miércoles, 27 de septiembre de 2023

Re-existencias.-

 


No vaya a pensar el improbable lector que lo de re-existencias es palabra de mi cosecha. Es el título de la instalación que visito en el palacio de Velázquez del Retiro. 

A lo que entiende este jubilata, se trata de un sutil juego conceptual, ya que se alude a los términos “existencia” y “resistencia”.  Ambas coexisten en un mismo objeto en su doble vertiente de vida útil – cuando la tuvo, hasta que fue arrumbado en un almacén por pérdida de su funcionalidad – y su resistencia a ser un trasto inútil por gracia del artista que ve en él una nueva forma de expresión artística. Por eso vuelve, o más bien es traído, a la existencia. Una re-existencia, cuando menos temporal, piensa un servidor, que ha visitado el palacio de Velázquez recién regresado de sus caminatas veraniegas por los robledales del valle de Lozoya.  

Pues eso, amigo lector de esta bitácora, que en el palacio de Velázquez hay una instalación de esas que el curioso ve y, como no sabe bien cual es la enjundia del asunto, recurre a los carteles explicativos. Al final, tampoco entiende gran cosa de ellos, aunque le queda una nebulosa idea de lo que allí se pretende plasmar.


Como es usual en el arte actual, pretender un disfrute estético es despropósito de cuatro estetas mal informados. Mejor que se dieran un garbeo por el Museo del Prado y no por estos espacios que exploran las posibilidades de lo cotidiano recurriendo al mantra del ecologismo con la reutilización de objetos que fueron de uso habitual. Simplemente, lo estético no existe y no hay por qué ir a buscarlo a estos templos de lo efímero. 

La posmodernidad es nuestra guía espiritual cuando damos un valor ocasional a los objetos, hasta ahora inútiles, exhibidos en la instalación que tratamos de desentrañar. Objetos ocasionales que volverán al almacén de donde proceden y serán sustituidos por otros que nos harán reflexionar durante su breve re-existencia en la sala de exposiciones. Eso hasta que, satisfecha la curiosidad del público consumidor de novedades, vaya con sus selfis en busca de otro espectáculo.

Re-existencias Bayanihan (que así se llama la muestra o instalación), si lo entiendo bien, propone la reutilización de estos materiales escenográficos en desuso, haciendo referencia a la forma alternativa de existir de las comunidades colonizadas más allá de la imposición cultural de los colonizadores. 

Más o menos debe ser eso... Solo que el visitante no acaba de ver la relación conceptual entre los viejos muebles arrumbados en un almacén y reutilizados como objeto de observación o llamada de atención a la conciencia ecológica a través de la reutilización, y las comunidades colonizadas culturalmente (Bayanihan es palabra en tagalo que viene a significar un quehacer colectivo en bien de la comunidad). Lo que parece relacionarse con el término “decolonial” allí usado también, al que debería dedicar siquiera un párrafo explicativo según mi leal entender, pero no lo hago por no embarullar aún más.


Como también se habla en esta instalación algo sobre la hibridación trasversal de varias disciplinas en lo que el Reina llama apuntes para un tiempo aparte, hay unos grandes paneles pintarrajeados de colores vivos que tienen algo que ver con la educación lúdica de la infancia, creo, y dice el texto, que no copié completo: …para niñ+s de de 6 a 12 años. La expresión del género es un tabú queer que niega el sexo de los infantes para igualarlos como cachorr+s human+s no sometidos, siguiera en ese lenguaje común asexuado, a la antigualla de los roles masculino y femenino.

Por no cansar al paciente lector: estas efímeras instalaciones, que el jubilata ve un poco así como de usar y tirar – pero es opinión no autorizada –, son una fuente de reflexión sobre la sociedad fluctuante, sin esqueleto moral que la sustente, que nos hemos dado y gozamos como el mejor de los mundos posible. 

Y como fuente de inspiración, de la montaña de residuos que generamos podemos traer a la re-existencia aquellos que nos convengan para montar nuevas instalaciones. Estas actuarán como un revulsivo temporal de nuestro espíritu depredador de los recursos naturales y nuestra mala conciencia de colonizadores. 

Ante ellos nos haremos bonitos selfis para colgar en las redes sociales y diremos como dice Cervantes que hizo aquel valentón ante el túmulo de Felipe II: …miró al solayo, fuese y no hubo nada.

