve multitudes confiadas en sus milagros de la misma forma que los devotos hacen cola ante el cristo de Medinaceli: unos y otros esperan remedios milagrosos que encaminen sus vidas. Solo que la Fortuna reparte la pedrea y hasta les tapa los agujeros de la economía doméstica a unos pocos, mientras que la imagen del Cristo proporciona tanto consuelo y resignación cuanto sus adeptos estén previamente dispuestos a encontrar. 

Cada dios reparte los dones a su manera y sus fieles no quedan defraudados. El uno es rico en promesas a cumplir en el otro mundo; la otra, reparte puñados de euros a ciegas, y a quien no, le concede consuelo con el consabido “Lo importante es tener salud”. Los fieles tampoco piden mucho más: un rato de ilusión; lo cual está al alcance de cualquier deidad a poco que se esfuerce.

Lo de practicar el hábito de indigencia tampoco es tan raro en nuestra sociedad de la superabundancia; es más bien un deporte de masas que proporciona mucho entretenimiento a sus practicantes. No hay más que recordar lo de la inauguración, hace pocos días, de esos nuevos almacenes de nombre Primak, también en la Gran Vía, a cuyas puertas se congregaron centenares y centenares de personas con el afán, según he leído, de comprar bragas y calcetines a euro la pieza. Lo que no sé bien es qué dios propiciaba la lluvia de dones que sus feligreses se llevaron en forma de bragas, calcetines y otros textiles de trapillo.

Un clásico nos diría que se trataba de la diosa Abundancia, derramando generosa sobre los fieles consumidores el contenido de su cornucopia, atiborrada de las susodichas bragas y calcetines, o, en su defecto, décimos con reintegro de Doña Manolita. Pero todos sabemos, porque así lo ha dicho Todorov, que Dios ha muerto y las utopías se han ido al carajo, con lo que ni las viejas deidades ni los viejos ideales no parece que estén en condiciones de atender a tanto indigente necesitado de a euro el par de calcetines o de premios de lotería.

Rebus sic stantibus, lo único que se le ocurre a este observador de lo evidente es que, finiquitados dioses y utopías, los destinos de esta sociedad están en manos de una nueva serpiente del Paraíso, a quien hemos dado en llamar Obsolescencia. Ella ofrece la manzana apetecible que convierte a los ciudadanos responsables en consumidores compulsivos, a los artefactos tecnológicos – por muy sofisticados que ellos sean –  en chatarra a plazo fijo, al mundo en un gran vertedero, y a la sociedad en general en indigente de satisfacciones con fecha de caducidad.

De ahí que se formen esas enormes colas para comprar décimos de lotería, teléfonos de ultimísima generación, entrada a conciertos de Justin Bieber, bragas y calcetines, rebajas del Corte Inglés y otros miles de artilugios y caprichos imprescindibles, tan apetecidos como fungibles. 

Un día de estos voy a ponerme en la cola de algo, cuya posesión  inmediata sea tan indispensable para no sentirse un paria, que reúna centenas y centenas y más centenas de pacientes consumidores. Pertenecer al rebaño reconforta mucho, oiga. 

jueves, 5 de noviembre de 2015

El carné.-

La cosa más anodina que puede ocurrirle a uno, y que de hecho les ocurre a los humanos con la frecuencia inexorable que establece el calendario, es el cumplir años. Tratándose de un acontecer periódico, repetitivo hasta la saciedad, irrelevante por reiterado, y asumido con sentimiento de  fatalidad por algunos, con indiferencia por unos pocos, con resignación por la mayoría, nadie se explica, entre el círculo de amistades, conocidos, compañeros de trabajo y enemigos domésticos en general, la reacción tan desmesurada de NN*.

Hombre de familia, con un status social equiparable al de millones de ciudadanos anónimos, habituado a un trabajo sin relevancia y sin más expectativas que una jubilación mediocre, no era consciente del paso del tiempo porque las autoridades se lo habían cosificado en su carné de identidad. Aquella tarjeta rectangular, de 78x47 mm, llevaba aprisionada entre las dos láminas plastificadas la identidad legal de NN*, con un número de serie que acredita su pertenencia a uno de esos países civilizados, donde, en cuanto nace un ser bípedo dotado de racionalidad – que, como en el ejército el valor, se le supone – se le marca para mejor controlarlo a lo largo de su anónima existencia.

