viernes, 25 de septiembre de 2020

Cuervo blanco.-


Improbable pero siempre estimado lector, si en estos hermosos días de septiembre paseas – con permiso de la Ayuso y la pandemia – por el parque del Buen Retiro, puedes ver una exposición en el Palacio de Cristal. 

Si tienes curiosidad y lees el cartel explicativo de la entrada (ya no dan folletos en papel, que por lo visto te llenan de coronavirus), te llamará la atención su largo título: A un cuervo y los huracanes que, desde lugares desconocidos, traen de vuelta olores de humanos enamorados

Y si te ocurre lo que a este jubilata, leerás y te quedarás in albis; así que mejor entramos y echamos un vistazo, a ver si por el contexto llegamos a alcanzar su significado. Y, aunque no puedas desentrañarlo, al menos habremos visto una de esas curiosas exposiciones a que nos tiene acostumbrados el Museo Reina Sofía. No olvidemos que el mundo actual es confuso, cambiante y muy complejo, y el arte que da forma estética a sus expresiones resulta, a veces, de difícil comprensión. No hay que acomplejarse por ello, hay que verlo con ojos de niño y selfi de turista que pasaba por allí.


Así que entremos y veamos el nido que ha montado el cuervo blanco, aunque mejor debería hablarse de un bowerbird. Grandes enramadas dan acceso al lugar. Pueden significar tanto el bosque donde se esconde el nido, como el propio nido que te envuelve. Un juego dentro/fuera que se acomoda muy bien con la estructura acristalada del propio palacio: estamos dentro, pero nos envuelve el boscaje exterior que se asoma a través de los paneles de cristal, dándonos cobijo. Esta ambivalencia, interior/exterior, siempre ha dado mucho juego en el arte y es un recurso socorrido para espíritus de estética de manual. A un servidor le funciona, y lo aconseja.

Ese cuervo blanco, que puede verse en una esquina del recinto, antropomorfo, vestido con impoluto traje de chaqueta, blanco como cal, y cabeza de pájaro, le recuerda a un servidor al cuervo blanco de Apolo y el episodio mítico de Coronis. Ya se sabe, esos dioses del panteón greco-romano, enamoradizos y celosos. Coronis decía que quería mucho, mucho (como la trucha al trucho) a Apolo, pero se la pegaba con un simple mortal. El cuervo blanco se chivó al dios y éste, en un arrebato de celos, mató a Coronis. Luego, para castigar al cuervo por irse del pico, convirtió su plumaje de blanco en negro, negro de ala de cuervo, y su voz la convirtió en graznido. Pero este cuervo blanco que nos invita a su nido, no parece maledicente y sí acogedor.

Lo cierto es que el palacio de cristal, esa bombonera luminosa que acoge la exposición, viene a ser como ese nido ornamentado que fabrica el pájaro bowerbird   para atraer a la hembra de su vida. El visitante, con curiosidad de hembra curiosa y enamoradiza, entra en el nido a ver qué tal, y ve las grandes flores colgadas del techo con sus estambres y pistilos coloridos, la enramada tupida, las guirnaldas suspendidas en las columnas y hasta, si es observador, los comederos con alpiste para los pájaros. Y en el centro del recinto, dos largas patas doradas, de ave zancuda con fuertes garras, cuyo cuerpo no se ve porque ha trastechado por sobre la estructura superior del palacio acristalado. 

Petrik Halilaj, kosovar él, es quien ha montado esta instalación, nido de amor donde el visitante deambula buscando ángulos insólitos desde los que hacerse selfis con esas flores coloridas, tan acogedoras que entran ganas de esconderse bajo ellas. Que esta instalación, y sus demás obras (según parece), hagan referencia a la situación personal del artista, a sus vivencias de niñez durante la guerra albano-kosovar, a los conflictos culturales-religiosos de la ex Yugoslavia, o a su condición de homosexualidad asumida y exhibida frente a los prejuicios de su propia sociedad, son cosas que al visitante se le escapan y le pillan un poco a trasmano. No se olvide que sólo pasaba por allí y le picó la curiosidad.

Lo de las flores, tan vistosas ellas, el dicho visitante sí lo entiende; lo del cuervo antropomorfo, trajeado en blanco (aunque no tenga idea del asunto lamentable de Corolis y Apolo), más o menos, también lo entiende; lo de que el pájaro/hombre lleve un madero en las manos, como para ir construyendo el nido, puede que también. Entonces, ¿Qué más se le puede pedir al curioso que paseaba por el Retiro y tuvo la ocurrencia de entrar a la exposición?

Lo dicho. Si paseas por el Retiro un día de estos, entra, improbable pero siempre amigo lector. Disfruta de la luz que se adueña del recinto, de las flores y bellos etcéteras que ha colgado el artista, y no te olvides hacer unas cuantas fotos para enviar a tus amistades vía guasap. Te envidiarán al verte libre de coronavirus en el nido florecido, y quedarás como persona culta. Si es que esto sirve de algo.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Cómo viajar.-

Invierno en la Acrópolis. Ante el Erecteion
El otro día, durante nuestro habitual paseo enmascarillado de cada noche, la mi santa me recordó aquella anécdota en nuestro segundo viaje a Grecia, allá por el lejano 1979. Por aquellos años setenta, aún éramos aprendices de viajeros y veíamos el mundo con ojos ingenuos de súbditos recién salidos de una dictadura sin horizontes, gris y plomiza, moral y mortalmente mezquina. Lo que hizo, por el contrario, que el mundo fuera un universo maravilloso que estábamos dispuestos a explorar en la medida de nuestros recursos económicos. Los ahorros anuales, gastados en viajes, era la mejor riqueza que podíamos acumular en nuestra reciente vida de pareja.

