lunes, 30 de agosto de 2010

Una caminata por la sierra del Perdón.-

La sierra del Perdón (o Erreniega) es una pequeña sierra que apenas supera los mil metros de altitud y separa la cuenca de Pamplona de las tierras de Valdizarbe, que tienen en Puente la Reina su población más conocida por ser un hito en el camino de Santiago. Son tierras cerealistas y de buenos vinos, de un perfil alomando, atravesadas por el camino francés y el río Arga.
Ya que estaba pasando unos días en Pamplona, decidí hacer una marcha, siguiendo el camino de peregrinos hasta remontar el perfil de la sierra, para abandonarlo acto seguido, con la idea de seguir todo el cordal del monte, siguiendo el parque eólico, hasta su cota máxima, 1.035 m, y desde allí, bajar de nuevo hacia la cuenca. Una marcha circular que me llevó seis horas y media de caminata con sus preceptivas paradas para disfrutar del paisaje, tomar fotos y comer el bocacillo en el atrio de la iglesia de Arlegui.
El camino francés, por donde transitan los peregrinos, sale de Pamplona por la c/ Fuente del Hierro y se dirige recto hacia Cizur Menor, paralelo a la carretera. Allí, uno toma caminos de tierra que le llevan por entre tierras cerealistas recién cosechadas, que forman enormes manchas amarillentas enmarcadas por los verdes intensos de la vegetación y el macizo verdigrís que forma la barrera del Perdón.
Antes de emprender la subida a Zariquiegui, uno deja a su derecha el antiguo lugar de Guendulain, donde pueden verse, aún en pie, el castillo-palacio, obra del S. XVI, que fue cabo de armería del linaje Ayanz, y la sólida iglesia que también está abandonada.
Zariquiegui es un pueblecito a media ladera del Perdón, con una hermosa iglesia de portada románica, un parquecillo y una fuente muy apropiada para que los peregrinos repongan fuerzas antes de encarar el tramo final de subida. La mañana que pasé por allí la placita junto a la iglesia estaba invadida de una bulliciosa multitud peregrinil, así que me comí una fruta, me refresqué en la fuente y continué mi caminar, que uno no pertenecía al rebaño jacobeo y no le movía ningún fervor religioso o similar, sino el puro disfrute del paisaje y la soledad.
En el alto del Perdón, donde antaño había un hospital de peregrinos y hoy puede verse el llamativo grupo escultórico de concheros medievales cosificados en imágenes de chapa metálica, cuyo perfil, visto en la distancia, asemeja a un grupo de caminantes inmóviles en el tiempo, había, también, gran cantidad de peregrinos. Desde aquí, los modernos peregrinos de calzón corto y mochila abultada, bajan, por un mal camino de cascajo suelto, hacia Legarda y Muruzábal. Yo abandoné aquí la grey jacobípeta para seguir mi camino en solitario, monte arriba. Aquí, uno puede subir por la carreterilla asfaltada, lo que es un coñazo, o elegir el camino GR que transita bajo los eólicos. Aunque las aspas pasan zumbando muy por encima de la cabeza, uno se siente un don quijote liliputiense al que los enormes cilindros metálicos, que parecen gruñir a cada pasada de las aspas, han reducido a la condición de bípedo insignificante y atemorizado.
Cuerda adelante, uno llega a la capilla de Santa Cruz, una ermita horrorosamente fea y de una hechura arquitectónica lamentable. La única piedad que puede despertar – pensaba al pararme en ella a descansar – es por el desaguisado que supone su presencia en lo alto del monte. Monte que, por cierto, no da idea del bosque tan tupido que contiene. Hay gran cantidad de pino laricio, coscoja, carrascas, encinas, formando un boscaje impenetrable.
Antes de emprender la bajada, disponía de dos alternativas: o me iba a Subiza o a Arlegui. Un poste, con la indicación “Arlegui GR 220”, me indicaba el camino. Por Subiza y Beriáin fui hace un par de años, así que esta vez me decidí por Arlegui, al que bajé por un camino que abre su huella entre la vegetación tupida del entorno. El sol aprieta con fuerza y se agradece caminar entre el follaje que forma bóveda sobre la cabeza del caminante.
El atrio de la iglesia me dio refugio durante el rato del bocadillo. A la salida del pueblo, el paisaje se abría en grandes campos segados y resecos, la escombrera de la mina de potasas a un lado, y la carretera como única posibilidad para llegar a Salinas de Pamplona. Desde la salida de Arlegui, hasta llegar a Noáin (que era mi propósito), pasando por Salinas, el sol caía como plomo derretido y no había una triste sombra. Ni un alma por aquellos andurriales. “¿No querías soledad?”- iba yo pensando – “Pues jódete y camina”. Encima, me extravié en un polígono industrial y, en lugar de Noáin, terminé en el poblado de Potasas de Beriáin.
De aquí, al autobús, y del autobús a la ducha. Debajo del chorro de agua fría, ni me acordaba ya de la calorina pasada.
Es lo que nos suele pasar a los andarines recalcitrantes, que no nos enmendamos…