Periódicamente, por quinquenios cumplidos, dicha tarjeta es renovada por la burocracia policial que adhiere a la cartulina la fotografía actualizada del ciudadano, sorprendido en un gesto de perplejidad idiota por el foco desaforado del fotomatón, y deja irremediable constancia de ese pasmo facial que tan íntimamente odiamos.

NN*, escrupuloso cumplidor de  las leyes, se había sometido, con la periodicidad establecida por la autoridad, al cambio de documento, y con él, al cambio de gestos de idiotizado asombro congelado hasta la próxima renovación. Y tales eran su disciplina de fiel ciudadano y la ausencia de cualquier alteración de su transcurso vital, que sólo el final de cada ciclo quinquenal suponía una percepción del transcurso del tiempo.

Imperceptiblemente, la cada vez renovada fotografía del documento de identidad le mostraba el rostro de un tipo - él - que envejecía a saltos de cinco años: unas canas más sobre los huesos temporales, un progreso alopécico  que erosionaba su bosque capilar sobre el frontal, una coronilla frailuna en progresivo y geométrico crecimiento sobre el occipital...

También el rostro mostraba, quinquenio tras quinquenio, las huellas de estos saltos temporales: ojos antaño vivos de curiosidad, aunque siempre perplejos a causa del flash traicionero, cada vez más apagados; arrugas progresivamente más marcadas en torno a ellos; facciones cuya  flaccidez, congelada en la foto de rigor, era una prueba a mínima escala de la atracción gravitacional que el planeta ejerce sobre todo tipo de objetos depositados sobre su superficie. Y así, un sinnúmero de pequeños detalles faciales.

Instalado en el confortable estancamiento del tiempo que el carné le proporcionaba, alterado únicamente por los periódicos sobresaltos correspondientes a los fogonazos del fotomatón que le retrataba las facciones del alma, su vida se detenía entre visita y visita a las oficinas del DNI, de forma que se habituó a cumplir años cada lustro, con absoluto olvido de los cumpleaños anuales.

Quizás por eso, por haberse olvidado de cumplir años como todo el mundo – apreciación en la que coincidieron amigos y enemigos –, el súbito descubrimiento de hallarse en posesión, o más bien, poseído irremediablemente por 50 aniversarios brutal y multitudinariamente presentes, le  trastorno el juicio – según sus amigos –, o acabó por desjuiciarle el poco que le quedaba –según sus más entrañables enemigos–. Y comenzó a comportarse de forma extraña.

El primer síntoma derivado de la  indigesta y subitánea conciencia de anualidades acumuladas fue una insospechada tendencia a la filosofía de mesa camilla, en la que la observación de sus más íntimos entresijos vitales producía un torrente de imparables ¿porqués? enmarañados y de confuso desentrañamiento, para los que ni el propio Jean Paul Sartre hubiese encontrado respuesta razonable.

Descubrió que la existencia se movía entre lo inmanente y lo trascendente, lo cual fue ocasión para largas conferencias en el tresillo del domicilio conyugal. De tal forma, que su santa esposa terminó hecha un lío tratando de discernir entre la inmanencia de las tareas domésticas, actividades que muestran lo contingente y efímero de los actos humanos, y la trascendencia del ser humano en cuanto poseedor de aspiraciones universales.

Por no cansar al lector: harta de las frecuentes jaquecas que tales disquisiciones le producían y de un sentimiento de inferioridad que su marido le inculcaba con sus filosóficas peroratas, la santa, en un insospechado arranque de auto estima, se fugó con un novio de juventud.

Los amigos terminaron por rehuirle cuando se lo encontraban por la calle, temerosos de las elucubraciones que propiciaba un simple: Hombre, fulano ¡qué tal!  Pues semejante fórmula de cortesía, intrascendente y dicha sin mayores intenciones, era ocasión para un discurso de media hora sobre la inanidad y sin sentido de su vida, en particular, y de la de la especie humana en general.