En aquellos años de viajeros noveles, no conocíamos aún a doña Alexanda David-Néel, intrépida viajera que llegó en 1924 a la ciudad prohibida de Lhasa, disfrazada de mendiga y acompañada de su hijo adoptivo el lama Yongden. Pero, intuitivamente, ya sabíamos con qué espíritu y predisposición se debe viajar: Celui qui voyage sans rencontrer pas l’autre il ne voyage pas, il se déplace. Nosotros no queríamos desplazarnos, sino conocer cómo era la gente, su forma de vivir, su cultura y su historia… Queríamos ser viajeros, no turistas de masa. Y todos los viajes de nuestra vida han tenido algo de aprendizaje, uniendo lo útil a lo agradable.

Ya en mis lecturas de juventud, don Miguel de Unamuno me había advertido sobre lo pernicioso de esa forma de turismo que él llamaba “topofobia”: uno llega a un lugar para salir precipitadamente hacia otro, en una concatenación de huidas para coleccionar sitios apenas hollados con una noche de hotel. Luego, ante los amigos, presumir de haber estado en los cinco continentes, pero ignorando qué vio dónde o cómo eran sus gentes.

También mi viejo y nunca olvidado dentista, el doctor Dióscoro, se burlaba de esa gente que cogía el coche y se hacía 100 kilómetros para ir a comerse un par de huevos fritos - decía - a un restaurante, por ahí a tomar vientos en casa dios.  

Nosotros queríamos limpiarnos las telarañas mentales de una España que aún no sabía ser europea y empezamos a viajar con los ojos y con la mente bien abiertos. Nuestra primera salida fue a conocer a nuestros vecinos, a Portugal, en 1976, fresca aún la Revolución de los Claveles. Fue la experiencia necesaria. Con una bolsa de dos asas llena de ropa, un viaje en tren nocturno hasta Lisboa, sin moneda local, sin alojamiento reservado, deambulamos todo el día por la ciudad buscando una pensión que nos quisiera alquilar una habitación para pasar la noche. Os retornados, las gentes huidas de las colonias portuguesas tras su independencia, ocupaban todos los alojamientos y el país, que estaba en bancarrota, los había realojado por hoteles, pensiones, hostales. Recorrimos el país hacia el norte, en trenes de cercanías y autobuses comarcales, alojandonos en casas particulares y pensiones, comiendo en restaurantes populares (las típicas casas do pasto), en mesas compartidas, para terminar saliendo del país por Valença do Miño.  Fue nuestro bautismo de fuego. No nos arredró la experiencia de novatos.

Aprendimos a ser previsores en lo sucesivo y planificar los viajes. Estuvimos en Grecia al año siguiente y subimos a la Acrópolis, pisamos las piedras del Partenón con amor reverencial, como quien cumple un voto largamente aplazado. Luego vino Egipto, al que regresé 48 años después, y al año siguiente, regresamos a Grecia.

En la colina de Licavetos
Paseábamos por Atenas en aquel segundo viaje. La ciudad moderna, capital del país tras la independencia, levantada deprisa, sin un plan urbanístico claro, bulliciosa de sus gentes, ruidosa de vida callejera, estaba llena, según decía un amigo nuestro, “de piedras rotas”. Pero, a nosotros, las “piedras rotas” nos encantaban. Te parabas a observarlas y ellas te contaban la historia de nuestra cultura europea, de nuestro pensamiento, de nuestro destino, de todo lo que somos por lo que sus habitantes, desde veinticinco siglos atrás, habían sido.

Aquella mañana – recordaba la santa en nuestro paseo nocturno el otro día –, caminábamos desde la plaza de Monasterakis, donde tomábamos unos kebabs sabrosos, pringosos, que escurrían la grasa por entre los dedos que había que chupar con frecuencia par no mancharse la camisa. En el barrio de Plaka, ante su tienda, un comerciante, al oírnos hablar, nos gritó entre risas: ¡Españoles!:Castañetas, Real Madrid.  Supimos que ese era el legado cultural que la España de Fraga Iribarne quería transmitir al mundo del turismo de masas: Castañuelas, toros y fútbol. Spain is different! Tuvimos la impresión de estar estigmatizados. Pero sabemos que todo viajero paga un precio por viajar, así que nos ajustamos, Teresa la peineta y el mantón de manila, yo la montera y el capote de paseíllo torero (imaginariamente), contestamos con un irónico ¡Que Dios te ampare, hermano! y seguimos nuestro camino.

Seis cuadernos de notas con nuestras primeras escapadas y otros tantos libros de viajes, encuadernados por mí, y manuscritos cada noche en el hotel, conservo en nuestra biblioteca.  Cuando el Covid19, o los siguientes en numeración, no nos dejen salir de casa, siempre podremos convertir en futuras lecturas nuestro lejano pasado viajero. Y si la autoridad y el tiempo lo permiten, seguiremos viajando. 

Mientras el cuerpo aguante.