miércoles, 22 de julio de 2020

Muescas (Estival, 2)


Cerca de la presa colmatada del arroyo Artiñuelo, en el arranque de una senda semioculta por la vegetación que sólo conocemos las vacas y yo, hay un roble estrangulado por una yedra, al que hace años bauticé como “el árbol negro”. 

Asfixiado por el abrazo de esa yedra, destaca por su color negruzco en el entorno verdigris del bosque y no se deja atravesar por los destellos de luz que se cuela entre el follaje. Parece criatura del Infierno de Dante, condenada a la negritud vegetal por pecados cometidos en su pasada vida. 

Quizás era el roble más hermoso del entorno. Vanidoso, pavoneaba su hermosura en aquel rincón del bosque, entre otros robles de menor porte, algún majuelo achaparrado, las modestas retamas, las zarzas siempre pinchosas y malhumoradas, y las ortigas que escuecen al acariciar. 

Quizás, con su porte soberbio desdeñaba a los helechos a sus pies, hacía sombra a las mejoranas que crecían en las proximidades buscando rodales de luz, y a las modestas matas de orégano que pasan desapercibidas entre el herbazal. Quizás por eso, su vanidad de criatura más hermosa se vio castigada por un amor posesivo y excluyente de la trepadora que surgió a sus pies; la cual, con la excusa de acariciar su tronco, trepó hacia sus ramas hasta sofocarlas en un abrazo de muerte.

En el tronco de la yedra que lo abraza y estrangula, este jubilata ha ido grabando con su navaja campera nueve muescas. Una por cada año que he recorrido esta senda. Nueve muescas profundas en el brazo nervudo de aquella yedra. Muescas que van cicatrizando con el paso del tiempo y que me sirven de calendario para recordarme la fugacidad de los veranos. La yedra, impertérrita, cierra la herida anual con una corteza dura, y persiste indefinidamente en su abrazo asfixiador, siempre resistente al paso del tiempo.

Este verano he vuelto a la presa colmatada del arroyo. Me he parado a escuchar los sonidos cambiantes y siempre iguales del agua que salta de peldaño en peldaño del aliviadero. A pesar del susurro del agua, no he me he resistido a subir por el camino que lleva hasta el comienzo de la senda donde el árbol negro. He sacado mi navaja y he vuelto a marcar una nueva muesca. La yedra, impertérrita, ha soportado, con indiferencia vegetal, el corte horizontal y profundo como labios blanquecinos que dejaban rezumar gotas de su savia. 

Pasaré varias veces por aquí a lo largo de este verano y siempre me pararé un momento bajo el árbol negro. La yedra, sin prisas, irá cicatrizando la herida, oscureciéndola, hasta que no sea más que una nueva muesca borrosa. Y, cada vez que me pare y cuente las incisiones, ella me recordará, en silencio, que un verano más está pasando y que un año más va tomando posesión de mi edad. 

Ella seguirá con su abrazo de muerte, sosteniendo entre sus ramas al pobre roble prisionero, manteniéndolo en pie a la vez que le va quitando la vida, sin prisas. Mientras, yo sabré que el tiempo pasado – esas nueve muescas en el tronco, más las que te marca la vida – es una yedra tenaz que te circunda, parece abrazarte y sostenerte, mientras se alimenta de la savia de tu propia vida.

Por eso, por aliviarme de pensamientos tristes, bajo de nuevo al arroyo y quedo unos minutos eternos oyendo el rumor del agua y sintiendo las vibraciones del paisaje. El bosque es un cuerpo vivo, múltiple, siempre quieto, arraigado, pero siempre en movimiento a través de los millares y millares de hojas de sus árboles. El arroyo es una hendidura irregular en el paisaje. Siempre idéntico a sí mismo, pero en continuo movimiento de sus aguas. Éstas forman pequeñas cascadas, cuya sonoridad se repite en notas idénticas que armonizan con los murmullos de otros pequeños saltos de agua. Es a modo de un órgano hidráulico de registros cambiantes, donde cada piedra de su lecho, cada pequeño remolino, dan forma a su melodía eterna.

Un juego, el del agua, que combina fluidez, transparencias, reflejos luminosos, notas musicales y una canción que sólo escucha quien sabe degustar el silencio. 

Y en ese silencio, lleno de destellos sonoros, recuerda los ecos de La Soledad Sonora de Juan Ramón Jiménez, y paladea:

Agua honda y dormida, que no quieres ninguna
gloria, que has desdeñado ser fiesta y catarata;
que, cuando te acarician los ojos de la luna,
te llenas toda de pensamientos de plata...

lunes, 6 de julio de 2020

Rascarruidos (Estival,1).


De nuevo estamos instalados en Rascafría con ánimo de pasar un verano lejos de los calores madrileños, con días dedicados a largas caminatas y tardes de reposadas lecturas, más el paseo medicinal que damos la santa y un servidor a la fresca de la noche, después de la cena.

Pero ya se sabe el refrán: el hombre propone y el turismo gregario dispone, y descompone cualquier proyecto de disfrutar de algo tan elemental y de bajo coste como son la soledad y el silencio. Soledad, silencio y sosiego, valores que la UNESCO debería declarar patrimonio inmaterial de la Humanidad, y así protegerlos de la desidia de gobernantes y ciudadanos.