Todavía recuerdo aquel aciago día en que me encontré a NN* por la calle, y un simple ¡Cómo estás! fue suficiente para llegar con dos horas de retraso a la Agencia Tributaria, perder la cita con el Inspector de Hacienda y verme obligado a pagar un multazo de órdago por una declaración en la que había ocultado unos euretes que me hacían falta para la entrada del coche…

Pero como el improbable lector estará ya aburrido de que le cuenten una vida sin horizontes y, seguro, seguro, tiene mejores cosas que hacer, el resto de la historia va a la papelera de reciclaje y un servidor va a ver si desentraña eso que dice  Walter Benjamin sobre el “esteticismo político”. Eso donde dice que el poder político organiza, o fomenta, celebraciones deportivas, grandes asambleas y desfiles festivos, procurando que las masas se expresen, se vean la cara y se sientan protagonistas de su destino, sin que ello implique un cambio real en las condiciones materiales de vida de éstas. 

O sea, la vida misma, tal como la estamos viviendo en los últimos avatares políticos en los que hay quien prefiere ser cabeza de ratón antes que cola de león porque patria y pasta casan bien.

domingo, 25 de octubre de 2015

Caminata otoñal.-


Cuando se llega a setentón sentirse otoñal no lleva aparejado ningún tipo de tristura o depre postraumática por haber atravesado el fuego cruzado de los años vividos y las esperanzas no cumplidas. Hay a quien la vida le parece un campo de minas y pasa sobre ella de puntillas y hay quien pisa fuerte y se la juega a la ruleta rusa, mientras que otros, simplemente, caminan a su aire y miran al horizonte con la esperanza de encontrar la hierba más verde en el siguiente valle. Los jubilatas caminantes pertenecemos a esa especie de ilusos que esperan encontrar un mundo distinto a cada revuelta del camino.

Llegado que ha a septuagenario, el caminante tiene esta convicción:
mientras las varias artrosis que van dibujando garabatos en sus articulaciones se lo permitan, hay más belleza en una vaca rumiando en una pradera de montaña que en toda la red de Metro de la Villa y Corte.  


También sabe que es preferible el hilillo cristalino de un arroyo rumoroso en medio del pinar que un atasco en la M30 en hora punta. Y si le apuran, estaría dispuesto a jurar por sus ancestros que donde haya un robledal en otoño se vayan quitando los triunfalismos macroeconómicos de un gobierno que se rasca complacido el gonadario mientras vende baratos sus ciudadanos en el mercado laboral.

En fin, y perdonen la insistencia, el jubilata se pregunta ¿es que vamos a perdernos el placer de ver el bosque vestido de otoño? Pregunta retorica, poco útil pero socorrida para responder que ni hablar, que donde haya caminos habrá caminantes dispuestos a recorrerlos. Pero no a la ligera o como quien va con prisas.

Al caminar por los senderos del monte en este octubre templado, uno debe andar por la vista apercibida, tanto para abarcar el paisaje  en su grandeza como para apreciar esos pequeños detalles que se encuentran junto a la puntera de las botas. 


Puede el caminante encontrarse con una explosión de amarillos dorados de un chopo que surgen como un surtidor entre los verdes oscuros del pinar o puede, bajando la vista, tropezarse con el rojo intenso, tachonado de puntos blancos, de una amanita que se abre paso entre el humus de las agujas de pino que cubren el suelo. 


Por eso el caminante, en libertad condicional de fin de semana – la ciudad es una gran prisión a la que se regresa siempre – debe aprovechar esas pocas horas para llenar sus sentidos de tantas sensaciones como el bosque le ofrece: olores, sonidos, colores, grandes espacios, soledad, sosiego anímico…

Es muy recomendable, cuando se camina por entre la arboleda, escuchar el silencio salpicado de pequeños sonidos porque son como gotas de agua que forman una lluvia menuda. Te van empapando casi sin darte cuenta. Crees que la naturaleza calla, pero, si prestas atención, oyes los chasquidos de las ramitas bajo tus pies y el crepitar de la tierra del camino denuncia tu presencia al ritmo de tus pisadas; hay un murmullo indefinido flotando en el aire, tu oído se pone al acecho y te das cuenta que los árboles, con sus voces vegetales, se avisan unos a otros de tu presencia y sientes que estás invadiendo su intimidad.