miércoles, 25 de agosto de 2010

intermitencias veraniegas.-

Aunque parezca lo contrario, uno no está en la lista de abonados ausentes, sino que pasa el verano viviendo unas semanas en casa y otras corriendo por esas tierras del solar hispano, allá donde puede aliviarse de los calores madrileños. O, por lo menos, lo intenta. De ahí que la bitácora parezca un tanto abandonada.
Como cada año, pasamos varios días en Navarra, en la patria chica, recuperando las raíces que nos recuerdan de dónde somos. Uno llega allí hablando el madrileño internacional y regresa con acento y expresiones propias de la navarrería original. Una inmersión que a uno le deja el cuerpo y el alma reconfortados para el resto del año.
Cada estancia en Navarra la aprovechamos para recorrer alguna zona que aún no conocemos, a pesar de tratarse de una provincia de tan poca extensión territorial. Lo que me recuerda aquella jota: Un navarrico en la escuela / mirando el mapa lloró / porque pintaron pequeña / la tierra que tanto dio. Ya se sabe cómo somos y cómo nos vemos: tierra pequeña y corazón grande. Pero no se pretende aquí de hacer patriotismo localista, sino contar algo sobre las impresiones que uno saca de estos viajes.
Y a fuer de sincero, debe uno confesar que siempre regresa con la lamentable impresión que produce saber que su pueblo – en tiempos fue aldea de labradores – hoy es un arrabal de Pamplona donde la especulación inmobiliaria ha cometido los mayores desafueros, hasta despersonalizar aquel pueblecito donde uno pasó largas épocas de su infancia en casa del abuelo, a la que llamaban “casa Lecáun”, porque de Lecáun era originaria la familia. El abuelo Francisco, en 1912, compró la casa y las tierras a los herederos del general Oráa, cuya casa palaciega y escudo aún se pueden ver a la entrada del pueblo. En casa Lecáun nací y mi tío José recordaba muchas veces que, cuando mi madre estaba a punto de parirme, el abuelo le envió con la yegua a buscar al médico a Galar, cabecera de la cendea a la que pertenecía Beriáin, mi pueblo. Así que voy presumiendo de aldeano, lo mismo que otros presumen de ser de capital.
Razones no faltan, que este pueblo tiene una larga historia. Ya desde el S. XII hay constancia histórica de su existencia y existe una tradición oral que oí contar a mis mayores: la que en vascuence se llama Astelen iru burugorri (el lunes de las tres cabezas rojas). En 1127 se consagró la catedral de Pamplona. Tres prelados que iban a participar en la consagración, al llegar a Beriáin se encontraron con que un desbordamiento del río Elorz (el río “al revés” lo llaman allí, porque parece ir del llano a la montaña) les impedía continuar camino y fueron alojados en las casas del pueblo y agasajados. Quedaron tan satisfechos por la acogida de los aldeanos, que consagraron la iglesia del pueblo un día antes que la catedral pamplonesa, el 11 de abril de aquel 1127.
También en Beriáin nació don Marcelino Oráa, que luchó durante la francesada a las órdenes del guerrillero Espoz y Mina y, cuando la primera carlistada, luchó como coronel del ejército cristino contra el general Zumalacárregui, y terminó su carrera militar siendo capitán general y gobernador de las Filipinas.
También, siendo yo niño, era famoso el soguero, quien, estando un día en Pamplona con mi tío Braulio, fueron a cruzar una calle y el guardia municipal les mandó cruzar por la raya. Como eran aldeanos y no sabían de pasos de peatones, cruzaron haciendo equilibrios mientras pisaban sin que las alpargatas se les salieran de la raya y uno le comentaba al otro: Jó, si pintarla harían más anchica
También tiene Beriáin la balsa de la Morea, una pequeña laguna endorreica donde hasta hay una escuela de windsurf y sirve de playa sin necesidad de ir a San Sebastián a darse un chapuzón.
Actualmente, todo el término municipal es una zona fuertemente industrializada, que comenzó con la apertura de las minas de potasas en 1958 en el Arre o monte comunal. Antaño dedicado al cultivo del cereal y la vid, el término es un conglomerado de naves industriales y barriadas de chalés adosados a cuál más impersonal y antiestético, convirtiéndose en barrio dormitorio de Pamplona, que está a penas a 10 kilómetros.
En fin… cuando uno se pone a escribir sin método a ver qué sale, pues se le despierta la añoranza y se pone pesado con historias del abuelo Cebolleta. Por eso, de momento, prefiero dejarlo aquí y cuelgo alguna de las fotos, incluida la de casa del abuelo – que aún sigue en pie – donde aún se pueden apreciar vestigios de lo que fue un pueblo típico de la zona media de Navarra.
¡Ah! que no se me olvide. Existe un libro titulado Beriáin. Aspectos de su historia, sociedad y lengua (Siglos XII-XIX), de Pablo Torres Istúriz, editado en 2002. No podía ser de otra forma, hasta un historiador tenemos en nuestro pueblo.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Agosto, playa y familia.-