Pues nosotros, igual.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Caminos, 3. Huellas.-

 


Quien inventó la palabra “basuraleza” sabía bien lo que se decía al definir esos paisajes salpicados de pequeñas basuras que los humanos dejamos como un rastro de nuestro paso por la naturaleza. El caminante, en su deambular, se desplaza por un paraje naturalmente hermoso pero que se advierte un tanto descuidado. Para quien camine y no observe, el lugar está aparentemente limpio, a condición de no prestar demasiada atención a las pequeñas basuras diseminadas por el entorno. 

A cada paso que el caminante da, o a cada vistazo que echa en torno al camino que sigue, encuentra el suelo tachonado de pequeños residuos en proceso de degradación, tales como plásticos, envases, bolsas, envoltorios, tampones usados, un pañal con las cacas del niño, vidrios, latas, papeles pringosos o no, clínex que señalan descargas de vejiga, mierdas de perros, colillas…

Todo ello diseminado un poco por todas partes, entre las hierbas agostadas del suelo, entre los matorrales, agarrado a las ramas bajas de la maleza, sin formar montones de residuos, sino extendidos por el entorno al alcance de la vista. Es como si un sembrador los hubiera diseminado al azar, lanzándolos con la mano para extenderlos como si se tratara de una sementera de desechos de materiales que en su día fueron objeto de consumo y hoy ya son inservibles.


Nunca, en estos años pasados, se me había ocurrido pasear por el sedero junto al arroyo de la Saúca en Pinilla del Valle. Trascurre paralelo al arroyo, protegido por los grandes y viejos chopos que sombrean el lugar, hasta el túnel bajo la carretera y que lleva del otro lado, donde llega el camino que baja del puerto de Malagosto. Aunque el arroyo ya baja casi seco, tiene tramos con agua que aún se mantiene viva y su vista alegra la placidez del lugar, dándole esa sensación de frescor que se defiende, gracias a la espesura de la vegetación, de la canícula sin tregua de este verano inclemente que estamos padeciendo. Eso hasta que uno se topa con la “basuraleza”, esa mezcla de cochambre, fruto de la desidia humana, y paraje natural mancillado.

Estos de agosto no son días para hacer grandes marchas a causa del calor, así que doy paseos que pueden llevarme unos ocho kilómetros entre ida y regreso, por caminos llanos, para volver pronto a casa. El de hoy me ha llevado a Pinilla, que es un paseo de unos 4 kilómetros desde Rascafría. Pero como me ha sabido a poco, recorro el pueblo por las afueras, junto al arroyo, hasta dar con un sitio de una belleza agreste, como la de lugar abandonado por los humanos cuando dejó de ser útil a sus necesidades de vida rural: En una pared de piedra, un caño seco, y a sus pies un abrevadero en tres cubetas horizontales toscamente labradas en buen granito. Al lado del abrevadero, un par de mesas de piedra absolutamente rústicas. Los tableros bien podían tener medio metro de grosor, sin tallar, apoyados sobre pies derechos, también de granito apenas desbastado, con unos bancos de la misma materia sin apenas trabajar. Allí leo un par de capítulos del Elogio del caminar de Le Breton por el simple placer de la lectura en solitario, en silencio, en un lugar agreste y umbrío, aunque descuidado.

Hay, entre la civilización rural/urbanizada con sus buenas casas de verano y sus calles limpias y bien pavimentadas, por un lado, y por otro el campo con sus prados, delimitados por viejas paredes de piedra rústica, y su arboleda, un lugar de nadie como aquel donde yo estuve. Un no lugar, que diría Monsieur Augé, que los humanos anónimos no identifican ni como el pueblo donde viven, ni como la naturaleza del entorno, sino justamente una frontera imprecisa entre ambos y lejos de los servicios de limpieza municipales. Allí, el bípedo anónimo va diseminando las pequeñas cochambres que, en su efímera vida útil, han sido recipientes, envoltorios u objetos de usar y tirar.


Por olvidar situación tan lamentable, callejeo por el pueblo y me paro ante la pequeña estatua en bronce, levantada en homenaje al hombre del campo. En su pedestal, una poesía de Vicente Alexandre:

Sobre esta cima solitaria os camino

campos que nunca volveréis por mis ojos.

Piedra del sol inmensa, entero mundo

y el ruiseñor tan débil 

que en su borde la hechiza.

Desengáñate, improbable lector: no es lo mismo dejar la huella de tus pasos en el camino que cocear un paisaje.