A veces, el paisaje ante tus ojos es una acuarela donde destacan manchas doradas, naranjas o rojizas sobre una gama de verdes que van del verdinegro de la masa de pinos al verde jugoso de los prados y al azul tamizado de nubes claras del cielo. 


El robledal es un tachonado de verdes, marrones y ocres que se distribuyen de forma caprichosa, y los árboles de ribera pierden sus verdes veraniegos para ir tomando tonos suaves, como pintados al pastel. 


Para serles sincero, este servidor de ustedes - entreverado de clases pasivas y plumílla dilentante - quisiera ser, como Enrique de Mesa, mitad montañero, mitad poeta: Aquí a la sombra de los pinos viejos / descanso al repechar de la vereda…, y explicar al improbable lector lo hermosa que está la sierra en este otoño. 


Pero uno no tiene esas herramientas que proporcionan una imaginación sensible y un dominio de los conceptos poéticos, de ahí que se limite a recomendar vivamente: calza tus botas, ármate de un buen bocata y recorre los caminos del monte, trepa por los riscos -si están en edad de ello- párate a mirar, camina en silencio, siente el aire húmedo y todos los matices cromáticos y olorosos. 

Siéntete vivo por un rato, coño ¿O vas a pasarte la vida abducido por la pantalla de un Iphon?

miércoles, 14 de octubre de 2015

Popurrí.-

Haciendo limpieza entre mis papeles con el fin de dejar espacio a otros que, a su vez, de aquí a unos años habrá que revisar para dejar espacio a nuevos papeles, tan perfectamente inútiles como éstos que ahora estoy expurgando, apareció una nota manuscrita en la que había copiado una genialidad de Sara Palin.

El habitual improbable lector recordará que esta señora fue gobernadora de Alaska, miembro destacado del Tea Party, algo así como la derecha ultraconservadora del conservador Partido Republicano de las Américas del Norte. Mal comparado, como si el Tea Party fuese la FAES respecto al aparato genovés del PP. 

Pues bien, esta doña Sara Palin, enfrascada en una pelea dialéctico-ideológico-religioso-gastronómica con un bloguero vegetariano, argumentó: Si Dios no quisiera que comiéramos animales, ¿cómo es que los hizo de carne? Según parece, esta dama es muy aficionada a las hamburguesas de carne de alce, cosa que complace sobremanera al Supremo Creador, según el telepredicador reverendo Pat Robertson, quien considera el budismo una abominación y afirma que los rojos son unos mariquitas con pluma. 

Y aunque no tiene pajolera relación con lo anterior, salvo que apareció escrito en una cuartilla en el mismo montón de papeles que han terminado en el contenedor de reciclaje, no está de más contar la siguiente historia familiar. Se la conté, abreviada, a mi amigo Chus cuando me pilló un gazapo en un correo electrónico en el que trabuqué caya por ¡calla! Una coz ortográfica en toda la boca que le solté a la lengua escrita y que él no dejó de advertirme, aunque con amistosa ironía.

La historia es tal que así: Vivía en el pueblo de mi santa un primo segundo suyo, Pepe, casado con Caya, fruto de cuya unión sacramentada fue Milagritos, mocita poco agraciada pero besucona en buen plan; es decir, según cruzabas el arco de las Arrejas y embocabas la calle Santiago, Milagritos te salía al encuentro, te decía zalamera, “¡Hola, primo!”, y te plantaba un par de besos húmedos de salivilla en ambas mejillas. Y así todas las veces que te topabas con ella.

Según contaba el primo Paco (don Francisco, le llamábamos cariñosamente, porque tenía la voz engolada y calzaba un rolex de oro en la muñeca y un sello de lo mismo en el dedo anular), Caya tenía un saquete con dos buenas docenas de doblones de plata perulera escondido en un rincón de la cuadra. Los guardaba para el mozo que llevara a Milagritos al altar y la tomara por legítima esposa. Solo que Caya tenía puestas sus esperanzas en Paquito, hijo del primo Paco (don Francisco, para los íntimos), chaval más dado a la bici que al cortejo de primas besuconas y con posibles.