Este verano, en un alarde de imaginación para fomentar recursos económicos anti crisis Covid-19, la ilustre corporación municipal ha derrochado ingenio. La fórmula no es ingeniosa por lo original sino por ser acumulativa. La idea, en apariencia elemental, tiene la ventaja de que lleva decenios mostrando su efectividad, desde que este país España puso en marcha la reconversión industrial y la clase obrera fabril se recicló en albañiles a destajo y camareros sin horario laboral que los ampare.

Como lo de las subprime del ladrillo parece que va remontando con vuelo de pavo, aleteando mucho pero quedándose en las ramas bajas; con las esperanzas puestas en la birra y el pinchito en barra libre, el consistorio de Rascafría ha autorizado la proliferación de terrazas. Los espacios públicos más codiciados ya no son de uso común del viandante, sino reservas acotadas con barreras, donde campean sillas y mesas, reposo de asentaderas, vasos y botellas.

El pequeño puente de piedra que salta el Arañuelo, un rincón antañón con su pequeño encanto de viejo pueblo, está cortado al escaso tráfico vecinal para disponer de una terraza escalonada donde disfrutar del rumor del arroyo. Lo cual tiene su encanto gastronómico y crematístico. Los bares de la plaza han visto crecer sus espacios aterrazados, bordeando el callejón del frontón y extendiéndose a la rivera del Artiñuelo. Todo para disfrute del turista, ya tan harto del encierro coronavirus y necesitado de una merecida expansión de cafelito, birra y cazuelita sabrosa.

Aparte la masa veraneante satisfecha con las decisiones municipales, quedamos los raros; raros no sé si por escasos (en vías de extinción) o por rarunos (especímenes inclasificables) en nuestra forma de entender el descanso veraniego. Con lo cual creamos un problema de difícil comprensión para la mayoría, por quedar fuera de los hábitos veraniegos.

Es el problema del silencio en un pueblo bullicioso. Ya se ha dicho el valor que aquél tiene para nosotros; algo tan sencillo como leer por la tarde, con el balcón abierto y oyendo el rumor del arroyo y el piar de los pájaros (incluyendo al mirlo que se nos come las frambuesas y las guindas). Es cierto que no tiene valor económico añadido y no cotiza en la caja registradora, pero sosiega el espíritu. Por eso lo de considerarlo un valor inmaterial a proteger. 

Eso del silencio y la lectura hasta que llega la manada de adolescentes a media tarde, se instala tras el ayuntamiento, al otro lado del arroyo, frente a nuestra casa, y pone en marcha una máquina infernal que escupe músicas de aquellas maneras, con largas ráfagas de rap, reggeaton y otras inclasificables por el oído de este jubilata sobrepasado. Tras el rato de descanso de la hora de la cena, vuelven a ocupar el lugar y siguen por su parloteo y músicas enervantes. La tranquilidad no retorna hasta pasadas las dos de la madrugada. Por supuesto, ni distancia de seguridad, ni mascarilla, que es cosa de viejos. En casa, puertas y ventanas cerradas a cal y canto para que el ruido del parloteo y las músicas no se cuele por los resquicios. Eso y un orfidal de vez en cuando.

Total, al borde de la histeria, y temiendo una reacción irascible por mi parte, e imperdonable en un provecto de carácter apacible como un servidor, he escribo al Ayuntamiento, en la confianza de que me leerán antes de borrar el mensaje y dedicarse a menesteres de más interés.  El mensaje es de este tenor, por si el improbable lector tiene a bien dedicarle una ojeada:

“Asunto: Contaminación acústica. Lugar: entre la trasera del ayuntamiento y la ribera del Artiñuelo. Horas: desde media tarde hasta las dos o las tres de la madrugada.
“Explicación: somos un matrimonio mayor que vivimos los meses de julio y agosto en calle ***. En torno a media tarde, un grupo considerable de adolescentes ocupa ese espacio y ponen músicas (rap y otros de parecido valor melódico) a un volumen que nos impide disfrutar por las tardes de la lectura, de la tranquilidad y del silencia que se supone, al menos algunas personas, buscamos en este pueblo que está en medio del Parque Natural. Y por las noches debemos cerrar balcones y ventanas para que el ruido no llegue al dormitorio.

“Me gustaría recordar a los responsables de este Ayuntamiento que los meses de verano, además de las terrazas y el turismo de masas, hay quienes sentimos aprecio por valores de este municipio que parecen olvidados, tales como la soledad, el sosiego y el silencio; aspectos que son un valor inmaterial pero no menos a tener en cuenta que el sonido de las cajas registradoras de los negocios de sus habitantes, para los que deseamos un próspero verano.”

Lo que me recuerda aquella vez, hace la intemerata de años, que cursé una denuncia en la junta de distrito cerca del Auditorio Nacional, por la invasión de la acera con el material de unas obras de una constructora archiconocida. Hice el escrito, adjunté un croquis y lo pasé por registro. Cumplidos los trámites, pregunté a la funcionaria: “Y ahora, quién lo tira a la papelera; ¿Usted o yo?” Muy indignada me contesto: “Aquí lo tramitamos todo”. Según la Ley de Procedimiento Administrativo de aquel entonces, no valía el silencio administrativo, debían darme respuesta en un plazo de tres meses.  Más de treinta años hace de eso y aún espero.

Tenía que haber sido yo quien tirase los tales documentos a la papelera. Le hubiese ahorrado preocupaciones a la Administración Municipal. A lo mejor lo hago esta vez.
Rasca