Un servidor, tan poco amigo de tópicos, ha ido a dar con el más habitual en estos días veraniegos. ¿No quieres caldo? Tres tazas: agosto, playa y familia. Aunque tampoco quiere pasar por desagradecido, que la familia le ha tratado bien, la playa era estupenda para los largos paseos, y agosto es inevitable dondequiera que uno lo pase. Lo que fastidia un poco es que los tres a la vez…
Ya que hemos pasado allí ocho días, me he dedicado a hacer sociología parda, de esa que hacemos los jubilatas con total impudinad desde la altura de lo ya vivido; esa que nos permite largar opiniones fundamentadas en el único patrimonio que se incrementa con la edad: la experiencia. Experiencia trufada de cierto escepticismo irónico que es como las antiparras a través de las cuales vemos el mundo que nos rodea.
El paseo tempranero que dábamos la santa y yo mientras los servicios de limpieza peinaban la playa hasta dejarla con la cara limpia, daba para la observación del material humano que encontrábamos a diario. Enseguida me llamó la atención ese espécimen de bañista acaparador, que, a las ocho de la mañana, ya coloca las hamacas y la sombrilla eligiendo el mejor lugar en primera línea de playa. Observé que era el colectivo jubilata el encargado de tal tarea. Unos jubilatas ventripotentes, tostaditos, de calzón olvidadizo de las modas, que acotaban un trocito de arena, justamente donde el agua lamía la orilla. Con la habilidad de un agrimensor, delimitaban su espacio clavando la sombrilla como los exploradores decimonónicos clavaban la bandera en lugares ignotos y tomaban posesión en nombre de su país. Estos, los jubilatas, más modestos, tomaban posesión en nombre de la familia (toda la caterva familiar propia de tales fechas…). A un lado y otro de la sombrilla, sendas hamacas, esterillas sujetas con montoncitos de arena; una porción de playa bien señalizada que defendían con su presencia hasta tanto bajase el resto de la tribu.
Recorriendo el paseo marítimo, lleno de tiendas con artículos playeros mil, me llamó mucho la atención que la mayoría de los anuncios tuviesen textos en cirílico. Enseguida supe la razón: aquello está lleno de rusos procedentes de la madre Rusia. En mi vida había visto tantos desde que, en tiempos de Bresniev, visité la ya extinta URSS, allá por el año 1982 ¡Coño, qué joven era uno entonces, que hasta tenía pelo y todo! Tenía juventud, pelo y unas ganas enormes de ver cómo era el paraíso soviético, donde eran tan avanzados que ya prohibían fumar en los bares. Se ve que el capitalismo le va a la zaga en ese avance social, para que luego digan… Pero, bueno, es otra historia. Dejo aquí una foto de aquella memorable visita.
Ver a las rusas, rubias como ninfas, de piel sonrosada hasta la transparencia, torrándose sobre la arena, me daba un poco de lástima. Pobres criaturas, disfrutando de la sociedad de consumo y ansiosas por llevarse como recuerdo un cáncer de piel o un melanoma. Pero ya se sabe, los rusos actuales son los nuevos ricos de Europa y tienen prisa por disfrutar de las ventajas del turismo de masas.
Los hoteles donde se alojan tienen ese aire un tanto kitsch tan del gusto de los parvenus, con sus enormes arquitrabes pseudo clasicistas, con sus altísimas columnatas dóricas o jónicas y su frontón, al estilo del Partenón griego, con sus estatuas de escayola descabezadas; o esa portada a medio camino entre el arte egipcio y el art déco. Un arte pompìer que es el signo distintivo de las clases medias emergentes, recién instaladas en el sistema capitalista, necesitadas del reconocimiento social de los habitantes de esta vieja Europa pasota.
Me hubiese gustado mucho hacer un estudio sociológico de las mamas que se lucían con tanta generosidad, pero me dio un poco de apuro. Las había grandes, como de matronas o amas de cría, fláccidas como odres vacíos, enhiestas como sólo los cirujanos plásticos saben modelarlas con total desprecio de la ley de la gravedad. Pero ya digo que no quería entretenerme mucho en su contemplación, no fuera que sus propietarias se mosqueasen y me confundieran con un mirón, cuando en realidad a uno le movía el puro interés científico-sociológico. Pero a ver quién es el guapo que lo explica sin que suene a excusa…