Cada vez que el primo don Paco pasaba por delante de la casa de la prima (no consanguínea sino política) Caya, ésta corría a la cuadra, sacaba el saquete y, por el ventano del gallinero, hacía tintinear los doblones. Al sonido cantarín de la plata acuñada, el primo don Paco  se limitaba a mirar su rolex y apretar el paso. Si Caya insistía con el repiqueteo de los pelucones, el primo don Paco le reconvenía con su voz de barítono wagneriano: ¡Calla, Caya! El peculio no compra amores. Pero Caya no callaba y dale que le daba al saquete de doblones de plata bien batida.

Hasta que un día Caya paró al primo don Paco en mitad de la calle de Santiago y le propuso el contubernio matrimonial: casaban a Paquito con Milagritos, juntaban las haciendas, y el saquete con las dos buenas docenas de doblones peruleros vendría por añadidura a colmar la felicidad de los contrayentes. Y el primo don Paco, sin perder las maneras, con voz grave y buena prosodia, le contestó: A tu Milagritos no va a desvirgarla  mi Paquito ni aunque se meta los doblones por la espelunca venérea. Así que, ¡Hospe de aquí, tía cesto!

Tal como oí la historia, así la cuento. A Milagritos la casaron con un labrador y del saquete de doblones nunca más se supo. No obstante, las comadres de la calle Santiago dicen que, a escondidas del yerno, en el chiscón de los gochos, Caya cuenta los pelucos y los hace sonar en noches de luna llena. Pero éstas son hablillas sin constatación empírica.

También en el cartapacio de mis viejas notas manuscritas encontré dos citas históricas que no me resisto a incluir aquí, siquiera porque me tomo la licencia de mezclar distintos ingredientes en esta olla podrida, en la confianza de que el paciente lector no se me lo tome demasiado a mal. Los jubilatas somos tozudos con nuestros recuerdos, único bagaje que nos queda.

Decía, pues, que entre mis papeles aparecieron dos citas de personajes de muy distinta catadura moral, aunque ambos dijeron, palabra por palabra, casi lo mismo. “Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad”, decía Göebbels. Siempre hemos oído esta frase como si fuese una originalidad del pensamiento goebbeliano, pero hemos olvidado que hubo un personaje francés, político y literato, que ya la había dicho algo más de un siglo antes. Y fue Chateaubriand en sus Memorias de Ultratumba (Libro 27, por más señas).

No pudiendo resistir mi inclinación por la lengua francesa, la transcribo: Tout mensonge répété devient une vérité. Y añadía: On ne saurait avoir trop de mépris pour les opinions humaines : « Toda mentira repetida se convierte en una verdad. No se puede tener mayor desprecio por la opinión humana ». Göebbels era un cínico, Chateaubriand un pensador.

Pasé toda la tarde dedicado al expurgo de papeles, pero al improbable lector no voy a darle más la tabarra. Basten estas muestras que le he ofrecido para que se haga cargo de la inutilidad de almacenar papeles. 

domingo, 4 de octubre de 2015

Mitos y zarandajas.-


Quizás al improbable lector le traiga al fresco, pero quien esto escribe anda un tanto preocupado por los mitos patrios y su devaluación. No hay más que fijarse: el común de los ciudadanos pasa de tan grave asunto y está más interesado en el follón que nos ha montado el ministro Soria con la subasta por horas de la energía eléctrica; o si no, no hay más que ver el asunto ese del chirimbolo que los honrados industriales germanos de Volkswagen han colocado en nuestros coches para falsear el control de la emisión de gases.

En estos días post-29 S., apaciguados (esperemos que por algún tiempo) los ardores nacionalistas a ambos lados del Ebro, a la gente de la calle - a pesar del mito de la Unidad - no parece preocuparle mucho si la C.U.P. quiere una presidencia catalana con alternancia en el mando, o bien una presidencia colegiada, o bien, coral; si hoy burguesa y neoliberal y mañana anticapitalista y autogestionaria, según el turno que establezcan los que van a repartirse el sillón de mandar en el palacio de Sant Jordi. Conste que a este jubilata setentón, tampoco le quitan el sueño; más tratándose de un asunto que le pilla del otro lado de la frontera. Son los mitos fundacionales sobre los que se asientan los sentimientos patrióticos los que realmente le traen en desazón.

Y uno de esos mitos tan caros al imaginario hispano es la célebre pelea a garrotazos de la Quinta del Sordo: dos fulanos malcarados, enterrados hasta las rodillas, dándose de garrotazos con un entusiasmo y dedicación que sólo la convicción en la bondad de las propias razones y en la depravación de las del contrario, puede empujar a tal apaleamiento sin contemplaciones. 

Ese inmovilismo en las posiciones, con las piernas clavadas en la tierra, esa saña en el zurrarse a quemarropa hasta que la muerte nos separe, alimentando el mito de las dos Españas (ahora un poco más complicado con eso de las dos Catalunyas: burguesa pro sistema la una y popular y contestataria la otra), siempre nos ha hecho recordar a Machado y su aquella España que muere mientras la otra bosteza. Entre el bostezo y la inanición, la conjunción de mitos funcionaba bien, hasta que nos enteramos que tenían truco, como los motores de la industria automovilística alemana.

El problema se suscita – más bien la decepción – cuando uno, que siempre ha observado con curiosidad y cierto temor la mitología que afecta a la idiosincrasia hispana y sus aledaños, se encuentra con que aquélla tiene los pies de barro. Y en el caso de esta pintura de los garroteros de Goya, de un barro postizo. Porque resulta que, cuando se arrancaron, en 1874, los frescos de las pinturas negras que don Francisco pintó en las paredes de su quinta, se hizo de forma tan chapucera que ésta del garrotazo y tentetieso quedó (según las técnicas restauradoras de la época) irremediablemente dañada en su parte inferior. Chapuza sobre chapuza, a Salvador Martínez Cubells, encargado de desmontarlas, no se le ocurrió otra que tapar las piernas de los dos fulanos furiosos echando tierra al asunto a fuerza de brocha.

Y, francamente, no es lo mismo, porque, al saberlo, queda muy descafeinada la visión trágica que de nosotros mismos tenemos. No es lo mismo dos bestias patrióticas con las piernas atoradas, dispuestas a matarse a golpes por un quítame allá esas pajas ideológicas, que dos bípedos ofuscados, con la racionalidad inhibida momentáneamente. los primeros no se moverán de su posición ni hartos de palos; los segundos, libres para poner los pies en polvorosa, dirimen su distinta concepción del mundo a palos hasta que el poder de convicción de uno de ellos obliga al oponente a soltar el garrote y reconocer la contundencia de los argumentos esgrimidos por el contrario. 

En este caso la sangre no llega al río y la cosa queda en unos cuantos leñazos de una pelea de taberna a causa del mal vino que se les ha puesto discutiendo de fútbol, pongámoslo así. Siendo tal la cosa, un poco de mercromina y un apósito resuelven la cuestión, pero el mito de las dos Españas a porrazos queda desbaratado sin remedio, y uno de los pilares de nuestro fatum histórico, patituerto.

Total, que pasamos del mito a la zarandaja. De la visión trágica de nuestro ser en el mundo como país a un apaño de ocasión para tapar una chapuza tan bien de chez nous, como dicen los franceses, gente con modales refinados donde la haya.

Parece mentira, algunos creíamos en el "me duele España" unamuniano, en el "miré los muros de la patria mía" quevedesco, en "estos, Fabio, ay dolor, que ves ahora" de Rodrigo Caro y en el "oigo patria tu aflicción" de don Bernardo López García, jienense y poeta él, y resulta que la pelea a garrotazos goyesca está trucada. Un caso de efectos especiales avant la lettre.

La gente tiene razón, vale más preocuparse por los abusos de las compañías eléctricas y la connivencia del gobierno. No hay mito fundacional que resista el impulso de una puerta giratoria.